El contenido del silencio (40 page)

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Authors: Lucía Etxebarria

Tags: #Intriga

BOOK: El contenido del silencio
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Había pasado algo más de un mes desde que me había instalado en la casa, pero parecía que llevaba allí años. Cuando estás encerrada y sometida a rutinas, la vida pierde sus contornos y se hace mucho más larga. Empecé a sentirme mal. Al principio fueron náuseas, ganas de vomitar, mareos. Después llegaron unos calambres en el vientre que me hacían doblarme en dos. Más tarde, una diarrea ligera, soportable. Y de repente una mañana me desperté con la sábana manchada de un líquido parduzco, en medio de unos dolores que parecían desgarrarme el estómago. El dolor quemaba y me abría en canal, crecía dentro de mí como un ser que poseyera vida propia dentro de la mía y que jugueteaba con mi cuerpo como un gato con su presa. A veces se callaba, se recogía y se escondía, y yo experimentaba instantes de paz, pero luego volvía con renovado ardor, de forma inesperada, con una crueldad imprevista, hacía incursiones inesperadas en los intestinos y me obligaba a vomitar.

Nadie habló, por supuesto, de llamar a un médico. Eso se daba por sentado. La medicina occidental se consideraba herética en el grupo, un ataque frontal e invasivo a las energías primigenias. Heidi me impuso las manos, algunas mujeres me dieron friegas con aceites esenciales y la expeditiva Ulrike me traía tisanas y se esforzaba porque las bebiera. Mientras me introducía el líquido en la boca, sorbito a sorbito con paciencia y una cucharilla, ladeaba la cabeza y me miraba con reproche, como si yo no fuera inocente de lo que me ocurría. Me preguntaba solícita por mi estado, pero yo intuía algo malicioso en el fondo de su mirada, una ironía mal disimulada, una ausencia absoluta de compasión, un regocijo en mi desgracia y mi dolor. Después, Ulrike enjugaba el líquido que me rebosaba por la comisura de los labios y, sin decir nada y con gesto severo, salía de la habitación llevándose la taza vacía mientras la sentía irse triunfante y satisfecha.

En los días siguientes el dolor creció y se apoderó de mí, atacando nuevas zonas de mi organismo y avanzando con el arrojo de un descubridor. Empezaron a hormiguearme los brazos y las piernas y a dolerme la cabeza. Me sentía cada vez más cansada, pasaba la mayor parte del tiempo semiinconsciente, en un estado difuso entre el sueño y la vigilia. Todo mi cuerpo parecía haberse rendido de pronto como tras una larga marcha, y empecé a presentir que la muerte se acercaba. Y de pronto percibí una energía que irradiaba desde algún punto dentro de la casa. La señal tenía mucha fuerza, era estridente, quemaba, desde alguna emisora que enviaba un mensaje de odio y destrucción hacia mi cuerpo, cuyas ondas fluían y se esparcían con implacable uniformidad. Era una fuerza femenina, lo sentía, su aura era tan inconfundible como la diferencia que existe entre la suavidad y el tacto de la mejilla de una mujer en comparación con la de un hombre. Y entonces lo supe. No estaba enferma: estaba envenenada. Ulrike, probablemente en connivencia con alguna de las cocineras, había puesto algo en mi comida, y más tarde en las tisanas que me daba. Una parte de mí me decía que aquellas ideas no eran más que imaginaciones, e intentaba buscar en mi interior fervor, convicción, acendrada fe, pero la voluntad no me obedecía y dejaba al pensamiento obsesionarse con las sospechas que me asediaban. La devoción antigua se desvaneció, la fe se desmoronaba, las protestas y las censuras llegaban en tropel. Algo dentro de mí se rebelaba y se revelaba, y amenazaba con estallar.

«Si muero —pensaba—, me arrojarán al mar como hicieron con Willem. Nadie sentirá mi partida, no me llorarán. No derramarán lágrimas por mí, como yo no las derramé por él. No habrá autopsia, nadie sabrá nunca cuál fue el compuesto que envenenó mi organismo. Si algún día el cadáver llegara a tierra, habría pasado tanto tiempo que sería imposible determinar la causa de la muerte. No estamos en Miami, aquí no hay CSI, éste es el crimen perfecto.»Sabía que no podía plantearle a Heidi mis sospechas, no las creería jamás. Además, me temía que, si había de elegir entre nosotras dos, me sacrificaría a mí antes que a Ulrike. Yo no había sido sino un mero recipiente para gestar al heredero, recipientes podían encontrarse muchos. En cambio, Ulrike era indispensable, estaba unida a ella por una intrincada red de secretos y confidencias tejida alrededor de más de veinte años.

Entonces mi mente y mi cuerpo comprendieron que tenían que hacer lo imposible por salvarse y, como el soldado herido que en el último instante advierte que no puede cerrar los ojos porque aún no está decidida la batalla, saqué fuerzas de flaqueza y me rehíce. La disciplina actuó dentro de mí como una corriente eléctrica que revive un cuerpo muerto. Algo superior parecía dominarme, como si actuara movida por hilos invisibles. Mi instinto de supervivencia tenía más fuerza que mi organismo, más fuerza que mi enfermedad, más fuerza que cualquiera que fuera el veneno que Ulrike me estaba suministrando. Me agarraba a la vida como se agarra a un tablón un náufrago cansado de nadar contra el oleaje de la muerte oscura y amarga.

En el estado en el que me hallaba, ni siquiera podía soñar con escapar de allí. Desde la casa a la puerta de entrada había más de media hora de camino a pie, y no había forma de hacerse con un coche, porque Ulrike tenía las llaves de todos. Además, incluso si consiguiera llegar allí, no conseguiría saltar la altísima valla.

Sabía también que Heidi no permitiría que nadie me viera en semejante estado, porque de ser así me llevarían inmediatamente a un hospital y sobre ella podrían pesar cargos de imprudencia o de omisión de socorro.

Entonces rogué que viniera. Hice acopio de todos mis encantos. Recurrí a todas las frases cariñosas, a las más suaves inflexiones de voz, a los nombres que sólo utilizábamos en privado. Empleé con arte de maestra la dulzura, el mimo, la elocuencia y las caricias. Le dije que quería ir a contemplar la puesta de sol a nuestra cala secreta, que sentía que allí encontraría la energía necesaria para reponerme de mi enfermedad, que quería que ella me tornara de la mano y nos concentráramos las dos en mi curación. Me comporté como una actriz consumada y Heidi no sospechó nada.

Muy cerca de la garita de entrada había, y hay, una gasolinera. Se detuvo para repostar combustible como hacía siempre que íbamos a la cala. Le dije que necesitaba agua y que cogía dinero de su billetero para comprarla, que después iría al cuarto de baño. Ella no reparó en que saqué todos los billetes que había en la cartera. Estuve tan cariñosa que no sospechó absolutamente nada, creo. Fui al cuarto de baño y vomité una vez más. Después salí. Heidi, ocupada en llenar el depósito, no se dio cuenta de que me dirigía a un coche que se preparaba para marchar. Le pedí que me llevara. El conductor, sorprendido ante la visión de aquella joven esquelética, podría haberme tomado por una yonqui y no permitirme subir. Contaba con eso. Si no lo hacía, pensaba ponerme a gritar en la gasolinera y negarme a entrar de nuevo en el coche de Heidi. Nadie podría forzarme a hacerlo. Pero el conductor del coche fue muy amable. Creo que, pese a la enfermedad, aún era lo suficientemente atractiva como para conmover a un cincuentón. En cualquier caso, se trató de una casualidad mágica. La gasolinera no está tan frecuentada. Fue un milagro que hubiera otro coche, fue un milagro que me aceptara sin reparos. Fue un milagro que yo sobreviviera. Creo que tengo embajadores en lo Invisible, que Martin y mi madre intercedieron por mí.

En el camino le conté al conductor lo que me había sucedido. Le dije que había ingresado en una secta (era la primera vez desde que conocí a Heidi que calificaba al grupo por su verdadero nombre), que estaba enferma, desnutrida, que necesitaba urgentemente un hospital. La casualidad o la providencia estaban de mi lado, o quizá Martin y mi madre me ayudaban desde lo oscuro, porque la hermana de aquel hombre había vivido una historia parecida, en Los Niños de Dios, de modo que él creyó mi historia inmediatamente y entendió de lo que yo le estaba hablando. Me llevó al Hospital Universitario de La Laguna, no tardamos ni diez minutos en llegar. Ingresé en urgencias. Nunca hasta entonces había agradecido tanto residir en un país que contaba con seguridad social y que acogía en los hospitales a cualquier enfermo, incluso si llegaba sin papeles.

Estuve dos días sedada, con morfina y gotero.

Al tercer día, un médico muy amable entró en la habitación y me explicó que había sufrido una amebiasis aguda, lo que antaño se llamaba disentería, y que si no me hubieran tratado en el hospital, muy probablemente habría muerto. Los doctores atribuyeron el origen de mi enfermedad a las deficientes condiciones higiénicas del grupo, pero yo sabía que se equivocaban. En la casa reinaban un orden y una pulcritud extremos y glaciales, en el espacio y en el tiempo. Se respetaban tanto los horarios como las rutinas y la colocación de las cosas. Creo que Ulrike y las cocineras habían mezclado heces en mi comida. Nadie se planteó llamar a la policía, la amebiasis es una enfermedad grave pero relativamente corriente. Me dieron el alta y me rogaron que volviera al hospital con mi documentación para hacer los trámites necesarios.

Me vi en la calle y me sentí otra mujer. Observé el tráfico, la gente, con una parcela de razón recuperada, la misma con la que acogí gozosa el retorno a la vida. Era como respirar aire puro, sentir de nuevo la tierra bajo los pies, salir de aquel caos doloroso que había sido el hechizo de Heidi y volver a la evidencia de la lógica, el orden y la consistencia del mundo visible.

Sopesé volver a Punta Teno pero no me atreví. Tenía miedo de Heidi y Ulrike. Pensé que el primer lugar al que irían a buscarme sería a mi casa. Estaba convencida, y sigo estándolo, de que Ulrike había intentado asesinarme y temía..., no sé qué temía, que me acosasen, que me hicieran la vida imposible, que te la hicieran a ti, Helena. Pero había algo que me daba más miedo aún: que Heidi volviera a seducirme con su hechizo, que me convenciera de que toda la historia había sido producto de mi imaginación, que nadie había intentado envenenarme, que sólo había sufrido una intoxicación alimentaria, que me esperaban, que me necesitaban tener para concebir al heredero, al Conductor, que no podían vivir sin mí. Heidi era muy magnética, irradiaba un aura especial, poseía una capacidad de convicción sobrenatural, y a mí me daba pánico, me aterraba más que nada en el mundo, la posibilidad muy real de que volviera a atraerme hacia su órbita con sus palabras de azúcar y su mirada de serpiente, no estaba preparada para volver a saber nada de ella. Pero tampoco estaba preparada para regresar a Punta Teno como si nada hubiera pasado.

Cogí la guagua al Puerto y luego caminé hasta la playa de los Patos. Me fui a casa de Martin. No tenía las llaves, pero tampoco fue nada difícil forzar la puerta de la leñera. La abrí a patadas. Me llevó una media hora, pese a que en las películas derriben las puertas de un golpe. Pero al final lo conseguí. Cuando la puerta cedió pensé que aquello era una señal: la casa parecía sonreírme, darme la bienvenida, acogerme como una madre, y nadie había repuesto el cristal que había destrozado la primera vez que estuve allí. El espíritu de Martin estaba de mi parte.

En la despensa, como recordarás, había alimentos como para dar de comer a un regimiento. Cuando vivíamos allí yo misma cultivaba el pequeño huerto que nos surtía de vegetales frescos, lechugas, patatas, tomates, hierbabuena... En el huerto aún había patatas y tomates, las lechugas no habían sobrevivido. Pero la pasta, la harina, las conservas, todos los alimentos imperecederos, estaban en la despensa, y allí seguían. Calculé que podía sobrevivir en la casa por lo menos un mes, tiempo suficiente para decidir el siguiente movimiento. Si en algún momento aparecían los hijos de Martin, ya se me ocurriría alguna explicación para justificar mi presencia. Pero nunca aparecieron.

Los dos primeros días los pasé dormida, reponiendo fuerzas, pero a partir del tercero la vida empezó a ser fácil. Encontré mi vieja bicicleta en el garaje y, aunque estaba oxidada, la engrasé con aceite de oliva. Con ella bajaba hasta la playa y me bañaba. Leía mucho y de vez en cuando veía alguna película de la colección de Martin. Sentía de pronto una alegría de niña satisfecha en sus caprichos más sencillos, contenta de la vida que sentía otra vez circular por mis venas. «Vivir es esto —pensaba—, gozar del placer dulce de vegetar al sol, sin responsabilidades ni obligaciones, sin controles ni intrusiones, sin posesión ni chantajes, sin culpas ni cargas. Sin amenazas ni miedo.»Recordarás que en casa de Martin no había televisión, de la misma forma que nunca tuvimos en Punta Teno. Nos habíamos acostumbrado a vivir sin ella y no la necesitábamos. Teníamos pantalla, eso sí, pero sólo servía para ver películas, y las noticias las leíamos en Internet. En casa de Martin habían desconectado la conexión, era lo lógico, teniendo en cuenta que los nuevos dueños no la frecuentaban mucho. Yo tampoco quería noticias del mundo, no quería saber nada de lo que pasaba, ni tenía la más mínima idea de lo que iba a hacer con mi vida. Pensaba en reunir fuerzas y, más tarde, presentarme en el consulado, decir que me habían robado el pasaporte, conseguir que me repatriaran, iniciar una nueva vida en Londres. Adoraba Canarias pero, como os dije, necesitaba olvidar todo lo que había pasado.

Por fin, una noche, hace tres días, volví a soñar con mi madre. En los sueños, casi nunca habla. Me mira y sonríe, eso es todo. Pero esta vez habló. Me acarició la cara y el pelo y me dijo: «Todo ha pasado, todo va a ir bien, ahora debes volver con Helena.» Y supe que había llegado la hora de regresar.

Bajé hasta el Puerto en bicicleta. Compré un periódico. Había varias páginas dedicadas a la detención de Ulrike y Heidi, todo muy sensacionalista. Después, en bicicleta, llegué hasta aquí.

16
HELENA

Querido Gabriel:

Las cosas van bien por aquí, creo que Cordelia te tendrá al corriente. Tuvo que hacer infinidad de declaraciones y hubo una temporada en la que teníamos a los periodistas todo el día al acecho. El hecho de que tu hermana sea tan escandalosamente guapa añadía más morbo a la historia. Desde mi punto de vista, los periodistas de la prensa sensacionalista no son más que carroñemos, hienas todos ellos, moscas de cadáveres, chacales en busca de carne corrompida. Cualquier día, pensábamos, forzarán las puertas, entrarán en casa, nos golpeará n en la cabeza, se llevarán las fotos y se sentirán más que justificados. Al final, Cordelia decidió marcharse a Barcelona una temporada. Está escribiendo un libro sobre su experiencia en Thule Solaris. Ya tiene un agente en Inglaterra y el libro está vendido antes incluso de que lo haya terminado. Me escribe casi a diario desde allí, parece muy feliz. Supongo que a ti también te escribe.

Doy por hecho que de lo de Heidi y Ulrike ya te habrás enterado por los periódicos. Las van a juzgar por estafa y evasión de capitales, pero creo que cuentan con muy buenos abogados, no va a haber forma de probar que indujeron al suicidio a aquella gente. No sé en qué va a quedar la cosa.

Pasemos a algo más importante, que es, supongo, lo que tú deseas que te aclare, ese algo de lo que nunca hemos hablado, esa historia que dejamos fluir sin someterla a preguntas o escrutinios. Quiero que sepas que desde el primer momento en que te vi me impresionó lo mucho que te parecías a tu hermana, todos los rasgos comunes. Los mismos ojos profundos y verdes, la curva de la barbilla, la boca elegante, el puente de la nariz... Era casi como decir que Cordelia había reaparecido en un cuerpo de hombre o, en cualquier caso, que reaparecía en breves destellos, en los momentos más inesperados. Me encantaba el hecho de tenerla allí otra vez, de sentir de nuevo su presencia, de ver que una parte de ella vivía en ti. Algunas veces cabeceabas o fruncías el ceño o sonreías de idéntica forma a como ella solía hacerlo, y me sentía tan conmovida que me daban ganas de levantarme y darte un beso. Cuando pensé que Cordelia había muerto, no se me ocurrió mejor forma de revivirla que acostarme contigo. Sabía que llevabas tiempo deseándolo, esas cosas se saben, se notan. No me quitabas los ojos de encima. En el avión que nos llevaba a Fuerteventura, te sorprendí tantas veces clavándome miradas como dardos que incluso llegaste a avergonzarme.

Pensé que sabías lo que había entre Cordelia y yo. Por supuesto, no te lo dije expresamente, no explicité los detalles del trato, pero ¿hacía falta? ¿No te resultó obvio? Con tu hermana, entendí desde el principio que, si quería mantener a Cordelia a mi lado, debía dejarla vivir, experimentar. Si lo hacía así, ella siempre volvería a mí, porque me necesitaba. Yo era la madre que ella había perdido, le ofrecía ese amor incondicional que sólo una madre puede dar, sin querer cambiarla ni adaptarla a mi gusto, y no se iba a separar de mí. Martin entendió lo mismo y me aceptó como parte del trato. Yo poseía derechos que estaban por encima de los de él y ofrecía lealtades que él era incapaz de imaginar siquiera. Además, si alguna vez se enfrentaba a Cordelia, se enfrentaba a nosotras dos.

No se trataba de algo estricta mente físico, si es en lo que estás pensando. Por eso me resultaba tan fácil compartirla, porque yo había tenido acceso a un nivel mucho más allá de lo físico, del mero contacto entre cuerpos. Cordelia tenía, y tiene, una especie de jaula mental en la que se encerraba cuando se sentía amenazada. (La jaula aún existe, pero no está tan blindada como antes.) Ella podía salir de la jaula, pero nunca dejaba a nadie entrar en ella. Se ponía muy nerviosa cuando alguien intentaba invadir lo más secreto de su intimidad, cuando alguien intentaba forzar el candado. .. Nunca me contó lo que había pasado entre vosotros, por ejemplo, por qué no os habíais hablado en diez años, ni tampoco me habló jamás de aquel primer amor de adolescencia en Aberdeen. Como no hablaba de la muerte de sus padres, ni de su tía. Yo no le pedí nunca que me hablara de algo que no estuviera dispuesta a compartir. Su silencio era su fuerza. Si yo pretendía amarla en la única manera en la que ella podía ser amada, era preciso no cruzar la línea fronteriza. En ese sentido, era y es muy reservada. Lo más curioso es que poseía y posee unos dones sociales muy desarrollados, y era y es una verdadera maestra en el arte de atraer a la gente como moscas a la miel de su encanto y su belleza. Pero sólo permitía que accedieran hasta cierto nivel, no más allá. Esa peculiar manera de ser escondía una dificultad para contactar con los demás a un nivel muy profundo. Por miedo. Miedo a la intrusión y a la invasión, al dolor, una desconfianza radical ante el mundo y ante los seres humanos y una negativa absoluta a dejarse controlar o poseer. La única persona que podía tenerla —pensaba yo, ingenua de mí— era yo, precisamente porque nunca intenté arrogarme ningún derecho de propiedad. No conté con la aparición de Heidi, que era mucho más hábil y que supo venderle una promesa mucho más atractiva. Le ofrecía el calor de una madre, pero no de una madre terrena, sino de la madre universal, de una diosa.

Ya te he dicho que me acosté contigo cuando la creí muerta en un intento desesperado por revivirla, pero no fue sólo por eso. Gabriel, no quiero que pienses que te utilicé. Amaba y amno a tu hermana, pero eso no me impidió amarte a ti; es más, te amé y te amo a ti porque amaba a tu hermana, he amado todo lo que de ella hay en ti, e incluso he llegado a amaren ti cualidades que ella no tiene. Creo que las personas complejas vivimos historias complejas y que somos capaces de amar en muchas dimensiones. Yo entendí esto de la misma manera que Martin lo entendió, así que, como ves, los rumores tenían su fundamento, pero lo que vivimos no tenía nada que ver con la historia de un donjuán otoñal y decadente que se agencia a dos jovencitas para que le animen la vida, sino con tres personas independientes, libres y respetuosas que habían decidido convivir bajo un mismo techo y compartir cierto trecho del camino de sus vidas. El sexo era lo menos importante de nuestro pacto, lo sustancial era lo mágico, el luminoso punto de contacto, el vértice imposible que habíamos encontrado entre la amistad, el deseo y el amor. De una manera indecisa y singular, la personalidad de Cordelia nos había sugerido un modo completamente nuevo de expresión del amor. Veíamos las cosas de modo diferente, las pensábamos de modo diferente.

Cuando recibí tu carta hablando de la cancelación de tu boda, por supuesto entendí que yo tenía algo que ver en todo aquello. Pero ¿qué esperabas, Gabriel? ¿Volver a Canarias y empezar una vida conmigo"? Es cierto que ya no mantengo con tu hermana la misma relación que entonces. Ella no podía volver a mí tras lo que había pasado con Heidi, por supuesto, pero aun así el vínculo que nos une sigue vivo. No me imagino iniciando ahora una historia con el hermano de Cordelia, no puedo. No, al menos, el tipo de historia que creo que tú quieres vivir.

He vuelto a Puerto de la Cruz. De momento trabajo en un hotel, pero estoy pensando en ir a Barcelona con Cordelia y estudiar traducción e interpretación, no quiero ser camarera toda mi vida. Tú me convenciste de ello. De momento, creo que ella necesita estar sola una temporada. Yo también necesito estar un tiempo sin ella. Pero seguimos siendo hermanas, siempre lo seremos. Y yo siempre seré tu amiga si sabes aceptar lo que puedo dar.

Pe envío muchos besos y los mejores deseos desde Tenerife,

Helena

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