Mi muy querida Cordelia, mi hermana, mi amor, mi némesis:
Te escribo por fin la carta que debería haberte escrito hace diez años. La respuesta a las dos cartas que tú me enviaste y que nunca respondí. La explicación que reclamabas, las disculpas que te debía.
Realmente, no sé por dónde empezar.
Por el principio, por supuesto.
Tenía cuatro años cuando naciste, y aún recuerdo cuando mamá llegó del hospital, lo feliz que estaba papá. Yo también lo estaba. Eras muy pequeña, y olías bien, como todos los bebés. Mamá me dejaba ayudar a cuidarte. Traía los pañales, el talco, esas cosas, y me sentía útil y muy ufano. Realmente pensaba que mi mamá me necesitaba para cambiarte, que no podría hacerlo sin mí. Incluso, alguna vez, te di el biberón, convenientemente vigilado, supongo. Después de a mamá, yo fui, la primera persona a la que sonreíste, antes incluso que a papá. Mamá solía repetírmelo para hacerme sentir querido e importante, y yo me esponjaba de orgullo.
Cuando te hiciste un poco más mayor... ¿qué imágenes conservo? Mientras mamá compraba en la tienda, yo me quedaba agarrando muy fuerte el cochecito, pensando que así te protegía. Cuando el cochecito se quedó pequeño, te tomaba de la mano y nos íbamos a mirar las máquinas que había delante de la tienda. Dentro había bolas de plástico con premios. Para conseguir uno había que meter una moneda en la máquina. Yo decía los premios que me gustaría que salieran si tuviéramos dinero, y tú, que casi no sabías hablar, siempre elegías lo mismo que yo.
Cuando te fuiste haciendo mayor, todos estaban impresionados contigo. A los tres años hablabas tan bien como si tuvieras cinco y sabías montar unos rompecabezas de madera que me habían regalado a mí y no a ti. Además, siempre fuiste muy alta, y no parecías tan pequeña, tanto que en tu primer día de escuela —fui yo el que te enseñó cómo funcionaba todo y el que te acompañó a clase de primero— la maestra dijo: «Pero qué alta es... ¿De verdad sólo tiene cinco años?», y tú respondiste: «¡El año que viene cumpliré seis!», como si trataras de ayudar. Siempre fuiste buena estudiante. En tercero te hicieron monitora de lectura avanzada, ¿recuerdas? Eras una niña tranquila y aplicada. En el colegio pensaban que eras feliz. No lo eras.
No lo éramos ni tú ni yo. Oíamos discusiones todas las noches, todas, en el cuarto de nuestros padres. Discusiones pronunciadas en susurros pero claramente audibles. Casi nunca entendíamos bien las palabras que se decían pero captábamos el tono, la cólera, e imaginábamos el contenido: ira, celos, frustración, recriminaciones, reproches, amenazas. Una noche de tantas, nuestros padres salieron a una fiesta. La chica que venía a cuidarnos en ocasiones como aquéllas nos hizo la cena y vio la tele un rato con nosotros. En mitad de la noche sonó el teléfono. Me desperté. Oí un grito agudo. No me atreví a bajar. Luego conversaciones, gente que vino a casa. Nuestros padres no regresaron nunca.
No sé si tía Pam aceptó quedarse con nosotros sólo por el dinero que eso le suponía. Desde luego, no le gustaban los niños, eso tú y yo lo hemos notado siempre. El albacea del testamento era Richard, y nuestra herencia no podía tocarse hasta que ambos cumpliéramos los veintiuno, eso ya lo sabes. (Por cierto, ¿por qué, Cordelia, por qué tuviste que liarte con Richard? ¿Un intento de recuperar al padre que perdiste seduciendo al que fue su mejor amigo? Me dio un vuelco el corazón al enterarme, no podía comprenderlo, me daban arcadas sólo de imaginaros juntos en la cama.) Aunque quizá no sepas es que tía Pam recibía una cantidad at mes para ocuparse de nuestros gastos. Una cantidad muy alta. Quizá soy injusto con la pobre mujer, no sé. No he mantenido mucho trato con ella desde que dejé Aberdeen. La veo una o dos veces al ario. Ella vive ahora con su compañera, puede que sepas quién es, la señorita Hanlan, daba clases de literatura en nuestro colegio. Ambas están retiradas. No sé si son amantes o si han decidido vivir juntas para hacerse compañía. Tía Pam es muy mayor ya como para meterse en líos amorosos, pero nunca se sabe.
Una noche nuestra tía estaba hablando por teléfono en el salón. Creía que los dos estábamos dormidos, pero yo no lo estaba. Me deslicé hasta el primer peldaño de la escalera y me senté allí. No podía verme, pero yo sí podía oírla. Hablaba de mamá. No decía de ella nada agradable: la acusaba de haber provocado el accidente. En la fiesta a la que nuestros padres habían acudido, había bebido mucho y había discutido con nuestro padre (te darás cuenta de que no escribo «papá», pero ¿acaso nos acordamos tanto de él, o te acuerdas tú?). Cuando abandonaron la reunión, iba visiblemente borracha. Y ella conducía.
Nuestra madre despeñó el coche por un puente y se llevó por delante una barandilla. Se precipitaron unos treinta metros hasta caer al rio. La tía Pam decía que el conductor que la seguía aseguraba que nuestra madre había dado un volantazo deliberadamente, que no se trataba de que los neumáticos hubieran resbalado ni de que al coche le hubieran fallado los frenos. «Muy propio de Anna —decía tía Pam—, esa mujer estaba loca. Se suicidó y se llevó a mi hermano por delante, y todo porque él tenía otra amante. Pero cuando ella se casó ya sabía cómo era él, todo Edimburgo lo sabía...»¿Te lo conté alguna vez, Cordelia? ¿Había llegado a tus oídos? ¿Sabías tú de esa historia sórdida? ¿Llegaste a odiar a nuestros padres tanto como yo los odié esa noche? ¿Tanto como yo llegué a odiara tía Pam por hablar así de ellos? No sé, Cordelia, no sé cómo te sentiste tú. Sólo puedo decirte que yo estaba resentido y amargado. Representa un gran esfuerzo recordar los detalles de ese dolor, sólo me queda el eco del sufrimiento, las huellas que ha dejado en mí. Recuerdo más su ausencia que su presencia, porque el hueco que habían dejado en mi vida se hacía casi palpable, como una herida supurante. Yo ya apenas recuerdo a nuestros padres y su aspecto, que sólo puedo reconstruir a partir de las fotografías. Me resulta imposible describirlos como realmente eran, no consigo enfocarlos con precisión, los veo difuminados. Incluso cuando vivía con ellos, los vi siempre ampliados, desde la perspectiva de mi visión de niño y, como todo niño, esperé demasiado de ellos, así que, como siempre sucede, mis padres me decepcionaron. Pero a mí me decepcionaron más que a otros, ahí estriba la diferencia.
Recuerdo que muchas veces venías a mi cama a dormir porque tenías miedo del árbol que daba golpes contra tu ventana y la mía. Tenías miedo del viento, de la lluvia, de los ruidos. Hablábamos mucho, pero no recuerdo de qué. Puedo recordar perfectamente imágenes de cuando tenías cuatro años y, sin embargo, no recuerdo una palabra de lo que hablábamos entonces. Nada. Tú tenías once, doce años, calculo, yo quince o dieciséis. A veces jugábamos a las caricias. Con el anverso de la mano, yo le acariciaba las piernas, el estómago, los pechos aún sin desarrollar, trazaba círculos por tu espalda, por tus brazos. Pasaba por tus axilas sin vello sin hacerte cosquillas, ascendía por el cuello largo. Luego mis yemas rozaban tu cara, tus labios entreabiertos, tus cejas apenas delineadas, recorrían una y otra vez los surcos de tu oreja, un laberinto fascinante de curvas y pliegues. Te dabas la vuelta. Te ibas quedando dormida, relajada. Yo te acariciaba la espalda fascinado por el tono natural y definido de los músculos, por las cimas de los omóplatos, por las huellas de cada vértebra, por la curva natural de la espalda, por los dos hoyitos de la cadera, que flanqueaban, simétricos, cada lado de la columna. Luego te quedabas dormida y yo me quedaba dormido, en fraternal sincronía.
Lo creas o no, entonces no veía ninguna intención sexual en el juego. Sólo sabía que mis caricias le tranquilizaban, te relajaban, conseguían que tú te durmieras sin pesadillas, sin fantasmas de fiebre ni insomnio, y yo era feliz haciéndotelas. Estoy seguro, seguro, de que entonces no asociaba el sexo contigo. El sexo era otra cosa. Eran revistas con mujeres de un rubio imposible, no tu dorado cálido y trigal, sino de un tono metálico y agresivo; mujeres que exhibían unos globos hinchados y turgentes allí donde tú sólo tenías unos pezones pequeños sobre un torso perfectamente plano; mujeres que tenían unas nalgas casi esféricas que nada tenían que ver con los hoyos perfectos de tu cadera de virgen; mujeres de revistas tan manoseadas y pegajosas como los órganos de quienes las hojeábamos, mujeres imposibles que pasaban de mano en mano entre los chicos de mi clase. Eso era el sexo para mí a los quince años, y lo tuyo era otra cosa. Tú eras la depositaria de un afecto inocente y puro que yo entregaba con la fe que consideraba connatural a todo gran amor.
¿Recuerdas la moto? Yo tenía dieciocho años, me la compró tía Pam por Navidad (con mi propio dinero, el que aún no había heredado, todo hay que decirlo). Tú, que seguías siendo más alta que cualquier chica de tu edad pero que aún no tenías ni senos ni caderas (¿has llegado a tenerlas alguna vez, Cordelia?, cuando te marchaste eras muy joven aún, casi no habían apuntado, y cuando volví a verte en Punta Teno estabas tan delgada, tan esquelética, que se te marcaban las clavículas, te quedaba el mínimo de carne indispensable adherido al cuerpo, tus piernas no parecían unidas a las caderas sino directamente a la cintura, y no quedaba ni rastro de una curva, y me pregunto si en estos diez años en los que te perdí, Cordelia, te convertiste alguna vez en una mujer de curvas de vértigo, en esa belleza voluptuosa que Helena me hizo imaginar), tú, repito, que no podías conducir legalmente aquella moto, te empeñaste en cruzar con ella el centro de Aberdeen cada día de aquel verano. Yo solía ir agarrado a ti, tocando tu estómago, tus hombros, respirando el olor de aquel mareante perfume de ámbar, ese que llegó a ser una marca identificativa, como una segunda piel que te empeñabas en usar pese a que tía Pam lo odiara, o quizá precisamente por eso. El ámbar mezclado con tu propio olor, un efluvio inocente y dulce, cargado de hormonas y de promesas... Recuerdo aquellos paseos con una nostalgia infinita.
Luego llegó aquella primera carta, a Oxford. Una carta que reventaba de angustia y de cólera, de indignación y amargura, que me recriminaba que hubiera decidido estudiar en Inglaterra cuando mi propia ciudad, Aberdeen, está orgullosa de contar con una de las mejores y más antiguas universidades del Reino Unido. La carta de la chica que se había quedado sola en una casa que odiaba, con una mujer a la que no quería. La carta era tan insultante, tan dura, tan delirante... Folios y folios de escritura enrevesada y de palabras cargadas de veneno que no parecían escritos por una niña de quince años, sino por una mujer de cincuenta, tal era el reconcomio que contenían, el ácido corrosivo que desbordaban entre líneas. Me indigné al recibir la carta, no respondí.
No recuerdo aquella Navidad. Sé que tuve que volver a casa, sé que tuve que pasarla contigo. Pero sé que desde que me fui a Oxford cambiaste. Te convertiste en una figura hosca y distante, retraída y desdeñosa. Vestías de negro de pies a cabeza y pasabas horas encerrada en tu cuarto leyendo libros, escuchando música y dibujando marídalas. Te comías las uñas, apenas comías nada más, tenías los ojos permanentemente rodeados de un ligero tinte oscuro y estabas en los huesos. Caminabas encorvada como si quisieras ocultar esos pechos nacientes, casi inexistentes, o como si la vida te pesara tanto que una fuerza imparable tirara de ti hacia abajo, hacia algún abismo invisible para todos aquellos que no leíamos a Shelley y no escuchábamos a Joy Division. Ya no tenías amigos, las calificaciones escolares eran pésimas, tu voz había cambiado. A las mamás no les gustabas y a los papás quizá les gustabas demasiado, aunque ninguno lo reconocería. Cultivabas la habilidad de sustraerte del mundo con un simple pestañeo: si te hablábamos, mirabas con atención, y al instante siguiente ya estabas en cualquier otra parte. Hacías caso omiso de nosotros, como si tuvieras el poder de agitar una varita mágica invisible que nos hiciera desaparecer. Parecías actuar bajo el influjo de una preocupación tan invasora como para que te distanciara de ti misma, te faltaba algo para estar ahí. Dabas la impresión de soportar con sosegado fastidio a una persona —tu cascara, tu disfraz— a la que debías parecerte, pero de la que te olvidabas a la menor ocasión. Tía Pam decía que no debía sorprenderme, que ése era un comportamiento propio de tu edad, lo atribuía todo a las hormonas, no se preocupaba por intentar entenderte, no te preguntaba. Yo tampoco.
¿Cómo pude ser tan ignorante, tan insensible, tan ciego, tan increíblemente despreocupado? Pero sin esa ignorancia, sin esa despreocupación ¿cómo podría haber avanzado o, incluso, sobrevivido? Tenía que concentrarme en seguir hacia adelante. Como un funámbulo que camina sol/re la cuerda floja, no podía permitirme mirar hacia abajo ni a los lados por miedo a resbalar. Necesitaba no asumir o entender lo que pasaba, no sé si puedes entenderlo ahora, no sé si puedes perdonarme.
Cuatro años más tarde recibí tu última carta.
Y de súbito mi propio amor y mi deseo, el paraíso perdido de felicidad juvenil que había recluido en la fortaleza de la memoria, volvió a mí en la forma de tu escritura.
Estabas en Canarias, te quedabas a vivir allí. Richard —que era con quien habías llegado a la isla, per o al que habías abandonado en un hotel de lujo, según me enteré más tarde— se haría cargo de la gestión de tu herencia y tu patrimonio, todo estaba acordado (¿cómo te pudo perdonar la huida'?, me pregunto a veces, ¿o es que quizá se sintió secretamente aliviado de que le aligeraras del pesado fardo de cargar con una jovencita neurótica y voluble, una historia que podía ser muy interesante al principio pero que tenía la fecha de caducidad impresa y que, como los mensajes de las películas, estaba condenada a la autodestrucción?). No querías volver a Aberdeen y no querías volver a verme: necesitabas olvidarme a mí, Escocia, a la tía Pam, dejar atrás tu infelicidad. Me hablabas de nuestro amor y de mi abandono como lo haría una amante despechada.
Porque eso es lo que eras, una amante despechada.
Se trata de una historia tanto tiempo negada, pero tan definitoria de mí mismo como el recorrido de mi sangre. ¿Quién en el mundo se iba a interponer entre tú y yo si no ha habido un alma en todo este tiempo a la que pudiera contarle lo que pasó entre nosotros? No ha servido de nada que cerrase los ojos a la realidad, de alguna manera allí estabas tú, entre el párpado y el globo ocular.
Verás, Cordelia, siempre supe lo que había pasado, y, a la vez, no lo supe. Tu recuerdo era presente y molesto, como las evoluciones de un mosquito al que uno no consigue espantar por mucho que lo intente, pero mi obstinada desmemoria se negaba a proporcionarme la clave de aquel misterio oscuro. Pienso que lo que nos unió fue que lo nuestro fuera imposible. Tú siempre deseaste lo inalcanzable, ¿no es cierto? Quizá precisamente porque no podía ser, fue. Fue porque de aquella manera sentíamos más intensidad en el deseo, en el amor, en la seguridad misma de que la rutina y la costumbre nunca asesinarían nuestra historia. Desearte, amarte, fue un suicidio emocional, una adicción de vértigo a una rara y exquisita droga humana a la que me fui enganchando en pequeñas dosis y en viajes de diferente placer, pero de la que huí porque sabía que podía ser letal.