Si lo pensaba, el método de captación de La Firma, el proceso mediante el cual Virgilio había sido atraído y anulado, presentaba paralelismos sorprendentes —o quizá no tanto— con su propia historia. Virgilio, Cordelia y Gabriel, los tres compartían muchas características. Una infancia complicada, un carácter muy inseguro, mucho atractivo físico —Gabriel era consciente de ello, sin falsas modestias—, dinero y posición social, lo que los convertía en presas tan deseables como vulnerables. Los tres habían sido seducidos tras la pérdida de un ser querido (en el caso de Cordelia, su novio había fallecido; Virgilio y Gabriel habían sido abandonados por sus amadas). A los tres se los había cautivado desde la vanidad. A los tres se les había hecho sentir especiales, elegidos, llamados. Porque cuando Gabriel lo recordaba... Oh, sí, qué encendidas fueron, al principio de su relación, las declaraciones de Patricia, qué halagadores sus cumplidos, que subyugadores sus comentarios. Qué arrebatador el torrente de atención que le dedicaba, qué románticos sus mensajes, qué largas sus cartas, qué inspiradas sus frases. Nunca en su vida había recibido tanta consideración y afecto y se llegó a tener, es cierto, por un hombre distinto, un hombre especial, muy inteligente, con unas capacidades de espiritualidad, entrega y sacrificio por encima de la media, así se había sentido en brazos de Patricia cuando ella no dejaba de decirle y repetirle lo maravilloso que él era. Pero, al igual que le sucedió a Virgilio, cuando a Gabriel se le propuso un compromiso para toda la vida, dudó. Como a él, sentía que le venía grande la propuesta que se le hacía, que no estaba seguro de ser capaz de semejante renuncia, de olvidarse de otras mujeres o de otras posibilidades de vida sin Patricia. Temía que su vida de pareja se convirtiera en un simple zoo glorificado en el que se le encerrara junto a ella en una jaula y se le sirviera pienso a horas fijas. Y Patricia, ante sus dudas, vino a utilizar los mismos argumentos que el sacerdote había utilizado con Virgilio: que las dudas eran normales, que sólo probaban que Gabriel estaba enamorado —pues todos los hombres muy enamorados se asustan ante la magnitud de sus sentimientos—, que ella veía claramente que él la quería, que aquello era evidente, que Gabriel no podía cerrar los ojos ante algo así, que aquel tipo de amor sólo se vivía una vez en la vida y que dejarlo pasar sería arruinarse la existencia, que supondría una enorme traición tanto a Patricia como a sí mismo, como a la idea y al espíritu mismos del amor. ¿Y si perdía la Gran Oportunidad? ¿Y si destrozaba su futuro? ¿Y si arruinaba sus opciones? ¿Y si acababa solo? Cualquiera diría, escuchando a Patricia, que los solos, los solitarios, eran personas extrañas, criaturas nocturnas enfundadas en gabardinas de cuello alzado que proyectaban largas y amenazantes sombras, hostiles como lobos merodeando por las lindes del bosque, o personas que a menudo escondían en la nevera un cadáver descuartizado. No amaban a nadie y nadie los amaba. Desde la distancia, Gabriel recordaba cómo cada noche Patricia, con aquella voz de miel y aquellas caricias de seda, con aquel timbre perfectamente modulado que se estremecía íntimo en la confidencia y el susurro y se elevaba cuando hacía falta en vibrantes tonos apasionados aunque, eso sí, siempre contenido, siempre cadencioso, con aquel sonsonete musical e hipnótico, iba desplegando su calculada estrategia, desgranando argumentos para convencerle, porque una fortaleza asediada siempre acaba por ceder. Noche a noche, como una gota que va horadando la piedra, las mismas consignas, como la araña que teje la red, las mismas palabras melosas, como el domador que amansa a la fiera, las mismas frases persuasivas, como el flautista que arrastra a los niños, los mismos besos envolventes, hasta que Gabriel dijo sí.
Y luego, poco a poco, cómo Patricia había ido estrechando cada vez más el círculo de sus amistades, restringiendo sus movimientos, controlando sus entradas y salidas. Siempre desde el amor, o desde su reflejo, con seductora dulzura, con sutilidad, sin prisa y sin pausa, con esa insólita capacidad que tenía para tornarse repentinamente débil y pequeña, para lograr que se deseara tanto protegerla y que hubiera forzosamente que amarla, como si rigiera para ella un código especial. «¿Vas a salir hoy, de verdad? A mí no ine apetece y no me gustaría estar sola, ¿no podemos quedarnos los dos juntos? ¿No te gustaría más estar conmigo?» Gabriel nunca había sido hombre de muchos amigos, y Patricia se ocupó de que poco a poco perdiera el contacto con los pocos que tenía. A ella, aquél le parecía demasiado grosero, y el otro un borracho, y el de más allá no tenía conversación, y el de más cerca nunca pagaba sus rondas, y nunca quería quedar con ellos y sus novias. Su prometida era, además, una experta en sembrar la desconfianza y el recelo. Siempre daba la impresión de saber más que Gabriel, de que, por alguna extraña lotería genética —porque ella le había convencido de que era la mujer más intuitiva, más perspicaz o más lista del mundo— le asistía toda la razón cuando emitía juicios sobre alguien. Por ejemplo, en lugar de decir «No me gusta tu amigo dive», decía —Gabriel no podía recordar con claridad la voz de Patricia, no su color, su timbre ni su matiz; era aniñada y despaciosa, eso sí lo recordaba. Gabriel sólo podía aproximarse en la cabeza a su forma de hablar, pero hay palabras que nunca se olvidan, ya que se repiten con intensidad, una y otra vez, después de ser pronunciadas—, decía: «dive es un arribista, cariño, sólo se acerca a ti por tu posición y lus contactos; todo el mundo lo sabe, y tú ni siquiera lo sospechas; te lo digo por tu bien, ten cuidado.» Y establecía semejante presunción con tanta autoridad que Gabriel pensaba: «Debe de tener razón, da la impresión de saber de qué habla.» Parecía que nada escapaba a la mirada estática y mineral de Patricia, que lo controlaba todo desde las profundidades de sus acerados ojos, demasiado azules, demasiado grandes en su rostro de porcelana. Poco a poco, Gabriel fue reduciendo su contacto social a cenas de trabajo y salidas con Patricia y su madre. Se sentía como si socialmente se hubiera acomodado en una zona de penumbra, un lugar parecido a la sala de espera de una estación de autobuses en una ciudad perdida del norte, gélido y silencioso. Reduciendo su superficie de sustentación, aprendió a replegarse. Mes tras mes, se sumergía en un estado de retracción afectiva, de embotamiento generalizado. Sus amigos parecían cada vez más lejanos, sus antiguas amantes, su hermana, figuras borrosas en la distancia. Recordaba haberlos querido, haber amado a algunas, pero ya no trataba de tener noticias de ellos ni de darles las suyas, no sentía por ellos ni inquietud ni entusiasmo. Dejó de salir y de relacionarse, y no mantenía otra relación profunda más que la de Patricia, todas las demás eran
acquaintances
, situaciones obligadas y fórmulas de cortesía. Gabriel ocultaba su dolor para preservar su dignidad, no se participa en las conjuras de los demás sin herirse uno mismo. De modo que mantenía las distancias, los gestos eran dulces pero las palabras escaseaban, y la mirada, cada vez más distraída, se cargaba de condescendencia. Había algo forzado, algo que olía a falso en el helado dominio de sí misma que Patricia mostraba. Sin duda, siempre era mejor mantener una distancia, no perder la calma ni los papeles, pero eso significaba que también había que separar los cuerpos para que no chocaran, enfriar los sentimientos para que no fueran demasiado ardientes, para que nadie se inflamase. En realidad, Patricia se convirtió en la misma guadaña que segó el amor que había crecido por ella. Con sus engaños sutiles, con sus veladas humillaciones, ella había colaborado activamente en la destrucción de las últimas ilusiones de Gabriel, y su acoso acabó por imponerse contra la cobardía de él. El mejor recurso de Gabriel contra Patricia acabó por ser la propia Patricia.
Desde Canarias, tan lejos de Londres, y después de haber escuchado el relato de Virgilio, en el que se vio reflejado como en un espejo distorsionante, Gabriel empezó a pensar que quizá él, el joven educado y contenido, tan apegado al orden, en el ámbito del trabajo y en el de las relaciones sociales, tan deseoso de complacer a los demás, de hacer bien las cosas, había sido, como Virgilio, la presa perfecta. Y, como Virgilio, no había tenido valor para dejar a Patricia, para decirle simplemente «no quiero casarme contigo», en lugar de «quiero posponer la boda». Su exagerada conciencia, su pánico al fracaso, el remordimiento y la presión del error le habían encadenado a Patricia. Cordelia no había podido liberarse, pero él sí podía. Y, armado de esta convicción, marcó el teléfono de su prometida, cuyas llamadas llevaba evitando durante más de una semana. Sabía que ella estaría despierta.
Un viento caliente movía blandamente las tardes silenciosas, delgadas tardes inmóviles que decaían con dulzura, como si no estuviesen alertas al paso de las horas. Y luego se presentía la noche, que llegaba sin avisar, como sorprendida en su propia penumbra. En la oscuridad, Gabriel escuchaba el corazón de Helena latir tranquilamente con la mansedumbre del agua que bulle dormida.
Vivían definidos por los tiempos imperfectos. El pasado imperfecto (nos conocimos en un aeropuerto) y el futuro imperfecto (¿cuándo te marcharás?). Vivían acomodados en un espacio existente entre ambos, en el que Gabriel siempre pensaba con todavía (todavía no me ha pedido que me vaya) o aún (aún no hace falta que regrese a la oficina). No tenía ningún sentido planificar el futuro desde aquel presente, siempre pensando en lo que había sucedido en el pasado, siempre recordando a la Cordelia que ya no estaba. Si pensaba así, condenaba al futuro a ser una prolongación del pasado, o sea, más de lo mismo, dos personas unidas por el recuerdo de una tercera.
Y una tarde, al punto de la noche, estando los dos tumbados en la cama, abrazados, soñolientos, Gabriel escuchó un rumor de pisadas y, medio dormido, recordó que en aquella casa nunca se cerraba la puerta de la entrada, que nadie imaginaba ladrones o asaltantes, que vivían en la confianza propia del paraíso. Y entonces oyó la voz de Helena, un aullido visceral, como de animal herido, y vio su silueta recortada contra la puerta. Allí, frente a él, delicada, luminiscente, frágil, transparente acaso, estaba Cordelia. O su fantasma.
Toda mi vida, desde que yo recuerdo, he deseado intensamente que existiera un más allá y que pudiéramos tocarlo, que hubiera una vida además del mundo visible. Porque, si la había, yo podría contactar con mis padres, y entonces el mundo volvería a tener sentido. El sentido que perdió cuando desapareció el símbolo de la seguridad de mi infancia, pequeño y enorme al mismo tiempo, la persona que me consolaba, me escuchaba, me alimentaba, me arropaba y me contaba cuentos, a la que tantas veces había desobedecido, rechazado o no hecho caso, pero en la que siempre había confiado. Amaba a mi madre. A mi padre también, supongo, pero a él no le necesitaba.
Cuando nos fuimos a vivir con mi tía Pat, ella me obligaba a acostarme todas las noches antes de tener sueño, me daba las «buenas noches, Cordelia», apagaba la luz y desaparecía por el pasillo. Ni siquiera tenía el consuelo de oír su taconeo porque jamás usó tacones. Aquella pena que sentía ante la injusticia tan flagrante de tener que acostarme sin cuentos, sin besos, sin caricias, sin luz, se disolvía como azúcar en agua con las visitas de mi madre. Yo me concentraba en llamarla, repetía su nombre una, dos, tres..., mil veces, y por fin, poco a poco, su imagen se materializaba. Al principio, difusa, suave, casi irreconocible, una sombra blanca. Después iba adquiriendo contornos más tangibles, más nítidos, hasta que la tenía frente a mí, tan viva como antes del accidente. Se sentaba en la cama y, sin hablar, me acariciaba el pelo con expresión de infinita ternura. Pensaréis que eran imaginaciones de niña, delirios, pero a día de hoy sigo creyendo que el espíritu de mi madre venía a verme, porque la necesitaba. Luego, poco a poco, dejó de acudir, hasta que sólo se aparecía en sueños. Así la sigo viendo a menudo. No tanto a mi padre, no estábamos tan unidos.
Con la muerte de Martin, esa necesidad desesperada de Fe, con mayúsculas, revivió. Necesitaba ardientemente una prueba de que aquél no era el final, sino el principio, y que de alguna forma volveríamos a reunimos en alguna parte, en algún lugar en el que mis padres me estaban esperando también.
Cuando nos dijeron que teníamos que dejar la casa de Martin, me hice a la idea de que volvería allí. Con infinita paciencia, removiendo piedras y quitando cal de las junturas con un taladro, hice estribos en el muro para facilitar la ascensión. A primera vista resultaba imposible advertir que, disimulada entre las piedras del muro, había una especie de escalera. Hice otra similar en la parte interna. Así sabía que, si quería volver, en cualquier momento podría saltar el muro y entrar en la casa.
Tras abandonar la casa de Martin conservé —como recordarás, Helena— las llaves. Una vez instaladas en Punta Teno, un día cogí la furgoneta y decidí volver. Sabía que sus hijos pasaban en la casa los veranos, las vacaciones de pascua y algunos fines de semana, pero que no vivían allí. Por supuesto, la puerta de acceso estaba cerrada, pero no me fue nada difícil saltar, como os he dicho.
No pensaba entrar en la casa, me bastaba con pasearme por el jardín, que estaba descuidado, porque el césped había muerto y sólo sobrevivía vegetación autóctona, de forma que aquello presentaba un aspecto completamente nuevo, pero no peor, sólo distinto. Quería quedarme meditando e invocando al espíritu de Martin mientras contemplaba la puesta del sol sobre el mar. Daba por hecho que los nuevos dueños habrían cambiado las cerraduras de las puertas pero, de todas formas, por si acaso, había llevado las llaves, y decidí probarlas. Efectivamente, no encajaban, ni las de la puerta principal, ni la del porche, ni la del enrejado que protegía el ventanal de la piscina. Sin embargo, para mi sorpresa, no habían considerado necesario cambiar la cerradura de la leñera.
Recordarás que ésta comunicaba con la cocina a través de un ventanuco. Apilé unos cuantos leños, rompí el cristal y luego, con paciencia, fui limpiando el marco de cristales para que no fuera peligroso atravesar el hueco. Como soy tan delgada, no me resultó difícil saltar a la cocina. Ya estaba dentro de la casa.
Me paseé por el interior recorriendo una a una las dependencias. La habían dejado más o menos tal y como estaba mientras vivíamos allí. La disposición de los muebles seguía siendo la misma. Incluso los libros y los cedes de Martin ocupaban su lugar exacto en las estanterías. No quería conducir de noche, así que no me pude quedar mucho tiempo. Recogí todo cuidadosamente para que nadie advirtiera que había estado allí. Como había retirado los cristales, pensaba que era posible que los hijos de Martin no se dieran cuenta de nada si sólo iban a pasar un fin de semana. Si no te fijabas mucho, no se notaba que la ventana ya no tenía cristal.