El canalla sentimental (30 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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Dijimos que iríamos a la playa, pero yo les decía que era más seguro quedarnos en la piscina de la casa, porque no hacía mucho una raya clavó su aguijón venenoso en los pies de un amigo que estaba metiéndose en el mar de la isla donde vivimos, y ellas recordaban que el último verano en el que fuimos a la playa nos encontramos nadando a pocos metros de un manatí y salimos aterrados, así que nos convencimos de que era mejor refrescarnos en la piscina y enterarnos de la fascinante vida marina viendo los documentales de la televisión.

Dijimos que saldríamos a pasear en un yate alquilado, pero les dije que, debido al aumento del precio de los combustibles, nos costaría una fortuna, así que ellas salieron a pasear en el yate de sus tíos, quienes, por suerte, muy generosos, pagaron la travesía, lo que multiplicó mi cariño por ellos.

Puede decirse entonces, sin exagerar, que no hicimos ninguna de las actividades o excursiones que habíamos planeado, que la prudencia y la pereza conspiraron contra todos los eventos familiares que imaginamos antes de viajar. Pero reconocer que esos planes quedaron en palabras y no se ejecutaron, ni siquiera uno solo, no nos entristeció: al contrario, nos confirmó que fueron unas vacaciones completamente inútiles y, al mismo tiempo, completamente felices.

Sería atropellado saltar a la conclusión de que mis hijas y yo no hicimos nada memorable en las semanas que pasamos juntos. Es verdad que todos nuestros planes fueron desechados, pero no es menos cierto que, dadas las circunstancias, supimos improvisar, apegándonos siempre a dos leyes básicas del haragán: no te agites y respeta la rutina.

Lo que ahora mismo, al final del verano familiar, recuerdo con más orgullo, porque me confirma que no se puede conseguir nada sin una cierta disciplina, es el ahínco o tesón adolescente que depositaron mis hijas en la empresa común de dormir todos los días hasta las dos de la tarde como mínimo, lo que nos permitía levantarnos tan embriagados o dopados de sueño que, luego de un breve desayuno, volvíamos a la cama a descansar del cansancio de haber dormido tanto.

No puedo olvidar la alegría que sentíamos mientras nos burlábamos, criticábamos o imitábamos a nuestros parientes, la euforia que me provocaba arrojarle piedras o agua con cloro al gato del vecino y la gratificante sensación del deber cumplido que nos invadía al ver los libros del colegio que debían leer y no habían leído ni pensaban leer porque yo me encargaría de leerlos por ellas.

Como buen padre, me ocupé de cocinar para ellas, procuranles una dieta balanceada, consistente en leche con cereales de desayuno, pan con jamón y queso de almuerzo, y pan con queso y jamón de cena, acompañados de coca-cola, todo en platos y vasos de plástico desechables para no tener que lavar la vajilla.

Si me preguntasen qué podrían haber aprendido mis hijas en estas vacaciones, tal vez diría unas pocas cosas: que si duermen hasta tarde los días suelen ser más placenteros, que el pan con jamón y queso no facilita la digestión y que la felicidad a veces consiste en inventarse un buen pretexto para no salir de casa.

Regreso a Buenos Aires después de cinco semanas. Los diarios anuncian días helados. No me preocupa demasiado. Al pie de la cama tengo una estufa portátil que sopla aire caliente (robada de un hotel chileno y a la que llamo «soplapollas»), que es como mi mascota y me previene de resfriarme.

Le digo al chofer que me lleve a San Isidro, pero no por la General Paz, que a esa hora, las ocho de la mañana, suele ser un enredo intransitable, sino por una ruta alternativa, Gaona y Camino del Buen Ayre. El chofer me dice que me costará veinte pesos más. Le digo que no importa y que acelere. Me dice que nos pueden tomar una foto y multarnos. Le digo que en ese caso pagaré la multa. Salvo el cansancio, nada me exige llegar pronto a casa. Pero llevo la prisa del viajero frecuente, que, sin pensarlo, impulsado por una antigua costumbre, quiere ser el primero en salir del avión, pasar los controles, subir al taxi y llegar a casa, como si fuese una competencia con los demás pasajeros o con uno mismo, como si quisiera batir una marca personal. Después, al llegar a casa, desaparece esa premura y puedo pasar una hora frente a la computadora, leyendo diarios y correos que tal vez no debería leer.

Duermo pocas horas. Sueño con celebridades. Es una extraña y alarmante costumbre la de soñar con celebridades. Al despertar, llamo al restaurante alemán, digo que estaré allí en quince minutos y pido la comida. De todos los restaurantes que he visitado, es el que más feliz me ha hecho. Se llama Charlie's Fondue. Está en Libertador y Alem. Cuando estoy en San Isidro, almuerzo allí todos los días, y a veces también voy a cenar.

Después de almorzar, voy a cortarme el pelo con Walter. Atiende en Walter Pariz, con zeta, en la calle Martín y Omar, casi esquina con Rivadavia. Me hice su cliente en otra peluquería, pero tuvo el valor de abrir su propio negocio y no dudé en acompañarlo. Es un joven amable y emprendedor. Me habla de su hija, me muestra fotos de ella. Me habla de San Lorenzo, su otra pasión. Me corta el pelo mejor que ningún peluquero de Miami o Nueva York. Me cobra doce pesos, veinte incluyendo la propina. Le digo que nos veremos en tres semanas, cuando regrese al barrio.

Paso por la clínica San Lucas. Me acompaña Martín. Su hermana Candy sigue batallando contra un cáncer que no cede. Entramos a la habitación. Sus padres me saludan con cariño. Candy está muy delgada. Tiene un calefactor encendido a su lado, en la cama. Me impresiona su lucidez.

Hablamos de viajes, del que hizo a Río con Martín, a Sudáfrica con su hermana, a Londres con su padre. La televisión está prendida en un programa de chismes. De pronto, se queja de estar así, postrada y entubada en un sanatorio, con sondas y sueros y toda clase de dolores y molestias inenarrables por los que una mujer de su edad, apenas treinta años, no debería pasar. Sin quebrarse ni compadecerse de su propia suerte, con una firmeza y un coraje admirables, dice: «Quiero que me saquen todo esto y me dejen volver a casa. Si me voy a morir, prefiero morirme antes. No tiene sentido vivir así, para que puedan venir a visitarme.» Se hace un silencio. Nadie sabe qué decir. Al despedirme, le doy un beso y le digo que la quiero mucho.

Los días siguientes grabo mis entrevistas de televisión. No deja de ser una ironía que aparezcan en un programa de modas y glamour, dos asuntos que desconozco por completo. Voy con la misma ropa todos los días, el mismo traje, la misma corbata, los mismos zapatos viejos de liquidación.

Llevo tres pares de medias, por el frío, que no da tregua. Lo que más me gusta de ir a la televisión es conversar con las señoras de maquillaje. Son tres y poseen extrañas formas de sabiduría, además de un número no menor de chismes. Me cuentan el más reciente: una diva, harta de esperar a una actriz joven, que demoró una hora en llegar a las grabaciones, entró al cuarto de maquillaje, le gritó a la actriz joven: «¡Sos una negra culosucio!» y la abofeteó. Ellas, que presenciaron la escena, le dan la razón a la diva. Lo que menos me gusta de ir a la televisión argentina es que me maquillen con esas esponjas sucias, trajinadas, olorosas, impregnadas de cientos de rostros célebres y ajados, bellos y estirados, falsos y admirados. Me digo en silencio que en mi próximo viaje llevaré mis propias esponjas, pues parece riesgoso que a uno le pasen por la cara tantas horas de televisión, tantas partículas diminutas de tantos egos colosales que terminan confundidas en mi cara de tonto, junto con la base, el polvo y la sonrisa más o menos impostada.

Pero los mejores momentos no son los que ocurren en la televisión sino en mi barrio de San Isidro, por el que, a pesar del frío y una llovizna persistente, me gusta caminar sin saber adónde ir, dejando que me sorprenda el azar. Voy al almacén de la esquina a comprar cosas que no necesito, sólo para conversar con las chicas empeñosas que allí atienden. Paso por la tienda de discos a comprar discos que no voy a escuchar, sólo para hablar con los chicos suaves que me saludan con cariño. Entro a la tienda de medias polares y me quejo del frío y me llevo varios pares más, deben de pensar que voy a esquiar. Compro champús franceses, sólo para darme el placer de preguntarle a la señora francesa muy mayor, que no para de fumar, qué champú le vendría mejor a mi tipo de pelo, y ella da una bocanada, echa humo, tose, pierde felizmente un poco de vida, me toca el pelo grasoso y recomienda el Kérastase gris, que es el que peor me va, pero el que me llevo obediente, porque me encanta que me toque el pelo con sus viejas, viejísimas manos. Me detengo en el negocio de computadoras y me siento a imprimir unos cuentos innecesarios, prescindibles, sólo porque quiero mirar a, y conversar con, el chico tan lindo que despacha tras el mostrador. Estos son los momentos caprichosos y felices que, cuando me voy de Buenos Aires, echo de menos, sin contar, por supuesto, los que paso con Martín.

De madrugada, todavía a oscuras, subo al taxi, rumbo al aeropuerto. El chofer me cuenta que tiene diez hijos y hace poco nació uno más, todos con la misma mujer. Le digo que debe de ser muy lindo tener una familia tan numerosa. Me dice: «No. No es lindo. Pasa que llego a casa tan cansado, a las siete de la mañana, que siempre me olvido de ponerme forro.» Nos reímos. Hay en su risa enloquecida una extraña forma de sabiduría. Sólo en Buenos Aires uno encuentra gente así. Por eso quiero irme a vivir a esa ciudad.

Cuando era niño, robaba dinero de la billetera de mi padre, mientras él se duchaba. No lo hacía porque necesitase el dinero (aunque tampoco venía mal para comprarme dulces en el quiosco del colegio). Robaba por puro placer.

Nunca me pilló, nunca me dijo que le faltaba dinero, nunca sospechó de mí (o, si lo hizo, no me lo dijo). Cuando llegábamos al colegio, después de un viaje largo y enredado por carretera, que duraba una hora o poco más, sacaba su billetera si estaba de buen humor y me daba dinero por si me pasaba algo malo. Yo me sentía mal porque ya tenía escondido en las medias el billete que le había robado.

Mi padre no era un hombre rico pero vivía como si lo fuera porque así lo habían acostumbrado desde niño sus padres, que tenían dinero gracias a su habilidad para los negocios y una disciplina de hierro. Vivíamos en una mansión de película en las afueras de la ciudad, una casa de jardines interminables sobre diez mil metros cuadrados, que mi padre no había comprado, pues le fue regalada por su padre. Antes habíamos vivido en un departamento frente al club de golf, que mi abuelo también le regaló.

Cuando me preguntaban en el colegio a qué se dedicaba mi padre, yo decía: «Es gerente.» Lo decía porque esa palabra sonaba bien y porque era verdad. Fue gerente de una compañía de autos norteamericana, la General Motors, hasta que la compañía decidió irse del Perú. Fue gerente de un banco; de una compañía sueca de autos, la Volvo; de una fábrica de explosivos; y de un club hípico, el Jockey. Ya enfermo de cáncer, trabajó en una compañía minera gracias a la generosidad de su cuñado, el legendario tío Bobby, un hombre de inmensa fortuna que tuvo la nobleza de ayudarlo en aquellos momentos difíciles, a pesar de que en otros tiempos habían tenido ciertos desencuentros.

No siendo mi padre un hombre de espíritu empresarial, pues tal vez carecía de confianza en sí mismo para correr riesgos y fundar un negocio propio, era honrado, disciplinado y laborioso, virtudes que sus jefes no tardaban en reconocer, y contaba con un apellido de prestigio en el mundo de los negocios, que le había sido legado por su padre, que se llamaba como él y era muy respetado por los banqueros y empresarios de la ciudad.

Al morir su padre, no pudo recibir, como hubiera querido, la parte de la herencia que le correspondía. Tuvo que esperar a que su madre, una mujer bondadosa, que lo quería mucho, muriese también. Recién entonces pudo heredar el dinero que necesitaba para sentirse más tranquilo y no tener que ir a trabajar todas las mañanas como gerente de alguien.

Nadie esperó que hiciera lo que hizo: dividió la mitad de su herencia en diez partes iguales, la repartió entre sus diez hijos y anunció que seguiría trabajando como gerente porque no quería quedarse todo el día en la casa, aburrido de no hacer nada. Sus hijos, sorprendidos, recibimos ese dinero como «adelanto de herencia», así lo llamó mi padre.

En aquel momento yo vivía en Washington, estaba escribiendo mi primera novela y no quería saber nada de mi padre, no contestaba sus llamadas, estaba furioso con él. Sin embargo, depositó en mi cuenta bancaria la parte de la herencia anticipada que había decidido regalarme. No le agradecí.

Algún tiempo después, mi novela salió publicada. Gracias al dinero que me regaló mi padre, pude terminar de escribirla. Irónicamente, él fue uno de los principales damnificados de la novela, pues uno de los personajes se le parecía mucho. Sin leerla, me había pedido que no la publicase.

Sabía que sería un escándalo que él quería ahorrarle a la familia. Quería salvar el prestigio del apellido que yo estaba a punto de mancillar.

Año más tarde, mi padre fue acusado, como gerente del Jockey Club, de firmar unas facturas sobrevaluadas. Lo enjuiciaron. Negó que hubiera hecho algo indebido. Dijo que se limitó a firmar los papeles que le pidieron que firmase y que nunca obtuvo un beneficio ilícito a cambio de eso.

Enterado de sus dificultades, lo llamé y le ofrecí la ayuda de mi abogado, un amigo muy querido.

Nos reunimos con varios abogados, ante los cuales mi padre tuvo que pasar por el trance bochornoso de explicar, sentado a mi lado, los enredos de las facturas sospechosas, y finalmente decidió contratar los servicios de mi amigo. Le dije que yo pagaría los honorarios de su abogado, durase lo que durase su defensa legal. Me agradeció, conmovido. No nos abrazamos. Nunca nos abrazamos. Pero quizá en ese momento estuvimos cerca de abrazarnos.

El juicio fue largo y lleno de ramificaciones complicadas. Al final, gracias a la astucia de su abogado, mi padre fue absuelto de todos los cargos. Fue un gran triunfo para él. Me sentí en parte responsable de esa victoria.

Ya no recuerdo cuál fue la naturaleza del escándalo que volvió a distanciarnos, pero probablemente tuvo que ver con mi renuencia a esconder o disimular mi bisexualidad, un tema que le incomodaba y del que prefería no hablar (quizá porque sentía que yo no era tal cosa y hacía alarde de ella para humillarlo). Lo cierto es que, tras largo tiempo sin hablarnos, me escribió un correo electrónico contándome que había vendido la mansión de mi infancia y preguntándome si quería que me devolviese el dinero que le había pagado a su abogado por prestarle esos valiosos servicios.

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