Había dejado de montar en bicicleta porque las llantas se habían desinflado y las cadenas, oxidado, pero hace unos meses, con ocasión de la visita de Martín, decidí llevarlas a la tienda de un hombre flaco y taciturno que practica yoga y parece la persona más feliz de esta isla en la que casi todos hacen alarde del dinero, a diferencia de él, que se mueve en bicicleta y se sienta en el parque a meditar y nos mira con una serenidad beatífica que le envidio y acaso proviene de su amor por las bicicletas y su desinterés en el dinero y el lujo.
Uno no debería vivir en una ciudad en la que no pueda montar en bicicleta, me digo. No sé si montar en bicicleta es un buen ejercicio, me tiene sin cuidado, no tengo ningún interés en vivir más años de los que sean estrictamente necesarios, pero me parece que hacerlo me permite un conocimiento más preciso y cabal de mis dimensiones humanas y, a la vez, un cierto deslumbramiento ante las bellezas insospechadas de mi barrio: los gatos que me miran con una inteligencia superior a la que poseo, las mucamas que se protegen del sol con paraguas y me saludan con una alegría tropical que nunca será mía, las chicas adolescentes que me ignoran y se ponen pantalones cortos bien apretados y me recuerdan con qué facilidad podría ser yo un criminal si alguna de ellas me mirase y me guiñase el ojo y me permitiese tocar ese cuerpo que las leyes me prohíben tocar, las mujeres que corren cantando una música que sólo ellas escuchan, las ardillas esquivas, los pájaros que se obstinan en cantar sobre los cables de luz, las casas espléndidas en las que nunca viviré y a las que nunca me invitarán porque un escritor impúdico y desleal no es bienvenido en las fiestas de aquellos que preservan una cierta reputación (una reputación que a menudo es falsa), los obreros de construcción y los jardineros ilegales y los limpiadores de piscinas que me quieren y me saludan porque saben que ellos, como yo, no tienen reputación y eso curiosamente nos hermana, nos hace iguales.
Otra de las ventajas de observar la vida desde una bicicleta en movimiento es que a uno se le ocurren cosas que no pensaría manejando un auto, caminando o corriendo. Es decir que probablemente la velocidad de la bicicleta corre pareja con la de mis pensamientos o tiene el ritmo propicio para estimularlos, lo que no ocurre en modo alguno con otros medios de transporte, incluidos, por cierto, el tren (que está sobreestimado) y el avión (en el que debo dormir con todas las pastillas que sean necesarias para evadir sin atenuantes la espantosa realidad de tanta gente cerca).
Montando en bicicleta he recordado que una vez le escribí a mi padre desde Madrid una carta en inglés y he pensado que tal vez fue una manera de decirle que si no podíamos ser amigos en español, tal vez podíamos intentarlo en inglés, pero él nunca respondió.
Montando en bicicleta he comprendido que estoy moralmente obligado a vivir y morir en un lugar lejano del que vivieron mis padres y abuelos.
Montando en bicicleta he pensado que debo llevar siempre conmigo unas pastillas lo bastante letales para acabar con mi vida.
Montando en bicicleta he visto con claridad el rostro de la persona que ordenó que dejasen una serpiente muerta en el buzón del correo de mi casa.
Montando en bicicleta he pensado que en mi familia hay una tradición por defender causas equivocadas (mi tío, al dictador cubano; mi abuelo, al dictador chileno; mi madre, al Opus Dei; mi padre, a los golpes militares) y me he preguntado si no me ocurrirá que después de pasarme media vida diciendo que soy bisexual terminaré descubriendo, ya tarde para desmentirlo, que lo que necesito desesperadamente es que un hombre me ame como no me amó mi padre, pero que tener sexo con un hombre no me interesa mayormente.
Lo curioso de las peleas amorosas es que a veces se originan por las situaciones más inocentes o por malentendidos absurdos o por sospechas que están divorciadas por completo de la realidad.
Los amantes que más se aman pelean a menudo no por falta de amor sino por exceso de amor, que es como una droga que los intoxica y los hace ver alucinaciones peligrosas.
Esto es lo que me pasó en los últimos días, una guerrilla amorosa de la que todavía no me recupero.
El origen de la pelea estuvo dictado por la casualidad y desprovisto de malas intenciones. Yo estaba editando el programa que presento en Miami y tocaron la puerta. Faltaba poco para el programa y a esa hora no me gusta que nos interrumpan. Abrí. Era Manuel, el reportero chileno del canal. Me dijo que venía de entrevistar a un magnate ecuatoriano que vive en Miami y cuyos canales habían sido incautados por el gobierno de su país. Me ofreció la entrevista antes de emitirla en el noticiero del canal. La acepté y agradecí el gesto. Se fue presuroso. No estuvo más de un minuto en la sala de edición y no alcanzó siquiera a darme la mano.
Vimos la entrevista y nos pareció valiosa. Extrajimos tres fragmentos. Los pasé durante el programa. Al presentarlos, agradecí a Manuel y dije que era un «excelente periodista».
Esa noche encontré un correo de Manuel agradeciéndome por elogiarlo en el programa. No le contesté porque estaba cansado.
Al día siguiente regresé de montar en bicicleta a eso de las siete de la tarde, cuando el sol ya no quema, la hora más propicia para salir por la isla, y, mientras me quitaba la ropa para meterme en la piscina, mi rutina de todas las tardes, sonó el celular. Era Martín, desde Buenos Aires. Estaba furioso. Martín odia a Manuel, lo odió desde que lo conoció. Piensa que Manuel está enamorado de mí y quiere ser mi novio. Acababa de ver en YouTube las imágenes de mi programa, cuando decía. que Manuel era un «excelente periodista». También había visto un comentario que yo hacía sobre mi renuencia o desinterés en servir a los demás, a la patria. Al parecer había dicho: «Yo sólo sirvo a mis hijas, a la madre de mis hijas (que es como mi hija), a mi madre y a mis amantes incontables. A nadie más.» Pero no había mencionado a Martín, el hombre al que más he amado. Y en ese mismo programa había elogiado a Manuel, el hombre al que Martín más odia en todo el mundo.
Fue demasiado para él. Me dijo que lo había humillado, que lo había traicionado, que era un sujeto sin escrúpulos ni sentimientos, que no me quería ver nunca más, que ahora sí era el final definitivo, que nunca me perdonaría esa agresión tan cobarde e innoble. Me dijo luego algo que me impresionó:
—Sos un negro culosucio. No tenés moral.
Nunca nadie me había llamado así, negro culosucio. Me encantó el insulto.
Por supuesto, no me metí a la piscina. Ya no tenía tiempo. Subí a la ducha, me vestí y corrí a la televisión. La televisión tiene, entre otras ventajas, la cualidad terapéutica de que, cuando el público te aplaude y se ríe de tus bromas, te olvidas de tus problemas amorosos y te sientes un tipo listo e ingenioso (lo que es mentira) y no te sientes para nada un negro culosucio.
Al llegar a casa encontré un correo de la madre de Martín. Inés ha sido siempre muy cariñosa conmigo, aunque cuando Martín le contó hace años que estábamos saliendo juntos, ella le dijo:
«Preferiría que salieras con Peña que con ese peruano del orto». Peña es Fernando Peña, un genial actor y comediante argentino, homosexual, ácido, irreverente, provocador, que tiene sida, aunque eso no le impide seguir demostrando su genialidad.
Inés me había escrito un correo titulado: «Daño al pedo». Me intrigó el encabezamiento, presentí que me haría reproches por el daño que, sin querer, había provocado en su hijo, al elogiar en televisión a su peor enemigo y al no mencionarlo explícitamente entre las personas a las que declaraba servir, aunque uno podía alegar que él podía contarse entre mis «amantes incontables», que, por supuesto, son contables, contables con uno o dos dedos, o con los dedos de una mano.
El correo de Inés carecía de introducciones afectuosas. Decía: «Cuando Martín me contó lo que dijiste en tu programa, me entristecí y me dieron ganas de llorar. ¿Qué se siente cuando se logra angustiar a alguien? No conozco el mecanismo. Nunca hice daño conscientemente.»
Estuve a punto de responderle, diciéndole que ella también hacía daño conscientemente, porque de otro modo no me hubiese enviado ese correo, y que si bien yo podía hacer daño cuando escribía, también podía no hacer daño cuando no escribía, por ejemplo cuando la invitaba con Martín a París o cuando le prestaba dinero a Martín para que le comprase un departamento a ella, de manera que mi capacidad de hacer daño literariamente a veces podía contrapesarse o neutralizarse con mi capacidad para no hacer daño o incluso hacer el bien económicamente. Pero me contuve y preferí no decirle nada.
A la tarde siguiente, porque las pastillas me hacen dormir hasta las tres, encontré un correo de Martín, en el que me informaba que se iba de nuestro departamento, que se llevaba sus cosas, que no lo vería más.
Le rogué que no se fuese, le sugerí que nos diésemos una tregua, le pedí que ante todo fuese mi amigo y no mi novio celoso y le reenvié el mail de su madre. Me respondió: «Seguro que le habrás dicho que no puede criticarte porque la invitaste a París. Es todo tu estilo. Además yo podría decir cosas mucho peores de tu madre.» (Martín y mi madre no se conocen, aunque me encantaría que se conocieran, creo que podrían llevarse bien.) Martín se ha ido a vivir con su madre. No quiere verme más. Le he rogado que vuelva al departamento, que me perdone, pero me ha dicho que lo nuestro se terminó, que no lo veré más, que soy un mal recuerdo para él.
Esta tarde he ido al correo y he encontrado la cuenta de mi tarjeta de crédito. Allí figuran, entre otros gastos, los hoteles en que se han hospedado Sofía y mis hijas en París y Londres y aquellos en que se alojaron Martín y su madre en Madrid y París.
Al escribir el cheque para sufragar los gastos de esas personas a las que sirvo y seguiré sirviendo con el mayor gusto (y a las que no mencioné debidamente en televisión), no pude evitar sentirme un negro culosucio (aunque no sé bien lo que es eso). Pero no me arrepiento, es lo que soy: una buena persona cuando no escribo y una mala persona cuando escribo.
JAIME BAYLY, nació el 19 de febrero de 1965 en el barrio de Miraflores, en la capital del Perú. De carácter «tímido y un tanto travieso», como gustaba definir su infancia. Fiel cumplidor de sus obligaciones infantiles, estudia en el colegio Markham, en donde puso más empeño en jugar al fútbol que en estudiar matemáticas. Al terminar sus estudios, su madre le mandó a hacer prácticas al diario La Prensa, cuyo director tenía buenas relaciones con la familia. Aquella etapa terminó cuando quebró el propio diario.
Estudiante mediocre y de carácter un tanto díscolo, en 1982 ingresó en la Universidad Católica para estudiar Derecho con escaso éxito. Hasta que no tuvo 25 años no empezó a tomarse en serio la disciplina narrativa, encontrando su vocación más duradera, después de haberlo hecho en radio y televisión con desigual fortuna. Desde entonces no ha podido dejar de escribir. Como dice: «Es una condena y una bendición, y no dudo que también mi vocación más verdadera y creo que perdurable».