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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (44 page)

BOOK: El canalla sentimental
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José estaba tan malherido que Óscar tuvo que llevarlo a la clínica Americana, donde estuvo internado tres días. Javier recuerda riéndose que cuando se lo llevaban a la clínica, dejando manchas de sangre a su paso, José alcanzó a gritarle: —¡Esa judía que te estás agarrando es una puta!

Al día siguiente Javier fue a la clínica a visitarlo y se pidieron disculpas. Pero ya nada volvió a ser igual. Desde entonces, mis hermanos entendieron que a Javier había que tratarlo con respeto y que en él cohabitaban extraña y maravillosamente un artista sensible y una bestia peligrosa. Y tal vez entendieron también que si se burlaban de mí y hacían bromas vulgares aludiendo a mi sexualidad, podían terminar en una clínica con los ojos reventados.

—No fue la primera vez que tuve que sacarle la mierda a alguien por defenderte, James —me dice Javier, y luego toma un poco de vino tinto.

Luego hace una pausa y añade:

—Y no será la última.

Extrañamente en Lima duermo mejor que en Miami. No me pongo ropa de dormir, hace ya algún tiempo dejé de cambiarme de ropa para dormir. Me dejo caer en la cama del hotel con la misma ropa que he usado durante el día. No me quito los zapatos, no veo por qué debería quitármelos. Me echo boca abajo. Antes he prendido en máxima potencia la Electrolux portátil que compré en Buenos Aires. Acerco mis pies al calefactor. El aire caliente me hunde en un sueño profundo.

Despierto unas horas después, bañado en sudor, los pies ardiendo. A veces consigo dormir seis horas.

Si no tengo el calefactor Electrolux argentino quemándome los zapatos, me dan pesadillas —mi padre me insulta y me pega; mis hijas se pierden o se ahogan; los aviones caen mientras rezo ya tarde— y cuando despierto estoy furioso, irritado, con ganas de pelearme con alguien y además no paro de toser y expectorar cosas innombrables y Sofía se impacienta porque escupo en sus macetas y en sus alfombras importadas y en sus revistas de decoración, que es donde más me gusta escupir porque siento que es mi manera de decorar la casa.

En Miami las noches son peores. El calefactor Electrolux argentino no funciona. He hecho todo lo posible para hacerlo funcionar pero he fracasado. He comprado otros calefactores pero ninguno funciona igual, ninguno me quema los pies, son tibios y débiles y botan un aire ridículo y no sirven para nada. No es fácil encontrar un calefactor en Miami, nadie los necesita, salvo los enfermos y los locos. La mayor parte tienen un termostato incorporado que apaga el aire caliente cuando se llega a la temperatura máxima. Esos son los más despreciables. Los pies se me enfrían y despierto furioso y pateo el calefactor de cuarenta dólares que compré en el Sears de Coral Way después de tomarme fotos con las vendedoras uniformadas que todavía no se han enterado de que no soy heterosexual y aun si les dijera que no lo soy tampoco me creerían porque uno cree lo que quiere creer.

En Miami duermo boca arriba porque boca abajo me asfixio. No prendo el aire acondicionado porque el frío en cualquiera de sus formas es el mejor aliado de la enfermedad. No puedo precisar la naturaleza de la enfermedad. Es incierta, misteriosa y obstinada. No me deja respirar, no me deja dormir, no me deja escribir, no me deja hacer el amor ni creer en el amor. No quiero saber el nombre de la enfermedad ni su exacto lugar de alojamiento. Sé que vive conmigo y que me ha poseído con amor perverso e incomprendido y que tengo la batalla perdida. Sé que esos bichos son mis bichos y quieren quedarse con mi cuerpo y yo siempre le di mi cuerpo a cualquier mal bicho que lo deseara poseer. Por eso no voy a ningún médico. O voy y cuando me dicen que tienen que sacarme sangre me escapo. O voy y cuando me hacen esperar más de una hora me largo escupiendo en los pasillos alfombrados de esa clínica de lujo los bichos que me habitan.

En Miami prendo un radiador de aceite en un cuarto y otro radiador igualmente pesado en el cuarto de al lado y nunca sé dónde despertaré porque en un cuarto se oyen los ladridos del perro del vecino y en el otro los cantos del pájaro feliz y los gritos de los niños del parvulario que han abierto frente a mi casa y entonces voy de una cama a otra buscando el silencio esquivo, imposible, y tratando de que el calor de los radiadores me devuelva al sueño y neutralice el avance de los bichos que me roban el oxígeno y se quedan con lo mejor de mí.

Nunca duermo más de dos horas y cuando despierto bajo a la cocina y ataco a las cucarachas con el aerosol de Mr. Clean y a pesar de la mala noche me siento feliz cuando consigo matar a una de esas malnacidas que merodean la basura y seguramente están esperando a que me muera para comerme.

Entonces vuelvo a alguna de mis camas según los ladridos del perro o los exabruptos musicales del pájaro cantor o los chillidos de los niños del parvulario o los ruidos del jardinero de la casa vecina que aspira la hierba cortada con una máquina satánica que hace el peor de todos los ruidos posibles. Y como nunca puedo volver a dormir y ya es media mañana y siento que estoy a punto de enloquecer y salir a la calle disparando perdigones al jardinero, al perro, al pájaro cantor y a las maestras del parvulario, sé que es el momento de entrar al baño y elegir la pastilla que me haga morir un poco.

No es una elección fácil porque son cuatro pastillas distintas y cada una tiene su probada eficacia y sus efectos secundarios. Los Alplax que me regaló la mamá de Martín son buenos porque me relajan y me vuelven una persona mejor pero no me hacen dormir más de tres o cuatro horas y al día siguiente me dejan la boca reseca. Los Lunesta que me venden en la farmacia sin pedirme prescripción son mejores porque me hacen dormir seis o siete horas, pero al día siguiente me dan resaca, me duele la cabeza, me vuelven tacaño y miserable y me paso el día insultando imaginariamente a mis enemigos, que no son pocos. Los Stilnox que me recetó la doctora en Lima son peligrosos pero por eso mismo los que más me tientan: no dejan resaca, me hacen dormir profundamente y boca abajo y con los radiadores apagados, lo malo es que me hacen alucinar y me dan sonambulismo y a veces despierto sin zapatos en el sillón de la cocina o en calzoncillos en el sillón de la sala y no recuerdo cómo llegué allí ni dónde me quité la ropa y esos cambios bruscos de temperatura me dejan al día siguiente con una tos odiosa y la sensación de que la enfermedad recrudece cuando tomo los Stilnox que, según he leído, Jack Nicholson le dijo a Heath Ledger que dejase de tomar porque podían costarle la vida. Pero cuando uno está loco de no poder dormir se toma una pastilla o varias sabiendo que se juega la vida y no importa, lo que importa es dormirse aun si después ya no despiertas. Y luego están los Klonopin que Thais metió en mis bolsillos una noche y volvió a darme cuando nos encontramos en Buenos Aires y que son espléndidos porque me hacen dormir hasta ocho horas en la misma posición y con zapatos y sin radiadores y sin oír niños ni pájaros ni perros ni maestras jardineras, pero al día siguiente no puedo moverme de la cama, me quedo echado viendo televisión y no puedo hablar con nadie, ni siquiera con Martín, y sólo me provoca salir a montar en bicicleta y escupir en los jardines de las casas más lindas de la isla, y cuando a la noche voy a la televisión estoy tan idiotizado que a duras penas puedo hablar, sólo quiero seguir montando en bicicleta y escupiendo la enfermedad en los jardines de los que están sanos.

Las noches peores pongo en mi mano derecha un Alplax argentino, un Lunesta azulito que tal vez ya expiró porque tengo muchos y algunos muy antiguos, un Stilnox peruano que seguro es pirata y un Klonopin cortado por la mitad porque así me los dio Thais, y los miro y los huelo y pienso tomármelos todos juntos a ver qué pasa, cuántas horas duermo, cómo me cambia el humor al día siguiente, pero después recuerdo que les he prometido a mis hijas llevarlas a París y entonces tiro las pastillas sobre la cama y la que más cerca termina de mi almohada es la que finalmente meto en mi boca.

Martín ha decidido abreviar sus días en Miami conmigo para invitar a su madre a Madrid y París, donde pasarán tres semanas. Cuando llegó, me dijo que se quedaría todo el verano en Miami y volvería a Buenos Aires con la llegada de la primavera porque no soportaba el frío de su ciudad.

Pero sólo ha pasado un mes y ahora parece que no soporta el calor de Miami y entonces vuelve a Buenos Aires a pesar de la ola de frío para llevar a su madre a Europa. Me da pena que se aleje de nuevo, pero también me alegra que Inés, que ha sufrido tanto en los últimos tiempos, pueda hacer este viaje con su hijo.

Tal vez debería hacer un viaje con mi madre, invitarla a Madrid y París como Martín ha hecho tan generosamente con la suya, pero, a pesar de lo mucho que nos queremos, tengo miedo de que, estando tanto tiempo juntos, hablemos de las cosas que nos distancian y terminemos discutiendo.

Ella nunca aceptará el amor entre personas del mismo sexo como algo natural y yo nunca sentiré simpatía por la rigidez moral del Opus Dei ni por los cardenales que ella admira. Ese abismo nos separa y me temo que nos separará siempre. Podríamos viajar juntos y no hablar de nada de eso, pero no sé de qué hablaríamos si no podemos hablar de las cosas que de verdad importan, como el amor.

Por lo demás no tengo ganas de viajar a ninguna parte, ni siquiera a Lima, donde están mis hijas, a quienes extraño los fines de semana que me quedo en Miami, a pesar de lo bien que me tratan en el spa del Ritz, donde puedo dar fe de que la felicidad existe y viene en la forma de una bata muy suave, unas sandalias de jebe, una cámara de vapor, una sala de relajación con muchas velas y luz tenue y música sosegada y un muchacho cubano que me trae tés verdes con miel y me pregunta si deseo un masaje más en la espalda. Mis hijas no quieren pasar sus vacaciones en Miami porque dicen que ya se hartaron de Miami, de las compras en Aventura, de las películas todas las tardes en los cines de Lincoln Road, de las noches sofocantes en mi casa porque no enciendo el aire acondicionado y las pobres tienen que prender ventiladores que hacen el ruido de un helicóptero y a veces terminan durmiendo en los cuartos de abajo y hasta en la cocina sólo para refrescarse con el aire acondicionado que yo, egoísta, no tolero en el segundo piso. Por suerte mis hijas no me tienen miedo como yo temía a mis padres y me dicen que ya no se divierten conmigo en Miami y que lo que quieren hacer es ir a París. No sé por qué están tan seguras de que deben ir a París y no a Madrid o a Barcelona, donde yo la paso tanto mejor que en París. Ellas lo tienen claro, es a París adonde quieren ir, y por supuesto Sofía, su madre, no puede estar más de acuerdo y no hace el menor intento por disuadirlas:

Así como ellas están hartas de Miami y en particular de mi casa no demasiado ventilada de Miami, yo estoy harto de subir y bajar de aviones, de hacer filas en aeropuertos, de que mi vida social consista exclusivamente en hablar con gente en aviones y aeropuertos, gente con la que a menudo preferiría no hablar, y por eso les digo a mis hijas con mucha pena, y con mi ya conocido egoísmo de padre ausente, que no las acompañaré a París y que si no quieren estar en Miami conmigo tendrán que ir a Europa con su madre. Pensé que se sentirían tristes o contrariadas de no pasar sus vacaciones conmigo y reconsiderarían sus planes, pero me llevé una sorpresa que dolió: las chicas estuvieron encantadas de que Sofía las acompañe a París y yo pague el viaje y me quede en Miami echándolas de menos.

Serán entonces las primeras vacaciones que mis hijas y yo no estemos juntos y no ha sido fácil para mí aceptarlo, pero Camila ya tiene casi quince años y es una mujer fuerte, segura, independiente, que sabe lo que quiere, y lo que quiere es irse a París y no precisamente conmigo porque sabe lo odioso y egoísta y caprichoso que soy con los horarios para dormir y las temperaturas del cuarto y las fatigas que me asaltan, y entonces ella, que no es tonta, sólo me pide que le pague el viaje a París y que no se lo eche a perder imponiéndole una presencia que, ya está claro, tal vez le molesta un poco a estas alturas de su adolescencia feliz, menos en todo caso de lo que le molesta, si acaso, la presencia de Sofía, que duerme en la cama con ellas, sin medias las tres, y que va al mismo ritmo infatigable que las bellas Lola y Camila, que tanto se le parecen.

Tratando de ser un buen padre y, a la vez, un buen perdedor y, de paso, un buen amigo de Sofía, que insiste en compartir las vacaciones de las niñas —dos semanas con ella y dos, conmigo— y que, por supuesto, yo pague también su parte de las vacaciones, he renunciado a mis dos semanas con ellas para que puedan pasar todo el mes en París y no estén en Miami aburridas, acaloradas y durmiendo en la cocina cerca del frío de la refrigeradora y acompañándome a la tele y pensando que podrían ser más felices en París, pero he tomado una decisión mezquina y rencorosa de la que no me enorgullezco pero que en cierto modo me parece justa: si van a viajar con su madre y no conmigo y si insisten en ir a una ciudad tan cara como París, deberán hacerlo en los asientos más angostos de clase económica, a los que ellas no están precisamente acostumbradas, porque las tarifas en ejecutiva a París cuestan una fortuna, y quedarse en un modesto hotel de tres estrellas, pues ya bastante me duele pagar unas vacaciones de las que no seré parte, a no ser por las fotos que me manden todos los días a mi correo electrónico y por las cuentas que me lleguen a la tarjeta de crédito. No soy, por lo visto, tan buen perdedor ni buen padre, porque mi plan secreto o ya no tanto es que ellas comprendan que si no vienen a Miami conmigo, a la rutina perezosa de las películas y las siestas y las tardes en la piscina y las compras renuentes por mi parte en Aventura, entonces tendrán que renunciar a ciertos privilegios, por ejemplo los asientos más anchos y mullidos de ejecutiva y las compras irrestrictas porque siempre he creído culposamente que la manera de suplantar mi ausencia física como padre es comprarles toda la ropa que quieran.

Mientras Martín y su madre paseen por Madrid y París, y mis hijas y su madre recorran incansables las calles de París, y quizá algún día Sofía y Martín caminen las mismas calles al mismo tiempo y entrecrucen miradas y no se reconozcan y mis hijas se queden calladas porque no quieren delatar que ese chico alto y flaco es el novio de su padre, yo estaré en bata y sandalias en la sala de relajación del Ritz y me consolaré pidiéndole al cubano que me traiga unas fresas más y que me haga ese masaje en la espalda que me hace pensar que la felicidad existe pero cuesta ochenta dólares la hora. Así todos seremos felices y espero que el cubano también.

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