Al día siguiente, a la misma hora, la una de la tarde, los mismos hombres infatigables, en tan escuetos trajes de baño, regresan a esa franja de arena frente a la casa, instalan los arcos, calientan músculos y comienzan a gritar mientras persiguen la pelota, ajenos a toda forma de cansancio. De pronto, uno de ellos me ve sentado en el jardín, hipnotizado por el juego y la belleza de sus protagonistas, y me pregunta:
—Flaco, ¿quieres jugar?
Está claro que lo de flaco no responde a una observación cuidadosa de mis carnes sino a una expresión de uso corriente, cargada de buenas intenciones.
—¿No están completos? —pregunto.
—No —dice él—. Nos falta uno.
Minutos después, me he sacado la ropa, he vestido un traje de baño estampado con flores, esparcido protector de sol en la cara y los hombros y bajado a la playa. Tras los saludos y las bromas previsibles, pues todos me reconocen de la televisión y se sorprenden de verme allí sin traje ni corbata, con la barba crecida y la barriga menoscabada por la enfermedad, empiezo a trotar, a buscar la pelota, a pedirla, a desmarcarme, a tocar en primera antes de que me caiga encima uno de esos jóvenes musculosos. No hay tos, enfermedad ni fatiga crónica que me impida disfrutar de ese partido en la arena, aunque mi precaria condición física no me permite correr a la velocidad de mis compañeros ni aventurarme a sortear a los rivales, lo que me obliga a jugar mayormente parado, dosificando con avaricia el poco aire que atesoro y haciendo piques cortos sólo cuando son estrictamente inevitables, piques que son seguidos de un salivazo a la orilla y un mareo pasajero.
Es entonces cuando, recordando viejos tiempos, encuentro un segundo aire, me enredo en una combinación rápida y endiablada, amago que voy a disparar, eludo al defensa incauto y pateo suavemente a la esquina del arco diminuto, con tan buena fortuna que la pelota entra allí mismo, por el rincón invicto al que apunté. Lo mejor no es la gloriosa sensación de marcar un gol después de tanto tiempo sin jugar al fútbol. Lo mejor es confundirme en los abrazos sudorosos de los salvavidas y los jardineros y los vigilantes que me dicen Jaimito y palmotean mi espalda y me hacen sentir la espléndida firmeza de sus cuerpos. Luego anuncio que abandono el juego, me dejo caer en la arena sin más fuerzas ira correr, miro el cielo mezquino que escamotea el sol y vuelvo a toser, pensando que voy a meterme al mar aunque me muera a la noche, confortado por las estufas.
El avión desciende sobre las arenas de Lima mientras despunta el amanecer. No he dormido. Tengo la mascarilla blanca que me dio la doctora cubriendo mi nariz y mi boca para no contaminarme con los bichos que, según ella, pululan por la cabina y saltan de un pasajero a otro, infectándonos a todos.
—¿Llevas una vida saludable? —me preguntó la doctora.
—Sí —respondí—. No fumo, no tomo alcohol, no como mucha grasa, camino todas las tardes por el parque.
—¿Con qué frecuencia viajas? —preguntó.
—Todos los fines de semana —respondí.
—Entonces no llevas una vida saludable —sentenció.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque los aviones están repletos de gérmenes. Los aviones te están matando.
Le expliqué que no puedo dejar de volar con tanta frecuencia porque he firmado unos contratos que debo cumplir, aunque me llene de bichos.
—Entonces vas a viajar siempre con la mascarilla puesta —dijo ella.
El problema de viajar con la mascarilla puesta es que las azafatas y los pasajeros te miran con lástima y se mantienen a prudente distancia. Bien mirado, puede que no sea un problema.
—¿Estás enfermo? —me preguntó una azafata, mientras colocaba la bandeja con la comida en la mesa plegable del asiento vecino, que por suerte estaba desocupado.
—Sí —le dije.
—¿Qué tienes? —preguntó.
—Siento que estoy en el cuerpo equivocado —le dije. Me miró alarmada y tuvo el buen juicio de no hacer más preguntas.
No es que quiera ser mujer o que me disgusten mis colgajos. Es que todo mi cuerpo —la panza obscena, la penosa flacidez, las cavernas estropeadas, las canas púbicas que no cubriré de tinte-me parece un error.
Dicen que el alma no es inmortal, es tan mortal como el cuerpo y a veces se muere antes que el cuerpo. Puede que sea mi caso. Tal vez nunca tuve alma, tal vez nací desalmado, no lo sé. Pero si tuve alma, la mía era mortal y me parece que se murió por exceso de maquillaje y horas de televisión, se murió en algún estudio de televisión y yo seguí hablando, ya sin alma.
Después de dormir dos horas boca abajo y con los zapatos puestos, voy a ver a la doctora. Le llevo escupitajos en un frasco esterilizado, ¿será eso lo que queda de mi alma? La doctora me toca, me palpa, me ausculta, soba mi espalda, me regala chocolates. Luego me pregunta si me inyecto drogas. Le digo que no. Me dice que tengo bichos en la sangre. Me dice que tengo los pulmones infectados. Me dice que tiene que sacarme sangre ahora mismo. Le digo que necesito ir al baño.
Pero no voy al baño. Salgo de su consultorio, bajo cinco pisos por la escalera, camino media cuadra, compro una cremolada de uva borgoña, subo a la camioneta y me alejo de allí, recordando con una sonrisa el diagnóstico de la doctora:
—Gordo, estás lleno de moco.
Llegando a la casa, leo un correo electrónico de Thais que me recomienda inyectarme un medicamento para reforzar mi sistema inmunológico. Voy a la farmacia, compro varias cajas de ese medicamento, vuelvo a la casa y le pido a Sofía que me ponga la inyección.
Sofía me ponía inyecciones cuando vivíamos en Washington, conoce bien mis nalgas y sabe lo que tiene que hacer. Me lleva a su cuarto, prepara la inyección, coloca una toalla blanca y me pide que me tienda boca abajo. La escena no carece de un cierto erotismo, al menos para mí, que no tengo alma o que la escupo a menudo.
Me bajo los pantalones, me tiendo en la cama que trajimos desde Miami en barco, me bajo los calzoncillos y exhibo con orgullo recatado el único talento que poseo, aquello que me ha permitido abrirme paso en la vida, mi bien más preciado, la clave de todos mis triunfos: mis nalgas. Poco importa que se te muera el alma si tienes unas nalgas altivas, pundonorosas y justicieras como las mías, unas nalgas que han sobrevivido a mil batallas ásperas y siempre están dispuestas a dar una pelea más, en nombre del honor.
Sofía pasa un algodón con alcohol por mi nalga, juega con ella, me hinca las uñas tratando de prepararme lenta y amorosamente para el dolor que se avecina y yo levanto las nalgas con gallardía y espero el aguijón.
En ese momento, sin que ella ni yo lo advirtamos, su madre, que mucho no me quiere, y cuya alma seguramente expiró antes que la mía, llega a la casa, se acerca al cuarto y oye a Sofía decirme:
—Te va a doler cuando te la meta, pero te va a doler más cuando te la saque.
La madre de Sofía, que no ignora mis veleidades amorosas, se detiene, sin poder creer lo que acaba de oír, y se asoma discretamente, escondida detrás de la puerta. Lo que ve la llena de estupor, la horroriza, le provoca escalofríos: yo estoy tendido boca abajo, los ojos cerrados, las nalgas desnudas y enhiestas, a la espera del ansiado castigo, y digo, con una voz sospechosamente optimista:
—Métela sin miedo. Métela de una vez.
—Pero te va a doler.
—No importa. Ya estoy acostumbrado.
La madre de Sofía da un paso atrás, espantada, y siente que va a desmayarse. Luego oye a su hija decirme con voz amorosa:
—Te va a doler más porque está un poco gelatinosa.
Esto ya es demasiado. Ella, una dama honorable de alta sociedad, sabía que yo era un mal bicho, un pervertido, un degenerado. Pero jamás imaginó que oiría a su propia hija, educada en Washington, Philadelphia y París, decirme: —¿Dolió mucho cuando la metí?
Y a mí contestarle:
—No dolió gran cosa. Métela toda. Métela hasta la última gota.
Y a ella, en control de la situación, disfrutando del dominio que ahora ejerce sobre mí en la cama, decirme:
—Te va a doler cuando te la saque.
Y a mí rogarle:
—Por favor, sácala ya. No aguanto más.
Y a ella negarse:
—Todavía no. Falta un poco más. Aguanta. Esto te va a hacer bien.
La madre de Sofía sale de la casa llorosa, mareada, aturdida, preguntándose qué cosas habrá hecho tan mal para que su hija acabe sodomizando con algún artilugio gelatinoso a ese escritor mediocre y haragán, que ha destruido todo lo bueno y noble que alguna vez tuvo su hija y la ha corrompido con su espíritu disoluto y sus ideas libertinas.
Al pasar al lado de la ventana, seguida por los perros odiosos que no paran de ladrar, se detiene, nos ve abrazados detrás de la cortina y me oye decirle a Sofía, invadido por esa forma de amor que no conocíamos cuando hacíamos el amor en aquella cama que trajimos de Miami:
—Nadie lo hace mejor que tú, gordi.
Luego se marcha a toda prisa, pensando que ha llegado el momento de envenenarme, sin saber que ya estoy envenenado y que por eso su hija ha hincado mi nalga y la ha infiltrado de un medicamento seguramente inútil.
Los doctores en Miami me dijeron que, teniendo los pulmones infectados y un cuadro agudo de asma, no debía viajar a Buenos Aires. Les pregunté: «¿Quién no está infectado? ¿Se puede vivir no infectado? ¿No soy yo mismo una infección?»
La doctora en Lima me hizo un dibujo atropellado para explicarme que la parte inferior de mis pulmones aparecía negra en las placas, como si fuera un veterano fumador, y que, si no conseguíamos limpiarla con un ataque de antibióticos, tendríamos que extirparla para evitar un cuadro canceroso. Dijo también que sólo estaba usando la mitad superior de mis pulmones y que por eso me faltaba aire y cuando salía a correr por el parque me pasaban caminando las señoras mayores, una humillación que yo mismo le había relatado: «Corro tan despacio, doctora, que me pasa la gente caminando.» La doctora me pidió que cancelara el viaje a Buenos Aires.
Pero todos esos doctores amables, a quienes no he pagado haciéndoles creer que ya les pagará el seguro cuando en realidad no estoy asegurado, no sabían que, infectado o no, tenía que viajar a Buenos Aires para celebrar que Martín cumplía treinta años, treinta años que por su cara de bebé parecen veinte (y por eso a veces algunas señoras despistadas me preguntan si es mi hijo), treinta años de los cuales yo lo he tenido conmigo los últimos seis, porque antes él salía con chicas lindas que querían ser cantantes famosas.
Le había prometido a Martín que daríamos una fiesta peligrosa y excesiva, como supongo que tienen que ser las buenas fiestas, para celebrar sus treinta años que parecen veinte (y que son trece menos que los míos) y ningún doctor ávido por esquilmarme ni mancha negra en mis pulmones me privaría del placer de verlo bailar extasiado toda la noche, lleno de mojitos y estimulantes, que es, por cierto, el único modo en que bailamos juntos, dada mi impericia para bailar: Martín dando saltos como un lunático y yo sentado, mirándolo no menos extasiado, saltando imaginariamente con él y bebiendo champagne rosado dulzón.
Saliendo de Ezeiza al amanecer, un viento helado me recordó que había llegado el otoño: cuatro grados, decían los locutores en la radio.
Martín estaba despierto cuando llegué, duchándose porque tenía que ir al médico (él y yo vamos al médico todas las semanas, sólo que él les hace caso), y, apenas se vistió, me enseñó las ventanas herméticas alemanas que habían instalado en la sala y los cuartos, para protegernos del frío y neutralizar los ruidos de la calle. En la cocina, sin embargo, seguía la ventana vieja e inútil de siempre, tan oxidada que no podía cerrarse. No la habían cambiado por decisión de la arquitecta, que convenció a Martín de hacer unas reformas y achicar el tamaño de la ventana. Cuánto habríamos de lamentarnos de no cambiarla (la ventana o la arquitecta) los días siguientes.
Como la ventana seguía sin poder cerrarse y el frío se colaba por las rendijas, manteníamos cerrada la puerta de la cocina para que la crudeza del otoño no se sintiera en todo el departamento, lo que nos permitía vivir en tres temperaturas: la de mi cuarto, muy cálida; la de la cocina, helada; y la del resto del departamento, tibia para Martín, algo fría para mi gusto.
Una madrugada desperté ahogándome. No podía respirar. Pensé que era la enfermedad que había vuelto para estropearme la fiesta. Salí de mi cuarto. No supe dónde estaba. No podía ver qué había en la sala, dónde estaban las cosas: todo estaba cubierto y difuminado por el humo, una densa nube de humo que se había filtrado por la ventana de la cocina y, como Martín había olvidado cerrar la puerta de la cocina al irse a dormir, había invadido todo el departamento, escamoteando de nuestra visión el lugar habitual de las cosas, confundiéndonos en la inquietante ambigüedad de la niebla, que nunca se sabe de dónde viene ni dónde termina. Me asusté. Corrí a despertar a Martín. Le dije:
«Se está quemando el edificio, salgamos rápido.» Martín se puso unas zapatillas y salió corriendo.
No tuve que cambiarme porque, como es común en mí, había dormido con ropa de calle y zapatos.
Me puse un saco y salí detrás de él. Bajé a toda prisa la escalera llena de humo. Al salir a la calle, advertí con perplejidad que el humo estaba en todas partes: en la vereda y sobre la pista de antiguos adoquines y envolviendo los autos y sobre las copas de los árboles y en las canchas de tenis y escondiendo la luz del semáforo y borrando los suaves contornos del rostro de Martín, que, demudado, parecía un fantasma en ropa de dormir. Podría haber sido un momento romántico, si yo no hubiera empezado a toser. ¿De dónde venía todo ese humo? ¿Qué dioses sañudos nos lo habían mandado? ¿Qué se había quemado o seguía quemándose para que tanto humo se instalara sobre la ciudad, esparciéndose por calles y plazas, entrometiéndose en las casas, penetrando las fosas nasales, infectándonos sin compasión? Recordé lo que les dije a los doctores: «¿Quién no está infectado de algo?» El humo había llegado para infectarnos a todos.
Ya era tarde. Ya el departamento había sido colonizado por el imperio del humo. Me puse la mascarilla que uso en los aviones, me eché en la cama y me enteré, viendo la televisión, del origen del humo: alguien había quemado miles de hectáreas en las afueras de la ciudad, obligándonos, deliberada o accidentalmente, casi da igual, a respirar un aire viciado, pestilente, tóxico, aunque a la mañana ciertos diarios asegurasen que el humo no hacía daño, sólo fastidiaba.