El canalla sentimental (19 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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Al llegar al estudio, mis productores me dicen que huelo raro, a humo, a quemado.

—Estuve fumando una hierba colombiana —les digo, y no saben si reírse.

A las diez en punto comienza el programa. Poco después entrevisto (que es una manera de fingir interés a cambio de dinero) a una actriz que está de moda por una telenovela y por un enredo sentimental, o sea, por tomarse a pecho las telenovelas. De pronto nos interrumpe bruscamente una risa frenética, chillona, delirante, contagiosa, que brota de un micrófono colgado del techo, sobre nuestras cabezas. No podemos seguir hablando. Nos reímos de aquella risa impertinente, pero estoy irritado. Mando comerciales.

Nunca en mis veintitantos años de televisión en directo me había pasado algo tan extraño y cómico: que un muñeco anónimo, activado por unas manos perversas, se largue a reír escandalosamente en mi programa, sin que nadie pueda o quiera detenerlo. Pienso: El muñeco tiene toda la razón. Yo también me reiría como él. Mi programa es risible. Mi pelo es risible. Mis pechugas carbonizadas son risibles. Mi vida toda es risible. Es natural que un esperpento agazapado detrás de las cortinas no pueda dejar de reírse.

Después del programa, apestando a humo, humillado por las risas del nuevo muñeco Elmo, manejando con la mano izquierda porque la derecha la tengo lastimada por las quemaduras, pongo un disco de Calamaro y acelero porque me aburre manejar tan despacio como ordena la ley. Y entonces, para completar un día signado por el infortunio, veo relampaguear las luces del auto de la policía y me detengo, resignado. Y cuando la mujer uniformada me ilumina en la cara excesivamente maquillada con una linterna de alta potencia y me pregunta si sé por qué me ha detenido, le respondo:

—Sí, claro. Porque hoy es mi día de mala suerte.

Y ella me ilumina con saña y me pide mis papeles para ver si soy ilegal y puede deportarme.

Quería ser un escritor pero, como soy un pusilánime, me he resignado a ser un personaje menor de la televisión. Mi vida consiste en hacer televisión todas las noches en Miami y los domingos en Lima y ciertos días al mes en Buenos Aires. Soy un rehén de la televisión, un esclavo de las señoras mayores que me miran con cariño y procuran no leerme para no recordar que soy lo que ellas preferirían que no fuese. Me pagan bien pero mi trabajo me parece tonto y a veces despreciable y siempre que salgo del estudio me digo que debería dejarlo y dedicarme a escribir. El problema es que los libros no dejan suficiente dinero o yo no tengo suficiente talento para que me dejen suficiente dinero o la gente prefiere verme en televisión haciéndome el gracioso que leer mis libros.

Es triste pero es mi vida.

Todo comenzó hace veinticinco años. Era noviembre, tenía dieciocho años y estaba aterrado porque al día siguiente tenía que salir en televisión por primera vez.

El dueño de un canal de televisión, después de leer mi columna en un periódico, me había pedido que hiciera comentarios en su canal.

Esos comentarios serían televisados en directo. No podía equivocarme. Si lo hacía, los errores saldrían al aire.

Por supuesto, no pude dormir esa noche. Me angustiaba la idea de hacerlo mal. Pasé la madrugada caminando en círculos, memorizando mis comentarios.

Al amanecer me bañé en agua fría. Mi abuelo me prestó un traje y una corbata. El traje me quedaba grande, pero él estaba orgulloso de que yo lo usara en televisión. «Te estaré viendo», me dijo.

Tomé un taxi y sentí que me estaban llevando al paredón. Repetía mis frases en silencio, me temblaban las piernas, me preguntaba por qué tenía que hacer esto que tanto miedo me daba.

Sólo quería demostrarle a mi padre que yo podía hacer algo bien, que no sería un peluquero como él me decía en tono burlón cuando tomaba mucho.

Llegué al canal, le entregué al jefe del programa mis comentarios escritos a máquina y, mientras él los leía, me maquillaron. Fue una sensación extraña. Me dio una cierta calma que me pintaran la cara. Sentí que esa máscara me protegía. Quizá la televisión era sólo un juego de disfraces, un carnaval, un baile de embusteros e impostores, y por eso convenía enmascararse.

Fingí aplomo cuando me pusieron el micrófono y sentaron frente a la cámara. De pronto tuve que ir corriendo al baño. Olvidé quitarme el micrófono y apagarlo. Cuando regresé, el técnico de sonido estaba riéndose de mí.

Esto comienza mal, pensé. Esto sólo puede terminar mal, me dije.

El jefe del programa se acercó entonces y me dijo que había escrito mis comentarios en el teleprompter y que yo debía leerlos de la cámara que me enfocaría. Le dije que no hacía falta, que me los sabía de memoria. Me dijo que de todos modos los pasaría en el teleprompter, por si me olvidaba de algo.

Me senté de nuevo frente a la cámara, encendieron los reflectores, mi corazón se aceleró y supe que en esos tres minutos al aire, en directo, me jugaría la vida. Si lo hacía bien, me darían un trabajo en ese canal. Si fracasaba, mi padre se reiría de mí y quizá yo terminaría siendo un peluquero.

A mi lado habían sentado a un viejo ciego. Era escritor y tenía fama de sabio. Cuando terminase su comentario, yo debía empezar el mío. El viejo tenía tres minutos para hablar y luego debía saludarme y darme la palabra.

Como era ciego, no podían hacerle señas, así que le amarraron un cordón blanco en la pantorrilla y le dijeron que tirarían del cordón cuando tuviese que empezar su comentario y volverían a jalar cuando se cumpliese su tiempo. El viejo aceptó de mala gana.

Yo estaba seguro de que todo iba a salir mal.

Poco después, llegó el turno del viejo, tiraron del cordón y comenzó a hablar. En tres minutos estaré al aire, pensé, y sentí el corazón golpeando con fuerza.

El viejo hablaba de cosas que yo no entendía, pero lo decía todo con admirable serenidad y fluidez. Tenía unas gafas gruesas y la cabeza se le caía hacia un lado, como si estuviera mirando al piso.

Luego me hicieron unas señas urgentes: en pocos segundos me tocaría hablar. Tomé aire y temí lo peor.

De pronto un asistente jaló el cordón, pero el viejo no pareció advertirlo porque siguió hablando.

El asistente hizo un gesto de sorpresa, esperó un momento y volvió a tirar más fuerte. Fue inútil. El viejo siguió pontificando sin ninguna prisa. Furioso, el asistente volvió a tirar un par de veces más, pero el viejo no se calló.

Detrás de cámaras, los técnicos se hacían señas apremiantes y no sabían qué hacer para callarlo.

Yo estaba aliviado pensando que el viejo no se callaría nunca y me salvaría de hacer el ridículo.

Sigue hablando, pensaba. No les hagas caso.

Entonces el jefe del programa caminó unos pasos, tomó el cordón blanco y empezó a jalar fuertemente, tanto que el viejo y su silla negra giratoria empezaron a moverse, a correr a un lado, a deslizarse gradualmente entre las risas ahogadas de los camarógrafos, y mientras el viejo seguía hablando sin cesar, el tipo jalaba y jalaba y lo sacaba poco a poco del tiro de cámara. En cuestión de segundos, el viejo quedó fuera de cámaras, pero no se calló, siguió regocijándose con opiniones, y enseguida me hicieron señas para que comenzara a hablar.

Aterrado, empecé a decir mi comentario pomposo y predecible, pero todavía se oía la voz del viejo sabio perorando a pocos metros. Con gestos crispados, me pidieron que subiera la voz.

Obedecí enseguida. Recién entonces el viejo comprendió que debía callarse.

Yo estaba tieso y decía mis palabras aprendidas como si en ellas se me fuese la vida. Como era previsible, el teleprompter quedó en blanco, dejó de funcionar. Quedé un instante en silencio, petrificado. No supe qué decir, cómo continuar. Por suerte, mi memoria me socorrió y pude retomar el hilo.

Faltando poco para concluir los tres minutos más largos de mi vida, alguien se acercó y arrojó un gato negro sobre la mesa con mis papeles. Me asusté, di un respingo y quedé en silencio, mientras el gato se estiraba y relamía en cámaras. Todos se rieron en el estudio. Alguien me hizo una seña desesperada, urgiéndome a seguir hablando.

El gato negro se quedó allí parado, mientras yo decía la parte final de mi comentario y me despedía con una sonrisa atribulada.

Después los camarógrafos y asistentes se acercaron riéndose, me felicitaron y me contaron que la broma del gato se la hacían siempre a los principiantes.

Cuando subí a un taxi, todavía maquillado, juré no volver más a la televisión, ese circo enloquecido.

Pero cuando llegué a casa, mi abuelo me dijo que su traje se había visto impecable y que le había parecido un toque muy elegante poner a un gato negro como parte del decorado, mientras yo hablaba.

Poco después sonó el teléfono. Era el dueño del canal.

—Pasaste la prueba —me dijo—. Estás contratado.

Supongo que no seré peluquero, pensé.

Cuando leímos en un periódico que los Pet Shop Boys darían un concierto en Miami, Martín me dijo con ilusión:

—No me lo puedo perder.

Al día siguiente fuimos al teatro a comprar las entradas. En la camioneta, discutimos. Me dijo:

—Si no querés venir, no vengas. Yo voy solo.

—Me provoca acompañarte —respondí—. Me gustan los Pet Shop Boys. Cuando era joven, escuchaba sus canciones.

Me miró inexplicablemente irritado y dijo:

—Contigo nunca se sabe. Nunca sé cuándo me decís la verdad y cuándo estás mintiendo.

Yo me quedé en silencio, sin argumentos para rebatir la acusación. Pensé: Yo tampoco sé cuándo miento, son tantas mentiras que ya se me confunde todo.

El día del concierto amanecí fatal. Me dolía la cabeza. A duras penas podía estar en pie. Tuve que quedarme en cama. Martín se enojó:

—Siempre que tenemos un plan, te enfermás. Seguro que no vas a venir al recital.

Salí a comprar la comida. Discutí con una odiosa señora venezolana que criticó mi programa. No debí contestarle. Pero estaba enfermo y fatigado y caí en la trampa de decirle:

—No me diga que es una «crítica constructiva», señora. Si no le gusta mi programa, no lo vea.

Pero déjeme en paz. No me interesa su «crítica constructiva». Y no sé qué es lo que construye su «crítica constructiva».

Al volver a casa, me dio un ataque de tos. Martín me miró disgustado y dijo:

—Otro enfermo más en la familia.

Dijo eso porque Candy tenía cáncer.

Yo me quedé callado y volví a la cama. Al final de la tarde, me di una ducha y me vestí para el concierto. No podía estropear la noche. Me tomé dos coca-colas y pensé, como los toreros, que Dios reparta suerte.

Llegamos puntualmente. No fue complicado encontrar parqueo. Tampoco tuvimos que hacer muchas filas para llegar a nuestros asientos. Enseguida fuimos al bar. Pedí dos copas de vino blanco californiano.

—¿Vas a tomar? —se sorprendió Martín.

—Sí —dije—. Creo que voy a emborracharme.

Hacía mucho que no tomaba. Pero estaba tenso y necesitaba escapar un poco de mi cuerpo y volver al pasado, a aquellas noches en que me agité felizmente, en compañía de unos amigos que ahora estaban lejos o que ya no estaban o que ya no eran mis amigos, al ritmo de los Pet Shop Boys.

Fue un concierto memorable. Perdí la cuenta de las veces que regresé al bar por una copa más.

No nos pusimos de pie, no bailamos, pero cantamos esas canciones y nos miramos sonriendo y nos burlamos de algunos vecinos exaltados y sentí que todo estaba bien, que, gracias al vino californiano, había sido una noche feliz.

Entonces cometí un error: la banda se despidió, el público pidió aplaudiendo que volviera al escenario, regresaron como era previsible y, seguro de que, ahora sí, era la última canción de la noche, le dije a Martín:

—Yo voy saliendo. Te espero en la camioneta.

Me miró irritado y dijo: —¿No podés quedarte hasta el final?

—No me gusta salir con todo el gentío. Prefiero salir ahora. Pero tranquilo, no te apures, yo te espero en la camioneta.

Me puse de pie y, para mi sorpresa, Martín salió conmigo. Bajando por la escalera mecánica, dijo: —¿Quién te creés que sos, Susana Giménez? ¿No podías salir al final, como todo el mundo?

—Pero yo no te dije que salieras conmigo —me defendí—. Quédate, yo te espero afuera, no hay apuro. Ya era tarde. Martín estaba furioso:

—Tenías que malograrlo todo con tus caprichos de diva. Siempre hay algo que te molesta: el aire acondicionado, la gente, el ruido. Tenías que malograrlo todo.

Caminaba bruscamente. Yo tenía que apurarme para no perderle el paso. Le pregunté si quería comer. Dijo que no tenía hambre. Subimos a la camioneta. Seguíamos molestos. Martín dijo:

—No te aguanto más. Me voy a Buenos Aires. Hacía tiempo lo venía pensando.

—Nadie te obliga a quedarte. Eres libre. Haz lo que quieras.

—No puedo vivir con un tipo que está todo el día enfermo, en la cama.

—Lo siento. Pero yo no puedo fingir que no me siento mal sólo para hacerte feliz. Me sentía mal y aun así vine al concierto.

—No hubieras venido, Jaime. Mejor hubiese venido solo.

—Es la última vez que voy a un concierto contigo. Siempre termino arrepentido.

—No vengas. Quedate en la cama. Pero por tus hijas sí hacés cualquier cosa. Yo no quiero vivir con un hombre que tenga hijas.

—No te compares con mis hijas. Es un error. Son amores distintos.

—No te soporto más. Estás todo el día hablando de política. Te vestís todos los días con la misma ropa. No tenés amigos. No salís a ningún lado. ¿Creés que es divertido vivir contigo en ese aburrimiento mortal que es Key Biscayne?

Me quedé en silencio. Necesitaba una copa más.

Llegando a casa, cada uno se encerró en su cuarto. Pasé la noche desvelado, recordando cada momento de la pelea, cada palabra hiriente. Al día siguiente hubo gestos amables que atenuaron el daño, pero Martín hizo sus maletas, llamó un taxi y partió a Buenos Aires. Antes de irse, me abrazó y dijo:

—Si querés, vuelvo en un tiempo.

Pero yo sentí que estaba mintiendo porque le daba pena verme llorar.

Cuando el auto se alejó, salí a comprar una botella de vino.

Al llegar al estudio, Guillermo, el guardia de seguridad, me cuenta un chiste como todas las noches y yo me río como todas las noches y le digo que se abrigue porque un frente frío se ha abatido sobre la ciudad. En el cuarto de maquillaje me espera la Mora, que está feliz porque acaba de conseguir el permiso oficial para abrir una escuela de maquillaje y se ha salvado de la última ola de despidos en el canal.

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