Luego recuerdo algo que leí en una novela. Voy al baño, abro la llave de agua caliente y dejo corriendo la ducha. Al rato, el baño se entibia, se llena de vapor, espanta el frío de la madrugada.
Entonces jalo el colchón manchado de crema de tomate, lo arrastro por la alfombra hasta el baño y me tumbo sobre él, al lado de la ducha que no deja de caer, en medio del vaho caliente que se apodera de todo. Reconfortado, cierro los ojos y me voy quedando lenta, penosa, sudorosamente dormido.
Cuando despierto, no sé si todavía de noche o ya de día, porque la nube de vapor lo torna todo borroso, incluso el tiempo, alcanzo a distinguir, entre la niebla húmeda y calenturienta, a un botones uniformado que me pregunta si estoy bien y me dice, alarmado, que hay una filtración de agua que proviene del baño. Me quedo echado, mojado de sudor, sobre el colchón en el piso del baño. El muchacho, asustado, sin entender nada, quizá pensando que he hecho algo insensato, me pregunta por qué estoy durmiendo en el baño con la ducha prendida, en medio de un vapor sofocante. Le digo, la lengua trabada, la boca pastosa, lo único que se me ocurre: «Porque acá se duerme mejor.»
Y él me mira con una mirada vacía, alunada, como si yo estuviese loco o como si él fuese uno de mis lectores. Luego apaga la ducha, me mira con cierta lástima y se va. Pero antes me dice, decepcionado, evocando tiempos mejores: «Yo veía su programa, señor Jaime Baylys.»
La vi por primera vez en el despacho de un ejecutivo de televisión, el hombre que tiempo después sería su marido. Hubo algo en ella, en su mirada de gato, en su aire insolente y perezoso, en su sonrisa de escritora frustrada, que me interesó enseguida. El ejecutivo de televisión, que me había ofrecido un programa, notó mi interés en aquella fotografía que colgaba de la pared.
—Es mi novia —me dijo—. Es cubana. Ha leído tus libros.
Le dije que me encantaría conocerla. No le dije que me encantaría conocerla a solas. No le dije que me encantaría conocerla aun si él no me daba el programa, o más aún si no me lo daba.
Cuando, semanas más tarde, me dijo que no me daría el programa porque no tenía presupuesto (una de esas mentiras elegantes o no tanto que se dicen en el mundo desalmado de la televisión), dejé de verlo, pasé a considerarlo mi enemigo y olvidé a la mujer de la foto. (Yo no quería que me diese el programa porque tuviese algo importante que decir o porque tuviese alguna curiosidad por entrevistar a alguien. Nunca he tenido nada importante que decir, tampoco ahora. Sólo quería ganar un dinero que me permitiese quedarme casi todo el día en casa, escribiendo. Es la misma razón por la que sigo haciendo televisión, después de todo.) Dos años más tarde, a la salida de un teatro en Coral Gables, donde yo había presentado un monólogo de humor (la cosa más difícil que he hecho en mi vida: hablar hora y media tratando de hacer reír a un público que había pagado por verme), la mujer de la foto se me apareció de pronto, espléndida, con una falda verde y botas blancas, acompañada de una amiga, y me dijo que le había gustado el espectáculo, pero que no se había reído una sola vez.
Desde entonces empezamos a vernos los miércoles en una heladería de Miami Beach, en la que me citaba a las tres de la tarde, la hora en que su marido suponía que ella estaba con el siquiatra.
Tomábamos chocolate caliente y me contaba su vida y a veces yo me animaba a tomarla de la mano y besarla en la mejilla, pero luego se ruborizaba o se asustaba de que alguien pudiese vernos.
Se llamaba Gabriela. Había llegado a Miami a los trece años. Venía con sus padres desde Caracas, donde vivieron un par de años, tras escapar de La Habana, la ciudad en que nació. Fue una adolescente infeliz. Su padre era muy violento, gritaba mucho, rompía cosas. Su madre toleraba todo en silencio, sufriendo. Cuando Gabriela cumplió dieciocho, se enamoró de una mujer de cuarenta y dos y se fue a vivir con ella. La amó. Fue muy feliz con ella. Pero un día se cansó de que la controlasen y se fue a vivir sola. Era muy pobre. Comía frijoles, atún, sardinas. Soñaba con ser escritora. Pero no escribía. No tenía tiempo. Tenía que trabajar para pagar la renta del departamento y las clases de periodismo. Apenas se graduó, consiguió trabajo en un canal de televisión. Allí conoció al hombre que sería su marido.
—Cuando me enamoré de él, conocí la armonía —me dice, tomando un té en la terraza del Ritz, en Coconut Grove.
Ahora es una mujer feliz, y no lo oculta. Vive en una casa espléndida, tiene dos hijas, cuenta con ayuda doméstica para no enloquecer, viaja a menudo con su marido (al que dice amar, y yo le creo), conduce un auto estupendo, no hace nada o, dicho de un modo más exacto, hace muchas pequeñas cosas más o menos leves y distraídas pero no tiene que trabajar para ganarse la vida, porque su esposo se ocupa de complacerla en todo, incluso cuando ella se queja sin razón, caprichosamente, y él, que es como un oso de peluche que habla en inglés (porque nació y se educó en Manhattan), la escucha con una paciencia sobrenatural.
En nuestros encuentros furtivos de los miércoles en la heladería, le sugerí alguna vez, o varias, que nos besáramos, que fuésemos a mi casa o a un hotel, pero ella me dijo que no podía hacerle eso a su marido, y que si lo hacía, tendría que decírselo, y que si se lo decía, correría el riesgo de echar a perder lo más precioso que había encontrado: la armonía.
Pero ahora, de pronto, hablándome del libro que le gustaría escribir, me ha dicho que le gustaría besarme, subir conmigo a una habitación del hotel, jugar un poco, no acostarnos del todo, no quitarnos toda la ropa, no dejarme entrar en ella, pero jugar un poco, sobre todo besarnos, que es algo que ella nunca me permitió o se permitió por temor a perder la armonía, esa cosa tan quebradiza y evasiva como ella misma.
Y yo naturalmente le he dicho que encantado, que subamos, pero que tiene que prometerme que, pase lo que pase allá arriba, no le dirá nada a su marido, porque eso sólo podría tener unas consecuencias catastróficas en su vida y en la mía. Y ella me ha dicho que antes era un tonta al pensar que debía contarle todo a su marido, que no le dirá nada, que es bueno guardarse algunos secretos.
Terminamos de tomar el té, pedimos la cuenta, ella paga, no me deja pagar, espléndida en su vestido verde y sus zapatos dorados, y caminamos en silencio a la recepción, a registrarnos. Y entonces suena el celular. Y es él, su marido. Y Gabriela balbucea un poco y no le miente, le dice que está conmigo. Y en ese momento comprendo que no subiremos, que no me dejará besarla hoy tampoco.
—Lo siento —me dice, cuando la acompaño a su auto y le abro la puerta—. No pude. Fue el destino.
Me mira con una mirada dulce y lunática, de bruja buena, de mujer herida, de escritora en celo, de reina del chachachá, y luego me dice: —¿No me vas a besar?
Y apenas me acerco, se arrepiente:
—Mejor acá no, alguien podría vernos.
Y me da un beso en la mejilla y se va, siempre distante y misteriosa, la mujer que no se deja besar, la eterna mujer de la foto.
Un cantante de nombre improbable, uno de esos cantantes que están de moda porque farfullan un torrente de vulgaridades con poses de rufián y sobándose la entrepierna, está invitado a mi programa de televisión en Miami. No sé nada de él ni de su música, no he oído ninguno de sus discos, pero lo he invitado porque todos me dicen que es muy famoso y que los jóvenes lo adoran y bailan sus canciones ásperas y pendencieras.
El día del programa, que es en directo, el representante del cantante de nombre improbable me llama y me comunica con voz apesadumbrada que dicho artista, si podemos llamarlo así, no podrá asistir a la entrevista porque su esposa ha tenido un grave problema de salud y ha sido llevada de urgencia a un hospital y está muy delicada, y el cantante naturalmente está a su lado y no quiere separarse de ella en un momento tan contrariado.
A pesar de que faltan pocas horas para el programa y no tengo otro invitado, le digo al representante que entiendo perfectamente la cancelación, que lamento el infortunio, que el cantante hace bien en quedarse con su esposa, que no se preocupe, que le mande muchos saludos a su patrocinado, el muchacho de la gorrita de béisbol, los anteojos oscuros, las cadenas doradas y las posturas rufianescas.
Apenas corto el teléfono, pienso: ¿No será que me están mintiendo, que han enfermado a la esposa porque el cantante con aire de hampón neoyorquino está borracho o dopado o subido en un cocotero o planeando el asalto a un banco? ¿No suena a excusa dudosa eso de enfermar a un miembro de la familia para sacudirse de un compromiso odioso? Pero luego me digo: No, no pueden estar mintiendo, tiene que ser verdad, esta gente viaja mucho y duerme poco y tiene peleas sentimentales de gran ferocidad y lógicamente se estresa, se angustia, se enferma y termina en un hospital.
Por las dudas, esa noche digo en el programa que el cantante de nombre improbable debía presentarse conmigo, pero que desafortunadamente no pudo hacerlo porque su esposa está muy delicada de salud, internada de urgencia en un hospital, y luego, con la voz algo quebrada y una tristeza impostada, le envío a la esposa afligida un saludo muy cariñoso, muy sentido, deseándole una pronta recuperación.
Cuando termina el programa, mientras voy manejando de regreso a casa, suena el celular. Es el representante. Está muy agitado, al parecer molesto. Me dice que he cometido una locura, que no he debido decir que la esposa está en el hospital, que le he creado un problema considerable. Le digo que no ha habido ninguna mala intención en mis palabras, sólo el deseo genuino de que la pobre mujer se reponga de esa crisis de salud y que el cantante se sienta acompañado y comprendido por nosotros, lo que, por supuesto, es mentira. El tipo me dice que la esposa no está enferma, que no la han llevado a ningún hospital, que fue una excusa que tuvo que decirme porque el cantante se perdió con una novia jovencita, se escaparon a un hotel discreto en la playa, y no tuvo escrúpulo o pena alguna en cancelar todos sus compromisos, turbado por las comprensibles urgencias de ese amor clandestino. Le digo que lo siento mucho, que yo le creí, que por eso le mandé saludos a la esposa enferma. Me dice que la prensa lo está llamando, que le piden el nombre del hospital, le preguntan qué tiene la esposa, cuán grave está, y él no sabe qué decir. Y lo peor es que la esposa vio el programa, o una amiga lo vio y la llamó preocupada, y ahora está indignada, pidiendo una explicación. Le pido disculpas por mi imprudencia, pero en realidad estoy encantado.
Poco después me llama la esposa, que no sé cómo ha conseguido mi número, y se presenta, me dice su nombre, y está llorando, a duras penas consigue hablar. Entonces me doy cuenta de que estoy en problemas. Ella me dice que su esposo, el cantante de aire patibulario y abundantes tatuajes y cicatrices, está furioso, como un loco, rompiendo cosas (quizá una lámpara, un florero o un espejo, pero no sus discos lamentablemente), y que niega haber dicho que ella estaba enferma, pero ella quiere saber la verdad, quiere saber por qué dije lo que dije en la televisión. Le digo la verdad porque ya no cabe mentirle: que el representante me llamó faltando pocas horas para salir al aire y me dijo que el cantante no podía darme la entrevista porque ella estaba muy enferma, casi agonizando en el hospital. Ella grita un par de improperios caribeños, se olvida de despedirme o darme las gracias por mis saludos tan sentidos y corta o rompe el celular o lo tira por el balcón o se lo tira a su esposo.
Esa noche duermo con una sonrisa porque nada es más dulce que una venganza con aire tierno y modales afectuosos.
Pero la noche siguiente, cuando salgo del estudio a las once, encuentro mi camioneta con las llantas desinfladas, la pintura rayada, y una inscripción hecha con aerosol blanco sobre el vidrio delantero que dice: «Tienes un humor déspota. No me gusta tu zarcazmo. Vas a terminar en el hospital.»
Es muy caro salir a comer todos los días en algún lugar de la isla de Key Biscayne, donde inexplicablemente vivo. El problema es que no sé cocinar, ni siquiera un arroz con huevo frito, porque el arroz me sale mojado, y no tengo quien me cocine en casa, ni siquiera una buena mujer que me visite una vez por semana, porque cobran fortunas y creo que me van a robar algo o envenenarme siguiendo instrucciones de mi ex suegra.
Compro unas pechugas de pollo congeladas, veinte pechuguitas por cinco dólares, las meto en el horno, apiñadas en la bandeja, aprieto unos botones al azar y veo maravillado que el horno se enciende. Pienso: Desde hoy comeré en casa una pechuguita con plátano rebanado y mermelada de fresa.
Luego me voy al gimnasio, al banco, al correo, y me olvido de las pechugas en el horno.
Vuelvo a casa una hora después. Hay un camión de bomberos en la puerta. Suena una alarma aguda e intermitente. Un bombero con casco colorado, como los de las películas, me pregunta si es mi casa. Le digo que sí. Me dice que abra la puerta enseguida, que hay un incendio. Pienso: Que se queme todo, menos las fotos de mis hijas y mi pasaporte.
Abro la puerta torpemente, porque la llave siempre se atranca, y entro con los bomberos. La casa está llena de humo. Hay una pestilencia a carne quemada. La alarma no deja de sonar. Del techo caen inútiles ráfagas de agua. Por suerte no hay fuego, sólo una densa humareda.
—Es el pollo en el horno —le digo al bombero.
Abro el horno respirando a duras penas, saco la bandeja, me quemo la mano, doy un grito de dolor, las pechugas negras, carbonizadas, caen al piso, apago el horno, empiezo a toser y salgo corriendo al jardín porque allí adentro no se puede respirar.
Los bomberos verifican que nada se ha quemado, salvo las pechuguitas que ahora yacen en el suelo de la cocina como si hubiese practicado un oscuro ritual de santería, abren las ventanas y las puertas para que el humo se disipe, me amonestan cordialmente y se retiran a seguir vigilando la isla para que no arda entera por culpa de algún tonto como yo.
Dado que no puedo entrar en la casa, pues la humareda me lo impide, me quito la ropa y me meto en calzoncillos a la piscina y rescato a un sapito que estaba ahogándose y entonces me siento mejor. Curiosamente, no puedo ser compasivo con mis padres, pero sí con los sapos, arañas, escarabajos y lagartijas que caen en la piscina.
Como el humo se resiste a dejar la casa, tengo que entrar corriendo, subir a mi habitación, sacar mi ropa de televisión y salir corriendo al jardín para no morir asfixiado. Me pongo el traje azul, que apesta a humo o que apesta a secas porque tiene mil horas de televisión encima.