El canalla sentimental (35 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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Esa noche viajo a Buenos Aires.

—No puedo tener un novio que está conmigo una semana y luego desaparece tres semanas —dice Martín, al recibirme.

Estamos en el departamento de San Isidro.

—No puedo quedarme a vivir en Buenos Aires —le digo—. Sólo puedo venir una semana al mes.

—No me gusta vivir solo —dice él—. No me gusta dormir solo. Quiero un novio a tiempo completo, que duerma conmigo.

—Yo no puedo ser esa persona —le digo.

—Entonces dejá de venir, dejá de llamarme —me dice.

—No tiene sentido pelear por eso —le digo—. Sigamos siendo amigos. Y si quieres un novio que duerma contigo, búscalo, yo no tengo problemas.

—¿O sea que somos amigos? —pregunta él—. ¿No somos novios?

—No sé lo que somos —respondo—. Da igual lo que somos. Lo importante es pasarla bien.

—Yo no puedo más. Quiero terminar.

—¿Terminar qué?

—Lo nuestro.

—No seas tonto. No terminemos nada. Cuando encuentres al novio que quieres, me lo cuentas y nos acomodamos. Pero yo no quiero dejar de quererte.

—No te conviene —dice él—. Mejor seamos amigos distantes.

—¿Y eso qué significa? —pregunto.

—Que no me llames todos los días.

—Está bien, no te llamaré todos los días —le digo, pero sé que seguiré llamándolo todos los días.

Una semana después regreso a Lima y voy a casa de mis hijas.

—Muérete, imbécil —le dice Lola a Sofía.

Lola está furiosa porque Sofía le ha dicho que no puede volver a la casa de su amiga, donde ha pasado la noche, y que tiene que acompañarla a un almuerzo en el club de polo.

—¿Qué has dicho? —pregunta Sofía, sorprendida.

—Que te mueras —responde Lola.

Al borde de las lágrimas, Sofía me dice:

—Jaime, dile a tu hija que me pida disculpas.

M. a Lola a los ojos, tan linda ella, y le digo:

—Lola, pídele disculpas a tu madre.

Lola me mira desafiante y dice:

—Jódete, mierda.

Suelto una carcajada. Me hace gracia que sea tan insolente y grosera.

—No te rías —me reprende Sofía—. No podemos permitirle que hable así.

Pero yo sigo riéndome, mientras Lola me mira, terca, valiente, aguerrida, dispuesta a insultarme de nuevo si la obligo a ir al club de polo. Sofía se va sola. Llevo a Lola a la cama, me echo con ella y se queda profundamente dormida.

Es un viernes de otoño en esta isla apacible cercana al centro de Miami. Sofía ha llegado desde Las Vegas, una ciudad que no le ha gustado nada. Inquieto por su llegada, he despertado más temprano que de costumbre. No he tenido fuerzas para ir a buscarla al aeropuerto, he preferido mandar a un chofer. Sofía llega con dos maletas, vestida como si viniera de una fiesta. Poco después llegan los jardineros —dos jóvenes salvadoreños que manejan una camioneta roja— y empiezan con su concierto de ruidos insoportables. Le sugiero a Sofía que salgamos para evitar esa agresión acústica, casi tan odiosa como los incesantes ladridos del perro del vecino.

Sofía y yo nos sentamos en un restaurante de la isla. Ella pide una ensalada; yo, el menú: sopa de lentejas y pollo con arroz. Sofía dice que Las Vegas le pareció horrible, que el hotel era viejo y feo, que le disgustó que en los casinos se pudiese fumar, que la gente era espantosa. Escucho sin agitarme, estoy fatigado, he dormido mal. Luego dice que no está contenta trabajando en la compañía de sus padres, que está pensando cambiar de trabajo. No le aconsejo nada, ya sé que mis consejos son inútiles. Sofía se impacienta cuando habla de su trabajo y de su casa, quiere cambiar de trabajo, de casa y quizá de país, no parece feliz con su vida. No hay nada que pueda hacer, salvo escucharla con cariño e invitarle más lentejas de la sopa, que está deliciosa.

Cuando volvemos a la casa, se han ido los jardineros. Dejo a Sofía en la planta baja y me voy a mi cuarto a descansar. Antes, desconecto el teléfono para evitar que interrumpa la siesta. Despierto cuando ya oscurece, más cansado todavía. Bajo a la cocina. Sofía está echada en el sofá, viendo televisión. Me pregunta si he llamado a la aerolínea para confirmar su asiento en el vuelo de esa medianoche. Conecto el teléfono, llamo a la aerolínea, confirmo su asiento, llamo luego al chofer y le pido que venga a buscarla a las once de la noche. Cuelgo. Estoy a punto de desconectarlo nuevamente cuando suena el teléfono. Contesto. Es Martín, desde Buenos Aires. Quedo sorprendido. Es muy raro que me llame. Sofía está a mi lado, en el sofá de la cocina.

—¿Qué hacés? —pregunta él, con voz cariñosa.

Hemos hablado a mediodía, antes de que Sofía llegase. Yo lo llamé, como de costumbre. No le recordé que Sofía pasaría la tarde en mi casa, no quise decírselo porque él y ella no se quieren.

—Nada, viendo las noticias —digo.

Es verdad, el televisor está encendido en las noticias. Martín nota que mi voz es fría y distante.

No puedo hablarle tan cariñosamente como quisiera porque Sofía está a dos pasos, mirándome, preguntándose quién me llama, por qué me ha incomodado tanto esa llamada.

—Te llamo porque estoy saliendo a la fiesta de Tito y Matías —me dice Martín.

En Buenos Aires son dos horas más que en Miami. Es el cumpleaños de Matías, un amigo de Martín. Matías es dentista, es gay, es un chico encantador, es novio de Tito.

—¿Eso está confirmado? —le pregunto, y me siento muy tonto por haber dicho esas palabras tan raras e inesperadas, que le dan a la conversación una seriedad absurda, forzada, que Martín nota enseguida:

—Ya me di cuenta de que no podés hablar. Ya sé por qué no podés hablar.

Ahora hay un tono de fastidio en su voz. Le ha molestado que no sea cariñoso con él, que le hable con una voz distante porque mi ex esposa, la madre de mis hijas, la mujer que lo detesta, está sentada a mi lado.

—¿Te molesta si te llamo después? —le pregunto.

—No me llames —dice, furioso—. Hasta luego. Cuelgo el teléfono. Sofía pregunta: —¿Problemas en el trabajo?

—No te preocupes —digo—. Nada importante.

No he tenido valor para decirle que era Martín. No he tenido coraje para decirle que ya es hora de que ella acepte que ese hombre es parte de mi vida y que si no le interesa preguntarme nunca por él, yo no estoy dispuesto a seguir escondiéndolo de ella por temor a sus furias y represalias, por miedo a que no me deje viajar con mis hijas en las próximas vacaciones.

Me siento mal de haberme puesto tan tenso cuando llamó Martín. Hubiera querido ser valiente y hablarle con cariño sin importarme que Sofía estuviera a mi lado. No pude. Le tengo miedo a Sofía, a sus ataques de celos, a sus rigores morales, a su incapacidad de aceptar mi sexualidad sin que eso la haga sufrir, sin que sea a sus ojos algo así como una derrota vergonzosa, humillante. No quiero hacerla llorar más. Por eso evito hablarle de Martín, de esos temas que todavía le duelen.

Mientras camino solo por el parque de noche, llamo varias veces al celular de Martín pero no me contesta, sé que no me va a contestar. Sé que está odiándome, piensa que soy un cobarde. No me entiende. No entiende que un miedo que no pude controlar se apoderó de mí cuando oí su voz en el teléfono, con ella a dos pasos.

Antes de irme a la televisión, le recuerdo a Sofía que el chofer vendrá por ella a las once. Ya en la camioneta, llamo de nuevo a Martín pero es en vano, no contesta. Vuelvo a casa a medianoche, exhausto. Encuentro un correo de Martín que dice: «¿Así que no me podés hablar porque está Sofía en la casa? Yo no soy amante de nadie, ¿ok? NO ME LLAMES NUNCA MÁS.»

Por supuesto, llamo a Martín. No contesta. Tras varios intentos, ya muy tarde, consigo hablar con él. Le pido disculpas, le digo que no puedo hablarle con el cariño de siempre cuando Sofía está a mi lado, le ruego que me entienda.

—Si querés seguir conmigo, vas a tener que hablar con Sofía de mí —me dice—. Estoy harto de que me escondas. Estoy harto de que no puedas hablarme cuando ella está con vos. Estoy harto de no poder contestar el teléfono cuando estamos con las nenas.

Trato de defenderme, pero tiene razón. Debería ser valiente, enfrentar a Sofía, decirle la verdad: que cuando viajo con nuestras hijas suele acompañarnos Martín y que si ella viene a mi casa tiene que acostumbrarse a la idea de que él puede aparecer en persona o por teléfono y en ese caso no ocultaré el cariño que le tengo.

Tras una larga y extenuante conversación en la que no faltan los reproches, cuelgo el teléfono y subo a mi cama. Ha sido un día malo, desafortunado. Martín no pudo llamar en un momento más inoportuno. Sofía pasó unas horas en mi casa y a él, que nunca me llama, se le ocurrió llamar precisamente esa tarde. Me he quedado sin palabras. Tal vez debería decirle a Sofía que Martín es mi chico y más ve que se vaya acostumbrando. Tal vez debería decirle a Martín que no quiero un novio, una pareja, que quiero vivir solo y encontrar en él a un amigo, no a un amante posesivo. Tal vez debería desconectar el teléfono del todo.

Sabía que ese domingo no era un día bueno. Habían pasado varias cosas desafortunadas y no era improbable que el destino me emboscara de nuevo. Desde que llegué a Lima de madrugada, las cosas empezaron a enredarse. Nada más salir del aeropuerto, el taxi que había reservado no estaba esperándome. Tuve que aguardar media hora a que llegase. Cuando entré al hotel y me dejé caer en la cama, comprendí que no podría dormir porque, a pesar de que eran las nueve de la mañana, estaban haciendo una obra en el piso de arriba y no paraban de martillar las paredes. Aturdido por el viaje, fui a la farmacia a comprar alguna pastilla que aliviase el dolor de cabeza. En la puerta, una mujer me pidió dinero. Le di un dólar. Me miró decepcionada y dijo: «Con esto no me alcanza para nada.» Más tarde, en la casa de mis hijas, Sofía salió en su camioneta y pisó sin querer la pata de Simba, una perra que estaba bastante ciega y sorda.

Esa noche fui de malhumor a la televisión. No tenía ganas de hacer televisión ni de estar en Lima. Lo que ocurrió en el programa, que se emitió en directo y fue visto por toda la gente que como yo quería irse de esa ciudad pero que ya no podía porque las obligaciones domésticas la habían vencido, pareció una suma de pequeñas maldades que yo había planeado fríamente, pero en realidad fue obra del azar, una sucesión de casualidades insidiosas, de accidentes felices o desafortunados, según la relación que uno tenga con la víctima, mi ex suegra.

Me encontraba entrevistando a una fogosa dama, congresista ella, amiga de un ex presidente caído en desgracia, cuando, como es habitual, interrumpimos la entrevista para anunciar publicidad.

En ese momento, fuera de cámaras o fuera del aire, la señora, muy encantadora, me contó que había estudiado en el colegio con mi ex suegra. Quedé sorprendido. Me contó que habían sido compañeras de clase en un colegio religioso y que todos los años, o casi todos, se encontraban en las reuniones de ex alumnas.

Apenas volvimos al aire, creo que la sorprendí preguntándole si era amiga de mi suegra o ex suegra, una condición que no quise precisar, la de suegra o ex, para que pareciera lo que en efecto pareció: una venganza. La congresista dijo que, si bien habían estudiado juntas en el colegio religioso, nunca habían sido amigas, lo que se dice amigas. Le pregunté por qué. Dijo que ella era muy deportista, muy sencilla, muy campechana, y en cambio mi ex suegra era, bueno, digamos, un poquito… No encontró la palabra precisa para definirla. Traté de ayudarla: «¿Pituca?» Ella se entregó, después de los vanos rodeos de la cortesía: «Bastante pituca.» El público se rió, intuyendo lo que venía. Enseguida le pregunté por qué le parecía que era bastante pituca. Ella contestó:

«Porque no se juntaba con las cholas como yo y tampoco con las gorditas.» El público volvió a reírse. Me pregunté si mi ex suegra estaría viendo el programa. La congresista contó, ya más en confianza, que en el colegio se llevaban mal porque mi ex suegra, cuya lengua podía llegar a ser tan venenosa como la mía, les decía «cuerpo de aceituna» a las gorditas y «brownies» a las que no eran tan rubias y blanquitas como ella. Le pregunté si se habían visto recientemente. Dijo que se habían encontrado en una reunión de ex alumnas y que mi ex suegra le había hablado mal de mí («ese chico ha contado todos los secretos de la familia, no tiene moral»), pero e me había defendido («ese muchacho es bien macho, se hace el mariposón pero todo es puro cuento, no te preocupes que ya va a entrar en vereda»). El público celebró esas confesiones, aunque no tanto como yo, que de pronto me encontré hablando de mi ex suegra en la televisión nacional, lo que parecía una curiosa manera de terminar el día.

Las cosas, sin embargo, se torcieron una vez más, y yo no tuve la prudencia de enderezarlas a tiempo.

De pronto, a la vuelta de otros comerciales, asalté a la congresista con una pregunta miserable sobre la edad que roía sus huesos y ella respondió, al parecer honradamente, que nunca había ocultado sus años y que, bien contados, sumaban ya sesenta y dos. Por si no había quedado suficientemente claro, y en un acto innoble, le pregunté si esa era también la edad de mi ex suegra, que en tan pobre estima me tenía, y ella respondió, sin esquivar el riesgo, que efectivamente podía calcularse en sesenta y dos, o incluso uno más, los años vividos por tan distinguida dama (quince de los cuales, quince ya, nada menos, había tenido la suerte yo de conocerla, desde que su hija, mi novia entonces, nos presentó y ella me preguntó qué colonia me había puesto y yo le dije Brut y ella sentenció: «Esa es colonia de cholos»). Así las cosas, dicha la edad de mi ex suegra en televisión, sentí que era un buen momento para terminar la entrevista y despedir a mi invitada, no sin antes arroparla con los acostumbrados elogios.

Durante la tanda publicitaria, una compañera de promoción de la congresista llamó al canal de televisión y habló con una de mis asistentas y le aseguró que su amiga, la congresista, había mentido, pues no tenía sesenta y dos sino sesenta y cinco años, si no más. Mi asistenta corrió a su computadora, entró a los registros públicos y verificó que la congresista se había rebajado tres añitos que no son nada. Luego cedió a la tentación de escudriñar el documento de identidad de mi ex suegra, expuesto también en esos registros públicos, y descubrió que había cumplido ya sesenta y seis.

Tan pronto como fui informado por mi asistenta de las imprecisiones en las que había incurrido la congresista, y agitando las fotocopias de ambas cédulas de identidad en las que constaban sus fechas de nacimiento, pasé por el trance amargo —pero estaba en juego mi reputación como periodista— de comunicarles a los televidentes, entre quienes se encontraba desde luego mi ex suegra, que había sido despertada por una amiga chismosa, quien la conminó a ver mi programa porque «están rajando de ti», que la congresista había mentido coquetamente sobre su edad, pues no tenía sesenta y dos sino sesenta y cinco años cumplidos y bien cumplidos. Pude no añadir lo que dije luego con poca elegancia, pero sentí que, puestos a ajustar cuentas, había que llegar hasta el final: que una compañera de colegio, amorosa ella, nos había llamado para aclarar también la edad de mi ex suegra, que ascendía a sesenta y seis años cumplidos y bien cumplidos, y si alguien tenía alguna duda al respecto, podía entrar a los registros públicos y corroborar dicha información.

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