Nunca imaginé que esa noche terminaría diciendo la edad de mi ex suegra en televisión.
Tampoco imaginé lo que ella me dijo por teléfono, comprensiblemente ofuscada: «Tú no vas a llegar a mi edad porque te vas a morir de sida.» Alcancé a decirle: «Bueno, eso ya lo veremos en veinticuatro años.» Pero ella ya había cortado.
Nunca me gustaron los perros. Nunca imaginé que caminaría por esta casa con un perro blanco siguiéndome a cada paso y echándose a mi lado cuando me siento a escribir, a leer el periódico o a ver televisión. Nunca pensé que terminaría compartiendo las pechugas de pollo a la plancha que me sirven a la hora del almuerzo con ese perro que espera que le arroje pequeños pedazos furtivamente, sin que me vean mis hijas o las empleadas, que me tienen prohibido darle de comer nada que no sea su comida balanceada.
Ese perro blanco que se pasea por esta casa como si fuera suya, subiéndose a las camas y los sofás y lloriqueando si lo dejamos solo, fue comprado a un precio en dólares que me pareció desmesurado, teniendo en cuenta que quien lo vendió pertenece a mi familia directa (pero ya se sabe que el espíritu de lucro quiebra con facilidad las lealtades familiares), y fue llamado Bombón por Lola, la responsable de que ese inquieto animal llegase a la casa, a pesar de que su madre, su hermana y yo nos oponíamos de un modo enfático, alegando que ya teníamos cuatro perros en el jardín y no queríamos vivir con un perro dentro de la casa. Lola sólo tuvo que llorar un poco para acallar las discusiones, imponer su voluntad y obligarnos a comprar un perro de la raza, el color y el sexo que había elegido: bichon frisé, blanco, macho.
Si bien es formalmente de ella, yo siento que ese perro me quiere más a mí, aunque no ignoro que su amor es interesado y tiene precio: lo he comprado a escondidas, cada vez que le dejo caer un pedazo de pollo, de jamón, de lomo, de queso. Cuando llego a la casa de algún viaje, el perro hace unos mohínes escandalosos, ladra con una histeria calculada, me lame los dedos de las manos y mordisquea mi pantalón hasta que consigue lo que se propuso: abro la refrigeradora y, sin que me vean las niñas, que creen que lo quiero matar con una salchicha barata de la bodega, le doy un poco de buena comida, lonjas de jamón o pollo, no esa comida balanceada que lo obligan a tragar para que sus deposiciones sean bien sólidas y no apesten.
No podría decir que el cariño que ese animal siente o finge sentir por mí (todos exageramos a menudo nuestros afectos para comer bien) me resulte incómodo en modo alguno. Me hace gracia que me siga a todas partes, incluso al baño; que llore cuando no lo subo al sofá, como si se sintiera humillado por estar en la alfombra; que cuando lo miro fijamente, sin hablarle, me sostenga la mirada, como si tratara de decirme que en realidad soy tan vago como él aunque un poco más idiota; y que me muerda el pantalón para llevarme de regreso a la refrigeradora, donde sabe que se esconde la felicidad, esa felicidad que le resulta esquiva cuando estoy de viaje.
Afuera, en el jardín, sólo quedan tres perros chow chow, dos marrones, uno negro, perros chinos, perros leones, porque Simba, la más vieja, la primera chow chow que llegó a esta casa como un regalo para Camila, hace ya catorce años, ha muerto hoy en la mesa de operaciones de una veterinaria (curiosamente también de origen chino), que trató de que se recuperase del accidente que ocurrió hace pocos días y acabó por costarle la vida.
Antes del accidente, sabíamos que a Simba le quedaba poca vida y por eso la cuidábamos especialmente. Según mis hijas, que saben mucho de estas cosas o se las inventan, los chow chow suelen vivir entre diez y doce años y ella tenía ya más de catorce, caminaba a duras penas y parecía sorda y ciega, pues no respondía cuando la llamábamos y los pedazos de salchicha le rebotaban en el hocico cuando yo se los arrojaba y luego no podía encontrarlos en el piso y los otros perros se los comían antes de que ella pudiera olfatearlos a tiempo. Esa tarde, un sábado, Simba dormía a la sombra de la camioneta azul, Sofía encendió la camioneta, Simba al parecer no oyó el motor o no pudo reaccionar a tiempo o no vio nada, Sofía retrocedió y Simba lanzó un alarido cuando la llanta posterior hizo crujir su cadera. No pudo levantarse más. No volvió a caminar. Quedó tendida en un charco de orín, gimiendo de dolor. Una semana después, murió de un infarto, anestesiada, en la mesa de operaciones.
Yo no quería que la operasen y así se lo dije a la veterinaria, a mis hijas y a Sofía. Yo sugería que la pusieran a dormir.
—No es justo que sufra tanto —dije, cuando la veterinaria nos comunicó que debía hacerle tres operaciones para que, con suerte, volviera a caminar.
—El que está sufriendo eres tú, porque no quieres pagar la operación —me dijo Lola.
La operación a la cadera costaba quinientos dólares. Luego, si sobrevivía, la operarían en la columna, por otros quinientos, y en no sé qué huesos desviados o dañados, por trescientos más.
—Me parece una locura gastarnos tanta plata en operar a una perra vieja, ciega y sorda, que igual se va a morir pronto —dije.
La veterinaria me lanzó una mirada de fuego, no sé si por amor a la perra o porque quería ganarse la plata. Lola dijo:
—La vamos a operar.
—Se va a morir en la operación —dije.
Luego le pregunté a la veterinaria:
—Si se muere, ¿nos va a cobrar por la operación? La mujer, en su uniforme verde, no lo dudó:
—Sí, señor.
Enseguida añadió en tono compasivo:
—Pero si la perra fallece, se le hace un descuento.
—¿De cuánto? —pregunté, soportando las miradas hostiles de mis hijas.
—De un cincuenta por ciento —dijo ella.
—Entonces haga todo lo posible para que se muera —dije, pero la mujer no se rió y me miró con un aire de desdén o superioridad moral que me obligó a retirarme.
Esta tarde, mientras trataba de escribir con Bombón dormitando a mis pies, sonó el teléfono. La veterinaria nos había dicho que la operación duraría unas horas y que nos llamaría apenas concluyese. Era temprano para que llamase. Era ella, sin embargo. Sofía se puso al teléfono. La mujer le dijo:
—Señora, lamento informarle que la perra ha fallecido.
Sofía le agradeció, colgó y me dio la noticia. Mentiría si dijera que fue una mala noticia. Le pedí que me dijera las palabras exactas que le había dicho la veterinaria. Repitió:
—La perra ha fallecido.
Me reí. Supongo que soy una mala persona porque no me apenó que hubiese muerto. Sólo pensé que la operación me costaría la mitad y que ya no oiríamos más sus gemidos. Sofía sonrió conmigo, aliviada. Supongo que es una mala persona. Supongo que por eso me enamoré de ella.
Ahora mis hijas duermen sin saber que la perra está muerta. Sofía y yo hemos pensado que la enterraremos en el jardín, allí donde ella se comía las palomas que atrapaba. Cuando yo muera, quiero que me entierren en ese jardín, con Bombón a mis pies, y que la veterinaria pronuncie este breve discurso fúnebre:
—La perra ha fallecido.
Enrique, el padre de Martín (con quien Martín se lleva mal, siempre se llevó mal), interna a su tía Otilia, una anciana, una clínica geriátrica en las afueras de Buenos Aires, obtiene de ella un poder para disponer de su patrimonio, vende el departamento de Otilia en Palermo, mete el dinero en efectivo en una mochila y le promete a la anciana que le pagará el geriátrico hasta que se muera. No le dice lo que tal vez está pensando: que le conviene que se muera pronto.
Inés, la mujer de Enrique, encuentra la mochila llena de dinero en el cuarto de huéspedes de su departamento, saca unos billetes furtivamente y compra un mueble moderno. Va a mudarse pronto a un departamento que Martín ha comprado para ella, a tres cuadras del que ahora ocupa, en el que ha vivido los últimos veinte años.
Enrique descubre que faltan unos billetes en la mochila y se lo dice a Inés en tono airado. Ella reconoce que los sacó sin decirle nada y le pide disculpas. Enrique se enfurece, dice que ese dinero no es suyo, es de su tía y está reservado para pagarle el geriátrico hasta que se muera. Inés se ríe y le dice que no es para tanto, que sólo fue una travesura.
Inés y Enrique discuten. Inés se queja de que él no la quiere, no la lleva nunca al cine o a pasear.
Le pide que se vaya de la casa. Enrique no lo piensa dos veces: se va con la mochila, dando un portazo. Inés piensa que volverá al día siguiente, que se trata de una pelea más, una de las muchas que han tenido en los treinta y cinco años que llevan casados. Enrique no vuelve. Inés lo llama, le pide que tomen un café, le dice que la casa sin él se siente rara. Se reúnen a media tarde en un café de la calle Chacabuco que se llama Cosquillas. Inés le pide perdón, se emociona, llora discretamente. Enrique le dice que está harto de ella, que no va a volver, que quiere vivir solo y cumplir sus sueños. Inés queda sorprendida, no esperaba eso de su esposo de toda la vida, siente que ese hombre no es el que ella creía conocer. No entiende a qué se refiere cuando habla de cumplir sus sueños.
Enrique alquila un departamento no muy lejos de su barrio de siempre. Pasa los días en el club de rugby con sus amigos. Se siente libre. Algunos lo miran mal por haber dejado a su mujer en ese momento tan delicado, después de la tragedia que se abatió sobre la familia al morir Candy, pero a él no le importa. Inés lo extraña, se arrepiente de haberlo echado de la casa, se da cuenta de que con él no estaba bien, pero sin él está peor. Se consuela con el afecto de su perra Lulú, que duerme en su cama y le lame los dedos de la mano.
Martín lleva a Inés a un siquiatra en Recoleta, el doctor Farinelli, que le receta unos antidepresivos más potentes. Inés los toma, pero igual está triste y llora. Martín está furioso con su padre, le parece que no debió dejar a su madre de esa manera, meses después de la muerte de Candy. Quiere que su madre se enamore de un hombre rico que le consienta todos sus caprichos.
Fumando en el balcón de su departamento, Enrique tal vez piensa: Me conviene cambiar a mi tía Otilia a un geriátrico más barato. Me conviene que la vieja se muera cuanto antes.
Acariciando a su perra Lulú, Inés tal vez piensa: ¿Vendrá Enrique a la comida de Navidad? Si no viene, me voy a morir de la pena.
Trotando en la faja del gimnasio, Martín tal vez piensa: El tarado de mi padre se va a gastar toda la plata de la mochila y va a regresar con el caballo cansado, pero cuando eso ocurra lo voy a echar, porque mamá va a vivir en el departamento que he comprado para ella y ni en pedo dejo que el boludo vuelva a joderle la vida.
Echado en un asiento del avión sin poder dormir, pienso: Voy a comprar la peluquería de Walter.
Estaba cortándome el pelo un lunes a la tarde en el barrio dan Isidro cuando Walter me contó que estaban vendiendo la peluquería y que él no la podía comprar y por eso tendría que irse pronto a buscar otro local, lo que sería muy malo para su negocio, pues corría el riesgo de perder parte de su clientela. Me interesé en el negocio, pregunté el precio de la peluquería, conseguí que el vendedor hiciera una rebaja sustancial y entregué un dinero —una «seña», en lenguaje argentino— para reservar la primera opción de compra. Walter me prometió que me pagaría una renta superior a la que pagaba. Pensé que sería divertido ser dueño de una peluquería por varias razones: parecía un buen negocio, ayudaría a Walter —a quien consideraba un excelente peluquero— y podría decir que me había retirado de la televisión para dedicarme, junto con Martín, a un asunto más provechoso, el de la peluquería en la calle Martín y Omar.
Recibo un correo electrónico que dice «urgente» en mayúsculas y con varios signos de exclamación. Lo ha escrito Gladys, una señora que trabaja como empleada doméstica en casa de mi ex suegra. Gladys me pide un préstamo para comprarse una casa. Es una cantidad considerable, que me sorprende: más de lo que cuesta la peluquería de Walter. Gladys dice que no aguanta más a la patrona, que necesita irse de esa casa en la que ha vivido los últimos veinte años casi como esclava, trabajando duramente a cambio de un salario modestísimo, y que quiere comprarse una casa de tres pisos y ocho habitaciones en el barrio de Salamanca, no muy lejos de la casa de su patrona, de la que quiere irse para no volver más. Gladys me promete que me pagará en diez años, alquilando algunas de las habitaciones de la casa. No le contesto. Le tengo cariño a esa mujer noble y hacendosa, de firmes convicciones religiosas, pero parece imprudente prestarle tanto dinero y esperar diez años a que ella, con suerte, si alquila todas las habitaciones de la casa, me lo devuelva.
De paso por Lima, me veo obligado a decirle que no le prestaré el dinero porque me parece que ella no podrá pagarlo. Gladys se siente humillada. Todos los bancos le han dicho que no le prestarán ni un centavo y ahora el joven Jaime le niega el dinero de su casa de Salamanca con ocho cuartos de los que ella pensaba alquilar seis.
Abrazada a su osito negro de peluche, Gladys tal vez piensa: El joven Jaime es bien malo, qué le costaba ayudarme, yo en diez años todito le hubiera pagado y tendría mi casa propia.
Manejando despacio una camioneta a la que ya le suena todo, pienso: Tengo miedo de que me secuestren en esta ciudad.
Contando los días para que compre la peluquería, Walter tal vez piensa: Cuando venga el peruano Jaime Baylys, ¿le cobraré doce pesos por corte o no debería cobrarle nada porque ahora es el dueño?
Maquillándose levemente antes de ir a un recital de su amiga Sandra, Martín tal vez piensa: Si Jaimito me quiere, pasará la Navidad conmigo en Punta del Este, como me prometió.
Comiendo empanadas frente al televisor, Inés tal vez piensa: Enrique no me quiso nunca, si me quisiera no me hubiera dejado llorando en el café Cosquillas.
Fumando en el bar del club, Enrique tal vez piensa: Pude haber sido un buen jugador de rugby, el matrimonio me jodió la vida.
En el baño del avión, pienso: Quiero pasar la Navidad con Martín en Punta del Este.
Poco antes de las dos de la tarde de un viernes soleado de diciembre, llego a un restaurante de la isla y me siento a esperar a mis amigas cubanas, a las que he invitado a almorzar para despedir el año.
Todavía me sorprende que mis chicas cubanas, que tanto me hacen reír y a las que veo casi todas las noches, sean tan mayores: dos son bisabuelas y una, abuela.
No tarda en llegar la menor, Thais. Guapa, elegante, distinguida, vestida de blanco, con un collar de piedras rojas, carga un bolso en el que trae regalos para mí, para Martín que está en Buenos Aires (con quien ella intercambia correos electrónicos a menudo), para Catita, la sobrina de Martín.