Despierta entonces el mal bicho que habita en mis genes: desesperado, libero a los pollitos en la terraza donde pasean los gatos, suelto al ratón enjaulado, le arrojo agua fría al loro y correteo a las gallinas chilenas hasta que consigo dejarlas en el jardín posterior, a merced de los perros. En cuanto a la perrita llorona, la dejo en el cuarto de la empleada y cierro la puerta.
Un silencio glorioso, largamente anhelado, se instala en la casa. A lo lejos, en la terraza, los conejos blancos me miran, impávidos, sin sospechar la crueldad de la que soy capaz.
Poco después, el silencio se interrumpe brevemente: las gallinas chilenas lanzan un último chillido, antes de ser desplumadas por los perros. Y no es culpa, remordimiento o vergüenza lo que siento, sino una secreta euforia al saber que mis enemigas se han acallado, que alguna oscura forma de justicia ha prevalecido. Y recuerdo entonces aquella mañana de domingo, cuando era niño y vivía en una casa muy grande: mi padre furioso, trastornado, incapaz de seguir tolerando los ruidos que hacían las decenas de palomas que habitaban en el techo de tejas de la casa, y luego él con una escopeta en la mano, la mirada turbia, vengativa, y poco después el estruendo de los disparos que dejaron una alfombra de palomas muertas en la terraza.
Y me doy cuenta, ya tarde, de que, con los años, he terminado pareciéndome a mi padre mucho más de lo que hubiese querido.
Lunes por la mañana. Es feriado en Buenos Aires. No hay tráfico en la autopista. Martín me espera despierto porque han cambiado la cerradura de la puerta del edificio. Baja a abrirme en ropa de dormir. Me cuenta que el vecino del piso de arriba se ha vuelto a quejar por un escape de gas del departamento y ha amenazado con enjuiciarnos si no hacemos nada por resolver el problema. «Me van a matar, vamos a volar todos si no arreglan el escape de gas», le dijo el vecino a gritos. «Hacé lo que quieras», le dijo Martín, y le cerró la puerta en sus narices.
Lunes por la tarde. Mientras duermo la siesta, Martín compra un calefón y contrata a Lucas para que lo instale. Lucas retira el calefón viejo que está perdiendo gas e intoxicando al vecino de arriba.
Al tratar de instalar el nuevo (una operación que resulta más complicada de lo que había calculado), se le cae por la ventana una pieza de metal, que rompe el techo de vidrio del jardín de invierno de la vecina del primer piso. Minutos después, la vecina toca el timbre de nuestro departamento. Está furiosa, hemos dañado su techo de vidrio. Martín le abre la puerta. La mujer, de ojos saltones y nariz aguileña, le dice a gritos que le hemos roto su techo de vidrio. Martín le pide que no grite. La mujer no le hace caso, sigue gritando. «Sos un amanerado», le dice, y hace una mueca de asco.
«¿De dónde has salido, amanerado?», se pregunta. Martín se siente insultado y le dice que no tiene derecho de gritarle de esa manera. La mujer le dice que es él quien no tiene derecho de romperle el techo. «Sos un loco, un maleducado», le dice. «La maleducada es usted», responde Martín. «Además, yo sé que su jardín de invierno es ilegal, lo ha construido sin permiso», le dice, y ella se repliega, como si la hubieran pillado en falta. En ese momento aparece el vecino del piso de arriba, víctima del escape de gas. Está en bata y pantuflas. Defiende a la vecina, vuelve a quejarse por el escape de gas y dice que Martín es un grosero y un irresponsable porque no hace nada por resolver el escape de gas. Martín se defiende a gritos. Salgo de mi habitación. Pido disculpas. Les explico que fue un accidente. Le digo ala mujer que pagaremos la reparación de su techo de vidrio. Le digo al vecino de arriba que cambiaremos el calefón y acabaremos con el escape de gas. Les recuerdo que por eso se rompió el techo, porque están reparando el escape de gas. El vecino me dice su nombre, poniendo énfasis en que es licenciado. Noto que está fumando. Le digo: «Si hay un escape de gas, tal vez conviene que deje usted de fumar.» Se queda en silencio, sin saber qué decir. Se retira unos pasos y apaga el cigarrillo.
Martes por la mañana. No hay agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación dolorosa y reconfortante.
Miércoles por la tarde. Lucas, su padre y su hermano cambian el techo de vidrio de la vecina del primer piso. La vecina queda encantada. Toca el timbre, se disculpa con Martín, le explica que el lunes tuvo un mal día. Martín acepta sus disculpas pero sigue odiándola. No le perdona que le haya dicho: «Sos un amanerado.» Imagina distintas maneras de vengarse. Quiere rociar aceite hirviendo por debajo de su puerta o echarle cucarachas. La madre de Martín quiere ir a decirle cuatro cosas por insultar a su hijo.
Jueves por la mañana. Seguimos sin agua caliente. Me ducho en agua helada. Es una sensación odiosa y estimulante. Es la única cosa viril que hago en todo el día, y sólo porque no tengo otra opción.
Jueves por la tarde. Estoy tomando el té en John Bull. Una paloma defeca sobre mi cabeza. No tengo valor para bañarme de nuevo en agua fría. Voy al hotel del Casco, pago una habitación y me baño largamente en agua tibia. Viernes por la mañana. Dejo chocolates y tarjetas de disculpas en la puerta del departamento del licenciado y la vecina del primero. Les explico que no hubo mala intención, que el escape de gas y el daño en el techo fueron accidentes desafortunados. Les prometo que en pocos días estará resuelto el problema del gas. Les pido disculpas por los ruidos que provocará la instalación del calefón nuevo.
Viernes por la noche. Pongo agua a hervir, vacío la tetera en un balde y me baño echándome agua tibia con una taza de Starbucks que Martín compró en Washington.
Sábado por la tarde. Lucas y su padre golpean la pared para instalar el calefón nuevo (una operación que resulta más ardua de lo que habían calculado). El vecino del piso de arriba, conocido ya como el Licenciado, toca el timbre del departamento. Le abro. No me agradece los chocolates ni la tarjeta. Está en bata y pantuflas, las mismas del lunes feriado. Tiene mala cara. Me dice a gritos que somos unos desconsiderados porque no paramos de hacer ruido, siendo un sábado a la tarde, día en que la gente decente (pone énfasis en esa palabra, decente, como si yo no lo fuera) aprovecha para descansar. Le explico, tratando de no enfurecerme, que Lucas y su padre están haciendo ruido porque están cambiando el calefón para que él no sienta el escape de gas. Me dice a gritos que está prohibido hacer ruidos el sábado y domingo, que el reglamento del edificio (que seguramente no he leído) dice que no puede hacerse obras el fin de semana. Le pido disculpas, le digo que ya falta poco, le prometo que esa misma tarde terminarán las obras y se acabará el escape de gas que él siente que lo está matando. Me dice que está harto del gas y ahora el ruido, que si no acabamos con eso me va a denunciar. «¿A denunciar por qué?», le pregunto. «Por poner en peligro mi vida, por atentar contra mi vida», me dice, como si yo quisiera matarlo. Luego hincha con cierto orgullo la panza que su bata esconde mal. «Quien atenta contra su vida es usted mismo, por fumar», le digo, porque de nuevo está fumando. Tira el cigarro al suelo y lo pisa con una pantufla. Antes de que se vaya, le pregunto: «Licenciado, ¿en qué es usted licenciado?» Me responde, gravemente: «En Artes y Humanidades.» Le digo: «Caramba, qué honor, lo envidio.» Al mismo tiempo, pienso: No se nota, cabrón.
Sábado por la noche. Lucas y su padre han terminado la obra. Ha vuelto el agua caliente. El Licenciado habla a gritos por teléfono en su departamento, tanto que yo lo oigo como de costumbre en el piso de abajo. De pronto tocan el timbre. Es él, siempre en bata y pantuflas. Me pide disculpas, dice que tuvo un mal día, que le tiraron una piedra en la autopista y le rompieron el parabrisas, que estuvo a punto de matarse. Le digo que está todo bien, que no se preocupe. Nos damos la mano.
«Adiós, Licenciado», le digo. Sonríe con orgullo. Le gusta que le digan Licenciado.
Sábado por la noche. Me ducho en agua fría. Puedo hacerlo en agua caliente, pero prefiero el agua fría. Es un raro y placentero momento de virilidad.
Camila quiere ir a una fiesta con sus amigas del colegio. Es sábado.
—Puedes ir, pero sólo hasta las nueve de la noche —dice Sofía.
—¡Es muy temprano! —protesta Camila—. Todas mis amigas se van a quedar hasta las doce.
—De ninguna manera te quedas hasta las doce —dice Sofía—. Tienes permiso hasta las nueve.
—¡Entonces no voy! —se molesta Camila—. Si me vienen a buscar a las nueve, voy a quedar como una tonta.
—Sólo tienes trece años —le dice Sofía—. No puedes quedarte hasta las doce.
—Sofía, no seas tan estricta, deja que se quede hasta las once —intervengo.
—No —dice Sofía—. Hasta las once, de ninguna manera. Máximo, hasta las diez.
—Bueno, entonces paso a buscarte a las diez —le digo a Camila.
—¡No! —dice Camila, furiosa—. ¡O me dan permiso hasta las doce o no voy a la fiesta!
Luego, como en las películas, camina deprisa a su cuarto y cierra bruscamente la puerta.
Trato de convencer a Sofía para que le dé permiso hasta las once, pero es en vano.
Entro al cuarto de Camila. Está llorando. Trato de que acepte el permiso hasta las diez, le prometo que a esa hora iré a buscarla y si está divertida convenceré a su madre de que se quede un rato más en la fiesta, pero está furiosa y me dice que no irá a la fiesta, que no quiere hablar con nadie, que la deje en paz.
Más tarde, Sofía va a una reunión con sus amigas. Abro el celular de Camila, llamo a Cristina, una de sus mejores amigas, y le pido que venga a buscar a mi hija, sin decirle que yo la llamé.
Cristina, un amor, acepta encantada. Media hora después, llega y entra al cuarto de Camila y la encuentra viendo televisión. La abraza, la anima y la convence para ir a la fiesta. Las llevo en la camioneta. Camila está feliz. Me mira como sólo ella sabe mirarme. Antes de bajarse, me da un beso y me dice:
—Yo sé que tú la llamaste. Gracias.
—Vengo por ti a las diez —le digo—. Pero si te aburres, llámame y vengo antes.
Vuelvo a la casa. Son las seis de la tarde. Ya ha oscurecido. A las siete o poco más, llama Camila. Quiere que vaya a buscarlas. Están aburridas. Van a irse a otra fiesta. Pero no debo decirle nada a Sofía. Le digo que voy enseguida.
—Ven rápido, que estamos aburridas —me dice.
Salgo sin demora. Manejo a toda prisa por una avenida recién remozada. De pronto, un auto frena bruscamente porque el semáforo pasa a rojo sin que aparezca la luz amarilla. Voy demasiado rápido. Hundo mi pie en el freno. Es tarde. La camioneta chilla, quema neumáticos, patina un poco y se estrella contra la parte trasera del auto. Bajo, ofuscado. Es un auto viejo, de colección. Es un auto matrimonial. Hay una novia en el auto.
—No puede ser —me digo—. Qué mala suerte. He chocado el auto de una novia.
El chofer baja malhumorado, me grita un par de cosas, me reconoce, se calma un poco, le pido disculpas, le digo que pagaré todos los daños.
—Cómo le hace esto a la novia, oiga —me dice él, muy elegante, de traje y corbata.
La novia golpea la ventanilla. Hace señas al chofer. Quiere bajar. Me temo lo peor.
El chofer le abre la puerta. La novia está sola. Me mira, sorprendida. Está llorando. Las lágrimas se deslizan como pescaditos por el maquillaje.
—Te pido mil disculpas —le digo—. Soy un imbécil. No me di cuenta, venía distraído y frené tarde.
Ella saca un pañuelo y se alivia delicadamente la nariz. Es una mujer joven, guapa, de pelo negro y ojos almendrados, muy delgada, con un aire ausente, melancólico, como si fuera a desmayarse.
—No te preocupes, Jaimito —me dice—. Todo pasa por algo.
Me sorprende y alivia que me llame así, en diminutivo, pero más me sorprende que trate de encontrarle algún sentido a ese accidente tan terriblemente inoportuno.
Luego rompe a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
—No llores —la consuelo, y me inclino hacia ella y le tomo levemente la mano—. Por favor, no llores. Todo va a estar bien.
—Qué barbaridad, cómo le malogra su noche a la novia, oiga —dice el chofer.
—Fíjate si arranca el auto —le digo.
La novia sigue llorando, desconsolada. No entiendo por qué llora tanto. Es sólo un choque menor. Debe de estar abrumada por las circunstancias. Es normal que una novia esté muy nerviosa, pienso. No es para menos.
El chofer trata de encender el auto, pero no lo consigue. Maldice su suerte. Me advierte que la reparación va a costarme una fortuna.
—Bueno, entonces llévame tú —me dice la novia.
—Encantado —le digo, sorprendido.
Ella baja del auto, la ayudo con los pliegues interminables del vestido, algunos peatones miran con curiosidad. Sube a la camioneta, pero no al asiento trasero, como le ofrezco, sino adelante, a mi lado. Le doy mi tarjeta al chofer (por suerte tengo unas tarjetas nuevas que he mandado a imprimir hace poco), tomo nota de sus datos y le prometo que lo llamaré. El tipo se queja, no entiende nada, quiere llamar a alguien, pero le doy un billete y no le doy tiempo para decirme nada más. Subo a la camioneta, que por suerte enciende, y me alejo del lugar.
—¿Adónde vamos? —le pregunto a la novia, que ya parece más calmada.
—No sé —dice ella, con la mirada perdida.
—¿No sabes dónde te casas? —le pregunto, y la miro, y confirmo que es guapa.
—Sí sé —dice ella, sin mirarme—. Pero no sé si quiero ir. Se hace un silencio. Ella baja la cabeza y vuelve a llorar. La tomo de la mano, la miro a los ojos húmedos y le digo:
—Si no quieres ir, no vayas.
—Es que no sé —dice ella—. Tengo miedo. No sé si real-mente debo hacer esto. Y de repente chocamos. Es una señal. Todo pasa por algo. Es una señal de que no debo casarme. Por algo me chocaste.
No sé qué decirle. Me quedo callado. Ella sigue hablando:
—Él es bueno, lo quiero mucho, pero me ha presionado mucho para casarnos, y yo soy muy joven, no me siento preparada. Él quiere que nos casemos porque le han ofrecido trabajo afuera, en Caracas, y quiere que nos vayamos casados, pero yo no sé si quiero irme a vivir a Caracas.
—Yo a Caracas no iría ni loco —digo.
—Yo le digo que vaya él primero, que pruebe, que vea si le gusta, y después puedo ir a visitarlo, pero él no quiere, me ha presionado mucho, quiere que nos casemos y nos vayamos juntos, y para mí es mucha presión, hace días que no puedo dormir —se queja la novia y su maquillaje sigue diluyéndose entre lágrimas.