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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (6 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Lo que está haciendo es un delito.

—No puede ser, oficial —protesto—. Estas mandarinas caen a la calle y nadie se las come. No estoy haciéndole daño a nadie.

—¿Está sordo? —dice él, ahora enfadado—. ¿Quiere que le repita todo de nuevo?

—No, no hace falta.

—Bueno, vamos —ordena secamente.

—¿Adónde vamos, oficial? —¿Adónde cree que vamos a ir? ¿A ver fútbol? Vamos a la comisaría, tengo que detenerlo por robo en la vía pública.

Aterrado, recurro entonces a la vieja pregunta: —¿Hay alguna manera de solucionar esto amigablemente?

El tipo me mira con una sonrisa y dice: —¿Qué quiere decir?

Me arriesgo:

—No sé, quizá puedo darle unos viáticos para unos refrescos y unas empanadas.

—Bueno, déme algo y quedamos como amigos —dice él. Le paso discretamente cuarenta pesos y le agradezco.

—Mejor regrese a Perú —me dice, con una sonrisa burlona—. Si tiene hambre, vuelva para allá.

Antes de irse, me advierte:

—Y no coma esas mandarinas, que dan una cagadera del carajo.

Vuelvo a casa cuando oscurece. Saco las mandarinas, las exprimo una a una y tomo ese jugo sorprendentemente amargo. El policía tenía razón: paso la noche sentado en el inodoro.

Sofía y yo nos casamos hace años en Washington, D. C. ante las cortes de esa ciudad, en una ceremonia que fue presidida por un juez de origen dominicano, cuyo dominio del inglés era aún peor que el mío. Al finalizar el casamiento, el juez, de nombre Diosdado, me tomó del brazo, me guió a un rincón y susurró en mi oído:

—Amigo Baylys, no quiero molestarlo, pero es mi deber comunicarle matemáticamente, con el más absoluto respeto por su ser, que la tradición en estas cortes es que el novio proporcione una propina al juez que ha oficiado el casorio respectivo.

No me sorprendió que usara ese adverbio, «matemáticamente», porque en mis muchas visitas a Santo Domingo, donde presenté un programa de televisión por varios años, había advertido que era de uso corriente que ciertas personas locuaces, por ejemplo el chofer que me recogía del aeropuerto o la maquilladora que empolvaba mi rostro antes de las grabaciones, dijeran:

—Matemáticamente, hoy va a llover.

O, en tono más sombrío:

—Esta isla, matemáticamente, se va p 'al carajo. O, con natural alegría caribeña:

—Esta noche me emborracho matemáticamente.

Lo que me sorprendió fue que Diosdado pidiera una propina, pues había pagado todos los costos de la boda y nadie me había advertido de que debía recompensar adicionalmente a ese funcionario de baja estatura, cabello negro rizado y labios voluptuosos de cantante de merengue.

—No se preocupe, señoría —le dije—. Con mucho gusto le daré su propina.

—Gracias, amigo —dijo él, inflando el pecho, empinándose en sus zapatos de taco, halagado de que lo llamase señoría—. En nuestra isla bendita a usted lo queremos mucho por su don de gentes, su don de escritor, su don de humanista y su don de…

Luego se quedó callado, sin saber cómo completar la untuosa frase en que se había metido.

—… de sonreír dondequiera que se halle —lo socorrí, y él repitió, aliviado:

—Dondequiera que se halle.

—¿Cuánto le debo, señoría? —pregunté, sin más rodeos.

El juez carraspeó un poco, desvió la mirada y dijo: —Doscientos dólares, si tiene a bien.

No pude disimular mi sorpresa y, a modo de tibia protesta, pregunté: —¿Tanto? ¿Doscientos dólares?

Bajando la voz, tomándome del brazo con autoridad, Diosdado dijo:

—Es lo que se acostumbra, matemáticamente. Pero la propina no es mandatoria por ley.

—¿O sea que puedo darle lo que me parezca? —pregunté.

—Lo que sea su cristiana voluntad —respondió él.

Esquivando las miradas inquisidoras de Sofía y su madre, que no entendían por qué me había retirado a una esquina á conspirar en voz baja con ese juez improbable, saqué la billetera, eché una mirada y comprobé que no me alcanzaba el dinero.

—Señoría, me va a disculpar, pero no llevo doscientos dólares conmigo —dije, abochornado.

—No se preocupe —dijo él, en tono paternal—. Pero déjeme decirle que su reloj es muy bonito.

Sorprendido por su codicia, y firme en mi propósito de no darle el reloj que me había regalado mi difunto abuelo, dije:

—Le prometo que mañana mismo le dejo una propina generosa.

Al oír la palabra «generosa», sus ojillos relampaguearon como fuegos artificiales.

—Aquí lo espero, amigo Baylys —dijo, estrechándome la mano—. Confío en usted, porque es un hombre de bien, un hombre hecho y derecho, un hombre moral y un hombre…

Luego se quedó callado, sin saber cómo redondear el excesivo halago.

—… un hombre casado —dije.

—Un hombre casado —repitió él, riéndose.

Por supuesto, al día siguiente olvidé dejarle la propina: Sofía y yo partimos de luna de miel a París, invitados por mis suegros, que a punto estuvieron de separarse, pues él insistió en mandarnos en ejecutiva y ella, menos dadivosa, en económica.

Un mes después, al regreso de nuestra luna de miel, escuché en casa tres mensajes telefónicos del juez. El primero decía, en tono afectuoso: «Ilustre amigo y colega, acá lo espero con los brazos abiertos para platicar sobre nuestros asuntitos pendientes.» El segundo, algo más emotivo, decía:

«Amigo Baylys, le ruego encarecidamente que no se olvide de mis viáticos, mucho se lo voy a agradecer en mi nombre y en el de mi madrecita, que se halla delicada de salud en Puerto Plata y necesita el dinero para su tratamiento médico.» El tercero no ocultaba ya una cierta aspereza:

«Oiga, señor, yo creía que era usted un hombre de palabra, pero parece que me equivoqué, qué decepción, qué tristeza, qué contrariedad y qué…» Luego se quedaba en silencio y se oía el pito del contestador.

Sofía y yo nos reímos escuchando esos mensajes y decidimos que Diosdado no merecía una propina. Por suerte, no volvió a llamar a casa y tampoco nos encontramos con él en los años que vivimos en esa ciudad.

Unos años más tarde, ya viviendo en Miami, estaba presentando un programa de televisión y abrí el teléfono para que el público pudiese hacer algunas preguntas. Fue entonces cuando irrumpió en el estudio una voz familiar:

—Mire, señor Jaime Baylys, yo tengo algo muy importante que decirle a usted, con el más absoluto respeto por su ser.

—Dígame, por favor —dije.

—Usted me debe doscientos dólares, caballero —dijo el hombre, con una indignación que cualquier oído atento podía percibir.

Sonreí, pensando que era una broma, y pregunté: —¿En serio le debo plata?

—Matemáticamente, señor. Doscientos dólares.

Apenas dijo «matemáticamente», caí en cuenta de que era él, Diosdado, y mi rostro se desfiguró en una mueca tensa y alcancé a decir:

—Caramba, cuánto lo siento, mil disculpas.

—¡No lo sienta, señor! —se exasperó él—. ¡Págueme, no lo sienta! ¡Yo fui el juez que lo casó y usted nunca me pagó! ¡Me debe el casorio, señor! ¡Y eso es una burla, una falta de respeto, una canallada y una…!

Luego se sumió en uno de sus acostumbrados silencios y yo completé su protesta: —… una barbaridad.

—¡Una barbaridad, sí, señor! —gritó él.

—Pues mire, querido amigo Diosdado —dije, y creo que lo sorprendí al pronunciar su nombre en televisión—. Debe usted saber que yo le envié el pago desde Lima, pero al parecer nunca llegó a sus manos, ya sabe usted lo terriblemente malo que es el correo en nuestros países.

—Caótico, caótico —dijo el juez, más calmado.

—Pero le prometo que mañana mismo le enviaré nuevamente el cheque y me pondré al día con usted.

—Muchas gracias, señor Baylys —dijo él—. Estaré esperando su encomienda.

Al día siguiente fui al correo y despaché el cheque con una novela mía de regalo. Semanas después Diosdado me mandó la novela de regreso con una nota que decía: «Amigo: matemáticamente, no leo obras de lujuria, concupiscencia, morbosidad y… etcétera.»

Vuelvo a Georgetown después de años. Es agosto y un calor agradable entibia estas calles tantas veces caminadas. Aquí viví tres años, cuando llegué escapando de un huracán y me metí en otra tormenta aún peor. Aquí, en la calle 35, a pocas cuadras de la universidad de los jesuitas, donde estudiaba Sofía, la mujer a la que vine siguiendo, escribí mis primeras novelas. Aquí me enteré, un día de nieve, de que Seix Barral se arriesgaría a publicar mi primer libro. Aquí me casé con Sofía, lleno de dudas pero también de amor. Aquí, en el hospital de la universidad, un día de agosto, nació Camila, mi hija mayor, que pronto aprendió a maravillarse con las ardillas que saltaban por las ramas del árbol añoso que tantos inviernos había resistido frente al departamento del segundo piso en la esquina de la 35 y la N.

Vuelvo a la 35, esa calle sosegada, con una peluquería a la antigua y un cafetín de coreanos que todavía están en pie y atienden con una paciencia desusada en estos tiempos de tanta prisa y tanto vértigo, y miro el edificio donde vivimos, las ventanas del segundo piso por las que dejaba escapar la imaginación, la loca de la casa, la desquiciada que me llevaba tercamente de regreso a Lima, a las historias turbulentas que había vivido, y me lleno de recuerdos, de buenos recuerdos, y me invade una nostalgia tonta, abrumadora, y me pregunto quién vivirá allí ahora, quién dormirá en la habitación donde nos dijimos tantas promesas de amor, quién se sentará a mirar por la ventana que era mía y me llenaba de paz mientras porfiaba por escribir. Debí quedarme acá, pienso. Debí comprar este departamento. Debimos quedarnos en este barrio tranquilo, lejos del caos. Pero ya es tarde. Ya la vida se organizó en otra parte, precisamente allá, en la ciudad gris de la que siempre quise huir y a la que, irónicamente, ahora vuelvo todos los meses, siguiendo a las mujeres de mi vida.

Toco el timbre temerariamente, sin saber quién vive allá arriba, en ese territorio donde tal vez aprendí a ser padre y escritor, donde sentí que enloquecía escribiendo una novela mientras mi hija sonreía desde su cochecito. Una voz amable contesta. Me pregunta quién soy, qué deseo. Le digo, disculpándome, que soy escritor, que estoy de paso, que viví en ese departamento unos años, que allí escribí algunos libros, y que, perdone el atrevimiento, me gustaría subir un momento a echar una mirada. Ella se queda en silencio. «Un momento», dice. Luego se asoma a la ventana y me mira. Es una mujer joven. Me observa con desconfianza. Intento sonreírle. Luego se retira y habla por el intercomunicador. «Mejor espéreme abajo», dice.

Ahora la mujer me da la mano en la puerta del edificio, todavía con cierta reticencia, y me dice que se llama Thilippa. «Nunca oí ese nombre», le digo. «Sí, es un nombre raro», dice, con acento británico. Luego me hace algunas preguntas y le cuento cosas de mí y me parece que ya no desconfía tanto, que tal vez me cree. Thilippa me mira con cierta lástima y me dice que podemos subir, pero sólo un momento, porque estaba por salir a la universidad. En la escalera, me dice que viene de Londres, que lleva un par de años viviendo en este departamento, que ahora enseña en Georgetown. Le pregunto quién vivía aquí antes de que ella llegase. «No sé», me dice. «Creo que dos chicas de Berkeley. Pero no las conocí.»

«Pasa», me dice Thilippa. Es rubia, guapa, de ojos claros, no muy alta, y se mantiene lejos de mí, como si todavía me tuviese un poco de miedo. Todo está más decorado, aunque no sé si mejor decorado, que cuando yo vivía allí. Donde estaba el sofá cama, hay un sillón blanco, de cuero.

Donde apilaba mis libros al lado de la chimenea, hay un televisor. Donde me sentaba a escribir frente a la ventana, Thilippa ha puesto una mesa redonda con cuatro sillas. Siento que esos muebles no pertenecen allí, que todo debería seguir como antes. Le pregunto si usa la chimenea y me dice que no, que es muy complicado. Le cuento que una vez la encendimos y llenamos de humo el departamento y vinieron los bomberos y medio edificio salió corriendo a la calle, pensando que se quemaba todo. Se ríe y me parece que recién entonces comprende que no soy un ladrón, sólo un tonto atrapado por su pasado.

Cuando veo la cama y recuerdo las batallas de amor, buenas y de las otras, que libré entre esas paredes, me emociono. «Aquí viví una historia de amor», le digo. Ella me mira en silencio, como si estuviera arrepentida de haber dejado entrar a este tipo que no comprende que ya no vive acá, que no vivirá nunca más acá. «Aquí fui padre por primera vez», le digo, sin importarme que me vea así, emocionado. De pronto ella pasa suavemente su mano por mi espalda y dice:

—Qué curioso, estoy embarazada.

La felicito y le pregunto si el padre del bebé vive allí, con ella, y me dice que sí, que se conocieron en Londres, pero él es norteamericano, de Virginia, y que ella vino a vivir acá con él, y que en seis meses, en pleno invierno, serán padres por primera vez. Le cuento que mi hija nació en el hospital de la universidad y ella me dice que allí también nacerá su bebé. «Todo va a estar bien», le digo, y de pronto veo en ella los nervios y la ilusión que veía en los ojos de la mujer que, con un coraje admirable, me hizo padre a pesar de todo.

Thilippa y yo bajamos la escalera y nos despedimos en la puerta del edificio. La abrazo y se deja abrazar y le deseo suerte. Luego le doy una tarjeta con mi correo electrónico y le digo:

—Si alguna vez quieres vender el departamento, escríbeme, por favor.

Pero sé que ya es tarde y que no me escribirá. Me quedo de pie, mirando un momento el edificio.

Desde la ventana, ella me hace adiós, como me hacía adiós la mujer que entonces amaba cuando salía a caminar. Me voy caminando sin rumbo, buscando las sombras. Pero ahora sé que, por mucho que me pierda, siempre volveré al lugar donde me esperan ellas, las mujeres de mi vida.

A las once de la mañana, Ritva me espera en su casa de la calle 32 y la R, en Georgetown, no muy lejos de la universidad. Apenas he leído el aviso en el periódico, la he llamado y me ha dicho que está dispuesta a alquilarme la casa por un mes. Camino lentamente desde el hotel, el rostro cubierto por un protector de sol, pues el verano todavía no cede y se ensaña con mi nariz, y, al llegar, confirmo que la casa es antigua, de dos pisos, estilo inglés, y que esa calle, la 32, parece tranquila y conveniente. Una placa de bronce me advierte que tenga cuidado con los gatos. La noche anterior, en el programa de Leno, un comediante gordo dijo que si un hombre vive solo y con gatos, tiene que ser gay o un villano. Me hizo reír. Toco el timbre. Una mujer mayor, tal vez en sus setentas, canosa y algo encorvada, abre la puerta. Lleva una escoba en la mano y parece agitada. Nos saludamos. Paso. Le digo Rita pero ella me corrige y pone empeño en aclararme que no se llama Rita sino Ritva. Habla un inglés con acento, es amable aunque no demasiado y tiene un fuerte aliento a alcohol. Mientras me enseña la casa con una parsimonia excesiva, noto que todo huele a alcohol y que hay botellas de licor por todas partes, muy a la mano, lo que sin duda explica la aspereza de su aliento. También hay muchos libros en la sala, el escritorio y arriba, en los dos cuartos. Mucho licor y muchos libros, un buen lugar para pasar un mes escribiendo, pienso, y procuro mantenerme a razonable distancia de Ritva y su olor espeso, avinagrado. Después de recorrer la casa y el pequeño jardín de invierno, le pregunto por los gatos que anuncia en la puerta de su casa. «Tenía dos, pero se murieron», dice, no sé si con tristeza o con alivio. Probablemente de alguna afección hepática, pienso, y le digo cuánto lo siento. A pesar de que la casa es realmente antigua, o precisamente por eso, le digo que quiero alquilarla y nos ponemos de acuerdo en los asuntos del dinero. Al día siguiente, le entrego un cheque, me da las llaves y se marcha a California, a pasar unos meses con su hija, que es cineasta o quiere ser cineasta. Esa tarde traigo mis maletas y me instalo en la casa. Abro la nevera y descubro maravillado que sólo hay botellas de champagne, nada de frutas o jugos o helados, sólo champagne. No abro las botellas, no todavía. Paso horas curioseando en la biblioteca. La mayor parte de los libros están escritos en inglés, pero hay otros, no pocos, que me resultan incomprensibles, pues están escritos en una lengua extraña para mí. Me recuerda a la sensación de perplejidad que me asaltó cuando tuve en mis manos la traducción de una novela mía al mandarín, impresa en Hong Kong: como no había una foto del autor, no tenía cómo saber si esa novela la había escrito yo o, casi mejor, un opiómano afiebrado. Me pregunto dónde habrá nacido Ritva, de dónde habrá venido. Puede que sea danesa o noruega, porque tiene muchos libros de autores escandinavos. Arriba, en uno de los baños, intento leer las inscripciones en un frasco de jabón líquido y lo único que consigo entender es que parece haber sido fabricado en Helsinki. En las dos habitaciones tiene más libros y entre ellos encuentro dos de Vargas Llosa y uno de García Márquez, todos en inglés. Me echo en la cama. El colchón se hunde y suena clamorosamente y me hace reír. Nunca me había echado en una cama tan ruidosa. No es incómoda, pero chilla como un animal herido. Al lado de la cama, en un lugar visible, hay un bate de béisbol.

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