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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (4 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Martín está en Buenos Aires porque su hermana Candy se encuentra muy enferma. Me dice que me extraña. No me ve hace un tiempo. No sabe cuándo volverá a verme. Como me extraña, escribe en Google mi nombre y lee las cosas que se han publicado sobre mí (más insidias que elogios). Luego entra en YouTube y, de nuevo, escribe mi nombre y pierde el tiempo mirando videos de los programas que hago en Miami y Lima.

En uno de esos videos, que corresponde al programa que hago en Miami, anuncio que, para romper la rutina, no voy a entrevistar a nadie, pues me someteré a las preguntas del público que, en un número no mayor a cincuenta personas, ha acudido al estudio. Lo que no digo (y esto lo sabe Martín) es que aquella noche me quedé sin invitado a último momento y por eso me resigné a dejarme entrevistar por el público, a sabiendas de que las preguntas serían peligrosas y rozarían el tema de mi vida amorosa y mi sexualidad.

Sentado frente a la computadora de su departamento de San Isidro, Martín contempla sorprendido la escena que se ha emitido no hace mucho en la televisión de Miami: una mujer alta, obesa, con marcado acento venezolano, cuyo rostro no se alcanza a distinguir porque la cámara la enfoca prudentemente desde atrás, se pone de pie y me pregunta: —¿Cuál ha sido la relación que más te ha marcado en tu vida?

Respondo, aparentemente sin dudar:

—El gran amor de mi vida ha sido y es Sofía, la madre de mis hijas. Ya no vivo con ella, pero la sigo queriendo y la querré siempre.

La mujer venezolana se resiste a dejar el micrófono y a sentarse en la silla metálica que le lastima el trasero. Como ha llevado una botella de vino blanco y un pan de jamón que ella misma ha horneado para mí, se siente con derecho a preguntar: —¿Te gustaría volver con ella?

Respondo, aparentemente sin dudar (porque cuando hablo en televisión no suelo dudar o al menos eso aparento):

—Nunca digas nunca. Sofía es el gran amor de mi vida y lo será siempre.

El público, integrado por señoras cubanas y venezolanas de una cierta edad, aplaude, conmovido.

Pero Martín se siente traicionado. Sin pensarlo, coge el teléfono, furioso, me llama a Miami y me dice: —¿Así que Sofía es el gran amor de tu vida? Volvé con ella, si tanto la amás, boludo. No quiero verte más. Sos un mentiroso y un cobarde. No tenés los huevos de decir en televisión que sos puto y que tenés un novio. Y te hacés el machito sólo para que te aplaudan las viejas cubanas. Sos patético.

Martín corta el teléfono, enciende un porro y se queda llorando porque me quiere y me considera un mentiroso y un cobarde.

Yo no entiendo nada porque no sé que Martín acaba de ver ese video en YouTube (ni siquiera sé que ese video está en YouTube) y porque ya he olvidado aquella noche en que me sometí a las preguntas del público y dije esas cosas sobre Sofía. Como hago televisión todas las noches, y como me entrego a ella sólo por dinero, suelo olvidar las cosas que digo en mis programas con una muy conveniente facilidad.

Casi al mismo tiempo en que Martín ve el video y se molesta y entristece, Sofía, que está en el aeropuerto de Miami esperando un vuelo a Nueva York, entra a una tienda de libros y revistas y, curioseando, perdiendo el tiempo, ve el titular de una revista de chismes, que dice: «Jaime Baylys, sex símbolo gay.» Sofía hace entonces lo que sabe que no debería hacer: abre la revista, busca el artículo queme alude y lee, irritada, las cosas que allí se dicen, en las que no reconoce siquiera vagamente al hombre que amó años atrás. El reportero de esa revista de chismes me pregunta: —¿Estás enamorado?

Respondo, aparentemente sin dudar:

—Sí. Amo a Martín, mi chico argentino. Estamos juntos hace años.

El reportero insiste, porque para eso le pagan: —¿Martín es el gran amor de tu vida?

Respondo:

—Sí. Martín es el gran amor de mi vida.

El reportero elogia mi honestidad y recuerda que por eso me darán un premio en Miami, el premio a la «visibilidad gay».

Pero Sofía no se alegra por el premio, pues se siente traicionada por mis declaraciones. Furiosa, dolida (más dolida que furiosa), piensa: Qué ironía que elijan símbolo sexual a alguien tan poco sexual. Luego abre el celular, marca mi número y me dice:

—Mejor no vengas al aeropuerto. No tengo ganas de verte.

Sorprendido, camino al aeropuerto para acompañarla mientras dure la espera (porque el vuelo a Nueva York está demorado por mal tiempo), le pregunto: —¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Sofía responde secamente:

—Porque eres un símbolo sexual gay. Y porque el gran amor de tu vida es un hombre.

Luego corta el teléfono, se aleja de la gente y llora discretamente porque todavía me tiene cariño, a pesar de las cosas imprudentes que digo a veces en la prensa.

Yo no entiendo nada porque no he leído esa revista de chismes de Miami en la que me atribuyen aquellas declaraciones que en realidad nunca hice (pues el reportero decidió inventarse la entrevista con mucho cariño, dado que yo preferí no concedérsela).

Cuando regreso a casa, hago lo que suelo hacer cuando estoy abatido: me quito la ropa, me meto desnudo a la piscina y me quedo quieto, en silencio, mirando las nubes, los pájaros posados sobre los cables de luz, las lagartijas inquietas.

Organizo mi vida, mis trabajos, mis asuntos familiares, mis precarios compromisos de toda índole, alrededor de una idea capital, no negociable, que es el pilar de mi supervivencia: debo dormir por lo menos ocho horas y mejor si son diez.

Temeroso de que interrumpan esas horas sagradas, duermo con los teléfonos desconectados.

Sofía me ha dicho que es un acto innoble apagar los teléfonos por tantas horas, que alguien cercano a la familia podría morir y ella no tendría cómo darme la infausta noticia. Pero yo pienso, y así se lo he dicho, que si alguien muere —incluso si es ella— es mejor enterarme unas horas después, ya reposado.

He perdido todo interés en el amor y el sexo. Me resulta una fatiga seducir a alguien —un proceso laborioso en el que no puedo evitar mentir, simular ser alguien mejor de quien en verdad soy, encubrir el rasgo más conspicuo de mi carácter, la pereza— y más todavía vivir con esa persona y aceptar sus caprichos minúsculos. Ya lo intenté una vez, cuando estuve casado, y sé que el amor es un esfuerzo trabajoso y del todo innecesario.

Prefiero, cuando estoy urgido —lo que a mis cuarenta y tantos años es algo infrecuente—, aliviarme a solas, pensando en un cuerpo que se entrega y se somete a mis caprichos y luego se marcha sin decir palabra ni exigir nada. Por supuesto, es mejor entregarme a Martín, pero sólo lo veo unos días al mes, cuando voy a Buenos Aires o él viaja a Miami.

Trabajo pero detesto hacerlo y sólo lo hago animado por una secreta ilusión, la de reunir suficiente dinero como para no tener que trabajar más. No trabajo entonces con ganas, disfrutándolo, encontrando en ello alguna forma de dignidad o nobleza que me redima de mi abrumadora mediocridad. Trabajo resignadamente, porque no hay más remedio, porque oteo en el horizonte un premio todavía borroso: vivir sin trabajar, vivir de mis rentas, pasarme el día entero en una casa a solas, escribiendo y leyendo.

Estoy inscrito en un gimnasio. Tengo una credencial con mi fotografía. Cuando despierto de la siesta (porque aun cuando he dormido diez horas, intento también dormir la siesta, por si me hubiera faltado un tramo final en el único empeño al que me entrego trabajosamente: dormir), salgo y camino dos cuadras, la distancia que separa mi casa de ese gimnasio moderno, lleno de gente optimista (que me irrita) y estremecido por aquellos ritmos vocingleros que escupen los parlantes (que me irritan más aún). A veces llego a la puerta, echo una mirada pusilánime y decido no entrar, no contaminarme de esa vitalidad sudorosa, volver a casa arrastrando mi pereza, que es, a mis ojos, una manera de preservar la dignidad.

Viajo todas las semanas entre Miami, Lima y Buenos Aires. Podría parecer, por el ritmo vertiginoso en que me desplazo, que soy todo menos un haragán. Sería una percepción engañosa.

Lo hago porque, si bien es un esfuerzo no menor, me anima el deseo escondido de ahorrar suficiente dinero para no tener que trabajar ni viajar más, y sólo viajando ahora creo que podré llegar pronto a ese oasis de reposo absoluto que es, en mi mente adormecida, la idea más pura de la felicidad. Además, sé que en el avión, arrullado por el rumor de las turbinas y cubierto por tres mantas, dormiré con una profundidad que me resulta esquiva en tierra firme, en alguna de mis camas de paso. De modo que, cuando me dirijo a un aeropuerto, pienso esperanzado en las horas de sueño que encontraré en el avión, lo que en cierto modo mitiga el esfuerzo de salir de casa.

No quiero educarme, hablar otros idiomas o saber la historia de la humanidad. Antes leía ensayos, libros de historia, biografías políticas para saber quién gobernó de tal año a tal año, qué ideas políticas prevalecieron, quién ganó y quién perdió en la lucha perpetua por la gloria y el poder. Ahora nada de eso me interesa. No leo para aprender sino para obtener alguna forma de placer o goce. Por eso suelo leer novelas que cuenten las vidas de gente ordinaria como yo. Nunca intento seguir leyendo cuando se me entrecierran los ojos. No hay placer superior que el de evadirse de la realidad, no ya leyendo sino durmiendo y esperando con curiosidad las historias que viviré en mis sueños, en las que suelo ser un hombre seductor, aventurero, valiente, emprendedor, todo lo contrario de lo que soy en la vida misma.

Soy padre de dos hijas —que me fueron dadas por Sofía, que quiso hacer de mí un hombre laborioso y fracasó—, pero no intento educarlas o enseñarles nada o darles nociones de disciplina o rectitud moral, asuntos sobre los que no tengo la más vaga idea. Cuando estoy con ellas, trato de hacerlas reír haciendo bromas tontas —lo que no me cuesta ningún esfuerzo—, hablando en acentos pintorescos —especialmente como cubano—, simulando ser un idiota —algo que me sale natural-y dejando que háganlo que les dé la gana (aun si eso implica mentir o hacer trampa o fastidiar a alguien).

Veo con cierta perplejidad que una afición de mi primera juventud, la de ver partidos de fútbol por televisión, ha regresado a mi vida y se ha instalado en mi rutina con sorprendentes bríos. Salvo dormir, nada me interesa más que sentarme en un sillón reclinable a ver cualquier partido de fútbol, preferentemente de la liga argentina o española, pero también de las copas europeas o sudamericanas, del torneo inglés, italiano o chileno, o incluso, en mis momentos más abyectos —que me producen una sensación de repugnancia de ser quien soy: ese hombre fofo que mira una pelota—, partidos del dantesco campeonato peruano.

Quise ser político en mi juventud, pero ahora veo con horror la idea de servir a los demás cuando es tanto más razonable y gratificante servirse a uno mismo, dado que los demás siempre terminan enojados, insatisfechos y culpando de sus males a quienes han intentado servirles, y en cambio uno mismo, si aprende a servirse debidamente, suele quedar satisfecho, en paz, y sin deseos de que quien le ha servido, o sea, uno mismo, le dé explicaciones y vaya a la cárcel. Luego quise ser escritor —y quizá todavía estoy poseído por esa forma elegante de ejercitar la vanidad—, pero ahora pienso que sólo estoy dispuesto a seguir publicando ficciones de dudoso valor si nadie me obliga a defenderlas o explicarlas, a dar incontables entrevistas inútiles, a dejarme retratar, participar en congresos, foros o seminarios de los que sólo recuerdo la pueril vanidad de quienes allí se lisonjean o enemistan, a viajar en giras de promoción y ser esclavo mediático de la editorial.

Prefiero quedarme en casa, encender una de las tantas estufas —que, sin razón alguna, llamo «soplapollas»—, tumbarme en la cama con los teléfonos apagados y esperar el momento redentor del sueño, viendo cansinamente un partido de fútbol argentino, y maravillándome cuando una pierna se me mueve sola, como queriendo patear la pelota.

Llego a Buenos Aires un lunes que por suerte es feriado. Despunta el sol en el horizonte. Algo se inquieta felizmente en mí, saliendo del aeropuerto, al aspirar la primera bocanada de aire argentino.

Son las ocho de la mañana o poco más. El taxi deja atrás el paisaje boscoso, apenas difuminado por la niebla, y avanza sin interrupciones por la General Paz. Bendigo el feriado sin saber a qué o quién se lo debemos. Todos los meses, al llegar a esta ciudad que quiero inexplicablemente, pierdo hora y media en los descomunales atascos de aquella autopista, la General Paz, mientras leo los diarios hundido en el asiento trasero, pero esa mañana el remire avanza a cien kilómetros por hora, mientras el chofer y yo hablamos de fútbol, o mientras él habla de fútbol y yo lo escucho. Todos los lunes deberían ser feriados en honor a algún santo, algún héroe, algún rufián o alguna puta. Todos los lunes, sin excepción. Habría menos guerras y llegaría a casa de mejor humor.

He venido a Buenos Aires a ver el mundial de fútbol. Sé que no se juega en esta ciudad, pero yo quiero verlo acá, y no en Alemania, sentado como un demente frente al televisor, sufriendo, vociferando, vivando y maldiciendo, contagiado de la fiebre incurable que se apodera de casi todos los porteños, azuzado por la tropa itinerante de locutores y comentaristas argentinos que se desplazan insomnes por la geografía alemana, llevado a la euforia por tantos cánticos, banderas, estribillos y pancartas que se agitan en calles, autos y balcones de mi barrio de San Isidro, conmovido como un niño con sólo ver en la televisión las publicidades de cervezas, teléfonos móviles y electrodomésticos, que apelan con astucia, entre lluvias de papeles picados, al amor por lo argentino, ese raro sentimiento que habita en mí y que a menudo provoca burla y escarnio en mi país de origen, el Perú.

Son bien pocos los argentinos que no sucumben a ese hechizo. Martín, que detesta el fútbol en general y abomina los mundiales de fútbol en particular, ha viajado a Madrid para escapar de eso mismo que me ha traído a Buenos Aires: el frenesí bullanguero que invade las calles, la parálisis de la ciudad los días en que juega la selección, el eco glorioso de los gritos que la recorren y estremecen, y que no se hable de otra cosa que no sea el sueño de que la Argentina levante la copa por tercera vez. El fútbol, que es un acto de fe, ha producido ese feliz intercambio de nacionalidades: durante un mes, Martín es un apátrida en el exilio que desea la rápida eliminación de su país, y yo, un argentino por adopción, un argentino naturalizado (o desnaturalizado, según la moral con la que se me juzgue).

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