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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (2 page)

BOOK: El canalla sentimental
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No tengo una lavadora en casa. Podría comprarla, pero la pereza me lo impide. Si no consigo reunir energías para ir al supermercado (unos chinos encantadores me traen las cosas en bicicleta), menos podría ir a comprar una lavadora. Si algún día los chinos deciden traerme una lavadora en bicicleta, pagaré lo que me pidan. Mientras tanto, llevo la ropa a un lavadero cercano, el lavadero artesanal El Alquimista, de la calle 25 de Mayo.

El tipo del lavadero es gordo y hablantín y no oculta su gordura (pues lleva una musculosa blanca) ni su locuacidad (pues apenas me dejo ver en su local ya está contándome su vida). Lo que más le gusta contarme es el tiempo en que vivió en Italia. Se arrepiente de haber regresado a la Argentina. Dice que allá podía vivir bien, viajar de vez en cuando, levantarse minas. Acá está podrido, no le alcanza la plata para nada.

Le dejo el bolso colorado con la ropa sucia y espero a que me diga cuánto le debo. El tipo carga el bolso, lo pesa mentalmente y calcula de un modo irrebatible que son dos medidas, o sea, doce pesos. Luego deja el bolso y sigue contándome que algún día volverá a Italia y que está podrido del trabajo.

Más tarde, en la casa, mirando algún programa de televisión en el que sólo se habla de fútbol, pensando que quiero ver el mundial en Buenos Aires, recuerdo, angustiado, que dejé la plata escondida en una media. Salto de la cama, reviso el cuarto, no encuentro la media. Desesperado, revuelvo todo, pero no consigo dar con ella. Es obvio que la he dejado en el lavadero con la ropa sucia.

Salgo agitado y camino a toda prisa. Pienso: No soy tan astuto, en realidad soy un imbécil. El tipo del lavadero se sorprende al verme. «Todavía no está lo tuyo, recién se está secando», me dice.

Le pregunto si no encontró un fajo de dólares dentro de una media. Rascándose un brazo peludo, me dice que no. «Los dólares están dentro de una media», le digo, «¿podemos parar la secadora y mirar?» Me mira incrédulo y me pregunta si es mucha plata. Le digo el monto. Se lleva las manos a la cabeza. «Una fortuna», dice, mientras detiene la secadora. «Con esa plata me vuelvo a Italia.»

El tipo abre la secadora y va sacando la ropa húmeda. Me pasa una media tras otra. Meto la mano dentro de cada media mojada y compruebo que el dinero no está. Cuando me da la última media, ya sé, al verla, que no encontraré el dinero. «No hay más medias», me dice. Luego hunde la cabeza dentro de la secadora y busca alguna media extraviada, pero no hay más. «Fíjate en el bolso», me sugiere. Abro el maletín colorado, paso mi mano por dentro, pero tampoco hay nada.

El tipo me mira apenado y yo lo miro de vuelta, pensando que él se robó la plata para volver a Italia. Si me la robó, lo merezco por tonto, él sabrá usarla mejor, pienso. «No importa», le digo. «Ya aparecerá. Y si no aparece, alguien sabrá gastarla mejor que yo.» Sin preguntarme por qué diablos se me ocurrió meter tanto dinero en una media, me dice que no me dé por vencido, que siga buscando. Al salir, le digo: «Si la encuentras de milagro, te dejo la mitad.» Pero él me dice: «Estás loco, no te acepto nada, acá seguro que no está.»

Camino abatido. Sabía que podía ser un tonto y ésta es la confirmación definitiva. Me duelen los pies. Las muchas medias que llevo puestas me ajustan tanto que una de las uñas se ha encarnado, provocándome una herida.

Me detengo en un salón de belleza y pregunto si pueden hacerme una pedicure. Me atienden enseguida. La chica se llama Rosa. Mientras calienta el agua y ordena sus utensilios, me quito los zapatos de rebaja (que son tres tallas más grandes que la mía, porque sólo así puedo calzarlos con los pies tan recubiertos) y, con dificultad, me despojo de las medias polares que me ajustan tanto.

Entonces, ante los ojos asombrados de Rosita, me saco una media más y caen todos los dólares perdidos y recuerdo que en algún momento de la madrugada desperté con pesadillas, los pies helados, y caminé aturdido por la habitación y recogí del piso unas medias sucias y me las puse y luego seguí durmiendo. Y Rosita se ríe cuando le cuento todo, no lo puede creer, me dice que estoy loco, y yo cierro los ojos, ella masajeándome los pies, y pienso: Soy un idiota, pero tengo suerte.

Después paso por el lavadero y le doy la buena noticia al tipo gordo y hablantín y él se alegra y yo le regalo un billete, quizá para expiar la culpa de haberlo creído un ladrón, y entonces él me dice que ya le falta poco para comprarse un televisor en el que verá el mundial de fútbol, y yo le pregunto cuánto le falta, y él me lo dice sin timidez, y como no es mucho, le paso dos billetes más, porque siento que esos billetes me los ha regalado alguien y no me pertenecen del todo, y él se alegra tanto que me abraza, confundiéndome con sus olores recios, y me dice que tenemos que ver juntos el debut mundialista de Argentina en su televisor nuevo, acá en el lavadero.

Un magnate musical de Miami me llama por teléfono y me pide que vaya a visitarlo a su oficina.

Como no sé cantar ni tengo ganas de aprender, le pregunto de qué se trata, en qué está pensando.

Me dice:

—Te voy a proponer algo que te va a encantar.

Sólo le pido una condición: que nuestro encuentro sea después de las cinco de la tarde, para no perderme ningún partido del mundial de fútbol. Desde las nueve de la mañana, soy un rehén del televisor, un adicto a ese virus incurable que es el fútbol, una víctima de los relatos chillones de los locutores de Miami.

El magnate musical se ríe, me dice que no ve el mundial (lo que me inspira cierta desconfianza) y me cita a las seis de la tarde en su despacho.

Llegado el día de la reunión, no tengo que pensar mucho en lo que voy a ponerme, porque todos los días me pongo la misma ropa: un pantalón azul, una camiseta de mangas largas, un suéter de cachemira negra y un sacón de gamuza marrón. No parezco apropiadamente vestido para Miami.

Apenas llego a la oficina, una mansión frente al mar sosegado que sólo a veces crispan los huracanes, un asistente del magnate me saluda con cariño y me sorprende:

—Te voy a pedir que te quites los zapatos.

Quedo pasmado. Miro mis zapatos. No son nuevos o relucientes, ni siquiera son dignos o presentables: son unos zapatos viejos, gastados, manchados; unos zapatos comprados en liquidación, de marca innoble, roídos por el tiempo, la humedad, las muchas millas caminadas y la emanación de olores ásperos de mis pies peruanos.

Sorprendido, le pregunto por qué debo quitármelos. El asistente del magnate me responde:

—Porque a mi jefe no le gusta que entre la cochinada a su oficina.

—En ese caso, no debería recibirme —le digo, pero él no se ríe y me mira con seriedad de monaguillo.

Me veo obligado a quitarme mis viejos zapatos marrones, que me han llevado a tantas ciudades y con los cuales he dormido en tantas camas frías. Saltan entonces a la vista mis medias grises, polares, de lana pura, diseñadas para esquiar, compradas en una boutique de San Isidro; unas medias viejas y ahuecadas que, por suerte, cubren a otros dos pares de medias del mismo color y la misma textura, lo que de algún modo disimula los agujeros e impide que sobresalgan, juguetones, los dedos de mis pies.

El asistente del magnate echa una mirada sorprendida a esas medias invernales, se abstiene de hacer un comentario (aunque algo piensa al respecto, de eso no hay duda) y, obediente, se despoja de sus sandalias, quedando descalzo, listo para ver a su ascético jefe, el gurú de la música latina.

Subimos una escalera alfombrada. Nos recibe una secretaria muy linda que habla español. Nos conduce por un pasillo cuyas paredes están cubiertas de premios, fotos con celebridades, recortes halagadores, portadas de revistas. Está claro que la humildad no se aloja entre esas paredes.

El magnate de la música me recibe vestido todo de negro, los pies descalzos sobre una alfombra tan blanca e inmaculada que parece una capa de nieve. Nos abrazamos. Nos sentamos en unos sillones igualmente blancos, impolutos. El asistente permanece con nosotros. Nos halagamos mutuamente. Nos reímos de todo un poco. Somos gente de éxito. Somos muy listos. Somos estupendos. Estamos encantados de ser quienes somos. El asistente está encantado de ser asistente.

Es todo muy feliz. Es todo muy falso y vulgar.

El magnate me dice cuánto le costó esa mansión, cuánto le costaron los dos autos que tiene en la cochera, cuánto gana mensualmente con sus discos y regalías. Empequeñecido por la obscenidad de esos números, lo felicito, le digo que es un grande. Pero no le presto demasiada atención porque estoy mirando sus pies, unos pies cortos y regordetes, aunque menos que los de su asistente.

Luego se levanta, saca un disco, lo introduce en un equipo magnífico (que naturalmente me dice cuánto costó) y me pide que escuche con atención, porque se trata de su nuevo hallazgo, un cantante que va a ser una gran explosión en la música latina, el dios pagano al que las masas habrán de adorar. La música empieza a sonar. El magnate sube el volumen a tope. Los ritmos son odiosos; la voz, plañidera; las letras, cursis; todo suena predecible, repetido, falsete, bobalicón.

—Es una maravilla —grita el magnate.

—Un éxito seguro —lo secunda el asistente.

—Formidable —miento.

Pero yo sólo miro los pies del magnate y los de su asistente, que mueven sus dedos regordetes con obscena alegría tropical, siguiendo los acordes de esas notas musicales que han perpetrado con codicia. Y es una imagen difícil de olvidar: esa oficina atiborrada de premios, ese bullicio atroz que expulsan los parlantes, esos deditos optimistas de los pies que se mueven como bailando, aquella insoportable alegría de ser quienes somos.

Cuando termina la canción, el magnate me pide que entreviste en mi programa a ese cantante que ha descubierto y que será, no lo duda, la nueva estrella de la música latina. Le digo que encantado, que será un placer.

—¿No quieres quitarte las medias? —me pregunta.

—No, gracias, así estoy bien —respondo, temeroso de que se haya percatado de los huecos en mis calcetines.

—¿No tienes calor? —pregunta.

—No —le respondo—. Yo siempre tengo frío.

Luego pone otra canción al mismo volumen estruendoso y quiero salir corriendo de allí, pero me aguanto, sufro, me lleno de rencor, miento, elogio esa bullanga y me ofrezco a colaborar en lo que buenamente pueda.

El magnate me regala una copia del disco, me dice que me admira, me promete que me llamará pronto para ir a pasear en yate. Le digo que yo lo admiro más, que espero su llamada, que sería estupendo navegar juntos. Todo, por supuesto, es mentira.

El asistente sale de la oficina conmigo. Una recepcionista me devuelve mis zapatos, bastante asqueada. El asistente me pregunta: —¿Cuánto te costaron?

Le respondo, con orgullo:

—Veintinueve dólares, en liquidación.

—Un artista como tú no puede andar en esos zapatos —me dice, palmoteando mi espalda con cierta lástima—. Acá te dejo un obsequio —añade, y me entrega unas sandalias como las que lleva puestas.

—Gracias —le digo, fingiendo emoción.

Luego intento ponerme mis zapatos, pero él me sugiere que me ponga las sandalias. Nunca he sabido decir que no: para complacerlo, meto mis pies con tres pares de medias dentro de esas horribles sandalias. Me veo ridículo, al punto que el asistente me dice:

—Tienes que quitarte las medias. No puedes usar las sandalias con medias.

—Eso sí no voy a poder —le digo—. No quiero morirme de una neumonía.

El asistente me mira consternado, sin entender mi mal gusto para vestir. Me despido deprisa, subo a la camioneta y, mientras acelero con mis sandalias regaladas, siento ganas de huir de esa tarde falsa, de ser otro, de regresar a Buenos Aires. Tal vez por eso me detengo en una esquina, me quito las sandalias y las arrojo a la calle.

Llego al estudio de televisión, en un barrio al norte de Miami, y saludo a Guillermo, el guardia colombiano, en su uniforme color café y su sombrero de ala ancha. Bajo de la camioneta, saludo a los guardias afroamericanos, uniformados como la policía montada, y paso por el salón vip, donde suelen esperar los invitados al programa. Todavía no ha llegado nadie. Saco una banana y una barra de granola. De pronto, oigo unos ruidos extraños, como los de un animal rasguñando una pared o caminando en el techo. Pienso: Deben de ser gatos techeros o roedores que vienen por la comida.

Voy al cuarto de maquillaje. La Mora, una cubana encantadora que llegó en balsa y estuvo presa en Guantánamo, me maquilla con esmero, muy suavemente. Es lo mejor de salir en televisión: que alguien te acaricie el rostro con delicadeza, como ya nadie te lo acaricia en la vida misma, mientras te cuenta chismes envenenados sobre los famosos que conoció o dice haber conocido.

Poco después llega la invitada. Es una mujer bella y famosa. Es cantante y actriz. La acompaña un séquito de asistentes, peluqueros, publicistas y socorristas de asuntos ínfimos. Uno de ellos lleva varios vestidos como si llevara un tesoro incalculable. La diva elegirá, llegado el momento, cuál se pondrá esa noche en mi programa. Esa incertidumbre crea una tensión que se puede respirar en el aire. Uno podría preguntarse por qué la dama no eligió el vestido en su casa o en la suite del hotel.

La respuesta parece obvia: si alguien no le cargase los vestidos con tan conmovedora devoción, quizá no sería una diva o no lo parecería, que es tan importante como serlo.

Saludo a la bella dama. Le digo que la admiro mucho. Puede que esté exagerando. Ella me dice lo mismo. Sospecho que exagera también. Es la televisión. Todo es mentira. La naturaleza misma del encuentro es de una falsedad innegable. Ella y yo simularemos un considerable interés por la vida del otro, pero el propósito verdadero que anima el encuentro es uno bien distinto del afecto o la curiosidad periodística: el de ella, promocionarse, que la vean muchas personas, que compren su disco, y el mío, por supuesto, cobrar. Si no estuviéramos frente a las cámaras, si no me pagasen, ¿nos haría tanta ilusión conversar las mismas cosas en un café, a solas? ¿Nos diríamos tantas lisonjas y zalamerías? ¿Nos juraríamos un próximo encuentro a sabiendas de que nunca ocurrirá?

De cualquier modo, la invitada es un encanto y por eso no necesito recurrir a mis fatigadas dotes histriónicas para hacerle saber que me cae bien. Quizá podría tomar un café con ella y reírme sin fingir una sola risa.

Ahora estamos en el salón vip. Comemos cosas grasosas, a pesar de que también han servido abundante comida japonesa, a pedido de la diva o de sus representantes, quienes parecen más ávidos por comer y beber que su patrocinada. La diva y yo, masticando papas fritas, nos decimos mentiras dulces, convenientes. Persiste, inquietante, el ruido de algo que sólo podría ser un animal casi tan hambriento como las señoras publicistas de la diva. Poco después, ella, la bella dama en cuestión, la estrella de la noche, se enfrenta a la decisión crucial, lo único que de verdad parece preocuparle: qué vestido ponerse, con qué aretes acompañarlo, cuál sería entonces el matiz apropiado del colorete en sus labios. Sus áulicos y turiferarios esperan el momento con un comprensible estremecimiento. Algo, sin embargo, se interpone en el camino entre ella y sus vestidos relucientes (y sin asomo de arruga alguna).

BOOK: El canalla sentimental
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