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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (5 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Poco antes del partido, todavía somnoliento, visto mi recién comprada camiseta albiceleste con el número diez en la espalda, y salgo a la calle a comprar los diarios, frutas y bebidas. Hay poca gente en la avenida 25 de Mayo, y esa poca gente parece presurosa por llegar a casa. Walter, mi peluquero, se asoma a la puerta de su local y me pregunta si quiero entrar en una apuesta. Pago cinco pesos, le digo el marcador con que la Argentina ganará esa tarde y él lo apunta en un cuaderno. Al salir, camino bajo un sol rotundo, que no puede ser sino el presagio de la victoria.

De regreso al edificio, entro en el ascensor, cierro la puerta con dificultad, pues voy lastrado por las bolsas, corro la rejilla metálica y aprieto el número tres. Miro el reloj: faltan pocos minutos para que comience el partido. El ascensor sube apenas un par de segundos y, entre un piso y otro, se detiene bruscamente. Aprieto de nuevo el número tres. Descorro y cierro la rejilla. Aprieto el botón del primer piso. Aprieto todos los botones. Mis esfuerzos son inútiles. El ascensor está atascado. No se mueve. No sé cómo reanudar su marcha. Como no llevo conmigo un teléfono móvil, no me queda sino gritar, pedir auxilio al portero, pedir auxilio a algún vecino atento que me rescate del encierro. Pero nadie me oye, porque el partido ha comenzado ya, y mientras grito desesperado, todo el mundo grita desesperado en sus casas frente a televisores en los que, además, sumándose al coro vocinglero, gritan desesperados los locutores. Es un momento, pues, de muchos gritos y desesperación, siendo la mía, con seguridad, la peor de todas las desesperaciones que habitan en ese viejo edificio de la calle Sáenz Peña.

El ascensor es muy viejo, de un tamaño mezquino, pues no caben en él más de dos o tres personas adultas, y está alfombrado por una tela grisácea, ajena a cualquier tentativa de limpieza, y recubierto de espejos en las paredes e iluminado débilmente por un foco fluorescente que de pronto se apaga, sumiéndome en la penumbra inquietante del entrepiso.

Después de mucho gritar, golpear las paredes y maldecir mi suerte, resignado ya a que nadie oirá mis pedidos de socorro mientras dure el partido, me siento en la alfombra grisácea, color cielo de Lima, y me río o lloro pensando que he venido hasta Buenos Aires para ver un partido de fútbol por televisión, sólo para terminar encerrado en un ascensor a la hora misma del partido.

Cada Cierto tiempo, el eco distante de unos gritos no sé si jubilosos, que provienen de los departamentos o de la calle, llega al ascensor y mitiga, si acaso, la soledad de mi encierro. No sé si esos gritos son goles convertidos o goles errados o penales no cobrados o expulsiones injustas o jugadas gloriosas o qué. No lo sé ni puedo saberlo, porque este maldito ascensor de un metro cuadrado se ha quedado inmóvil en el momento más inoportuno de los últimos cuatro años de mi vida.

Cuando llevo casi media hora sentado en el ascensor a oscuras, tratando de descifrar los gritos del vecindario, y todavía llamando a gritos al maldito portero sordo, opera un milagro: oigo un portazo y enseguida el ascensor se encabrita, salta, despierta de su letargo y empieza a descender.

Sin que yo toque un botón, he bajado de vuelta al vestíbulo del edificio. Descorro la rejilla, libre por fin, y una anciana me espera con la puerta abierta, lista para subir.

—He estado encerrado media hora —le digo, a punto de echarme a llorar—. Gracias por salvarme.

—Es que no cerró bien la puerta —me dice ella—. Cuando la puerta no está bien cerrada, el ascensor se traba. A mí me pasó una vez.

—He gritado como un loco, pero nadie me escuchaba —le digo—. Todos están viendo el fútbol.

—El fútbol, claro —dice ella, con un leve gesto de contrariedad.

—¿Sabe cómo va el partido? —le pregunto, impaciente por subir la escalera y sentarme frente al televisor.

—No lo sé ni me interesa —dice ella—. Desde que murió mi marido, no se ve más fútbol en mi casa.

Luego entra en el ascensor y me invita a acompañarla.

—No, gracias, prefiero la escalera —me disculpo. Me hace adiós y cierra bien la puerta.

Ahora estoy subiendo la escalera. Se rompe una bolsa plástica. Caen y ruedan las bebidas y las frutas. Me detengo a recogerlas. Entonces un coro de voces eufóricas se funde en el aire de ese pasillo. No cabe duda de que la Argentina ha marcado un gol. Dejo las cosas tiradas, corro hasta el televisor y alcanzo a ver la repetición.

Estoy en Buenos Aires para celebrar el cumpleaños de Martín, que cumple veintinueve, trece menos que yo. Martín ha regresado de Madrid. Nos conocemos hace cinco años. Cuando estamos en confianza, dice que soy su marido. Yo prefiero decir que es mi chico y mi mejor amigo. No vivimos juntos, pero nos vemos con frecuencia y ocasionalmente permitimos que la amistad se desborde al territorio más peligroso de la intimidad.

Martín no quiere celebrar su cumpleaños. Sigue muy triste porque su hermana Candy tiene un cáncer particularmente vicioso. Le parece que no debe alegrarse por el mero hecho de estar vivo y ser testigo de cómo se acrecienta su edad (lo que, por otra parte, alega, no constituye mérito alguno). Sin embargo, tras mucho insistir, lo convenzo de organizar un almuerzo con sus mejores amigos en un hotel de la ciudad. Martín acepta porque ama ese hotel.

El día de su cumpleaños, no le regalo nada porque, entre tantos apuros, he olvidado comprarle algo. Martín me dice que no importa, que le da igual, pero se queda dolido y, aunque trata de disimularlo, tal vez piensa que es un descuido inaceptable, que debió recibir un regalo de mí, el hombre al que llama su marido.

Quizá en venganza por el desaire del que se siente víctima, me dice, cuando vamos rumbo al hotel, que debí recortarme los pelos de la nariz, que le resulta muy desagradable ver esos pelos que asoman, impertinentes, odiosos, por mis orificios nasales (unos orificios que, años atrás, cuando era joven, usé para aspirar un polvo que me hacía olvidar lo que ahora acepto con cierta serenidad: que estaba en mi destino conocer el amor en la forma de un hombre).

Detesto que me haga ese tipo de comentarios: «Qué asco, se te ven los pelos de la nariz»; «qué vergüenza, te has puesto la misma ropa de ayer»; «deberías cortarte el pelo, parecés futbolista con esa melena de villero». Me siento agredido. Pienso que exagera, que no es tan grave tener dos o tres pelos que me salen levemente de la nariz. Pienso decirle: «Yo odio que te maquilles para ir a comer con tus amigos, pero no te digo nada. Si te molesta que no me corte los pelos de la nariz, podrías tener la delicadeza de quedarte callado.» No digo nada, sin embargo, porque no quiero pelear. Es el cumpleaños de Martín. Quiero hacerlo feliz.

En algún momento, detengo el auto alquilado frente a una farmacia, bajo sin la menor brusquedad, compro una tijera para pelos de orejas y nariz, regreso al auto, bromeo con Martín (fingiendo que no me ha molestado la crítica a mi apariencia) y reanudo la marcha hacia el hotel.

Llegando al hotel, pasamos por la puerta giratoria (un momento que Martín adora porque le recuerda a las tardes en que su abuela lo llevaba a tomar el té) y voy al baño. Ahora estoy a solas frente al espejo. Soy un hombre fatigado, gordo, ojeroso. Saco la tijera de treinta pesos, hurgo delicadamente con ella en las cavidades estragadas de mi nariz y procuro eliminar los pelos que Martín encuentra repugnantes. La operación no es sencilla y por eso la ejecuto con extremo cuidado. De pronto, introduzco demasiado la tijera y me lastimo la nariz. Me duele. Grito:

«¡Mierda!» Estoy sangrando. Me echo agua en la nariz, la seco a duras penas, pero no dejo de sangrar. Sin pelos visibles en la nariz, pero sangrando levemente, regreso a la mesa donde mi chico me espera. Procuro disimular el percance, pero él no es tonto, advierte la herida en mi nariz, se siente culpable, me pide disculpas.

Me jacto de ser un hombre calmado y por eso finjo que todo está bien, pero en realidad estoy pensando que no me conviene tener una relación tan íntima con un hombre que se maquilla para salir y que me hace un escándalo cuando no me corto los pelos de la nariz.

Los amigos van llegando con regalos (libros, discos, ropa), los camareros descorchan botellas de champagne y la reunión se anima. Todos parecemos felices. Despliego mis encantos de buen anfitrión, simulo estar disfrutando de esa tarde lluviosa. Algo, sin embargo, me irrita en secreto: la nariz me sigue sangrando y un mosquito, uno de los tantos que han invadido la ciudad esos días de lluvia incesante, se posa sobre ella, al parecer atraído por el hilillo de sangre que cae del orificio derecho, y, aunque lo espanto, vuelve una y otra vez a chuparme aquella sangre tontamente derramada en nombre del amor. Desesperado, aplasto al mosquito, pero, al hacerlo, me lastimo de nuevo la nariz, que vuelve a sangrar, al punto que me obliga a regresar al baño, odiando en secreto a Martín.

Cuando vuelvo a la mesa, espanto a otros mosquitos, pido una copa de champagne y trato de contar historias divertidas.

De pronto, una mujer de mediana edad se acerca a la mesa y me saluda con una familiaridad que parece excesiva, pero que me veo obligado a disculpar, dado que me gano la vida en la televisión.

La mujer, que ha bebido y quizá por eso habla casi gritando, me dice que es mi fan, que me ama, que soy un ídolo, cosas que encuentro de un mal gusto atroz. Luego mira a Martín, que sufre en silencio porque detesta a la gente que me saluda ruidosamente, y me pregunta: —¿Es tu hijo?

Respondo:

—Sí, es mi hijo.

La mujer comenta:

—Se parece a vos. ¿Qué edad tiene?

Respondo:

—Veinte.

Martín tiene veintinueve, pero podría parecer de veinte gracias a su cara (maquillada) de bebé.

Encantado con esa conversación inverosímil, Martín me dice, con voz afectada de niño:

—Papi, ¿puedo pedir un helado de chocolate?

—Sí, hijo —le digo.

Luego, para vengarme de la mujer, le digo:

—Me parece que tenés un mosquito en la cara.

—¿Dónde? —pregunta ella, alarmada.

—Allí, debajo de la boca —le digo.

Ella se toca y dice, muy seria:

—No es un mosquito, es un lunar.

Le digo:

—Mil disculpas, cada día estoy más ciego.

Martín no puede más y suelta una risotada. La mujer se marcha, ofuscada. Miro a mi chico, me río con él y entonces olvido el incidente de la nariz, los pelos, la sangre y el mosquito y recuerdo la razón por la que estoy allí, por la que siempre vuelvo a esa ciudad: porque soy feliz cuando veo sonreír a ese hombre con cara de niño.

Cae la tarde del domingo y necesito tomar un jugo de naranja natural. Cuando digo natural quiero decir uno recién exprimido y no uno de esos esperpentos en caja que traen más preservantes que zumo y que, para un adicto al jugo como yo, son un fraude. Camino por las calles empedradas de San Isidro buscando ese jugo reparador pero, como es domingo, todo está cerrado, todo salvo la catedral, a la que no oso acercarme para no perturbar la paz de los fieles.

Al volver a casa, sediento y malhumorado, paso por la esquina de las calles Alem y Acassuso y noto que un árbol ha reverdecido, llenándose de mandarinas. Quedo maravillado, contemplando esas mandarinas grandes y apetitosas, y me entristece ver que un puñado de ellas, tras caer a la vereda, han sido aplastadas.

Sin perder tiempo, entro al departamento, saco una escoba y un bolso deportivo y le pido a Martín que me acompañe a recoger mandarinas.

—Ni en pedo —dice él—. Yo no voy a robar frutas como un cartonero.

—Nadie va a robar nada —me defiendo—. El árbol está en la calle. Alguien tiene que comerse las mandarinas.

—¿En serio pensás sacar las mandarinas con una escoba? —pregunta.

—Claro —respondo—. Y luego voy a hacerme un jugo delicioso.

—Estás mal de la cabeza, boludo.

Salgo con la escoba y el maletín. El portero me mira con un gesto de extrañeza. Quizá se pregunta: ¿Será limpiador de casas los domingos este peruano de mala reputación?

Poco después, me detengo frente al árbol, contemplo las mandarinas, imagino el jugo exquisito que darán y empiezo a golpearlas con la escoba, tratando de hacerlas caer. El asunto resulta más difícil de lo que imaginé, porque las mandarinas no se desprenden al primer golpe, pero me caen encima hojas, ramas y un polvillo que me hace estornudar, y cuando logro derribar una, a veces se parte en dos o rueda por la calle y la pisa un auto o vuela unos metros y cae a los pies de un peatón.

A pesar de las dificultades, consigo reunir diez o doce mandarinas, hasta que una mujer pasa a mi lado y se queda mirándome, mientras yo agito la escoba en busca de una mandarina más.

—Yo a vos te conozco de alguna parte —me dice. Sonrío haciéndome el despistado y no digo una palabra, confiado en que se irá.

—Pero ¿vos no sos el peruano de las entrevistas? —insiste.

—No, señora —digo—. Soy su hermano.

—Sí, se nota —dice ella—. Tu hermano, el de la televisión, es más flaco —añade—. Qué vergüenza estos peruanos, hay que ver el hambre que traen.

La mujer se marcha y yo sigo derribando mandarinas con un júbilo que no puedo explicar, como si de pronto hubiese vuelto a ser un niño tumbando higos en la casa de mis padres en Lima.

Todo se estropea cuando oigo la sirena. Para entonces ya tengo más de veinte mandarinas en el bolso. Un automóvil policial rompe el silencio de la tarde y se detiene a mi lado. Con la escoba en la mano, intento sonreír.

—Pero ¿qué hace? —me dice un policía, bajando del auto.

—Nada, oficial —respondo—. Sacando mandarinas para hacerme un jugo.

—No, no, no —dice él, frunciendo el ceño, cruzando los brazos sobre la panza prominente—.

Sacando mandarinas, no. Robando mandarinas, señor.

El otro policía mira con displicencia desde el asiento, mientras escucha el relato de un partido de fútbol.

—Pero ¿a quién le estoy robando, oficial? —me defiendo—. Si el árbol está en la calle, supongo que estas mandarinas las puede comer cualquiera, ¿no?

—Usted no es de acá, ¿verdad? —pregunta el policía, con una mirada condescendiente.

—No —digo.

—¿De dónde es?

—Peruano —digo.

—Peruano, claro —dice él—. Mire, señor, le voy a explicar —continúa—. Este árbol pertenece a la intendencia de San Isidro. Estas frutas también. Usted está robándole al partido de San Isidro.

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