Read El canalla sentimental Online

Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (10 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Estoy en Lima pasando las fiestas de fin de año con Sofía y mis hijas. Un amigo me pide que le regale mi última novela. No tengo conmigo un solo ejemplar. Voy a una librería para comprar mi novela. Llevo prisa, ¿quién no lleva prisa estos días? Me paso un semáforo en rojo, ¿cuántos me habré pasado en Lima? Es probable, haciendo bien las cuentas, que, a lo largo de mi vida vehicular limeña, me haya pasado más semáforos en rojo que en verde. Nunca ocurre nada, no soy un conductor demasiado atípico en esta ciudad, pero esta vez, para mi desgracia, aparece de una esquina un auto de la policía, hace ulular la sirena y me obliga a detenerme. Estoy en falta: me he pasado un semáforo en rojo a mediodía y no llevo mi licencia de conducir, porque me la robaron hace pocos días, junto con mi billetera, en la presentación de mi última novela en el parque de Miraflores, así que, sabiéndome culpable, espero con aplomo. Se acerca a paso lento un policía de mediana edad, con uniforme verde y gorra. Le extiendo la mano. «Mil disculpas, oficial», le digo.

Me mira y no tarda en reconocerme. «Jaimito, hermano, qué gusto», dice, sonriendo. Luego añade:

«Hoy es mi día de suerte, con lo que me gané contigo ya me hiciste la Navidad.» Sonrío y digo, obediente: «Suerte la mía, oficial.» No le digo «jefe», como mi madre solía llamar a los policías que la detenían, le digo «oficial». El policía saca un walkie-talkie y dice: «Palomino, ven, apúrate, estoy acá con el Niño Terrible, que nos va a hacer la Navidad.» En cosa de segundos aparece otro agente, también de verde, algo subido de peso, con una gran sonrisa, y me da la mano y, lejos de recriminarme algo o aludir a mi infracción, dice, jubiloso: «Nos ganamos, Jaimito.» En ese momento pienso recurrir a la vieja fórmula del conductor en aprietos: «¿Cómo podríamos hacer para arreglar esto amigablemente, caballeros?» Pero uno de ellos se adelanta y va al grano: «Bueno, Jaimito, como estamos en Navidad y hay que comprar panetones, esto te va a salir a cincuenta soles nomás.» Sonrío agradecido y pregunto: «¿Cincuenta los dos o cincuenta cada uno?» El más gordito se ríe y dice: «Cincuenta para los dos no alcanza, Jaimito. Es Navidad. No te pases.» Me apresuro en darle la razón: «Cómo no, encantado, cincuenta por cabeza.» Saco la billetera y, por las dudas, pregunto: «¿Cómo les paso la plata?» Palomino zanja la cuestión: «Así nomás, Jaimito, al natural, no seas tímido.» Extienden sus manos pedigüeñas, de leales servidores de la ley, y se llevan sus billetes bien merecidos. «Gracias, muchachos, feliz Navidad», les digo. «Oye, Jaimito, bájate un autógrafo, pues», me dice uno de ellos. «Pero con todo gusto, oficial», le digo. Saca un cuaderno y un lapicero, me los entrega y dice: «Fírmame dos. Uno para Shirley Marlene y otro para Britney Emmanuel.» Mientras escribo los nombres, pregunto: «¿Quiénes son Shirley y Britney?» El policía responde: «Mis hijas, Jaimito. Una de dos años, la otra de cuatro meses.» Le digo: «Felicitaciones, qué suerte la tuya.» El oficial añade: «Una bendición del Señor.» Luego el otro policía me pide dos autógrafos para él: «Uno para Gloria, otro para Magaly.» «Encantado», le digo. «¿Son tus hijas?»

«No, no, Gloria es mi señora y Magaly, mi querida», responde. «Caramba, buen provecho», le digo, y él se ríe con orgullo. Luego nos despedimos con un apretón de manos y el segundo oficial, el de la querida, se anima: «Jaimito, ¿no tendrás un sencillo extra? Porque con lo que me has dado, sólo me alcanza para mi señora, pero a mi querida también tengo que llevarle su panetón y su champancito, hermano, y con cincuenta soles sólo alcanza para una.» Saco la billetera, le doy algo más y le digo:

«Suerte a tus chicas, que la pasen bien.» «Muchas gracias, Jaimito, bien comprensivo eres», me dice. «Felices fiestas, muchachos», les digo. «Suerte, Jaimito», me dicen, con una sonrisa amable, agradecida. Luego dan unos pasos, alejándose, pero el más gordito regresa y me dice: «Oye, Jaimito, ¿es verdad eso que dicen?» Me hago el tonto: «¿Qué dicen?» Insiste: «Eso, pues, Jaimito, que pateas con los dos pies.» Y se va riéndose de su atrevimiento, de su ocurrencia, y yo pienso que la policía peruana es la más amigable y servicial del mundo y que no hay mejor ciudad para pasarse una luz roja que Lima, la ciudad en la que nací y seguramente moriré pasándome una luz roja.

He venido con mis hijas a pasar mis vacaciones en una casa en las afueras de Buenos Aires. Un día hace un calor delicioso, al otro día no para de llover. Las niñas se pelean por los juegos de la computadora, por la cama más cómoda, por los programas que quieren ver en televisión, por los turnos para ir adelante en la camioneta. Es normal. Las hermanas siempre se pelean, supongo que es incluso saludable que se peleen. Trato de resolver los conflictos de algún modo justo, pero siempre es inútil y acabo pensando que lo natural es que las hermanas se lleven mal y que lo raro es que no peleen, que no compitan, que no se tengan celos. Sofía nos visita unos días. Hacía tiempo que no estábamos los cuatro solos en una casa, sin intromisiones de su familia, sin ayuda doméstica, sin que suene el teléfono a cada momento. Es bueno sentir que el amor que nos unió y nos dio dos hijas no se ha perdido del todo y que ahora nos queremos de un modo distinto, más sereno y cuidadoso.

No hablamos de ciertos asuntos de nuestra intimidad, no aludos en modo alguno a nuestras vidas amorosas, evitamos esos temas espinosos que duelen un poco. Sofía se va de compras con las niñas a un centro comercial. Yo me abstengo de acompañarlas. La idea misma de unas vacaciones me parece reñida con la costumbre extenuante de ir de compras. Por lo demás, no necesitamos nada, no tenemos que comprar nada, lo único que me interesa comprar son días así, de absoluto silencio, reposo y libertad, y por eso escapo de las visitas depredadoras a los centros comerciales. Me quedo tendido en la terraza, frente a la piscina, escuchando música, leyendo periódicos, revistas, novelas de los amigos y enemigos. El sol desciende con una crueldad minuciosa y por eso permanezco en la sombra, mirando mi barriga prominente, pensando en que debo volver al gimnasio, comer menos, comer más frutas, suprimir los dulces, salir a correr, pero sabiendo de un modo oscuro y rotundo que todo eso es mentira, que esta barriga plácida no declinará, que me acompañará hasta el último de mis días y muy probablemente se hinchará más. No me alarma. Tengo cuarenta y tantos años y he perdido todo interés en las conquistas amorosas y las escapadas sexuales. Los placeres del sexo, por lo demás, están sobreestimados. Un día como hoy, de silencio y culto a la pereza, de arresto domiciliario a voluntad, puede procurar unos placeres mejores o más prolongados que los del sexo.

Nadie te enseña eso cuando eres joven: que si duermes mucho y te quedas leyendo, mirando, pensando, evitando toda forma de contacto humano, toda forma de comercio verbal, encontrarás, con suerte, el equilibrio perdido. Tumbado en la sombra, contemplando a lo lejos el agua quieta de la piscina, advierto que unos insectos han caído al agua y pugnan por sobrevivir. Apenas entro en la piscina, veo que son unos grillos y voy sacándolos uno a uno con la mano para luego arrojarlos al césped. Salgo del agua y, mientras me seco en la sombra, veo con perplejidad que esos grillos que acabo de salvar vuelven, autistas, porfiados, a dar saltos hasta caer en las mismas aguas de las que los he rescatado. No comprendo ese tesón autodestructivo. Quizá huyen del calor sin saber que se arrojan a una muerte segura, quizá los rayos de sol que reverberan en la piscina los hechizan de un modo irresistible, quizá están fatigados y quieren morir. Son diez, doce grillos que saltan de nuevo a la piscina. Todas las mañanas encuentro en ella un número de insectos —arañas, escarabajos, cucarachas, luciérnagas, grillos-que han muerto ahogados durante la noche. Vuelvo a la piscina y saco de nuevo a los grillos y los echo al pasto. Espero que no insistan en saltar a la muerte. Vana esperanza la mía: poco después, uno de ellos, quizá el líder o el guía, da unos brincos y se arroja al agua, seguido por unos diez o doce grillos bonaerenses de claro ánimo suicida. Esta vez no los rescataré. He comprendido que son grillos suicidas y que su voluntad debe ser respetada. Mis hijas y Sofía regresan cargando bolsos y me enseñan con una euforia que les envidio las cosas que han comprado y se las prueban y se miran en el espejo y celebran sin decirlo, sólo mirándose, lo bien que se ven, lo lindas que son. Me piden que las lleve a tomar el té a un hotel. Les digo que mejor no, que queda muy lejos, que no conviene salir de casa. Hay que saber estarse quietos. Como saben que cultivo todas las formas de la pereza, no insisten, se ponen bañadores y se tiran a la piscina.

Luego se divierten salvando a los grillos, al tiempo que me reprochan por no haberme ocupado de esa tarea. No les digo que pertenecen a una secta suicida: espero a que ellas lo descubran. Pero, curiosamente, los grillos rescatados por mis hijas no vuelven a saltar y se alejan de las aguas. Quizá no querían morir, sólo darse un baño refrescante. O quizá querían tanto darse un baño que no les importaba morir. Más tarde, mis hijas y Sofía me convencen de llevarlas al hotel. Mirándolas a las tres, tan sorprendentemente bellas y graciosas tomando el té, me digo en silencio que es un momento de extrema felicidad que no olvidaré. De vuelta a la casa, con la luz naranja del atardecer, encontramos a los grillos muertos en la piscina.

Sofía parte al aeropuerto. Me quedo solo con las niñas. Horas más tarde, nos llama del aeropuerto y nos dice que el vuelo está demorado. Entretanto, ha venido a visitarnos Martín. Sofía no lo conoce, no quiere conocerlo, dice que es una mala persona, que no quiere a nuestras hijas. Martín entra en el cuarto de huéspedes, se pone traje de baño y viene a la piscina con nosotros. Las niñas juegan encantadas con él. Le tienen cariño, saben que su madre no lo quiere, pero ellas lo quieren de todos modos, saben que él escribió una novela escandalosa y les da igual, les parece divertido. Más tarde, Martín se va a nuestro departamento en el centro de San Isidro. Cuando ya es de noche, suena el timbre de la casa. Es Sofía. La recibimos con cariño. Su vuelo se canceló. La aerolínea le ofreció pagarle un hotel, pero ella, con buen criterio, prefirió volver con nosotros. Partirá al día siguiente, de madrugada. Apenas tiene seis o siete horas para descansar. Cenamos juntos. Vemos algo de televisión. A las cinco de la mañana, suena la alarma y voy a despertarla para que no pierda el vuelo. La encuentro despierta. Me mira furiosa. Me enseña un calzoncillo gris. Me dice: «¿Qué es esto?» Sorprendido, le digo: «Creo que es un calzoncillo.» Me dice: «¿De quién es?» Le digo:

«Supongo que es mío.» Me dice: «No es tuyo, no mientas, es muy chico, no te queda.» Le digo, sabiendo que miento: «Es mío.» Me dice: «Pruébatelo.» Le digo: «Por favor, no es para tanto.» Me dice: «Pruébatelo.» Me lo pruebo. No me queda. Es muy chico. Es obvio que no es mío. Es obvio que es de mi amante. Me dice: «Es una falta de respeto que tu amiguito deje sus calzoncillos en esta casa, donde hay niñas.» Le digo: «No es para tanto, se cambió acá, se puso ropa de baño, se los olvidó.» Me dice: «No me mientas, no te creo, tú sabes por qué están acá estos calzoncillos.» Le digo: «No lo sé, no sé qué estás pensando.» Tira los calzoncillos a la alfombra y dice: «Debería darte vergüenza.» Luego añade, el gesto crispado, la voz afilada: «Y dile a tu amiguito que no quiero que mis hijas le vean los calzoncillos.» Poco después, se va molesta al aeropuerto. La abrazo, pero está molesta, no me ha perdonado el incidente de los calzoncillos. A la mañana siguiente, regresa Martín. Le cuento el incidente, se siente fatal, me pide disculpas. Las niñas se ríen en la piscina. Leo mis correos electrónicos. Suena el teléfono. Me acerco desganado. Es una periodista uruguaya que quiere entrevistarme. Me dice que me ha llamado muchas veces a Miami y Buenos Aires, me ruega que la atienda diez minutos, me dice que tiene que cerrar la revista esa tarde. Me resigno, le ruego que sean diez minutos y no más. Digo las mismas cosas de siempre. De pronto, veo a Martín corriendo por el jardín, con un bolso en la mano. Sale de la casa bruscamente. Dejo el teléfono, salgo detrás de él, lo llamo a gritos, no contesta. No entiendo por qué se ha ido así. Apenas termino la entrevista, lo llamo al celular. No contesta. Pienso que tal vez su madre o su hermana han tenido un accidente. Les pregunto a las niñas si saben por qué se fue así, tan violentamente. Me dicen que no lo saben. Voy a la computadora. Encuentro sobre el teclado un papel que dice:

«Traidor.» Recién entonces comprendo todo. Martín ha leído mis correos mientras yo estaba en el teléfono. Ha leído un correo de un actor chileno que me dice que soñó conmigo, soñó que hacíamos una película y nos reíamos mucho. No es un correo sexual, es sólo amistoso, cómplice, juguetón.

Pero Martín sabe que ese actor me gusta y que tengo ganas de verlo pronto, lo sabe porque lo conocí en una fiesta en Santiago a la que él también asistió. Vuelvo a llamarlo al celular. No contesta. Voy a la piscina. Les digo a las niñas que Martín se fue porque su madre se sintió mal, pero que no es nada grave, que ya volverá más tarde o mañana. Sofía y Martín se han marchado furiosos de esta casa, acusándome de pequeños crímenes domésticos. Me quedo solo con las niñas.

Trato de reírme con ellas en la piscina, pero no es fácil. Las niñas, sin embargo, consiguen hacerme reír.

Es invierno en Madrid. La noche está helada, cae nieve en las afueras de la ciudad. Enciendo la calefacción. De las rendijas sale aire frío. Me quejo con la recepción. Les digo que no puedo dormir, que tengo los pies helados. Me dicen que la calefacción central del hotel no está prendida porque están ahorrando energía. Les pido que la enciendan. No pueden o no quieren o no es culpa de ellos, sino del gerente, que no está porque el gerente nunca está. Duermo fatal. Tengo pesadillas.

Amanezco resfriado. Me arde la garganta. A duras penas puedo hablar, y por desgracia tengo que hablar mucho, lo que ya es un fastidio, y además tengo que hablar de mí mismo, lo que ya es insoportable para todos. La noche siguiente, llamo a un empleado del hotel y le ruego que me consiga una estufa. Me dice que no tienen estufas, que es muy peligroso porque el hotel puede incendiarse, ya han tenido percances con otros huéspedes. Le ofrezco una buena propina. Diez minutos después, me trae una vieja estufa blanca. La enciendo frente a mis pies. Duermo algo mejor. Al amanecer, todavía muy resfriado, salgo de viaje. Escondo la vieja estufa en mi maleta. Voy de ciudad en ciudad española con la estufa robada. En todos los hoteles, la calefacción no funciona, están ahorrando energía, no importa si los huéspedes como yo se congelan de noche, lo importante es ahorrar o al menos eso es lo que ha decidido el gerente, que por supuesto no está. Enciendo mi estufa robada y sobrevivo a duras penas. Durante un mes o poco menos, subo y bajo de aviones, de trenes, de autocares y taxis, cargando un bolso con la estufa robada. En ciertos aeropuertos, cuando la detectan en los rayos X, me preguntan por qué llevo una estufa y digo: «Porque tengo frío, porque siempre tengo frío.» Un mes después llego a México. Naturalmente, tengo frío. Trato de enchufar la estufa robada, pero no puedo dormir porque es otro tipo de enchufe. Pido un adaptador. No tienen.

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