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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (31 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Debí decirle que ese dinero había sido una contribución desinteresada y que no tenía que devolverme nada. Pero, como estaba ofuscado con él, le escribí diciéndole que me parecía justo que me devolviese la mitad de lo que le había pagado a su abogado y que debía entregarle esa suma a Sofía.

A los pocos días, me escribió diciéndome que mi madre no estaba de acuerdo con lo que yo había pedido, pues ella pensaba que los honorarios del abogado no habían sido un préstamo sino una contribución generosa de mi parte y por lo tanto no cabía que me devolvieran nada. Aunque no me lo dijo (y eché de menos que lo dijera), pareció que él estaba de acuerdo con ella. Desde entonces, y hasta los días previos a su muerte, dejamos de hablarnos.

Ahora creo que fue una mezquindad pedirle que le diese a Sofía la mitad de lo que yo le había pagado a su abogado. No necesitaba ese dinero, como no lo necesitaba cuando lo sacaba de su billetera antes de ir al colegio. Sólo quería que, en ese largo forcejeo de orgullos y vanidades que fue nuestra historia, él, por una vez, cediera ante mí.

Tres días antes de morir, en la cama de una clínica, mi padre pidió un helado. Bajé a comprárselo y lo llevé a su cama. Mientras lo saboreaba lentamente, me miró con cariño y me preguntó: «¿Te debo algo?» No me debía nada, por supuesto. Era yo quien le debía el abrazo que nunca pude darle.

Un tal Gonzalo Brignone me escribe un correo electrónico que dice: «Sólo necesito que me expliques hasta dónde llegó tu relación con mi mujer. Espero honestidad de tu parte por respeto a mis hijos.»

No sé quién es Gonzalo Brignone. No lo conozco. Si lo conocí, no lo recuerdo. No sé quién es su mujer. Si la conocí, tampoco la recuerdo. Si no los conozco o no los recuerdo, mi relación con la mujer de Gonzalo Brignone no existió, salvo en la imaginación afiebrada de Gonzalo Brignone, o si existió no llegó a ninguna parte, o a ninguna de las partes que, envenenado por los celos y el rencor, imagina el pobre Gonzalo Brignone.

Por la dirección de su correo electrónico, puedo suponer que Gonzalo Brignone es chileno, aunque podría no serlo o podría incluso no llamarse así.

Como no sé quién es Gonzalo Brignone ni a qué mujer alude, y como parece penoso que invoque a sus hijos para investigar la conducta íntima de su mujer, y como además parece abusivo que me escriba sin conocerme pidiéndome una confesión sobre mi vida sexual o mis supuestos amores furtivos, decido no escribirle.

Pero Gonzalo Brignone está poseído por la fiebre de los celos, esa enfermedad miserable y humana, que suele ensañarse con los más débiles, y no quiere o no puede tolerar mi silencio. Por eso vuelve a escribirme en ese tono seco y agresivo que es el suyo: «Explícame esto. Esto me sorprende dado [sic] tu condición de homosexual o bisexual. ¿Tuviste sexo con mi mujer? Espero tu respuesta.» Luego reproduce dos correos: uno que me escribió Francisca Costamagna, su mujer, y otro que yo le escribí a Francisca. Al leerlos, descubro por fin quién es la mujer de Gonzalo Brignone, la mujer que él sospecha que se acostó conmigo. La conocí hace años en Santiago de Chile. Trabajaba en televisión. Era simpática, ocurrente, un poco loca. Quería escribir un libro de cuentos. Me había leído. Le di mi correo electrónico. Me escribió.

Gonzalo Brignone copia uno de esos correos que me escribió Francisca, su mujer: «Mi entrañable y más querido guapo: El embarazo me tiene invernando. No voy a lugares de moda y cada día me da más pereza aparecer en la tele. El matrimonio como siempre en altos y bajos. A veces pienso que mi marido es un ángel por su paciencia. Créeme que a veces no le hablo, le ladro.

»No porque no lo quiera, sino porque soy mañosa y lo reconozco. Pero lo extraño de esta relación es que cuando me siento enamorada, con ganas de tirar rico, es él quien se aleja, se abstrae. Pero cuando yo me alejo, no quiero estar con él y me cae realmente mal, anda baboso detrás de mí. El mundo anda al revés y, al parecer, estoy condenada a una relación inestable. Ahora te toca a ti. Dónde estás, cuándo vienes, qué escribes y cuánto me quieres. Te extraño mucho, muchos besos, Fran.»

Enseguida Gonzalo Brignone copia un correo que le escribí a su mujer: «Mi niña: Estoy en Lima. Llegué esta madrugada con mis hijas y regreso esta noche a Miami porque quiero seguir con la novela. Hace un mes que no escribo y eso me inquieta. Ando medio aturdido por el viaje, pero sólo quiero decirte que te quiero. Besos.»

Gonzalo Brignone cree o quiere creer que su mujer y yo fuimos amantes y esos dos correos le sirven como prueba. Su mujer me dice «mi más querido guapo» y «dime cuánto me quieres». Yo le digo «mi niña» y «te quiero». Estoy condenado. Gonzalo Brignone ha espiado los correos de su mujer (quién podría reprocharle esa humana debilidad) y parece convencido de que su mujer lo engañó conmigo.

Aunque sé que sería mejor no escribirle y mantenerme al margen de esa triste querella doméstica, le escribo: «Estimado Gonzalo: Lamento el tono y la urgencia de tus correos porque supongo que estás pasándola mal. Sólo una persona que ama con desesperación (como a veces inevitablemente es el amor) haría lo que has hecho tú, que es escribirme con una aspereza innecesaria, pidiéndome unas explicaciones que no tendría por qué darte, pero que elijo darte porque no quiero que sufras más de lo que en apariencia ya estás sufriendo. No, nunca tuve ninguna aventura sexual con Francisca. Fuimos brevemente amigos de escribirnos mails cariñosos, nada más que eso. Creo que no debiste escribirme en ese tono tan violento, pero no pasa nada, el amor es así y uno hace locuras a veces. Te deseo lo mejor. Espero que encuentres serenidad y sabiduría para comprender y perdonar los defectos de los otros, que a veces son más pequeños que los nuestros. Que pase el mal momento. Abrazos.»

Pensé que Gonzalo Brignone me agradecería por escribirle unas líneas amables que bien podría haberme ahorrado. Me equivoqué. No tardó en escribirme: «Creo que actuaste de forma justa al responderme. De todas formas obras mal al aprovecharte de tu fama haciéndote dueño de la debilidad de algunos. Sacas lucro de esto sin medir los daños para familias e hijos que no tienen por qué vivir la inmundicia de mundo en el cual te manejas. Quizá para ti son actos furtivos sin mayor importancia pero para el resto es la vida. Mídelos porque tarde o temprano alguien te pasará una cuenta muy cara que no podrás pagar. Espero nunca más ni yo ni Francisca sepamos de ti.»

Ofuscado porque su respuesta me confirmó que no debí responderle, le escribí: «Me dices que mi vida es "una inmundicia". En efecto, lo es. Nunca limpio las casas en las que vivo. Si algún día quieres ayudarme a limpiar la inmundicia que me rodea, prometo comprar dos escobas, una para ti y otra para mí. Te espero con todo mi cariño y mi inmundicia.»

Por fortuna, Gonzalo Brignone no volvió a escribirme. Pero Francisca, su mujer, que no me había escrito en años, me sorprendió: «Disculpa el malentendido. Me avergüenza, sobre todo al tener la certeza de que nuestros mails fueron sólo de cariño, e incluso más mío que tuyo. Además, hace tantos años que no sé de ti. Como te podrás imaginar las cosas por mi lado no andan tan bien como me gustaría y tú no tienes nada que ver en este baile. En fin, te pido disculpas nuevamente.»

No pude evitar la tentación de amonestar a Francisca. Por eso le escribí: «No te preocupes, no es culpa tuya. Pero una persona inteligente, o cuando menos bondadosa, no escribiría las cosas que este pobre hombre me escribió. Puedo entender los celos, pero no la estupidez. Lo siento por ti. Besos, todo lo mejor.»

Francisca me escribió de vuelta: «Nuevamente me avergüenza todo esto. La verdad es que él perdió la perspectiva de las cosas. Nadie tiene derecho a referirse de esa manera a tu persona. Te pido disculpas.»

Gonzalo Brignone no ha vuelto a escribirme. Es una lástima. Mi vida es todavía más inmunda cuando él no me escribe.

Mi madre no sabe que tengo un novio hace años. No sabe que amo a Martín. No lo sabe porque no se lo he contado y porque no me lo ha preguntado. No se lo he contado porque no quiero causarle un disgusto más. No me lo ha preguntado porque no quiere hablar de ciertas cosas que le duelen. No lo sabe porque tal vez prefiere no saberlo.

Sofía no sabe que tengo un novio o se hace la que no sabe. Tal vez lo sabe pero no me lo pregunta porque prefiere no hablar de eso. Es una pena porque creo que ella y Martín podrían llevarse bien si no fuera porque yo estoy en el medio envenenando las cosas.

Mis hijas conocen a Martín pero no saben que es mi novio, creen que es mi mejor amigo. No les he contado que mi mejor amigo es también mi mejor amante, o que es mi mejor amigo debido principalmente, si no exclusivamente, a que el mejor amante, de modo que mi amistad por él resulta siendo del todo interesada. No sé si conviene decirles todo eso a mis hijas. Les he contado que me gustan las mujeres y también los hombres, pero creo que ellas no me hacen mucho caso y piensan que soy un poco loco o un poco tonto o ambas cosas a la vez y que nada de lo que les diga debe ser tomado en serio. Me da miedo que algún día me reprochen que no les dijera a tiempo que mi mejor amigo, a quien ellas tanto aprecian, es también mi mejor amante.

Martín no sabe que soy feliz cuando estoy con él pero que también soy feliz cuando no estoy con él, aunque tal vez sea injusto asociar la felicidad con él, porque mi felicidad depende principalmente, si no exclusivamente, de lo bien o mal que he dormido, es decir, de si he tomado o no la pastilla para dormir que me recetó el siquiatra, que es por consiguiente la pastilla de la felicidad. No sabe que yo sé que él también es feliz cuando no está conmigo, cuando me dice que me extraña y a la vez disfruta de mi ausencia. No sabe que tengo miedo de irme a vivir con él pero más miedo tengo de perderlo y de que él se vaya a vivir con otro hombre que lo ame mejor que yo.

No sabe que mis sueños eróticos son extrañamente con mujeres y que a veces todavía tengo ganas de acostarme con una mujer. No sabe que puedo ser toda una mujer con él y todo un hombre con una mujer. No sabe o no cree que puedo disfrutar de ambos ejercicios amatorios, aunque nunca tanto como con él. No sabe que a veces me escribo con mujeres y les prometo citas furtivas y caricias ardientes y que no llego ni llegaré nunca a esas citas porque tengo miedo de no estar a la altura de las expectativas, tengo miedo de defraudarlas, de no ser todo lo hombre que ellas creen que soy, todo lo hombre que, contra toda evidencia, obstinadamente, todavía creo que soy.

Mi madre no sabe cuánta plata tengo en el banco y no le importa porque nunca le importó la plata y por eso la quiero tanto. Sofía tampoco lo sabe o lo sabe sólo a medias y tiene la fineza de no preguntármelo porque ante todo es una dama y por eso la quiero tanto. Martín lo sabe vagamente pero no me lo pregunta porque tiene muy buenos modales y ante todo es una dama y por eso lo amo tanto. Sabe, sin embargo, que si muero repentinamente, como le he dicho que voy a morir, no podré dejarle nada porque he escrito en mi testamento que todo será para mis hijas. Me conmueve que me diga que así está bien, que todo lo poco que tengo, que no lo he ganado trabajando sino fingiendo que trabajo (lo que no deja de ser un trabajo, la trabajosa simulación de un trabajo), debo dejárselo a mis hijas, en compensación por la considerable dificultad que debe de entrañar la ardua tarea de ser mis hijas.

Mi amiga Blanca, que está en Madrid, no sabe cuánto la deseo. No se lo digo porque tiene novio y porque soy un cobarde y no quiero que su novio me dé una paliza. Cree que le escribo porque la quiero como amiga. Siendo eso verdad, que la quiero como amiga, también lo es que la deseo, que sueño con ella, que a menudo me encuentro pensando que tal vez con ella podría ser el hombre a medias que todavía no me he atrevido a ser, un hombre con novia a la que ama y posee y con novio al que ama y se entrega. No le digo nada de esto porque Martín es su amigo y su novio es mi amigo y porque Martín se molesta cuando le cuento que Blanca es la mujer que más deseo.

Mi amigo James, que está en Londres, no sabe cuánto lamento no haberlo besado cuando estuvimos juntos en una cama de Madrid y le dije que prefería seguir siendo su amigo y sólo su amigo. Tampoco sabe cuánto me indispuso contra él, y contra aquel beso nunca consumado, el aire viciado que dejó en el baño antes de echarse en la cama a mi lado.

Mi amiga famosa no sabe cuánto sueño con ella, cuánto gozamos juntos en mis alucinaciones culposas de madrugada, cuánto me erizo en esas películas afiebradas de las que soy pasmado espectador y protagonista gozoso cuando la veo acostada a mi lado y la siento mía, cuánto me arrepiento de no haberla llevado al cine a ver aquella película del naufragio cuando ella no tenía novio y yo tampoco, cuando ella me miraba intensamente y yo trataba de mirarla con pareja intensidad pero probablemente ella sentía que yo, más que desearla, lo que quería era ser como ella.

Mi otra amiga famosa no sabe que la otra noche soñé que era mi novia y que nos íbamos a casar y que se la presentaba a mi madre y mamá naturalmente quedaba sorprendida, si no consternada, porque esa amiga famosa tiene tantos años como ella o quizá dos años menos o incluso dos más.

Esa amiga famosa no sabe que yo sé que el libro que le regalé dedicado no lo leerá nunca y así está bien porque hay tantos libros mejores.

Mi padre, que está muerto, y a quien no creo que volveré a ver en ninguna de las otras vidas que prometen los predicadores, no sabe cuánto lamento haber escrito las cosas insidiosas que escribí pensando en él cuando lo odiaba y no sabía que uno se pasa media vida odiando a las personas que más quiere, sólo para descubrirlo cuando ya no están.

Dos días antes de morir, Candy despertó de un sueño profundo, ya bajo los efectos de la morfina que le era suministrada en dosis crecientes, miró a Martín y le dijo: «Qué lindo te has vestido.»

Luego cerró los ojos y siguió durmiendo. Esas fueron las últimas palabras que le dijo.

Tuve la suerte de despedirme de ella una tarde en que todavía estaba lúcida en su habitación de la clínica San Lucas, en San Isidro. Sabía que le quedaba poca vida. No se engañaba. Lo dijo, en un momento inesperado: «Si me voy a morir en dos semanas, prefiero que me lleven a casa.» No lo dijo llorando, molesta o quejándose. Lo dijo con una serenidad admirable. Estaba harta de las humillaciones a las que el cáncer no dejaba de someterla. Le pregunté por los viajes más lindos que había hecho. Quería sacarla de allí, viajar con ella imaginariamente, llevarla a los lugares donde había sido feliz. Habló de un viaje que hizo a las sierras de Córdoba con Maxi, su esposo. Sentí que por un momento su espíritu se liberaba de las miserias del cuerpo, escapaba de la habitación y sobrevolaba aquellos paisajes que habían quedado registrados en su memoria como escenarios de la felicidad. Luego pidió té y tostadas. Antes de irme, le di un beso en la mejilla y le dije al oído: «Te quiero mucho.» Ella me dijo: «Yo también.» Sentí que esa era nuestra despedida y así fue.

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