«Privado.» No imagino que es Martín. No contesto. Poco después se me acaba el crédito.
A la una de la mañana, salgo de regreso a la ciudad. Llegando a Lima no recargo el celular, me voy a dormir al hotel. Cuando despierto, paro en una gasolinera y cargo el celular. Entonces escucho mis mensajes. Tengo tres de Martín. Son violentos. El último dice: «A mí nadie me apaga el celular. No me llames más.»
Le escribo explicándole que mi celular se quedó sin crédito. Pero Martín sabe que le he mentido.
Por eso me escribe: «Sé la verdad. Dime la verdad.»
Le escribo diciéndole que fui a la playa y no se lo dije porque no quería molestarlo.
Martín me escribe un correo brutal. Me dice que no merezco estar con él, que no merezco a un chico inteligente, refinado y divertido como él, que merezco volver con Sofía, dormir con Sofía, tener sexo con Sofía, vivir en Lima, esa ciudad que él detesta. Luego me escribe algo terrible: «Ya ni siquiera me gusta coger con vos.»
Leo ese correo y entro al estudio a hacer el programa de televisión.
Al día siguiente viajo a Miami. En el aeropuerto leo un correo de Martín. Me dice que se enfureció porque la noche que me llamó y no le contesté quería contarme que le han encontrado unos pólipos malignos y tendrán que operarlo.
Antes de subir al avión le escribo diciéndole que lo siento mucho, que iré a acompañarlo el día de la operación.
Llegando a Miami dejo de llamarlo y escribirle. Estoy dolido. Recuerdo las palabras que me escribió: «No me merecés, merecés Lima, merecés volver con Sofía.»
Una tarde me llama y deja un mensaje. Estoy allí pero no levanto el teléfono.
Le escribo: «No puedo olvidar las cosas horribles que me dijiste. Si mereces a alguien mejor, no estés conmigo.»
Me escribe: «Estoy loco y soy malo, pero te amo.»
Luego viene la enfermedad. No puedo respirar. Me ahogo. Siento que voy a morirme solo en la casa y que pasará una semana sin que nadie lo advierta.
No he cambiado mi testamento. Si muero, todo pasará a mis hijas. A Martín no le estoy dejando nada.
Tosiendo y ahogándome, manejo de madrugada hasta el hospital. Me piden mi seguro médico.
Entrego mi tarjeta del seguro peruano. Me dicen que no pueden admitirme con ese seguro. Ofrezco mi tarjeta de crédito. Me dicen que no aceptan pacientes sin seguro. Me siento humillado.
Nunca imaginé que, siendo casi famoso, me rechazarían de un hospital.
Llegando a casa llamo a Martín y le digo tosiendo: «Estás loco y eres malo, pero te amo.»
Todo empeora un jueves por la mañana. Una tos persistente y Morosa me recuerda que algo sigue mal. Enemigo como soy de los médicos y los medicamentos, espero a que me dé una tregua y deje de acosarme.
Pero esa tos de origen misterioso se ensaña conmigo con más crueldad de la que había imaginado. Lejos de ceder, se apodera de mí con tal virulencia que no me deja respirar, dormir, comer o siquiera caminar.
A tal punto me ha debilitado que caminar unos pocos metros dentro de la casa, arrastrando mis pantuflas de conejo, resulta una operación para la que debo prepararme mentalmente, haciendo acopio de las pocas fuerzas que me quedan, y subir al segundo piso, donde se encuentra mi habitación polvorienta, es ya una empresa fuera de la realidad, que los achaques respiratorios me tienen vedada.
Me digo, sin embargo, que, con sólo tomar mucha agua y abstenerme de ingerir jarabes o antibióticos, pronto estaré recuperado y volveré a respirar como de costumbre.
Thais, cuyo hijo murió de sida y tal vez por eso me quiere como si fuera su hijo, me trae sopa de pollo, jugo de naranja, antibióticos, jarabes, pastillas para aliviar el dolor de garganta, pero no tengo hambre, no puedo comer nada y los antibióticos me debilitan todavía más, quizá porque los he tomado sin comer en varios días.
El domingo a la noche mi pequeño reino privado, cuyos dominios han venido empequeñeciéndose gradualmente a medida que la enfermedad avanza, se reduce al sillón del que ya no me puedo levantar, el sillón en el que, tendido en ropa de dormir, con el teléfono en una mano y el control de la televisión en la otra, tal vez me encontrarán en unos días, helado y ausente, cuando la pestilencia se inmiscuya insidiosamente en la casa de los vecinos, que por cierto me odian.
Temeroso de morir asfixiado, incapaz de ir del sillón a la refrigeradora o del sillón a la computadora o del sillón a ninguna parte, llamo a emergencia y pido ayuda médica.
Un momento después, estoy tendido en una camilla, dentro de una ambulancia, con una mascarilla de oxígeno, mientras el ulular de la sirena destruye la quietud de la noche y me somete a esa incomprensible forma de tortura.
Le pido al enfermero que apaguen la sirena. Me dice que no será posible y que no me quite la mascarilla. Le digo que lo que me está matando no es la enfermedad sino la sirena.
En urgencias me pinchan sin compasión toda vena o arteria posible, me sacan más sangre de la que creía tener, me someten a pruebas humillantes, me inyectan sustancias amarillentas innombrables, me hacen firmar papeles diciendo que si muero o quedo inválido ellos no tienen la culpa de nada y me preguntan a quién deben llamar en caso de que algo muy malo suceda. «A nadie», digo. La señorita me pide un nombre y un número. Digo dos, el de Martín y el de Sofía, pero están en Sudamérica y ellos no pueden hacer llamadas internacionales. Me pide un número local, de Miami. «No tengo amigos en esta ciudad», le digo. Pero ella insiste en pedirme un número.
«Ponga su número, llámese usted misma», le digo.
Una doctora rubia y de anteojos me dice que el nivel de oxígeno en mi sangre es muy bajo. Me informa de que procederán a internarme. Le digo que ya me siento mejor con todas las cosas que me han metido y que si me venden un balón de oxígeno me iré encantado a casa. Me dice que no puedo irme a casa, que tiene que internarme. Claro, pienso, lo que quieren es sacarme dinero, sanguijuelas.
En algún momento al final de la madrugada me llevan a mi habitación en el tercer piso, con vista a la playa de estacionamiento y a medio árbol. Estoy helado. El aire acondicionado está a tope y no puedo apagarlo porque proviene de un sistema central cuya temperatura gélida alguien decide sin piedad alguna por quienes padecemos de frío crónico. No puedo abrigarme. Como estoy pinchado, entubado y atrapado, tengo que permanecer casi desnudo, vistiendo apenas la bata vieja y rasgada, de color verdoso, que a no pocos muertos habrá despedido y ahora posa su gastada, indeseable tela en mí.
Estoy extenuado pero no puedo dormir por el frío del aire acondicionado, la tos que no cede, la humillante condición de rehén y los gritos de un enfermo que se ha parado en medio del pasillo, a la salida de mi habitación, vociferando: —¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda! ¡No soy un bendito ni un comemierda!
El sujeto, que grita con un marcado acento boricua, acusa a los médicos y enfermeros de querer matarlo, de haberse confabulado para privarlo de su libertad y minar lenta y calculadamente lo poco que le queda de salud.
Nadie consigue acallar al paciente enloquecido. No puedo dormir y la tos me está matando. Pido que me den un sedante: es en vano, a nadie le importa que no haya dormido ni comido en varias noches, todo lo que quieren saber es qué voy a desayunar, almorzar y comer, si quiero huevos o cereales, si deseo el flan de postre, si me apetece la trucha o la merluza. Y yo sólo quiero irme de allí, desaparecer del todo, que alguien me duerma doce horas. Pero eso, al parecer, es mucho pedir.
A las ocho de la mañana, ya callado el bendito del pasillo, me traen un desayuno grasoso y pestilente, un plato de huevos, hamburguesa y papas cuya sola contemplación me hunde en la náusea pura e infinita.
No deja de sorprenderme que cada quince minutos alguien entre a mi cuarto a cumplir alguna tarea rutinaria, menor, como dejarme un peine o quitarme las medias o tomarme la presión o cambiar el oxígeno o suministrarme más líquidos amarillos o dejarme lociones y champús o dejarme incluso unas medias coloradas que se adhieren bien al piso para que no me caiga. Cada diez o quince minutos alguien entra y me toca un poco, me pincha de nuevo, me da vuelta, me enrosca y atrapa más todavía y luego se va y yo me quedo angustiado, viendo cómo pasan las horas sin poder dormir.
Los médicos me han dicho que debo quedarme varios días soportando los gritos del bendito. Les digo que debo irme, pero me dicen que no pueden autorizar mi salida, que mi salud corre serio riesgo si me voy. «Más riesgo corre si me quedo», les digo.
Por la tarde encuentro al cómplice que estaba buscando, un enfermero joven, todo de blanco, muy guapo, de nombre Armando, que me ha reconocido de la televisión y es muy amable conmigo.
Le ruego que me ayude a escapar. Se compadece de mí. Me hace firmar unos papeles, me quita todos los tubos y parches adhesivos, trae una silla de ruedas, me sienta en ella y, desafiando las miradas de los médicos (que, en venganza, se han negado a darme las prescripciones para mi tratamiento), me saca de ese infierno. Uno de esos médicos, un sujeto odioso, de panza y bigotes, me interrumpe a la salida del ascensor y me pregunta por qué me voy del hospital contra su opinión profesional.
—Porque no soy un bendito ni un comemierda —le digo, y él me mira sin entender.
Pero un poco más allá, Armando, mi enfermero y cómplice, se ríe y yo pienso que algún día volveré al hospital no para terminar de morir allí sino para decirle que esa mañana tosiendo y tosiendo me enamoré de él y de sus manos bienhechoras, y que la tos, como el amor, es algo que no se puede ocultar.
Es virtualmente imposible sentirse bien un domingo a medianoche en Lima bajo una llovizna inesperada y pérfida como los chismes que envenenan la vida de la ciudad. Es imposible sentirse bien si uno ha terminado el programa de televisión, todavía está maquillado, no para de toser y maneja con instinto suicida por una autopista desolada y oscura que bordea el litoral de las playas del sur.
Lo que me anima a persistir en el empeño, acelerando un poco más, sintiendo cómo las llantas resbalan levemente en las curvas que parten el desierto y me alejan de la ciudad, es la ilusión o la fantasía de que llegando a la casa de playa que me ha prestado Sofía me sentiré mejor, la tos cederá, conseguiré dormir sin drogarme y encontraré en el aire puro que viene del mar la cura para todos mis males.
Mi madre me ha dicho alarmada que debo ver a un médico sin demora, me ha recomendado doctores altamente calificados (ninguno de los cuales, sospecho, es agnóstico), me ha hecho citas para ese lunes por la tarde en la clínica donde murió mi padre, pero yo le he dicho que no tengo fuerzas para volver a esa clínica ni a ninguna y que cinco días a solas frente al mar me harán mucho mejor que los tocamientos de cualquier doctor pasmado por el verano de la ciudad.
Como era previsible, nada cambia demasiado estando ya en esa casa grande, de un solo piso, muchas habitaciones con más camas y una decoración en extremo arriesgada, levantada temerariamente a menos de cien metros de la orilla del mar. Nada cambia porque sigo tosiendo, insomne y helado, tendido en una cama sin frazadas, los pies cubiertos por tres pares de medias, dos estufas soplando aire caliente a centímetros de mis pies, tan cerca que a veces despierto con los pies hirviendo y la sospecha de que las medias están en fuego. Lo que cambia no es mi salud sino el escenario en que ella sigue deteriorándose: una casa tan vacía que mi tos produce eco y un mar tan cercano que las olas mueren no muy lejos de las estufas que me mantienen tibio.
Eso, la contemplación del mar, la ausencia de criaturas humanas en la playa y en los alrededores de la casa, la compañía gratificante de las arañas en las esquinas y las moscas que, estando todas las puertas y ventanas cerradas, aparecen misteriosamente en la cocina, podrá no ser la cura para mis males, pero al menos resulta un consuelo para mi espíritu, sabiendo que en esta casa soy libre en grado sumo y no molesto a nadie ni nadie me molesta a mí, y recordando la humillante condición de rehén entubado de la que escapé de un hospital de Miami al que sólo volveré si me llevan dopado, inconsciente o sin vida.
Resignado a que los cinco días a solas frente al mar transcurran sin el menor sobresalto, comiendo solo miel, polen y bananas, arrastrándome de una cama a otra de la casa, oigo a lo lejos, con creciente irritación, unos gritos que provienen de la playa, lo que me lleva a acercarme a la terraza y observar perplejo el espectáculo impensado que se desarrolla ante mis ojos: veinte hombres jóvenes, morenos, fornidos, en trajes de baño mayormente ajustados y por lo general de color negro, han instalado dos pequeños arcos de fútbol y persiguen ardorosamente una pelota blanca que va y viene, dando botes caprichosos, por la arena de la playa, exactamente frente al jardín de la casa, al tiempo que gritan, se arengan, protestan y celebran con euforia cuando convierten un gol.
El espectáculo resulta de una belleza insólita y sobrecogedora y por eso abro las puertas de la terraza, me expongo a la brisa del mar, lejos ya de mis estufas, y me siento o dejo caer en una silla plegable a contemplar extasiado cada pequeño detalle de esa formidable exhibición atlética que esos muchachos, seguramente salvavidas, jardineros o vigilantes de estas casas de lujo, han tenido la generosidad de obsequiar, sin saberlo, a un hombre enfermo, que no ha jugado fútbol hace tiempo, desde aquel partido en Rosario, pero que todavía sigue maravillado el vaivén de la pelota en cualquier partido profesional o aficionado, jugado por hombres o mujeres: doy fe de ello porque, cuando salgo a caminar por el parque de Key Biscayne y están jugando fútbol, no hay manera de que mis ojos puedan resistirse al embrujo de la pelota y por eso termino sentándome en una banca a mirar el partido y recordar los tiempos en que yo todavía jugaba, creo que no tan mal.
Esa hora y media que mis ojos se posan en los movimientos díscolos de la pelota, a menudo torcidos o interrumpidos por la arena, que no ayuda a que el juego fluya, pero especialmente en los cuerpos briosos y admirables de quienes la persiguen sin desmayo, derrochando unas formas de energía y vitalidad que nunca más serán mías, me olvido de todos mis males, dejo de toser y sentir frío en los pies y, para mi sorpresa, me encuentro invadido por unas ganas crecientes de bajar a la arena a jugar con ellos. Cuando se van, luego de darse un baño de mar, la enfermedad o el recuerdo de la enfermedad se apodera de nuevo de mí.