El canalla sentimental (37 page)

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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

BOOK: El canalla sentimental
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A pesar de que no le gusta manejar, Thais ha venido manejando desde su casa en Coral Gables.

Cumple setenta y un años por estos días, pero parece que tuviera sesenta o menos, tal vez porque todas las mañanas va al hotel Biltmore y hace aeróbicos acuáticos en la piscina. Está casada con un médico que ama la ópera, tiene tres hijos, se divierte haciendo collares y dice que estaba deprimida hasta que me conoció. Me vio una noche en televisión, vino a verme al estudio, me trajo regalos, me contó que había perdido a un hijo cuando él tenía apenas veinticinco años, me enseñó fotos de su hijo, me dijo que yo le recordaba a él y desde aquella noche nos hicimos amigos.

Todos los lunes, Thais me lleva al estudio una bolsa llena de cosas ricas para que no me falte comida toda la semana y no tenga que ir al supermercado. Desde que la conozco, creo que he engordado. Tiene una debilidad por los chocolates y yo tampoco sé resistir esa tentación que ella estimula en mí.

Poco después llegan al restaurante Esther y Delia. Son inseparables, van a verme al estudio casi todas las noches. Esther es alegre, de risa fácil, siempre de buen humor; Delia es más tímida y callada. La que maneja el pequeño auto coreano («mi máquina», lo llama ella) es Esther. Delia camina con cierta dificultad, apoyada en un bastón. Esther tiene ochenta años, pero, como se ríe todo el tiempo, parece de setenta, una niña que ha envejecido sin dejar de ser una niña. Delia ya cumplió ochenta y tres. Yo le digo que nunca conocí a una mujer de esa edad tan despierta, tan curiosa, tan atenta a todo, tan joven. Las admiro a ambas, siempre llenas de energía y vitalidad, siempre diciéndome cosas amables y riéndose de cualquier cosa.

Mis chicas cubanas y yo pedimos la comida. Thais elige la milanesa de pollo; Esther y Delia, el bacalao. Me cuentan cómo llegaron a Miami, jovencitas las tres, Thais enamorada, dispuesta a casarse con el hombre que todavía hoy es su esposo, Esther ya casada, con hijos, huyendo de la dictadura, Delia también casada, con hijos, sin hablar inglés, sin saber cómo se ganarían la vida.

Tuvieron que pasar por toda clase de privaciones y sacrificios, eran pobres, trabajaban como enfermeras, como vendedoras de almacenes, limpiando baños, multiplicándose para cuidar a sus hijos, acompañar a sus esposos y ganar dinero. Dejaron atrás un país, un buen pasar, unos recuerdos, una vida llena de promesas. Nada de eso las hizo duras o amargadas ni las envenenó de rencor. Han tenido vidas tremendas, sorteado adversidades brutales, peleado sin descanso para sacar adelante a sus familias y no por eso han dejado de ser buenas, cálidas, traviesas, coquetas, juguetonas. Yo les digo que son mis chicas cubanas y ellas se ríen y Esther me dice «¡cállate!» y yo me río con ellas y las quiero porque me siento feliz con ellas, olvido mis problemas, comprendo que son nada comparados con los que esas mujeres alegres y aguerridas han tenido que enfrentar y de los que han sabido salir airosas.

Las tres perdieron hijos y me lo cuentan con tristeza pero al mismo tiempo con serenidad, resignadas a las maldades con las que nos golpea el destino. El hijo de Thais se llamaba Héctor y murió de sida a los veinticinco años. Me enseña fotos en blanco y negro. Era guapísimo, parecía un actor de cine, vivía como un príncipe en Manhattan en los tiempos de Studio 54. Adoraba a su madre y ella moría de amor por él, aún hoy muere de amor por él, lo recuerda cada día, lo cuida en sus pensamientos y oraciones, cree ver cosas de él en mí. Soy en cierto modo ese hijo que ella perdió y ella es en cierto modo mi madre cubana, una de mis madres cubanas, y así se lo digo siempre que puedo.

Esther tenía un hijo muy lindo que se llamaba Jorge. Era un adolescente, tenía apenas catorce años, la edad que tiene ahora mi hija mayor. Me enseña una foto de Jorge, un chico bellísimo, la mirada inocente de un ángel. Un día él y sus amigos fueron a la playa. Jorge se arrojó al mar desde cierta altura, se golpeó la cabeza y murió allí mismo. Esther me lo cuenta sin quebrarse, sin llorar, sin sentir compasión por sí misma, con una fortaleza admirable, como si me estuviera contando la vida de otra persona. Estuvo casada casi cincuenta años con Bebo, un cubano del campo, un hombre bueno. Me enseña la foto de Bebo, ya me la había enseñado antes. Bebo murió a poco de que cumplieran las bodas de oro. Vivían en un apartamento cerca de la línea del tren, a Bebo le gustaba el silbido del tren, sentía que estaba en el campo. Esther está orgullosa de sus hijos. Me habla de su hijo Luis. Sus palabras están cargadas de amor. Me cuenta que Luis tiene un compañero, Juan, el español. «A Juan lo quiero como a un hijo», dice. Cuando dice eso, admiro la sabiduría de esa mujer que cree en Dios pero también en la alegría y en el amor, en todas las formas del amor.

Delia es más tímida y callada y sólo interviene cuando le hago preguntas. Eso me gusta de ella, que sabe escuchar. Es inteligente, aguda, refinada en sus bromas y observaciones. Como Thais y Esther, perdió a un hijo y me lo cuenta con enorme dignidad. Se llamaba Mario, tenía cuarenta años o poco más cuando murió de sida. Delia lo cuidó y acompañó hasta el final, como la madre ejemplar que es. Me enseña una foto de él, un hombre guapo, de traje y corbata, sonriente. Me enseña su tarjeta, con una dirección en Coconut Grove. Me habla de su Mario con una ternura y una devoción que me conmueven. Todo en ella es suave y delicado, y el modo en que evoca a su hijo lo es también.

Mis tres chicas cubanas comen panqueques con dulce de leche y me piden que llame a Martín.

Saben que está en Buenos Aires y que yo lo amo. Cuando voy a verlo todos los meses, le mandan cartas y regalos. Saben que Martín perdió a su hermana Candy y por eso lo quieren más y se preocupan por él. Llamo a Martín. Le digo que estoy con mis chicas cubanas. Martín se ríe, me dice que estoy loco. Le digo que ellas lo quieren saludar. Mientras veo a Thais, a Esther y a Delia hablando con Martín, diciéndole cosas lindas y animándolo a que venga pronto a Miami, pienso que soy más feliz desde que conozco a esas tres mujeres adorables y pienso también que es así como me gustaría que mi madre me quisiera.

Me veo obligado a dejar el hotel frente al campo de golf porque los ruidos que hacen los jugadores de la selección de fútbol, alojados en los pisos de arriba, y los chillidos histéricos, inflamados de un patriotismo de corta vida, de sus admiradoras reunidas frente a la puerta del hotel, me impiden dormir.

Escapo unos días a Buenos Aires. No sé de qué escapo, supongo que de la vida pública de Lima, de las obligaciones familiares. Me refugio en el departamento de San Isidro, donde usualmente consigo dormir bien. No tengo suerte en esta ocasión. Están haciendo obras en el departamento de arriba. No hace mucho murió su dueña, una señora mayor, y los hijos están refaccionándolo. El ruido es agobiante y comienza a las nueve de la mañana. Cuando suspenden los trabajos a las cinco de la tarde, tomo un ansiolítico y duermo unas horas para no enloquecer.

Me refugio en un hotel en el campo, a la altura del kilómetro sesenta de la autopista a Pilar. Es una casona antigua, de dos pisos, con habitaciones grandes y bien dispuestas, una piscina de buen tamaño y un amplio jardín por el que a la noche, después de cenar, caminamos Martín y yo. El teléfono de Martín no para de timbrar. Es Inés, su madre, que está muy triste porque Enrique, su esposo, la ha dejado. Martín ama a su madre, le tiene paciencia, la escucha, le-da consejos. Pero el teléfono suena y suena. Martín me dice que llevará a su madre a pasar la Navidad en ese hotel en el campo para alejarse del bullicio insoportable de las fiestas y para que ella sienta menos la ausencia de Enrique.

Un día de sol abrasador, vamos a comer a un restaurante del centro comercial de Pilar. En la mesa vecina, un sujeto habla a gritos en inglés. Parece un turista de la India o Pakistán. Parece orgulloso de hablar inglés y tal vez por eso lo habla en ese tono ofensivo, vulgar. Quien lo escucha y asiente dócilmente (quizá porque es su empleado) es un tipo que parece argentino y chapurrea un inglés trabado. No soportamos los gritos y pedimos que nos cambien de mesa. La camarera, una rubia que seguramente piensa que algún día triunfará como actriz y nos mira con cierto desdén, dice que no podemos cambiarnos de mesa porque aquel sector al fondo, lejos del parlanchín odioso, «no está habilitado». Le pregunto quién tiene que habilitarlo, sino ella misma, que, por lo visto, se resiste a caminar unos pasos más. No me responde. Nos vamos del restaurante odiando al gritón y alegrándonos de no haber ido nunca a la India ni Pakistán.

Al día siguiente nos invitan a una fiesta en el Alvear. No podemos resistirnos a los encantos de ese hotel. Martín maneja a toda prisa, le pido que vaya más despacio. Escuchamos un disco de Mika. Martín canta eufórico. Es un momento feliz.

En el salón del hotel hay tanta gente que no se puede caminar. Aparecen unos mariachis y un cantante argentino, suben al escenario, estalla la música. Entre las muchas conversaciones más o menos mentirosas que se funden en el ambiente y el estruendo alegre de los mariachis, a duras penas se puede hablar. Hablo con un diseñador que tiene caballos en Palm Beach. Hablo con el dueño de un restaurante famoso, que me invita a comer al día siguiente. Hablo con una amiga actriz y su novio, que se van a casar en el otoño. Hablo a gritos y todo o casi todo lo que digo es mentira, pero unas mentiras más o menos encantadoras, dichas con absoluta convicción. Al cabo de una hora, cansado de tanto gritar, me voy con Martín al restaurante del hotel. Está lleno, no tienen una mesa libre. Sin embargo, nos acomodan en un ambiente privado. Martín está precioso, toma champagne. Es otro momento feliz.

A mediodía del jueves tengo cita con la masajista. Es una señora gorda, mayor, de anteojos.

Martín dice que le da asco imaginar que esa señora lo toca. La mujer me dice que me tienda boca abajo. Obedezco. Masajea mi espalda sin el rigor que yo quisiera. No quiero que me hable. Me habla. Me pregunta qué me pareció el discurso de la presidenta. Le digo que no lo vi. Me dice que a ella le encantó. Dice: «Esa mujer tiene unos ovarios impresionantes.» Sólo apalabra labra «ovarios» en boca de la masajista destruye la posibilidad de que las fricciones de sus manos en mi piel resulten placenteras.

A la tarde tengo cita con el siquiatra, el doctor Farinelli, que es también el siquiatra de Martín y su madre. Caminando por la avenida Las Heras, envuelto en una nube de humo gris que despiden los colectivos vetustos, me siento en Lima. Me duele la cabeza o, como dice Martín, «se me parte la cabeza». Martín dice esas cosas curiosas, que me hacen reír. Cuando está caliente, me dice «te voy a partir al medio». Tomo dos ibuprofenos en un bar de Las Heras y caminamos tapándonos los oídos porque el ruido de esa avenida es insoportable.

El doctor Farinelli me pregunta cuál es mi conflicto. Le digo: «Hay demasiado ruido, doctor.»

Me dice que estoy deprimido. Me receta un antidepresivo nocturno y otro diurno. Le pregunto si cuando duermo también estoy deprimido. Me dice que sí. Compro los antidepresivos. Leo las indicaciones. Uno de ellos, el nocturno, podría generar priapismo, es decir, una erección tan prolongada que llega a ser dolorosa. Martín se ríe y me dice que debería tomarlo también de día.

Rumbo al aeropuerto a las seis de la mañana, el remisero no para de hablar. Me tomo un Alplax y dos ibuprofenos para soportar esa cháchara cruel sobre política. Mientras habla a los gritos, baja la ventanilla y trata de espantar una mosca. Al hacerlo, pierde un segundo el control del auto y casi nos estrellamos. Le digo: «Por favor, concéntrese en la ruta.» Pero el sujeto sigue discurseando.

Llegando a Lima a mediodía, me refugio en un hotel, en el que quise suicidarme cuando era joven. Intento descansar. Poco después comienzan los ruidos. Están ampliando el hotel, construyendo más habitaciones porque pronto habrá no sé qué convención. Pido que me cambien de habitación. Escapo del hotel.

En casa de mis hijas no puedo escribir porque los perros ladran. Le pido a Aydeé que abra la puerta y los deje salir a la calle. Ella me dice que en el barrio quieren envenenarlos. «Ojalá», le digo.

A la noche regreso al hotel. Me han cambiado de habitación. A las dos de la mañana, duermo por fin en medio de un silencio largamente deseado. Poco dura la felicidad. A la siete y media del domingo, estalla un fragor de música electrónica. Hay una maratón cuyo punto de partida es exactamente frente al hotel. De pie frente a la ventana, veo a centenares de hombres y mujeres, vestidos en indumentaria blanca, deportiva, saltando y bailando al ritmo de los pasos que marcan, desde el escenario, tres jovencitas saltimbanquis, en mallas naranjas. Detesto a toda esa gente optimista y sudorosa que no me deja dormir. El doctor Farinelli tiene razón, debo estar deprimido.

Salgo del hotel, subo a la camioneta y termino en la avenida Javier Prado. No sé adónde ir.

Un tal Manuel Ceballos le escribe insultos y amenazas a Martín desde una cuenta de Yahoo México. No es la primera vez que lo hace.

El tal Ceballos le dice a Martín que es un tonto, un mantenido, un parásito, un bueno para nada.

También le dice que yo no lo quiero y que lo engaño con otros amantes.

Martín, que está en Buenos Aires, me llama por teléfono a Lima y me dice en tono airado que el tal Ceballos no es un mexicano que nos odia sin conocernos sino un chileno que vive en Miami y nos conoce a los dos. Luego me pide que tome represalias contra ese chileno.

Le digo que no puedo tomar represalias contra el chileno porque no tengo ninguna prueba de que él sea el autor de esos correos.

Martín se molesta y me dice que soy un tonto, que es evidente que el chileno lo odia y está obsesionado conmigo y se ha camuflado tras la identidad de Manuel Ceballos para sembrar cizaña entre nosotros. Luego me pide que, si de verdad lo quiero, llame a Miami y, usando del poder que me da la televisión, haga despedir al chileno del canal en el que trabaja.

Le digo que no puedo hacer eso, que tengo que estar seguro de que el chileno es Manuel Ceballos antes de tomar represalias contra él.

Martín me acusa de tener «amigos ridículos» que se obsesionan conmigo y lo odian. Cita a Ana, una amiga que se hizo un tatuaje con mi nombre. Me acusa de no tener amigos sino seguidores fanáticos a los que yo manipulo. Me asegura que el chileno es Manuel Ceballos y está enamorado de mí y por eso intriga contra nosotros.

Le digo que voy a investigar quién es Manuel Ceballos. Martín pierde la paciencia, levanta la voz, discute a gritos conmigo, cuelga bruscamente el teléfono.

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