Se hace un silencio. Enciendo la música. Luego le digo:
—Yo te llevo a donde tú quieras.
Ella me mira como si ya lo hubiera decidido:
—A la iglesia no me lleves. Tú me has chocado por algo. Has llegado a salvarme.
Me río. Ella sonríe, por fin.
—Me alegro mucho de que el choque sirva de algo —le digo—. Perdóname por el mal momento.
—No me pidas perdón, Jaimito —me dice ella—. Me has hecho un gran favor.
La novia respira más tranquila. En los semáforos, los vendedores ambulantes me saludan y me hacen señas de aliento, suponiendo que es mi novia y que nos aguarda una noche de placeres desmesurados.
—¿Sabes adónde vamos? —le pregunto.
—No —dice ella—. Ni idea. Es problema tuyo.
Nos reímos.
—¿Te molesta si pasamos a buscar a mi hija, que me está esperando, y luego decidimos? —pregunto.
—No, para nada, Jaimito. Yo, feliz. Así conozco a tu hijita.
Poco después, me detengo en una calle tranquila, frente a una casa custodiada por hombres armados, y llamo a Camila por el celular.
—Ya salgo, pa —me dice ella.
Camila sale sola, entra a la camioneta y mira a la novia sin entender nada.
—Hola, china linda —le digo—. ¿Qué tal tu fiesta?
—Malaza —dice ella, con su adorable acento limeño.
—Te presento a mi novia. Nos vamos a casar. ¿Vienes con nosotros?
La novia, cuyo nombre ignoro, suelta una carcajada. Camila me mira asombrada, pero luego se ríe también, porque se da cuenta de que estoy bromeando.
—Bueno, ¿adónde vamos? —pregunto.
—Yo no sé —dice la novia, que ahora se ríe.
—Yo, a mi otra fiesta —dice Camila—. Ustedes si quieren van, se casan y luego vienen a buscarme a las doce.
La novia se ríe encantada y yo miro a Camila por el espejo y le digo con los ojos que la amo para siempre y luego miro a la novia y pienso que no sería mala idea casarme con ella esta noche, sólo por una noche.
—Bueno —digo—. Vamos a casarnos.
Y la novia se ríe de nuevo, aliviada, sabiendo que no perderá su libertad y que nadie la llevará a vivir a Caracas.
Llego de che a Guayaquil. Me invitan a dar una conferencia en la feria del libro. Me suben a una camioneta y encienden el aire helado. Bajo la ventana, aspiro la brisa húmeda y pido que apaguen el aire. La señorita chaperona me mira con mala cara y baja el aire pero no lo apaga.
En el hotel, exhausto, llamo por teléfono a Martín y le pido que me consiga un siquiatra porque no sé decir que no y acepto todas las invitaciones que me llegan, por pintorescas o inverosímiles que sean, y me subo a un avión todas las semanas, lo que me está matando.
Despierto de un humor espléndido, tras largas horas de sueño, y me pongo a pensar qué debo decir esa tarde en la conferencia, pero no se me ocurre nada, o al menos nada original o gracioso, así que prendo la tele.
Cuando ya va siendo hora, me doy una ducha, me detengo a pensar sobre las cosas que debo decir en la conferencia, pero no se me ocurre nada todavía, y luego visto el traje azul y la camisa blanca, que han llegado bastante arrugados. A la hora de calzar las zapatillas negras (porque he decidido no llevar zapatos para aliviar el peso de mi maletín rodante), caigo en la cuenta de que no tengo medias negras, sólo dos o tres pares de medias grises polares que uso para dormir o para viajar, pero que de ningún modo puedo usar con un traje oscuro, pues se vería fatal, aunque, a decir verdad, ya se ve medio fatal eso de llevar traje y zapatillas. Alarmado por la súbita crisis de calcetines, me pongo las zapatillas sin medias y bajo a la recepción del hotel dispuesto a conseguir unas medias negras que me salven del apuro y me permitan llegar al salón de la feria del libro debidamente vestido, aunque sin nada que decir. Pueden faltarme ideas, pero que me falten medias ya sería mucho.
En la recepción, un botones amabilísimo me sirve un jugo de piña gratuito, que desde luego acepto y bebo en un santiamén, y me guía por un corredor hasta la galería comercial, donde, para mi fortuna, señala una casa de ropa masculina, de nombre italiano, y en apariencia elegante. Nada más entrar en la tienda, pregunto si tienen medias negras. La vendedora, que me ha reconocido, me saluda con cariño, me hace aspavientos o mohínes en señal de bienvenida, y me conduce al lugar donde se hallan las medias, que las hay azules, guindas, marrones, pero no negras. Sin perder tiempo, porque llevo apuro, elijo las azules y vamos a la caja registradora y entonces ella me sorprende:
—Son treinta y dos dólares.
Quedo estupefacto. Toco las medias, las contemplo aturdido, me pregunto si he oído bien.
—¿Treinta y dos dólares?
—Sí, señor Baylys. Son medias Bugatti, italianas, importadas, de seda pura.
—Pero es mucho dinero —me quejo—. ¿Será que vienen con un reloj adentro? —bromeo, pero ella no se ríe, así que abro mi billetera y descubro alarmado que no tengo sino un billete de cien, que le entrego, renuente.
Ella, muy digna, me dice que no aceptan billetes de cien, porque ya son muchos los casos de personas inescrupulosas que pagan con billetes falsos, y yo, algo herido en mi vanidad, le digo que no tengo otro billete, y entonces ella me sugiere que pague con la tarjeta. Desconfiado, porque no me gusta darle a nadie mi tarjeta, y menos en países latinoamericanos donde siempre sospecho que van a estafarme, se la entrego y ella la desliza por las ranuras negras de una maquinita y poco después frunce el ceño y me dice:
—No pasa. No hay autorización.
—¡Pero no puede ser! —protesto.
—Está bloqueada por seguridad —me dice ella, y me dirige una mirada que no sé si es de lástima o de desprecio o de ambas cosas—. ¿La ha usado mucho últimamente?
—Sí confieso—. Salí de compras con mis hijas en Lima y usé todo el día.
—Por eso está bloqueada —me dice—. Deben pensar que alguien se la ha robado.
Necesito esas medias aunque sean las más caras que he comprado en mi vida, pero no sé cómo pagarlas.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —le pregunto.
—Bueno, si quiere, se las lleva, y más tarde viene a pagarlas, ¿hasta cuándo se queda?
—Hasta mañana, que salgo temprano a Bogotá.
—No hay problema, lléveselas y más tarde viene con la plata.
—Estupendo, muchas gracias, es usted muy amable.
Antes de salir de la tienda, la vendedora, que se llama Dora, me cuenta que hace poco estuvo comprando allí un hermano mío, y me enseña una revista en la que aparece ese hermano, y me pide que nos hagamos una foto para publicarla en esa revista. No me queda sino aceptar y sonreír como un tonto, mostrando las medias azules de seda que no he pagado y que pagaré más tarde.
Regreso corriendo a la habitación, me pongo las medias, siento un inexplicable placer por no haberlas pagado y quizá decido que no parece justo pagar un precio tan oneroso por esos calcetines de seda, pero, en fin, ya veremos luego. Y salgo y abajo me esperan mis anfitriones y me llevan a almorzar, y a continuación a una rueda de prensa, y después a una seguidilla de entrevistas individuales, y finalmente, cuando ya ha caído la noche en esa ciudad cálida, al Palacio de Cristal, bello escenario de la feria del libro, donde debo hablar durante una larga hora de algo de lo que todavía no tengo la menor idea, pero disimulo bien mi escasez de ideas (y en esto mucho ayuda mi corte de pelo).
Ya durante la conferencia, de pie frente a un público numeroso, consigo hablar durante una hora mientras sigo pensando en algo original o gracioso que decir, pero no se me ocurre nada, así que disimulo bien.
Al final, el público se acerca a un micrófono y hace preguntas. De pronto, una mujer de apariencia familiar se planta frente al micrófono y me dice:
—Buenas noches, señor Baylys. Soy Dora, la que le vendió las medias Bugatti. Ya cerramos la tienda en las galerías Colón y usted no vino a pagar, por eso me han mandado a cobrárselas acá.
La gente se ríe, pensando que es una broma, pero yo sé que la mujer va en serio.
—Mil disculpas, me olvidé, estuve atareado toda la tarde —le digo, con una voz contrita, afectada—. ¿Cuánto era que le debía, señorita?
—Treinta y dos dólares —dice ella, muy digna, muy en su papel de cobradora.
—Treinta y dos dólares, ¿por un par de medias? —exclamo, sorprendido.
—Así es, señor Baylys —dice ella—. Es que son italianas, de seda pura.
Un murmullo de asombro y reprobación recorre el auditorio, al tiempo que se oyen rechiflas, silbidos, expresiones de fastidio e irritación por el precio de esas medias que llevo puestas sin pagar.
—¿Y vienen con una sorpresa adentro? —pregunto, y el público se ríe por suerte, mientras Dora me mira con el rostro ofuscado por la cólera de saberme un timador y, peor, un comediante que repite su repertorio.
Ella no responde, se cruza de brazos, me mira furiosa.
—No se preocupe, que le pago al final —prometo.
—Acá lo espero —dice ella.
—¿Le puedo pagar con un libro mío? —digo—. Porque no llevo efectivo.
—No, señor —dice ella, muy seria.
—¿Me está diciendo que sus medias valen más que mi novela?
—Sí, señor —dice ella, muy seria.
De nuevo, el público pifia a la señora vendedora de medias que está en su justo derecho de cobrarme, pero que, al hacerlo, no ha caído en gracia al noble pueblo de Guayaquil, que me ha adoptado como uno de los suyos.
Terminado el acto, la señorita vendedora me espera, un rictus de amargura traspasando su rostro maquillado, los brazos cruzados. Muy avergonzado, le pido disculpas, le explico que sólo tengo el billete de cien dólares, le ruego que lo acepte, pero ella se niega, me dice que la casa no acepta billetes de cien. Le recuerdo que mi tarjeta está bloqueada. Uno de mis anfitriones se ofrece a pagarme las medias, pero lo detengo y le hago una oferta a la vendedora de ropa fina y sobrevaluada:
—Mire, le dejo tres libros míos de regalo, aquí tiene, y usted me deja las medias a cambio, ¿puede ser?
—No puedo aceptarle, señor Baylys —dice ella, inflexible—. Yo no leo, sus libros no me interesan. Y si no me paga, la que va a terminar pagando las medias Bugatti soy yo, porque me las van a descontar de mi quincena.
—Comprendo —digo, y dejo los libros en la mesa. Un silencio inquietante se apodera de la escena.
—¿Cómo podemos hacer, entonces? —le digo.
—Si no puede pagarme las medias, tiene que devolverlas —me informa ella.
—¿Ahora mismo? —pregunto, sorprendido.
—Sí, señor. Ahora mismo. Porque usted se va mañana temprano, y la tienda abre a las diez.
Entonces, ante la mirada atónita de mis anfitriones, custodios y admiradoras trastornadas, me quito las zapatillas, retiro cuidadosamente de mis pies las medias más caras que he vestido nunca y las deposito en las manos ajadas de Dora, la cobradora invicta. Y ella se marcha presurosa y yo me quedo descalzo y miro mis libros y pienso abatido que no valen siquiera un par de medias.
Llego a Bogotá con un resfrío atroz. Saliendo del aeropuerto, le pido al taxista que se detenga en una farmacia y compro los jarabes, analgésicos y sedantes que me recomienda una mujer con mandil blanco. Harto de toser, me drogo masivamente en el taxi amarillo, viendo caer la lluvia y soportando de mala gana la cháchara del conductor. Llegando al hotel, aturdido por el cóctel de medicamentos, a duras penas puedo hablar con dos reporteras vocingleras de televisión, que sonríen en cualquier caso, inexplicablemente.
A la noche, todavía dopado, me llevan a la feria del libro. Las ferias de libros, como se sabe, tienen más de ferias que de libros. Uno se siente un objeto en exhibición, un producto en subasta, una mercancía rebajada, a precio conveniente. Mucha gente —sobre todo gente joven, pandillas de estudiantes revoltosos, jovencitas en uniforme escolar— recorre los pasillos, pero nadie o casi nadie compra libros. La gente va a pasear, a mirar, a fisgonear, a chusmear. En las librerías, el público puede tocar un libro, olerlo, hojearlo, palparlo. En las ferias, la gente hace lo mismo, pero también (y principalmente) con el autor: lo toca, lo huele, lo palpa, lo manosea. Aturdido y exhausto como estoy, la voz pedregosa y la cabeza pesada, dejo que me toquen, me palpen, me manoseen y me hagan fotos. Al final, pienso, derrotado: Si estos son mis lectores más leales y entusiastas, tengo que ser un escritor muy malo.
Quizá algún día dejaré de exhibirme en ferias de libros y me abstendré de dar tantas entrevistas inútiles y escabrosas en las que se habla de todo menos del libro. Pero ahora soy un rehén de la editorial, un escritor en campaña, un promotor incansable, afónico, sospechosamente amable, de mis propias mentiras. Por eso hablo de mi última novela frente a un público numeroso y variopinto, extraño y descorazonador, un raro amasijo de ex combatientes de guerra, adolescentes lujuriosas, señoras aburridas, borrachines zigzagueantes con ganas de seguir la juerga conmigo, poetas con sus poemarios sufridos y cursilones, diplomáticos peruanos, peruanos en general (que son infinitamente más confiables que los diplomáticos peruanos) y chicos suaves en busca de un poco de cariño (que sobreestiman mis capacidades amatorias y mis capacidades en general). Pienso: Puede que toda esta gente haya venido acá sólo porque está lloviendo y necesita guarecerse. Pienso: Puede que toda esta gente haya venido acá porque el acto —me resisto a decir: el espectáculo— es gratuito. Pienso: Está claro que nunca he escrito una gran novela y parece improbable que algún día lograré escribirla. Y luego hablo, es decir, miento. Si escribir una novela es ya mentir, hablar sobre una novela es mentir sobre mentiras. Ni yo mismo me creo las cosas que digo. Pero a ratos la gente se ríe y eso sirve de consuelo y mitiga la culpa del charlatán profesional.
De vuelta en el hotel, no consigo dormir. He tomado demasiadas pastillas y reboto en la cama.
Estoy helado. El hotel carece de calefacción. Hay una chimenea en la habitación, lo que parece tan elegante como inútil. Llamo a la recepción y pido que la enciendan. Un botones vigoroso se arrodilla y prende el fuego ante mi mirada arrobada. Procura un calorcillo bienhechor pero fugaz, que apenas dura media hora o poco más. Me ocupo entonces de que no se apague el fuego, de avivar las llamas. No duermo ni lo intento siquiera, porque ahora me obsesiona que no languidezcan las brasas ardientes, que sigan crujiendo las leñas. Echo al fuego todo lo que puedo: periódicos colombianos, libros que me han regalado o que he comprado en la feria, la biblia de tapa verde de la mesa de noche, dos pantalones de pijama que ensucié torpemente al derramar sobre ellos la crema de tomate que me trajeron esa noche a la habitación. Todo arde y se abrasa y es útil a la causa justiciera de aliviar el frío bogotano. En algún momento de la madrugada, danzando insomne frente a la chimenea, consumidas ya las leñas y todas las páginas de la biblia —que nunca me auxiliaron más eficazmente—, se extingue el fuego y vuelve el frío, insidioso.