Antes de irse, Gabriela me mira con un brillo malicioso y me dice: «Yo sé que no me amas. Yo tampoco te amo. Te estoy usando. Voy a acostarme contigo hasta que me ayudes a publicar la novela. Después no me verás más.» Me río y la veo alejarse, pero sé que no está bromeando.
Todo comenzó con un correo electrónico. Al llegar a casa después del programa, me senté a leer mis correos, como todas las noches, y encontré uno cuyo encabezado o título era inquietante: «Soy tu fan.» Alarmado, abrí el correo. Lo había escrito Karina. Era venezolana, vivía en Miami, se había graduado de la universidad y estaba buscando trabajo. Decía que le gustaba mucho mi programa, que no se lo perdía, que lo veía todas las noches, que estaba leyendo alguna novela mía y que tenía ilusión de venir una noche al estudio para ver mi programa en vivo como parte de la audiencia.
Contesté enseguida. No debí hacerlo. Le pedí que me dijera qué noche quería venir para anotarla en la lista de invitados y que me mandase una foto para reconocerla en el estudio. A los pocos minutos, Karina volvió a escribirme diciendo que quería venir al día siguiente si era posible y que vendría sola porque vivía cerca del estudio, en Aventura. No me mandó la foto. No insistí en pedírsela. Le escribí diciendo que la esperaba al día siguiente en el estudio a las nueve y media de la noche, le di la dirección y la anoté en la lista que entregaría al guardia de seguridad.
La noche siguiente conocí a Karina. Era bastante gorda, de unos treinta y tantos años, tenía el pelo pintado de rubio y estaba cargada de regalos para mí. Después de abrazarme con emoción y mirarme con ojos ardorosos, me entregó un libro de poemas que había escrito (titulado La vida es bella y yo también), una camiseta Ralph Lauren talla extra large (bastaba con que fuera large), un perfume Lacoste, una caja de chocolates Godiva y un disco de Arjona. A pesar de que faltaban pocos minutos para comenzar el programa, Karina me tomó del brazo, me clavó una mirada intensa y peligrosa, me dijo que ese era el momento más feliz de su vida y me aseguró algo que me dejó preocupado:
—Somos almas gemelas, papito.
No pude hacer bien el programa porque sentía su mirada sofocante, sus aplausos excesivos, su respiración agitada, su desmesurada felicidad instalada en esa silla precaria de metal. Al terminar, saltó sobre mí, haciendo crujir el tabladillo de madera, y me hizo firmar tres novelas mías. Como no quería repetirme, escribí «Para Karina, con todo mi cariño», «Para Karina, gracias por leerme» y (aquí me equivoqué gravemente) «Para Karina, con la ilusión de verte otra vez». Luego ella le pidió a un camarógrafo que nos hiciera fotos, me abrazó con virulencia y, mientras nos retrataban, me susurró al oído:
—Por fin he encontrado al hombre de mis sueños.
Todo esto naturalmente perturbó mis sueños esa noche. Como no podía dormir, bajé a leer mis correos y encontré varios de Karina, preguntándome si había leído sus poemas, si me quedaba bien la camiseta, si estaban ricos los chocolates. Fui a la cocina, abrí la caja de Godiva y descubrí que faltaba una trufa. Al parecer, Karina la había robado, víctima de un antojo comprensible. Me reí, comí un par de trufas y le escribí: «Gracias por tantos regalos, eres un amor.» Ella contestó enseguida diciéndome que estaba dichosa, que vendría al día siguiente al estudio con más regalos, que no me preocupase porque nunca más estaría solo, pues ella me cuidaría. Antes de despedirse, decía: «Te he buscado toda mi vida. Por fin te encontré. Te amo.» Solté una carcajada y no le contesté.
A la mañana siguiente encontré un correo de Karina que decía: «Hicimos el amor toda la noche. Eres todo un hombre, papito. Me has hecho gozar demasiado. Estoy loca por ti.» Asustado, le escribí diciéndole que no podría verla esa noche en el estudio porque ya no había cupo, que lo sentía, que ya nos veríamos en otra ocasión. No se dio por aludida. Escribió sin demora: «Tengo más regalitos para ti. Nos vemos esta noche, papichulo.»
Llegando al estudio, entregué la lista de invitados al portero y le dije que no dejara pasar a nadie más, sólo a quienes estaban en la lista. Por suerte, Karina no apareció en el estudio. La olvidé. Hice el programa tranquilo. Pero, al salir, estaba esperándome detrás de las rejas, en la puerta de su auto, acompañada del guardia de seguridad. Al ver que me esperaba, no pude escapar. Bajé de la camioneta, se abalanzó sobre mí y me abrazó de un modo brutal, romántico, calenturiento, que dejó pasmado al portero. Me disculpé por no dejarla entrar, alegando que ya no había sitio para ella.
Karina no parecía ofendida: me dio más regalos (alfajores Suceso, chocolates venezolanos, un libro de Coelho, una corbata de flores), me dejó su tarjeta (era agente inmobiliaria, debajo de su foto había escrito «nada es imposible para mí») y me invitó a comer:
—Te voy a llevar a comer chuchi, papito.
Dijo «chuchi», no «sushi», lo que me dejó aterrado, y por eso me disculpé con los mejores modales, diciéndole que no tenía hambre, que prefería regresar a casa.
—Bueno, vamos a tu casa y nos tomamos un vinito —dijo encantada.
—No, no puedo —dije—. Tengo que escribir.
Se le torció la sonrisa, dio un paso atrás y dijo:
—Me había olvidado que eres un literato, papito. Anda nomás.
Entré a la camioneta, suspiré aliviado y la dejé atrás. Ya en la autopista, me pareció que un auto me seguía. Aceleré y confirmé mis sospechas. Era ella, Karina, la gorda loca, al timón de un auto japonés, persiguiéndome a una velocidad imprudente, a riesgo de su vida y de la mía. Recién entonces me asusté y me di cuenta de que estaba en apuros. Empecé a correr como un lunático, salí por un desvío cualquiera, me pasé varios semáforos en rojo, terminé en un barrio que no conocía pero conseguí perderla de vista. Al llegar a casa, me había escrito de su BlackBerry varios correos.
En orden cronológico, decían: «No huyas de nuestro amor», «No tengas miedo, no muerdo, sólo chupo rico», «Yo te voy a sacar el hombre que siempre has sido» y «Cuando me pruebes vas a saber lo que es el amor». Irritado como estaba, escribí: «Ballena malparida, déjame en paz. Si vuelves a seguirme, llamaré a la policía.» No volvió a escribirme ni se apareció por el estudio.
Una semana después o poco más, mi madre me llamó por teléfono y me felicitó por mi nueva novia. Le pregunté de qué me estaba hablando. Me dijo que se había hecho muy amiga de Karina, mi novia venezolana, que la llamaba todos los días a Lima a contarle lo felices que éramos en Miami, lo bien que nos iba juntos. Me quedé helado. Le pregunté cómo Karina había conseguido el teléfono de su casa en Lima. Me dijo que ella no lo sabía, que pensó que se lo había dado yo, que un día llamó Karina y se presentó como mi novia y que le pareció una chica encantadora y que se notaba que me quería mucho porque llamaba todas las tardes a contarle cosas lindas de mí.
—Ojalá que puedas traerla a Lima para presentarme a tu Karinita, mi Jaimín —dijo mi madre, con ilusión.
Le dije indignado que no estaba con Karina, que era una loca peligrosa, que me seguía, que no le contestase más el teléfono, pero mi madre me dijo:
—Tú siempre tan misterioso, amor. Pero yo soy tu mami y te conozco mejor que nadie y sé que te mueres por tu Karina.
Apenas corté el teléfono, busqué la tarjeta de Karina y le escribí un correo. No pude evitar ser vulgar: «Loca de mierda, si vuelves a llamar a mi madre, te voy a romper el culo.» En cuestión de minutos, ella contestó: «Papichulo, rómpemelo cuando quieras, mi culo es tuyo. Te amo.»
Karina ha logrado lo que se propuso. No puedo dejar de pensar en ella. Cuando llego al programa, pregunto si está en el estudio, esperándome. Al salir, no dejo de mirar por el espejo para vigilar si me sigue. Llegando a casa, entro con miedo porque no sé si ella sabe dónde vivo y quizá una noche se mete por el jardín y la encuentro en la sala.
Anoche, desesperado, fui a la computadora y le escribí: «Soy gay. Tengo novio. Entiéndelo, por favor.» Ella no tardó en responder: «No te engañes, papichulo. Eres bien machito. A mí no me vas a tontear con tu marketing. Yo sé que me amas. Soy toda tuya. Soy tu futura esposa. Soy tu fan.»
Furioso, respondí: «Estás loca. Déjame en paz.» Ella me escribió: «Sólo hallarás la paz cuando te cases conmigo.»
Llamo a mi madre por teléfono.
—Feliz día de la madre —le digo.
—Gracias, mi amor. ¿Vas a venir a almorzar?
—No, estoy en Miami.
—Qué pena. ¿Por qué te has quedado en Miami solito?
—Por trabajo.
—Amor, estoy preocupada. Leí en el periódico que estás deprimido, que no te gusta trabajar, que sólo quieres dormir.
—No te preocupes, mamá. Tú sabes que exagero.
—Pero estás mal, amor. Yo puedo darte la receta para la felicidad.
—No estoy mal. No te preocupes.
—Sólo tienes que rezar, amor. El camino de la felicidad es el camino de Dios.
—Ya, mamá. Lo tendré en cuenta.
—Me cuentan que te han dado un premio muy importante.
—Bueno, sí, me han dado un premio, pero no es importante.
—¿Qué premio te han dado, amor? ¿Es por tu programa o por un libro?
—No sé bien por qué me lo han dado.
—Pero ¿quién te lo ha dado?
—Un grupo de gays, lesbianas y transexuales.
—¿Un grupo de transexuales? ¿Qué es eso, amor?
—Gente que se cambia de sexo.
—¿Travestis?
—No. El travesti es un hombre que se viste de mujer. El transexual es una persona que se cambia de sexo.
—Pero eso no se puede, amor. Un hombre es un hombre, no puede volverse mujer.
—Bueno, parece que a veces sí se puede.
—Qué barbaridad, a lo que hemos llegado. ¿Y por qué te han premiado esos travestis?
—La verdad, no sé bien.
—Debe ser porque siempre los entrevistas en tu programa.
—El premio que me han dado es por Visibilidad. Hay otro premio que es por Valentía, pero ese lo ganó una cantante, India.
—Me parece muy mal, amor. A ti te han debido dar el premio Valentía, no a esa chica de la India.
—No es de la India, le dicen India.
—¿Es una india?
—No es india. Su nombre artístico es India.
—¿Y esa cantante india es travesti también?
—No que yo sepa.
—¿Y por qué tu premio se llama Visibilidad?
—No sé. Debe ser porque estoy gordo y eso me hace más visible. Hubiera preferido que me diesen el premio Invisibilidad.
—¿Y a quién le dieron ese premio?
—A nadie, creo.
—No, mi amor. Tú siempre tienes que ser muy visible. Tú eres un líder nato. Desde chiquito ya querías ser presidente. Me parece muy bien que te den el premio por ser visible, porque todo el mundo te ve en la televisión.
—Pero no me lo han dado por eso, ma.
—¿Entonces por qué te han dado el premio, amor?
—Bueno, por decir públicamente que soy bisexual.
—¿Cuándo has dicho eso, Jaimín?
—Hace tiempo, mamá.
—Pero no debes ir diciendo mentiras, amor. Tú no eres bisexual. Tú eres un hombre normal. Tú eres un hombre hecho y derecho.
—Gracias, mamá.
—Desde chiquito has sido muy hombrecito, amor. Acuérdate cómo estabas enamorado de Tati Valle Riestra.
—Sí, pues.
—Además eso de bisexual no existe, amor. Ese es un invento tuyo.
—¿Te parece?
—No, no me parece. Estoy segura. Tú eres muy hombre, Jaimín. Tú eres un líder nato. No sé qué estás esperando para lanzarte a presidente.
—Nadie votaría por mí, mamá.
—¿Cómo que nadie? Todas mis amigas votarían por ti.
—Pero son del Opus Dei. ¿Cómo van a votar por mí?
—Porque son mis amigas y si les pido que voten por ti, tienen que votar por ti. Gracias, mamá.
Voy a pensarlo.
—No lo pienses tanto, amor.
—¿Te ha llamado el presidente esta semana?
—No, hace días que no me llama.
—¿Y de qué hablan cuando te llama?
—No te puedo decir, amor. Pero a veces me pide consejo y yo se lo doy.
—¿Hablan de mí?
—Eso es confidencial, amor. No puedo contarte.
—¿Por qué es confidencial? ¿Acaso se confiesa contigo?
—Lo que hablamos él y yo es privado, amor. No puedo contarte porque después tú lo publicas todo o lo cuentas en tu programa.
—Bueno, cuando hables con él, trata de convencerlo para que venga al programa.
—No es mi papel, amor. Yo tengo que convencerlo para que haga el bien.
—Y si viene a mi programa, ¿hace el mal?
—Yo no he dicho eso, amor. Pero él tiene que hacer lo mejor para el país, no para tu programa.
—Lo mejor para mi programa es lo mejor para el país.
—Eres un bandido. Y dime, ¿qué te dieron de premio los travestis?
—No eran travestis. Eran gays, lesbianas y transexuales.
—Bueno, es lo mismo. ¿Y cuál era el premio?
—Nada, una cosa simbólica, un pedazo de vidrio pesado con una placa.
—¿Y qué dice la placa?
—Dice: «Jaime Baylys, Visibilidad Award.» Suena horrible, ¿no?
—Sí, amor. No me gusta nada. Creo que debes devolverlo con una nota diciéndoles: «Señores travestis, se han equivocado, yo no soy bisexual, yo soy hombrecito, tengo mi pipilín y estoy contento así.»
—Pero mamá, no puedo hacer eso, sería un desaire.
—El desaire es que te premien por algo que no eres, amor.
—Pero yo soy bisexual, mamá.
—No, hijito, eso no existe, tú eres hombre y punto.
—Pero se puede ser hombre y también bisexual, mamá.
—No entiendo nada, Jaimín. Yo sólo sé que cuando naciste tenías un pipilín, no creo que ahora tengas dos.
—No, tengo uno nomás.
—Por eso te digo, amor.
—Pero el bisexual es el que puede desear a un hombre o a una mujer.
—Pero tú no deseas ser mujer, amor. Tú eres bien hombre.
—No deseo ser mujer, pero a veces puedo desear a un hombre.
—Eso no se puede, amor, porque no eres mujer.
—Sí se puede, mamá.
—Ay, Jaimín, estás muy confundido. Cuando vengas te voy a dar la receta para que seas muy hombre y muy feliz.
—Ya, ma. ¿Y cuál es esa receta?
—Te levantas a las seis de la mañana, corres tres kilómetros, te duchas en agua fría y vas a misa de ocho conmigo en María Reina todos los días. Vas a ver que así se te pasa todita la confusión.
—Qué graciosa eres, mamá.
—Pero no es broma, amor. Lo que pasa es que allá en Miami hay muchos travestis y eso te parecerá normal, pero no es normal, amor.