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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (24 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Sonríe, jubiloso. Las Vegas lo espera.

Había esperado ese momento muchos años, siete para ser exactos. Tenía que rendir un examen de conocimientos básicos sobre los Estados Unidos con un oficial de inmigración de ese país. Si pasaba la prueba, sería ciudadano norteamericano.

Esperé mi turno pacientemente. La noche anterior me había desvelado estudiando. Podía decir los estados de la unión con sus respectivas capitales, los eventos históricos más importantes del país, todos los presidentes en orden cronológico, los nueve jueces de la corte suprema, las bases del ordenamiento jurídico, el número de senadores y representantes y muchos otros datos de esa índole.

Mi cabeza estaba atiborrada de información que no recordaría una semana después.

Tras una larga espera, dijeron mi nombre. Cuando me senté a solas frente a mi examinador, leí su nombre en la placa que colgaba de su camisa celeste: Phil. Era gordo, mofletudo, de pelo negro, cejas espesas y ojos fatigados.

Phil me preguntó en inglés si estaba listo y le dije que sí. Luego me miró, leyó unos papeles y me miró más intensamente, copo si me conociera o intentase recordar la circunstancia en que me había conocido. A continuación me preguntó si había nacido en el Perú y si era periodista y escritor. Le dije que sí. Entonces sonrió y dijo:

—Jaimito, hermano, qué haces tú por aquí!

Esto último lo dijo en un español cuyo acento era indudablemente peruano, de modo que comprendí que estaba frente a un compatriota o ex compatriota o nuevo compatriota.

—¿Eres peruano? —pregunté, sorprendido.

—¡Claro, pues, compadrito! —dijo él, poniéndose de pie—. ¡Peruano como el ceviche!

Me puse de pie y Phil me dio un abrazo. Luego dijo: —¡El Niño Terrible! ¡Te pasas, oye, Jaimito! ¡Yo desde chico veía tu programa! Y mi señora madre, que en paz descanse, mucho se reía con tus locuras.

—Hombre, muchas gracias, Phil —dije, abrumado por tanto afecto—. Qué suerte la mía que justo un peruano me tome el examen.

—Entre peruanos tenemos que ayudarnos —dijo él.

—No te preocupes, que he estudiado —dije—. Pregúntame lo que tengas que preguntarme.

—Pero el que haces las preguntas eres tú, pues, hermanito —dijo él, juguetón.

Luego, imitando mi tono de voz, dijo: «Buenas noches, bienvenidos al programa» y soltó una carcajada que yo secundé.

—¿Llevas tiempo viviendo por acá? —pregunté, apenas volvimos a sentarnos.

—Más de veinte años —dijo él, compungido—. Me fui porque allá no había trabajo.

—Comprendo —dije—. ¿Y te hiciste ciudadano?

—Claro, Jaimito —respondió, muy serio—. Ya tengo años como ciudadano.

—Te felicito —dije—. ¿Y de qué parte del Perú eres?

—De la selva, de Oxapampa —dijo, con orgullo.

—Nunca fui, pero dicen que es lindo —mentí.

—Es bellísimo mi pueblo —dijo Phil—. Sueño con volver allá cuando me retire.

—Qué curioso que te pusieran Phil en Oxapampa —dije, corriendo un cierto riesgo.

—No, no —se rió él—. Yo me llamaba Filomeno pero acá no conviene, pues, hermano. Por eso cuando me hice gringo me puse Phil nomás. Porque los gringos no podían decir Filomeno.

Nos reímos y luego Phil dijo:

—Tengo que hacerte algunas preguntas, flaco.

—Cómo no —dije, muy serio—. Todas las que sean necesarias.

Phil tomó aire y preguntó:

—Dime, hermanito, ¿cómo está nuestro querido Perú? No imaginé que esa sería la primera pregunta del examen. Me tomó por sorpresa. Me apresuré en responder:

—Bueno, tú sabes, igual que siempre.

—¿Has estado por Lima ahora último? —preguntó.

—Sí, hace una semana —respondí.

—¿Cómo están las cosas? —preguntó.

—No muy bien —dije—. La gente no está contenta con el gobierno.

—Oye, Jaimito, y tú que eres un conocedor de la política, ¿quién crees que se la lleva en las elecciones? —preguntó.

—Bueno, la cosa está difícil, todavía no se ve un claro favorito —respondí.

—Dime una cosa, flaco —dijo él—. ¿Tú crees que vamos al mundial de fútbol?

—No, imposible —dije.

—¡Pero ese entrenador es una desgracia, pues! —se impacientó Phil—. ¡Y cobra una fortuna! ¡No hay derecho, hermano!

—No hay derecho —repetí.

Phil levantó el teléfono, marcó un número y dijo:

—Rosita, mi amor, adivina quién está acá conmigo. Miré incrédulo.

—Adivina, pues, chola —dijo Phil.

Luego añadió:

—El Niño Terrible.

Yo sonreí como si estuviera orgulloso de que me llamasen así.

—Acá te paso con Jaimito —dijo Phil.

Luego susurró:

—Es Rosita, mi señora, de Chachapoyas, tu hincha número uno, flaco.

Tomé el teléfono y dije:

—Hola, Rosita, qué gusto saludarte. ¡Jaimito! ¡Qué emoción! —dijo Rosita—. ¿Qué haces con el Filomeno?

—Acá, dando el examen —dije.

—Ay, flaquito, qué bueno que te hagas gringo, es lo mejor para tu futuro, porque con nuestro país nunca se sabe, oye.

—Sí, pues —dije.

—Oye, Jaimito, pero tengo que decirte algo.

—Sí, dime, Rosita.

—Has engordado, oye. No me gusta que salgas así con tanta papada en televisión.

—Voy a hacer dieta, Rosita —prometí.

—Oye, Jaimito, por favor, mándales saludos en tu programa a mis hijitas Rosemary, Kimberley y Britney Purificación.

—Ya, Rosita. Mañana les mando saludos. Acá te paso con Phil —dije.

Phil le dijo a Rosita:

—Ya, cholita, hazme un buen ají de gallina para cuando llegue a la noche.

Luego colgó y dijo:

—Oye, Jaimito, buena gente eres, bien sencillo, no pensé que eras así, en televisión pareces más sobrado.

—Gracias, Phil —dije.

—Flaco, mándales saludos a la chola y a mis cachorritas, pues. Te pasarías, hermano. Ellas son tus fans.

—Seguro, Phil, cuenta con eso —dije.

Luego se puso de pie y dijo:

—Listo, Jaimito, aprobaste el examen.

Me levanté y pregunté, sorprendido: —¿Pero no vas a preguntarme nada?

Phil se puso muy serio y dijo:

—Sólo una pregunta.

—Listo —dije.

—¿Cuál es la ciudad más bella del Perú?

—Oxapampa —dije.

—Aprobado, Jaimito —dijo Phil, y me dio un gran abrazo.

Luego añadió, sonriendo:

—Welcome to the United States of America.

El avión de Lima a Buenos Aires sale de madrugada y llega a las siete de la mañana. Un viajero desprevenido podría pensar que la parte más odiosa del viaje son las casi cuatro horas de vuelo soportando las flatulencias de los vecinos o los inevitables trámites burocráticos que debe sortear hasta salir del aeropuerto de Ezeiza. Pero recién allí comienza el tramo más lento y contrariado de la travesía: por muy presuroso que sea el conductor de taxi, por muy diestro que sea para abre paso, quedará empantanado en una ciénaga de autos viejos que es la avenida General Paz. Y es allí, bajo el sol impiadoso de la mañana, cuando el viajero, estragado por la mala noche, tratando de bloquear los rayos de sol con una bufanda que cuelga de la ventana, hablando en piloto automático con el chofer lenguaraz al que no se atreve a pedirle un momento de silencio, se prometerá una vez más (sabiendo que es mentira) que pasará un año sin viajar, un año entero sin subirse a un avión más.

Una hora y media después (que es lo que demora el trayecto en taxi entre el aeropuerto y el barrio de San Isidro), el viajero llegará a casa desesperado por callarse y tumbarse en la cama a dormir todo lo que no ha dormido en muchas noches breves.

Que es exactamente como llegué el lunes al departamento en la calle Roque Sáenz Peña, con vista al campo de rugby, al barrio laberíntico de casas antiguas y al río marrón que invita a la melancolía.

Fue entonces cuando ocurrió la primera emboscada del destino, porque los contratiempos precedentes estaban todos más o menos calculados, dado que un lunes de cada mes llego a Buenos Aires a morir un poco en la General Paz: después de despedirme del taxista deseando no verlo más, traté de abrir la puerta de calle del edificio, pero mis esfuerzos, un tanto crispados por la fatiga del viaje, resultaron inútiles y algo patéticos, pues al cabo de unos minutos de forcejear con la cerradura, acabé gritando palabrotas, pateando la puerta, timbrando desesperadamente al portero, que al parecer había salido o estaba dormido. Evidentemente, habían cambiado la cerradura y, como Martín estaba de viaje, no podía entrar.

Extenuado como me hallaba, hice rodar mi maleta por las seis cuadras empedradas que separaban aquel edificio de un hotel de San Isidro, el hotel del Casco, frente a la catedral, donde había dormido no pocas noches. A pesar del cansancio, me asaltó inesperadamente un ramalazo de alegría al caminar por esas calles y reconocer las caras inconfundibles del barrio: la pareja de lesbianas de la bodega, el gordo parlanchín del lavadero, los remiseros en corbata, el viejo cegatón del quiosco, las chicas en mandil que fuman en la puerta de la farmacia, la camarera que me ve en la tele y sabe todos los ratings. Es aquí, me dije, donde quiero venir a morir. Y seguí haciendo rodar la maletita, en busca de una cama que me hiciera olvidarme de mí mismo por unas horas.

Tuve suerte: el recepcionista del hotel me dijo que tenía libre la habitación que más me gustaba, la del segundo piso, con una vista esquinada a la catedral recién remozada. El joven, muy educado, no hizo preguntas (lo que siempre se agradece), me ayudó con la maleta y me recordó que en media hora retirarían el desayuno, por si quería comer algo antes de dormir.

Traté de dormir, pero el recuerdo del espléndido desayuno que servían en ese hotel conspiró contra tan noble propósito, así que me eché agua fría en la cara, tomé dos analgésicos para mitigar el dolor de cabeza y bajé al patio a darme un atracón de medialunas, quesos, jamones, frutas y yogures, uno de esos desayunos que te dejan sin hambre el día entero y con la sospecha de que nunca nadie volverá a desearte. Pocos son los placeres ciertos, indudables, y comer bien sigue siendo uno de ellos, y devorar el desayuno de un hotel que viene incluido en el precio de la habitación puede que sea uno de los placeres más subestimados en los tiempos modernos.

En ese trance me hallaba, comiendo mucho y sin hambre, sacando un provecho mezquino del desayuno gratuito, cuando alguien me saludó:

—Jaimito, dónde venimos a encontrarnos.

Era Cars García, Carlitos, el mejor amigo que tuve en los años de la universidad, argentino, hijo de argentinos, residente en Lima en los ochenta hasta que sus padres se fueron a vivir a los Estados Unidos y él se fue con ellos y dejé de verlo desde entonces, desde que se mudó a Denver, Colorado.

Hombre noble y bueno si los hay, cultor del ocio creativo o del ocio a secas, enemigo del trabajo en cualquiera de sus formas, cuarentón como yo, Carlitos fue quien me inició en el amor por la marihuana, el rock argentino y la vida argentina en general.

Protegido por unas gafas oscuras, y con los sosegados modales que siempre le conocí, Carlitos me dijo que estaba en Buenos Aires porque su madre había muerto. Lo dijo con naturalidad, sin hacer ningún drama, casi disculpándose por darme una mala noticia a esa hora de la mañana:

—Se murió mi mamá. Tenía cáncer. Sufrió mucho. Vinimos a enterrarla acá, como ella quería.

Este fue su barrio de niña. ¿Te acordás cuando vinimos y nos quedamos en la casa de mis abuelos?

Aquel fue, con apenas veinte años, uno de los mejores viajes de mi vida, un mes en Buenos Aires con Carlitos, instalados en una gran casa de sus abuelos maternos cerca del río, comiendo excesivamente, fumando marihuana con fervor religioso, durmiendo juntos en una vieja cama que chirriaba y nos hacía reír, mientras sus abuelos, maravillosos anfitriones, dormían recatadamente en un cuarto lleno de imágenes religiosas y retratos familiares entre los que sobresalía, bella, radiante, angelical, la señora Milagros, madre de Carlitos.

Al terminar el desayuno, fuimos a su habitación y encendió un porro. Hacía algún tiempo que yo no fumaba; parecía la ocasión propicia para corregir ese descuido. Fumamos juntos, como en los viejos tiempos, en una cama vieja de una casona vieja de un barrio al norte de Buenos Aires. Luego me sorprendió: —¿Vamos a la catedral a rezar por mi madre?

Naturalmente, lo acompañé. Solos los dos en una banca de la catedral, vi a Carlitos arrodillarse, persignarse, cerrar los ojos y orar en silencio. Confortado por los auxilios de aquella hierba matinal, y sospechando que mis plegarias serían desatendidas, recé por la madre de Carlitos, por sus abuelos también fallecidos, por mi padre enfermo, por la santa de mi madre, por el doble milagro de mis hijas, por la bella Sofía, por Martincito, por su hermana Candy, por su hija Catita.

Ana me envía un correo electrónico que dice: «Sos malo.» Me lo dice porque hace días que no le escribo.

Le contesto: «Soy malo para que me quieras, si fuera bueno te aburrirías de mí.» Se lo digo para que no deje de escribirme.

Ana me escribe: «¿Cuándo venís? ¿Cuándo voy a verte?» Le respondo: «Puedes verme los sábados a la noche en canal 9.»

Se molesta: «Sos malo y además cruel, sabés que no soporto verte en la tele, odio tus entrevistas, parecés un nabo atómico, entrevistás a gente que casi nunca te interesa realmente, no quiero que salgas en la tele, te hace mal como escritor, no te conviene.»

Le escribo: «Te amo cuando me dices esas cosas, estás loca pero tienes razón, yo tampoco soporto verme en la tele.»

Me escribe: «Entonces dejá la tele y escribe, sólo escribe.» Le escribo: «No puedo, la tele paga bien, los libros dejan poca plata, tú sabes que a mí me gusta vivir bien.»

Me reprocha: «Un verdadero escritor no tiene miedo a ser pobre.»

Me defiendo: «Entonces no soy un verdadero escritor, nunca he podido ser nada completamente verdadero, ni siquiera un hombre verdadero.»

Me escribe: «Sí lo sos, sólo que no creés suficientemente en vos.»

Le respondo: «Al menos creo suficientemente en ti.»

Me amonesta: «Tampoco creés en mí, porque no querés verme, siempre encontrás una excusa para no verme, voy a borrarme el tatuaje que me hice con tu nombre.»

Le digo la verdad: «Sabes que te amo, pero no sé si quiero verte, porque la última vez que nos vimos terminamos discutiendo de política.»

Me escribe: «Entonces no hablemos de política, pero veámonos, no seas malo.»

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