Algo sorprendido, pero acostumbrado a atender en todo lo que sea posible a los habitantes de esa playa, Candela acepta cumplir tan innoble y peligrosa tarea, la de cuidarme la espalda de los rigores del sol.
Ahora estamos Candela y yo de pie, él en su uniforme playero, yo en un traje de baño de flores que me queda grande, y Candela abre sus manos y yo deposito en ellas sendos chorros de protector número setenta, el más resistente y grasoso de todos, y luego me doy vuelta y Candela empieza a frotar sus manos por mi espalda con una seriedad y un esmero indudables. Aquel momento en que Candela me masajea la espalda con sus manos recias y grasosas, curtidas por el cloro, el agua salada y el sol, es, con mucha diferencia, el más memorable de cuantos he pasado en estos días atrincherado en la playa, y así se lo hago saber con el debido respeto:
—Lo haces estupendamente, Candela. Por favor, échame un poco más y no dejes ninguna parte sin protector, que odio la erisipela.
—Con mucho gusto, señor —dice él, y estruja el frasco plástico para extraer más protector setenta.
Para mi mala fortuna, cuando Candela se halla frotándome la espalda ya con más confianza aunque no por ello con menos dedicación, pasan caminando frente a la terraza, rumbo a la playa, dos señoras en traje de baño y sombrero, muy elegantes, bañadas por supuesto en protector, y al ver a un muchacho uniformado sobando una y otra vez mi espalda tantas veces sospechada, comentan algo en voz baja, se persignan con estupor y una dice:
—Cómo se ha maleado esta playa.
Al parecer, tan pías y honorables damas han caído en el error de pensar que Candela está acariciándome, llevado por la lujuria, y no echándome loción contra el sol, y que dicho joven uniformado y yo nos hemos entregado con descaro, y a la vista de quienes deseen mirar, a las más bajas pasiones, que, como se sabe (aunque tal vez ellas no lo saben), suelen ser las más placenteras.
Pues no es así, nobles señoras: no es que ame a Candela, es que soy un hombre solo y odio la insolación.
Candela se marcha poco después, agradecido porque le he servido bebidas y bocaditos y le he prometido mandarle saludos en el programa, y yo bajo a la playa, desafiando las miradas hostiles de las damas cuya sensibilidad he herido sin querer, y me doy un baño de asiento en las aguas heladas y arenosas del Pacífico. Y como no parece ser mi día de suerte, una ola chúcara me golpea por detrás y me desacomoda el traje de baño, y mis amigas, escandalizadas, alcanzan a capturar visualmente, en el luminoso horizonte de bufeos y gaviotas, un pedazo de mi trasero tantas veces sospechado, que, puedo jurarlo, no ha tocado ni tocará nunca Candela, aunque ellas no me crean, porque, cuando paso a su lado, bañado en agua salada, una comenta en voz baja, aunque no tanto como para que no pueda oírla:
—Qué desperdicio este muchacho.
Camino a la casa de su hermano Bobby, que la espera para salir a navegar, mi madre se detiene un momento a visitarnos en la playa. Cuando regreso de correr, la encuentro sentada en la terraza, conversando con Sofía y mis hijas, que han llegado esa mañana, escapando de mi ex suegra. Se ve estupenda, guapa, delgada. Ya no viste de negro por la muerte de mi padre. No quiere tomar nada porque se siente un poco mareada por los cien kilómetros que ha recorrido en compañía de un chofer y un custodio que la esperan en la sombra con las flores que llevan para su hermano, el legendario Bobby. Está serena y feliz, sorprendentemente serena y feliz. Dice que mi padre está ahora en un lugar mejor y que algún día ella se reunirá con él y podrán abrazarse como nunca pudieron abrazarse cuando estuvieron de paso por acá. «Ojalá», le digo. «Ojalá, no: así será», me corrige ella, con su sonrisa infinitamente bondadosa. Luego me cuenta que el año pasado hizo muy provechosas inversiones en la bolsa de valores, en ciertas compañías mineras cuyas acciones multiplicaron su valor. Quedo asombrado con la solvencia y naturalidad con que mamá habla de sus astutas movidas bursátiles. Ha ganado dinero, aunque pudo ganar mucho más de no haber vendido a destiempo en un par de ocasiones, mal asesorada por ciertos financistas asustadizos (menciona a uno de apellido Solano), que pensaron que cierto candidato de izquierda ganaría las elecciones. La escucho en silencio, admirado. Es una mujer distinguida, de modales suaves y apariencia delicada, incluso frágil, pero hay en ella una voluntad de hierro, una fuerza escondida, cierta inquebrantable perseverancia que nace, supongo, del ejercicio diario de la fe. Mi madre me anima a invertir en la bolsa con ella. Ya no me anima a ir a misa con ella. Es una manera ingeniosa de buscar alguna forma de complicidad conmigo. Le prometo que seguiré sus consejos financieros, que compraré y venderé lo que ella me diga, que nos haremos muy ricos y me retiraré por fin de la televisión. Me dice riéndose que ella tiene tanta suerte en la bolsa porque en realidad, bien miradas las cosas, no es suerte, es que cuenta con la asistencia y el auxilio de Dios Todopoderoso, que la ilumina en la lenta pero segura expansión de su portafolio. Luego nos deja varios regalos (manás, chocolates, sobres con billetes para las niñas, un saco que era de mi padre para mí) y prosigue su viaje por la autopista al sur, donde, doscientos kilómetros más allá, en la bahía de Paracas, la espera su hermano Bobby, el navegante solitario, legendario por el poder de su inteligencia y la fineza de su humor, que la ha invitado a pasar el fin de semana en su espléndida casa que yo todavía no conozco.
Unos minutos después, mientras estoy probándome con algún temor el saco marrón que fue de mi padre, escucho sorprendido que mamá ha regresado. Nos cuenta, riéndose, que ha ocurrido un percance curioso, que no vamos a poder creer: el chofer y el custodio han cerrado el baúl del auto, dejando las llaves adentro, y ahora no pueden abrir el baúl ni encender el auto. Le pregunto cómo pueden haber dejado las llaves en el baúl y luego cerrarlo. Me dice que, al acomodar de vuelta en la maletera las flores que ella le lleva a su hermano y que habían sacado de allí para que no se estropeasen con el calor, uno de ellos, el chofer, dejó las llaves sin darse cuenta y luego cerró la puerta. No tienen copia de la llave, han forzado la cerradura pero no encuentran manera de abrirla, así que caminarán al pueblo con la esperanza de encontrar a algún cerrajero que les permita recuperar la llave extraviada y seguir viaje hasta la bahía de Paracas. Mamá está encantada: Dios ha querido que se pierda la llave en la maletera para que pueda pasar más tiempo con nosotros. Es una señal o un mensaje que ella acata con resignación y alegría. Llama a su hermano Bobby por el celular, le comunica las malas noticias (que para ella más parecen buenas) y le dice que, si no encuentran un cerrajero en el pueblo, es probable que tenga que quedarse a dormir con nosotros.
Apenas corta la llamada, la llevo a un cuarto de huéspedes y le pregunto si le provoca descansar.
Me dice que ya se siente bien, que ya le pasó el mareo, que lo que de verdad le provoca es darse un baño de mar. Poco después, sale en un traje de baño negro de una pieza, muy conservador como corresponde, con sombrero de paja y bañada en protector. Mis hijas, encantadas, le echan protector en la espalda. Antes de bajar a la playa, mamá ve en el jardín las pequeñas tablas de goma o espuma de las niñas (que ellas llaman «morey» o «pititablas») y me pregunta si puede usar una «para correr olitas». Sorprendido, me río y le cargo la tabla hasta llegar al mar. «No te olvides que yo, de joven, corría olas a colchoneta en La Herradura», me dice ella, sonriendo, acomodándose el sombrero. «Y me metía más adentro que todos los hombres y corría las olas más grandes que ellos no se atrevían a correr.» Yo había oído esos cuentos desde que era chico y pensaba que eran fantasías o exageraciones, pero cierta vez, hace ya veinte años, conocí a un periodista sabio y encantador, que fue mi maestro, el gran Manuel d'Ornellas, y él me contó una tarde, almorzando en un restaurante japonés, que, cuando era joven, corría olas en colchoneta con mi madre en La Herradura y que ella bajaba esas olas con una destreza, un arrojo y una habilidad inexplicables que dejaba pasmados a todos los muchachos que corrían con ellos y que no se aventuraban a bajar ciertas olas portentosas que mamá conquistaba sonriendo en una colchoneta azul.
Ahora mi madre se echa sobre la tabla amarilla y se aleja de mí, haciéndome adiós, siempre sonriendo, y sobrepasa con pericia unas olas medianas y luego espera y espera y espera, mientras mis hijas y yo la observamos remojándonos las piernas desde la orilla, y de pronto Lola grita «¡olón!», y algo revive y se agita en la mirada de mi madre, y entonces ella bracea, patalea, se acomoda y, ante nuestros ojos asombrados, se instala en la cumbre de la ola, la posee sin mediar duda alguna y, una vez que la ha conquistado y hecho suya, la baja, recorre, zigzaguea y disfruta como si fuera una de las viejas olas de La Herradura que corría cincuenta años atrás en su colchoneta azul. Mis hijas la aplauden, maravilladas de tener una abuela que todavía corre olas y que las corre mejor que ellas y sus amigas, y yo le pregunto a mi madre si está bien, si no tiene miedo de meterse tan adentro, y ella me mira con sus ojitos santísimos, llenos de bondad, y me dice «no tengo miedo porque Dios es mi tabla, amor, y yo bajo todas las olas con Él». Y yo beso a mi madre en sus mejillas saladas y la quiero más que nunca.
Llego a Buenos Aires a pasar una semana con Martín. No nos hemos visto en algún tiempo. Al llegar al departamento, trato de no hacer ruidos, pero Martín se despierta de todos modos. Nos abrazamos. Martín quiere hacer el amor. Yo sólo quiero dormir. Ha sido un vuelo largo, estoy extenuado. Martín se queda triste, siente que ya no es como antes, cuando nos conocimos.
Duermo todo el día. A la noche, de mejor humor, digo que quiero ir al cine. Martín dice que hace frío, que mejor nos quedamos viendo el programa de bailes en la televisión. Digo que prefiero ir al cine, que en ese caso iré solo. Martín se alista y me acompaña. Vamos en taxi. Todavía no ha salido del taller, de un servicio de rutina, el nuevo auto que hemos comprado, a riesgo de que nos lo roben también. Martín odia ir en taxi, odia que yo hable con los conductores. Yo lo sé y por eso voy callado. Vemos en función de medianoche una película policial, la historia de un asesino en serie.
Martín odia la película, dice que le da miedo, que le recuerda a su hermana enferma, a la muerte.
Quiere irse del cine, pero le pido que se quede hasta el final. Al salir, subimos a un taxi. El chofer estornuda, tose, carraspea. Martín se cubre el rostro con el suéter. «Es un asco, me está tosiendo en la cara», dice. «No exageres, no es para tanto», le digo. Llegando a la casa, le digo que hubiera preferido ir al cine solo. Martín cierra bruscamente la puerta de su cuarto y se va a dormir sin despedirse.
Al día siguiente hace más frío. Despierto cansado, de mal humor. Voy al oculista, necesito anteojos nuevos. Martín me acompaña, me dice: «No sé para qué venís a verme, si estás todo el día de mal humor.» Me quedo en silencio, no le hablo. Martín se va sin despedirse. A la tarde, después de la siesta, caminamos al cine. Quiero ver una película sobre un hombre que le dispara a su mujer.
Martín no parece muy animado. Mientras caminamos, me pregunta si algún día vamos a dejar de vernos esporádicamente y vivir juntos. Le digo que no lo sé, que ya se verá más adelante. Martín se molesta y, llegando al cine, dice que prefiere irse. Se va sin despedirse. Veo la película a solas y la disfruto. Saliendo del cine, encuentro a Martín, que me espera. Nos abrazamos.
La noche siguiente, Martín ya tiene el auto recién salido del taller. Propongo ir al cine a una función de medianoche. Quiero ver una película francesa. Martín dice que hace frío, seis grados, cuatro de sensación térmica. Le digo que nunca ha podido saber la diferencia entre la temperatura oficial y la sensación térmica y que, aunque haga frío, iré al cine de todos modos. Como tiene el auto recién afinado y limpiado, Martín decide acompañarme. Cuando llegamos a la cochera, suena una alarma escandalosa. No sabemos desactivarla. No podemos sacar el auto. Lo intentamos varias veces, pero la alarma nos espanta. Nos marchamos derrotados. Vamos caminando a un restaurante oriental. La comida es cara y nos cae mal. Me quedo triste, pensando que la noche se frustró porque con el auto todo es más complicado. La vida era más simple cuando nos movíamos en taxi, pienso.
Ahora hay que pagar cocheras, seguros, patentes, alarmas. Pero no digo nada porque no quiero otra pelea con Martín.
El jueves quiero ver un partido de fútbol en televisión pero no puedo porque tengo que ir a un casamiento con Martín. Es la boda de una amiga, que se casa en el hotel más elegante de la ciudad.
Me niego a ir a la iglesia. No estoy dispuesto a hacer ese teatro religioso. Vamos a la fiesta.
Tenemos suerte: llegamos tarde, pero justo en el momento en que están sirviendo el primer plato.
La cena es espléndida. Converso con mis vecinos de mesa, a quienes acabo de conocer. Martín está encantado. Me dice que algún día le gustaría casarse allí conmigo. Le digo que no me voy a casar de nuevo. Martín se queda triste, toma vino blanco, no habla con nadie. Hablo con unos diseñadores de modas. Cuando ponen música disco, Martín dice para ir a bailar. Le digo que bailar es una vulgaridad. Martín me dice que soy un tonto. Va a bailar solo. Lo miro y pienso que baila lindo.
El viernes almorzamos con Blanca, que ha llegado de Madrid. Le regalo una de mis novelas porque ella cumplirá años en pocos días. No sé qué firmarle. Ella nos ha contado que le divierte una expresión española: «Total-sensacional.» Le escribo: «Eres total-sensacional. Con todo mi amor, J.»
Martín lee la dedicatoria y piensa que no he debido escribir la palabra «amor». Le molesta que esté siempre tratando de seducir a las mujeres guapas, no importa si son sus amigas. Cuando Blanca se va, me lo dice, me dice que no era apropiado escribirle «con todo mi amor» a una amiga. Le digo que no exagere, que es un amor de amigo, no un amor sexual. A la noche, después de la siesta, digo que quiero ir a ver la película francesa que no pudimos ver la otra noche. También digo que estamos invitados a un musical. Martín dice que prefiere ir al musical. No tengo ganas de ir a un musical, pero cedo. Vamos en el auto, escuchando el nuevo disco de Bosé. Llegando a la calle Corrientes, sufrimos para encontrar estacionamiento. Entramos al teatro. Le digo que, si el musical es aburrido, nos iremos en media hora. Martín acepta. Pero, al comenzar, una de las actrices me saluda, me ha reconocido desde el escenario. Le mando un beso volado. Luego susurro al oído de Martín: «Nos jodimos, tenemos que quedarnos hasta el final.» El musical dura dos horas. Nos aburrimos. Pienso que debí ir a ver la película francesa, que hice una concesión a mi chico y ahora me arrepiento.