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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (12 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Caminando por los pasillos de Sawgrass, congestionados de personas que empujan sus carritos metálicos con una determinación aterradora, comprendemos que debemos actuar rápida y sagazmente para ganar esa guerra sin cuartel en pos de la mejor rebaja, la última liquidación, el precio más barato. No sabemos qué queremos, pero nos anima la ilión de comprar muchas cosas a precios bajísimos, inverosímiles, y derrotar a ese ejército de depredadores que, estimulado por frecuentes dosis de cafeína, avanza sin piedad sobre cualquier cosa sospechosa de estar barata. De pronto entramos a una tienda y Lola grita: —¡Papi, una estufa baratísima, sólo cuesta diecinueve dólares! —¡Cómprala, apúrate! —me anima Camila.

—Pero hace calor —digo.

—¡No importa! —dice Lola—. ¡Sólo cuesta diecinueve dólares! —¡Aprovecha, papi! —dice Camila.

Nos llevamos la estufa. Un poco más allá, Lola se arroja sobre unas zapatillas en descuento. Le pregunto si le gustan.

—No, son horribles —dice.

—Entonces déjalas —le sugiero.

—No, ¡están regaladas! —dice ella.

—Pero no te gustan —le recuerdo.

—No importa, ¡hay que aprovechar que están en sale! —sentencia ella.

Por supuesto, las compramos y continuamos buscando cualquier cosa inútil pero irresistiblemente barata. En una tienda para mascotas, las niñas encuentran ropa para gatos.

—¡Ochenta por ciento de descuento! —anuncian, mostrando una gorrita, unas medias y una camiseta.

—Pero no tenemos gatos en Miami —les digo.

—¡Da igual! —dice Lola—. ¡Después conseguimos los gatos! O llevamos la ropa para los de Lima.

No lo dudo y me hago del botín. Luego nos abrimos paso entre la muchedumbre y llegamos a otra tienda.

—¡Papi, calzoncillos a tres dólares! —grita Camila.

—No necesito, amor.

—¡Sólo tres dólares, papi! —dice Lola—. ¡Cómpralos! Elijo unos calzoncillos y los llevo a la caja.

—Si compra seis, le regalamos uno —dice la vendedora.

—No, así estoy bien —digo.

—¡Pero te regalan uno, papi!

—Bueno, déme seis.

Enseguida corremos a otra tienda o campo de batalla.

—¡A seis dólares la ropita de bebé! —grita Lola.

—Pero no tenemos bebés, amor —digo.

—¡No importa! —grita Camila.

—¡Cincuenta por ciento de rebaja en vestidos de embarazada! —anuncia Lola.

—¡Los llevamos! —grito.

—Pero mami no está embarazada —dice Lola.

—Los llevamos —digo—. Nunca se sabe cuándo viene un embarazo.

—¡Diez dólares los shorts de camuflaje, papi! —¡Tíralo al carrito, amor! —¿Te gusta el camuflaje, papi?

—No, lo odio, pero a ese precio me encanta.

Horas después, extenuados, volvemos a casa con decenas de objetos que no necesitamos ni nos gustan, pero felices por haberlos conseguido a esos precios increíbles.

A la mañana siguiente, leo que ese día no cobrarán el impuesto a las ventas y corro a darles la buena noticia a mis hijas. Apenas la oyen, Lola grita: —¡Vamos a Sawgrass, papi! —¡Vamos! —grito.

—¿Pero qué vamos a comprar? —pregunta Camila.

—Cualquier cosa —digo—. ¡Hay que aprovechar que no hay impuestos! —¡Vamos! —gritan ambas, felices.

En la camioneta, rumbo a Sawgrass, un brillo extraño ilumina nuestras miradas.

Me considero un hombre de éxito porque nunca pasé una noche en la cárcel. Mi mayor ambición es que no me arreste la policía.

Soy escritor porque no se me ocurre otra manera de ganar dinero quedándome en casa.

Mi idea de la felicidad se reduce a cagar siempre en el baño de mi casa. Eso me obliga a pasar la mayor parte del tiempo en casa. Por eso me hice escritor.

Salgo en televisión no por cariño al público sino para ganar suficiente dinero que me permita alejarme de él.

Mis enemigos no son muy distintos de mí. Me reconozco en ellos. Son mediocres como yo.

Saben que no pueden ser mis amigos y se resignan a odiarme.

Mi oficio es hablar. Me pagan por hablar. Me pagan incluso cuando estoy en silencio. Es el mejor oficio del mundo. Te sientas, sonríes y hablas una hora o dos. Ni siquiera tienes que saber lo que estás diciendo. Sólo tienes que hablar como si tuvieras la razón.

No me gusta hablar por teléfono porque ya me acostumbré a que me paguen por hablar. Cuando hablo por teléfono, siento que alguien me queda debiendo dinero.

No es que haga preguntas en televisión porque tenga curiosidad sino porque debo llenar los silencios. Si alguien me pagase por estar en silencio, dejaría de hacer preguntas.

Me he vuelto sexualmente pasivo no porque lo disfrute sino porque ser activo es una responsabilidad histriónica que me abruma.

Me da igual verme más gordo o menos gordo porque no aspiro a que nadie me toque. Prefiero tocarme yo mismo.

No sé si me apenaría ser impotente. No cambiaría mucho mi vida.

En mi caso el colegio y la universidad no sirvieron para nada. No recuerdo siquiera vagamente las cosas que me enseñaron. Las olvidé porque eran inútiles o porque soy un inútil.

Me alegro cuando alguien pierde dinero en la bolsa de valores, especialmente si es de mi familia y tiene más dinero que yo.

Cuando muera, sólo aspiro a no dejar deudas y a que ningún cura venga a mis funerales.

No sé por qué tendría que querer especialmente a las personas que nacieron en el país en que nací, si ellas tampoco me quieren por esa razón ni por ninguna.

He ahorrado algún dinero porque comprar cosas o hacer negocios requiere un esfuerzo del que me siento incapaz.

Mis planes para el futuro son dormir todo lo que pueda, viajar lo menos posible y escribir lo que sea inevitable.

Mi odio a los gatos se origina en la sospecha de que son más inteligentes que yo.

Salgo de casa con dos aerosoles repelentes de mosquitos, uno en cada mano, listo a dispararle al enemigo. Un aerosol es color naranja, el otro es verde. Nunca salgo sin ellos. Esta pequeña isla cercana a Miami se llena de mosquitos cada cierto tiempo y es preciso andar armado. Los mosquitos están por todos lados y atacan con sigilo y ferocidad. Mis hijas, previsoras como yo, llevan también sus repelentes en aerosol y van disparando a todos lados, tratando de impedir que nuestros huidizos atacantes claven sus lanzas de batalla en nuestra piel, succionen la sangre y nos dejen llenos de picaduras, escozores, hinchazones y rencores, como estamos ahora.

—¡Corran, chicas, disparen las pistolas! —les grito, al tiempo que, levemente encorvado, mirando en todas direcciones, voy rociando el veneno a mi alrededor, espantando a los mosquitos.

Mis hijas se desplazan velozmente y aniquilan sin piedad a esas sañudas criaturas que se acercan a ellas con las peores intenciones. Apenas entramos en la camioneta, cerramos las puertas, enmudecemos y observamos con cuidado si algún insecto volador ha logrado penetrar con ganas de aguijoneamos. De pronto sorprendo a un mosquito en pleno vuelo y disparo sobre él. Consigo matarlo, pero Lola me grita: —¡Papi, no seas tarado, no dispares contra mí!

—Mil disculpas, amor, no me di cuenta —le digo.

En la familia, a los aerosoles repelentes de mosquitos les decimos las pistolas, y nadie sale de casa sin una pistola. En esto, curiosamente, he terminado pareciéndome a mi padre. Cuando era niño, veía con admiración que papá llevaba siempre una pistola cargada en el cinto, incluso cuando iba a misa o, con mayor razón, a una reunión familiar. Recién ahora, con cuarenta y tantos años, comprendo que, así como están las cosas, hay que salir a la calle con un arma en la mano. Si mi padre llevaba una Smith&Wesson calibre 38 con seis proyectiles de plomo, yo cargo un repelente Off verde con aroma a madera y otro color naranja con fragancias primaverales.

Apenas llegamos al restaurante de la isla, bajamos de la camioneta, corremos disparando las pistolas, trasponemos la puerta y, con caras tensas, pedimos una mesa a la camarera, que se permite una mueca de disgusto al sentir la nube de repelente que se ha impregnado en nuestra ropa y nos acompaña a donde vamos, espantando en ocasiones a los mosquitos y casi siempre a los bichos humanos.

—¿Hay mosquitos aquí adentro? —le pregunto, mientras nos lleva a la mesa.

—Mi amor, ¡hay más mosquitos que clientes! —se ríe ella, una cubana encantadora.

Luego nos toma el pedido y se marcha canturreando una canción de moda, al tiempo que mis hijas y yo empezamos a sentir el zumbido inquietante de los kamikazes que se acercan. Cuando seis u ocho nos han rodeado y planean sobre nosotros, me levanto bruscamente, saco mi pistola naranja y grito: —¡Disparen!

Mis hijas desenfundan sus pistolas y las descargan sobre los mosquitos que les quieren picar, mientras yo derribo a dos de ellos y siento ese ramalazo de éxtasis que tal vez sentía mi padre cuando cazaba animales en una hacienda del norte peruano.

—¡Mueran, malditos! —grita Camila, cubriendo de veneno a los zigzagueantes intrusos aéreos, moviéndose de una mesa a otra con increíble pericia.

Ya más calmados, nos sentamos, pero entonces se acerca la camarera y, enojada, me dice:

—Pero chico, ven acá, ¿tú estás loco?

—Sí —responde Lola.

La camarera la ignora y me reprende:

—No puedes echar ese veneno acá, mi amor. Está prohibido. Esta no es tu casa, ¿me comprendes?

—Mil disculpas —digo, sin mirarla a los ojos, porque advierto que un mosquito está picándole en la pierna y me pregunto si debería hacer algo, si debería dispararle—. Pero no pueden tener el restaurante así, lleno de mosquitos.

—Habla con el gerente, mi amor —dice ella—. Yo ya me cansé de pedirle que haga algo.

En ese momento, Camila, con una rapidez asombrosa, ve al enemigo picándole en la pierna a la camarera, saca su pistola y la descarga sobre él y, de paso, sobre la pierna de la cubana.

—¡Te estaba comiendo la pierna! —le dice, orgullosa de haberlo matado.

—¡Pero tú estás loca! —grita, furiosa, la camarera—. ¡Les dije que está prohibido echar ese veneno acá!

—Bueno, pero lo hizo por tu bien —digo, en defensa de mi hija.

—Lo siento, pero tienen que irse —anuncia la camarera, pasándose una servilleta de papel por la pierna rolliza, impregnada de repelente.

Mis hijas y yo nos ponemos de pie y salimos con nuestras pistolas en la mano y nadie osa cruzarse en nuestro camino. Ya en la camioneta, les digo:

—Estoy orgulloso de ustedes, chicas.

Camila me dice:

—Cállate, no hables, creo que se ha metido un mosquito.

Cuando Sofía y yo nos enamoramos, ella dejó a su novio francés, Michel, con el que había vivido dos años en París.

Michel, un dentista joven que practicaba deportes de alto riesgo, no se resignó a perderla y viajó a Washington para tratar de reconquistarla.

Una noche en Washington, Sofía me dijo que iría a cenar con Michel para decirle que estaba enamorada de mí y que no quería volver a ser su novia. Le sugerí que se lo dijera por teléfono.

Tenía miedo de perderla, de que Michel la sedujera de alguna manera desesperada. Me dijo que tenía que decírselo en persona. Me pidió mi casaca prestada porque hacía frío. Se la puso y fue a verlo. Cuando la vi salir con esa casaca que le quedaba grande, supe que volvería conmigo.

Algún tiempo después, la madre de Michel llamó a Sofía y le dijo llorando que su hijo estaba muy grave en el hospital, que se había cortado las venas porque no podía soportar la ausencia de Sofía. «Por tu culpa mi hijo se está muriendo», le gritó. Sofía cortó el teléfono y me dijo que tenía que irse a París. La llevé al aeropuerto. Me prometió que cuidaría a Michel hasta que se recuperase y luego volvería. Cumplió. Volvió en un mes y me dijo que ya no lo aguantaba, que no podía estar con un hombre que la amenazaba con suicidarse si ella lo dejaba.

Sofía dejó a Michel, se casó conmigo, tuvimos una hija, pero Michel nunca dejó a Sofía del todo.

Cada semana el cartero traía una carta escrita en francés. Sofía la leía y la metía en una cajita con muchas otras cartas escritas por él en francés. Yo me desesperaba porque trataba de leerlas pero no entendía nada. Un día, mientras Sofía estaba en la universidad de Georgetown, vino al departamento un amigo que podía leer francés y me tradujo las cartas de Michel. Le decía a Sofía que la amaba, que no podía vivir sin ella. Le aseguraba que yo nunca la amaría como él. Le rogaba que me dejara y se fuera a París a vivir con él. Le decía que había puesto un consultorio como dentista en París y otro en Ginebra y que estaba ganando mucho dinero. Le prometía que trataría a nuestra hija como si fuera suya.

Nunca supe si Sofía contestaba esas cartas. De vez en cuando, Michel la llamaba por teléfono y ella se encerraba en su cuarto y hablaban largamente y a veces ella se impacientaba y levantaba la voz y en otras ocasiones le hablaba en un tono más suave y afectuoso y yo me preocupaba. Cuando peleábamos, cuando perdía toda esperanza en mí, ella a veces lo llamaba y creo que consideraba seriamente dejarme y tomar el avión a París con nuestra hija, pero nunca lo hizo.

Después de su graduación, le dije a Sofía que quería irme solo a vivir a Miami porque no aguantaba más el frío de Washington. Fue una cobardía dejarla con nuestra hija sin que ella hubiera conseguido un trabajo todavía. Sofía no quiso quedarse sola en Washington con la niña. Se hartó de seguir esperando a que yo fuese el hombre que no podía ser y regresó a Lima. Siempre pesará en mi conciencia la certeza de que si me hubiera quedado en Washington y hubiese sido generoso con ella, no la habría obligado a regresar a Lima.

Apenas se enteró de que Sofía y yo nos habíamos separado, Michel viajó a Lima y se quedó dos semanas tratando de convencerla de que se fuera con él a París. No se alojó en un hotel en Lima, durmió en el cuarto de huéspedes de la estupenda casona de la madre de Sofía, que, con buen instinto, siempre le tuvo a Michel más cariño que a mí. Sofía y Michel fueron a la playa, era verano.

Michel conoció a nuestra hija y se hizo fotos con ella. No sé cuán cerca estuvo Sofía de irse a París.

Creo que estuvo a punto de irse. Pero al final, no sé por qué, decidió quedarse en Lima. Michel se marchó derrotado una vez más, pero yo sabía que no se daría por vencido.

Tiempo después, en una de mis visitas a Lima, Sofía vino de sorpresa al departamento. Yo esperaba a Gabriela, una amiga. Cuando sonó el timbre, dije imprudentemente: «Pasa, Gabriela.»

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