El avión se detiene por fin en Rosario, abren la puerta, todos nos ponemos de pie, impacientes por salir, pero el capitán nos informa que debemos permanecer en el avión porque aún no hay escalera para bajar, no hay oficiales de migraciones que puedan recibirnos en tierra y no ha decidido cuánto tiempo nos quedaremos allí, pues cabe la posibilidad de que en una hora o poco más volvamos a Buenos Aires y aterricemos en Aeroparque.
Ciertos pasajeros se exasperan, protestan, maldicen a la línea centroamericana, exigen una explicación razonable o unas disculpas, pero las dos azafatas no parecen aptas para calmarlos o convencerlos de nada y por eso el capitán se ve forzado a salir de la cabina y enfrentar el creciente motín a bordo. Los argentinos son quienes vociferan con más firmeza. Le exigen al capitán que nos lleve a Aeroparque. El capitán responde con evasivas. Dice que quiere pero no puede porque no tiene permiso. Le preguntan quién debelarle el permiso. Responde que alguien en la base en San José, Costa Rica. Nadie parece creerle. Le preguntan por qué otras aerolíneas aterrizan con niebla en Ezeiza y esta aerolínea es incapaz de hacerlo. El capitán responde que carece de los equipos o los seguros o la instrucción o los permisos, no se entiende bien. Le dicen que la compañía debería informar a los pasajeros, antes de venderles los boletos, que tiene esas limitaciones técnicas, que no puede surcar la niebla, atravesarla. El capitán se pone nervioso, pide permiso y, apenas traen la escalera, abandona la nave, lo que no parece una buena señal.
Un rato más tarde, sube un tipo en saco y corbata y anuncia que nos quedaremos en Rosario cuatro o cinco horas hasta que la niebla se disipe en Buenos Aires. Los pasajeros, sobre todo los argentinos, protestan airadamente, pero el tipo, que parece entrenado para soportar estos trances amargos, permanece con gesto helado, inescrutable, y ofrece unos vales para tomar desayuno en el aeropuerto.
El tipo a mi lado, que es el más virulento en la protesta y que anuncia a gritos que nunca más subirá a un avión de esta aerolínea incompetente en casos de niebla, me dice que nos tendrán en Rosario hasta mediodía, que hace dos semanas le pasó lo mismo, que alquilará un auto y se irá manejando a Buenos Aires, lo que, calcula, no le tomará más de tres horas. Por un momento pienso decirle que quizá podemos ir juntos, pero lo veo tan crispado y sudoroso, tan enojado con esta curva inesperada del destino, que lo imagino hablando como un energúmeno las tres horas en la carretera, quejándose de algo o de alguien, y por eso me quedo callado y me limito a desearle buena suerte.
La señora o señorita de migraciones, que tiene el pelo pintado de rubio, me sella el pasaporte, bosteza largamente, me pregunta si es verdad que alguien quiere fusilarme en Perú, se ríe conmigo y me dice «bienvenido a Rosario».
Nunca había estado en Rosario. Un vuelo desviado o un capitán inepto o una emboscada del clima ha reparado ese error. No parece razonable quedarme esperando horas en el aeropuerto y desairar la invitación que, de madrugada, me ha tendido el azar, la de conocer esta ciudad de la que nada sé.
Son las cinco de la mañana cuando tiro el vale del desayuno a la basura, subo a un remise y le pido al conductor que me lleve a un hotel tranquilo, no necesariamente lujoso, pero tranquilo, en el centro de la ciudad. El chofer se llama Hugo. Como casi todos los choferes argentinos, es simpático y no parece a gusto cuando se instala un precario silencio.
Hugo toma una autopista, llama por el celular a alguien, le dice «Raúl, levantate ya, paso por vos en cinco», luego corta y me dice que, camino al hotel, si no me molesta, pasaremos por su casa a recoger a su hijo, que estudia en una universidad cerca del hotel al que me llevará, así Raúl se ahorra el viaje en colectivo y llega temprano, si no me molesta. Sorprendido, me resigno a decirle que no me molesta, lo que, por supuesto, es mentira. Hugo se detiene frente a una casa que puede ser su casa o puede no ser su casa y toca el timbre para que salga Raúl, que puede ser su hijo o puede no ser su hijo. El barrio es de casas modestas, pobremente iluminadas. Un perro ladra. Hugo baja del auto y grita «¡Raúl, apurate, nene!». Pienso que estoy en peligro, que debí quedarme en el aeropuerto, que una sucesión de eventos desafortunados me ha traído a este barrio inhóspito de Rosario y que ahora estoy a merced de Hugo y Raúl, que quizá me robarán o quizá no, sólo ellos saben.
Se enciende una luz dentro de la casa. Como no hay cortinas, puedo ver a un hombre joven, en calzoncillos, vistiéndose, buscando algo, poniéndose la camisa blanca, ajustándose el cinturón.
Decido no oponer ninguna resistencia y dejarlo todo en manos del destino. Si son gentes de mal vivir, supongo que me entenderé fácilmente con ellos. No creo que, cuando me reconozcan como uno de los suyos —sólo que de otra nacionalidad y con otro acento—, insistan en hacerme daño.
Pero Raúl sale de la casa, besa a su padre en la mejilla, se acomoda a mi lado en el asiento trasero y entonces me siento a salvo. Raúl es o parece un buen chico, mucho mejor que yo con seguridad.
Camino al centro, mientras ya amanece en Rosario, Hugo y Raúl me hablan de fútbol, que es de lo que siempre hablo con los taxistas argentinos, y me dicen que son de Central, que el Pato Abbondanzieri salió de Central, que el Chelito Delgado salió de Central, que los más grandes salen siempre de Central, que si me hago de Newell's no me hablan más.
Bajo frente a un hotel antiguo, me registro a pesar de que no tengo reservas, me meto en la cama cuando ya es de día, pienso que a esa hora debería estar durmiendo en mi cama de Buenos Aires, pienso que no estaría mal perderme un día o dos en Rosario, pienso que nada en la vida tiene sentido salvo el azar. Curiosamente, siento que ha sido un accidente afortunado que el vuelo se desviase a Rosario. No estoy molesto, estoy agradecido, estoy inquieto, estoy excitado, tanto que no puedo dormir. Por eso bajo a tomar desayuno.
Estoy tomando un jugo de naranja y leyendo el diario cuando se acerca alguien cuyo rostro me resulta extrañamente familiar. Me saluda, me pregunta si lo recuerdo, no le digo que odio que me pregunten eso, le digo que, por favor, me ayude a recordarlo. Me dice que es Coqui, Coqui Lara, Jorge Lara, que estuvo conmigo el último año del colegio en Lima. Lo recuerdo enseguida, a pesar de que no nos hemos visto desde entonces. Nos damos un abrazo. Le digo que recuerdo lo bien que jugaba al fútbol, que nadie en toda la clase o la promoción jugaba mejor que él. Acepta el halago con naturalidad, se sienta, pide un café, me pregunta qué hago en Rosario, le digo que no sé qué hago en Rosario, le cuento el percance del avión que debió llevarme a Buenos Aires y me dejó en Rosario, me dice que nunca viaje en esa línea centroamericana, que es un desastre. Le pregunto qué hace él en Rosario. Me dice que sus padres son rosarinos, que vivieron un par de años en Lima a principios de los ochenta porque su padre era militar y fue en misión diplomática, pero luego volvieron y él ahora trabaja como gerente de ese hotel. Le digo que estoy alojado allí por pura casualidad, porque el taxista lo decidió por mí, y me dice que no hay mejor hotel en Rosario, que se ocupará de que me pasen a una suite y me atiendan como a un príncipe, pero le digo que no se moleste, que así está bien, que me da fiaca —uso esa palabra, fiaca-moverme de habitación.
Coqui Lara y yo hablamos de los compañeros del colegio, de los que murieron, de los que se fueron a países lejanos —que puede ser otra manera de morir—, de los que, a diferencia de nosotros, nunca consiguieron dejar las drogas, de los que triunfaron inesperadamente, del amigo que terminó siendo candidato a presidente. Luego, esto fue inevitable, hablamos de las elecciones peruanas, de la incertidumbre, de la desesperanza, del pesimismo, de esas cosas de las que siempre se termina hablando cuando se habla del Perú. Pero, sobre todo, hablamos de fútbol, de los partidos memorables que jugamos, de las grandes combinaciones que urdimos en la media cancha del colegio él, Ivo John Alzamendi y yo, de lo felices que fuimos en cada pichanguita de cada recreo de cada tarde en ese colegio religioso de Lima, donde Coqui, a pesar de ser argentino, o precisamente te por ser argentino, era el ídolo indiscutido, el mejor zurdo que había pisado nunca esas canchas de pasto y cemento, ante la mirada atónita o lujuriosa —sospecho que lujuriosa— de ciertos curas agustinos, que nos enseñaban cosas aburridas que bien pronto olvidamos. Pero el fútbol, la pasión por el fútbol, eso por suerte no lo olvidamos. Porque Coqui, antes de irse, que lo esperan en la gerencia, me dice:
—Mañana jugamos al fútbol con los amigos. ¿No te animás?
Duermo toda la tarde, salgo a caminar, me meto en un cine viejo, compro dos libros de Fontanarrosa, llamo a mis hijas, llamo a mi chico en Buenos Aires, contrato un remise para que me lleve al día siguiente hasta San Isidro. Esa noche sueño con fútbol, con los partidos del recreo, con los pases certeros, envenenados, insidiosos, que metía al corazón del área Coqui Lara, donde yo la esperaba para empujarla sin dificultad y salir corriendo a abrazarme con él y festejar un gol más de esos goles que eran mucho menos míos que suyos.
A la mañana siguiente, estimulado por tantas jugadas hermosas que me inventé en sueños, por todos esos goles sobrecogedores que no sé si metí en el colegio o soñé que metía, cancelo el viaje en remise a Buenos Aires, llamo a Coqui al celular, le confirmo que iré a la cancha, voy a una tienda deportiva, compro un pantalón corto, medias blancas y zapatillas y me visto para jugar fútbol después de años de rigurosa abstinencia, desde aquella tarde de sábado en Lima cuando jugué con mis hermanos y terminé muy lastimado, tanto que no pude caminar casi un mes. Entonces juré no jugar más, retirarme de las canchas, aceptar los años, la panza, la lentitud, la puntería extraviada, la respiración acezante, pero ahora el azar me emboscaba con una tentación —la de volver a jugar de memoria con Coqui, armar paredes con él y esperar sus pases de alquimista— a la que no podía resistirme.
No fue un gran partido, no fue siquiera un buen partido, fue mediocre a secas. Los doce hombres de corto y en zapatillas, divididos en dos equipos de seis, todos argentinos salvo yo —que, en cierto modo, siempre lo fui también, y ahora más—, éramos, sin excepción, cuarentones o poco menos, ventrudos o poco más, pesados, cautelosos, fatigados, machacados por la vida, no tan ganadores como soñamos ser, no tan ricos como hubiésemos querido, no tan musculosos, atléticos o rápidos como hace veinte años, cuando nos salían las jugadas que ahora, sistemáticamente, la torpeza, la propia torpeza, nos escamoteaba una y otra vez.
Yo no era el mejor de la cancha, porque el mejor era Coqui Lara, que, aunque estragado por los años y las decepciones y la buena vida, seguía haciendo maravillas con esa zurda sibilina, pero me consolaba darme cuenta de que tampoco era el peor, lo que, estando entre argentinos, que son naturalmente dotados para este juego, era ya un pequeño triunfo personal.
Todo discurría por ese cauce previsible de pereza, mediocridad y una cierta habilidad extraviada en las brumas del tiempo, hasta que, de pronto, como hace veinticinco años en el colegio de Lima, Coqui me buscó con la mirada bucanera, se encendió, me la puso seca, precisa, a la espera de la devolución inmediata, y la pared me salió justa, cargada de malicia y sorpresa, y él amagó entonces disparar, pero yo ya sabía que era un embuste, que me la tocaría de regreso, que esas dobles paredes nunca fallaban en el colegio y ahora tampoco podían fallar, y en efecto burló a los defensores con esa promesa incumplida de sacar el zapatazo, y me la dejó suave, mansa, cortita, como hacía sin mirarme en el colegio, y yo le metí un puntazo canallesco, vicioso, esquinado, y el arquero se quedó como una estatua y la vio entrar pasmado, y Coqui y yo nos confundimos en un abrazo eterno, y él me dijo como antes «sos Leopoldo Jacinto Luque, el rey de los puntazos», y yo le dije «sos el Beto Alonso, maestro, poeta de la zurda», y fue como estar de nuevo en el colegio, como ser fugazmente los dos amigos quinceañeros, como si aquel gol tardío, inesperado, nos hubiese redimido de todos los fracasos de nuestras vidas grises y cuarentonas y nos hubiese devuelto a la distraída felicidad de aquellos años perdidos.
Poco después, mientras seguía tratando de jugar como antes —sólo para comprobar que ya nada era igual, que ahora era lento, torpe, previsible y barrigón, y que los pases salían chuecos y los disparos, pusilánimes—, me pregunté si no sería una buena idea quedarme un tiempo en Rosario, encontrar una casa tranquila para escribir y jugar fútbol con Coqui y sus amigos todos los miércoles, a ver si volvía a salirme una doble pared preñada de gol como la que me hizo gritar esa tarde en Rosario con una euforia que pensé que ya no habitaba en mí.
Llegando a Buenos Aires, voy a cenar con Blanca al restaurante alemán de San Isidro. Esa tarde, agotado por el viaje, he dormido una siesta y soñado con ella. Aunque ha pasado bastante tiempo sin que me acueste con una mujer, o por eso mismo, soñé que Blanca y yo hacíamos el amor. En realidad, nunca he tenido esa clase de intimidad con ella y me resigno a pensar que nunca la tendré.
Blanca es una amiga espléndida, guapa, divertida. Estuvo casada con un hombre muy rico, del que se divorció (sin pedirle dinero, un detalle que la enaltece) porque se aburría con él. No tiene hijos, es rubia y delgada, de risa fácil, encantadora, y acaba de cumplir treinta años. Yo no sé le dio como noventa caramelos y no dijo una palabra. «Lo cagué», dice Nico.
Lo peor vino entonces. Antes de irse con los caramelos, Nico advirtió que su enemigo tenía puesta una remera que se le había perdido. «Era mi remera. Tamara me la robó y se la regaló», dice, derrotado. Le digo que podía ser una remera igual, que quizá era una desafortunada coincidencia.
«Imposible. Era mi remera. Nunca la voy a perdonar a Tamara», se enfurece.
Extrañamente, Nico está furioso con Tamara y dice que no la perdonará, pero, una vez por semana, la lleva a uno de esos hoteles de decoración rococó donde las parejas se aman furtivamente y, quizá para vengarse, quizá para humillarla, quizá porque todavía la ama, se entrega a unas sesiones de sexo con ella, en las que se entremezclan la rabia, el deseo, el despecho y lo que quedó del amor. Después se quedan en silencio y comen los caramelos de tres por diez centavos que le vendió el tipo del quiosco que llevaba su remera.