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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (13 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Pero no era Gabriela, era Sofía. Ella pensó que Gabriela era mi amante. No lo era, era sólo mi amiga. De ese malentendido, y de la discusión y reconciliación que le siguieron, y de la inexplicable urgencia que se apoderó de nosotros por hacer el amor, Sofía quedó embarazada. Le rogué que volviera conmigo, que viniera a Miami a pasar un embarazo tranquilo. Para mi fortuna, me dio una segunda oportunidad.

Cuando Michel se enteró de que Sofía había vuelto conmigo y estaba embarazada nuevamente, la llamó a Miami (no sé cómo conseguía el teléfono de casa, alguien en Lima operaba como su aliado) y le dijo a gritos que era una loca, una tonta, que se arrepentiría, que no quería verla más.

Por un tiempo, por unos años, dejó de llamarla y mandarle cartas. Pensé que por fin había aceptado la derrota.

En algún momento, Sofía tuvo la lucidez de comprender que no le convenía seguir viviendo conmigo. Me dejó en Miami y volvió a Lima con nuestras hijas. Le rogué que se quedara en Miami, pero ella había dejado de creer en mí y sabía que su felicidad estaba en otra parte.

Pasaron los años sin que tuviera noticias de Michel. A veces le preguntaba a Sofía por él y ella me decía que no sabía nada, que había dejado de llamar.

No hace mucho estaba en Lima y Aydeé, la empleada, trajo el teléfono y le dijo a mi hija mayor:

«Te llama tu amiga Michelle.» Camila contestó y no entendió nada. No era su amiga Michelle. Era un hombre que le hablaba en francés. Camila le habló en inglés. Era Michel. Quería hablar con Sofía. Camila le dijo que Sofía no estaba. Michel dijo que volvería a llamar. Supe entonces que había vuelto.

Cuando llegó Sofía y le contamos el malentendido, nos reímos. Después ella me contó que Michel se había casado, que tenía dos hijos, que había ganado mucho dinero y la seguía llamando.

No le pregunté si tenía ganas de verlo. No me atreví.

Hace poco Sofía me contó que viajaría a Oslo a visitar a su hermana. Me alegré por ella. Le dije:

«No dejes de ir una semana a París, yo te invito.» Se sorprendió, me lo agradeció. Con ilusión y miedo a la vez, me ocupé de conseguirle un hotel en París y hacer las reservas de aviones.

En vísperas de su partida, le dije: «Sería divertido que vieras a Michel.» Me dijo: «Sí, me gustaría, pero tengo que ir a Ginebra porque está allá con su esposa y sus hijos.» Le dije: «No te conviene, dile que vaya él a París, no te arriesgues conociendo a la esposa, eres la ex novia, te tratará mal, será más divertido que se vean solos en París.» Ella me miró sorprendida, sonrió y dijo:

«Tienes razón.» Le dije: «Claro, que le diga a su esposa que hay un congreso de dentistas en París.»

Ella se rió y creo que me quiso un poco más.

Tantos años después de que Sofía lo dejara para estar conmigo, ahora estaba yo en el teléfono buscándole un hotel en París para que pudiera reunirse con él. Después de todo, me parecía un acto de justicia.

Avanzo lentamente, al timón de mi camioneta, por una avenida congestionada de Lima. Me detengo en un semáforo en rojo. Un vendedor ambulante me saluda con cariño, golpea el vidrio, me hace señas para que baje la ventana. Me resigno a ser amable.

—¿Qué te llevas, Jaimito? —me pregunta, mientras exhibe, colgados de una plaqueta de madera, los libros y discos que alguien ha copiado ilegalmente y él ofrece, sin aparente remordimiento, a la cuarta o quinta parte del precio que cuestan en los locales comerciales.

—Nada, gracias —le digo.

—Ya, pues, Jaimito, llévate algo, no seas así —insiste, con una sonrisa.

Luego me enseña una copia de mi última novela. Es una reproducción tan exacta y cuidadosa, que por un momento me hace dudar de que sea una versión pirata.

—¿Cuánto cuesta? —le pregunto.

—Quince soles —me dice, alcanzándome el libro: nada más tenerlo en mis manos y echarle una mirada, confirmo que se trata de una copia clandestina—. Pero a ti, por ser el escritor, te lo dejo en doce soles —añade, pícaro.

—Hombre, muchas gracias —le digo.

—¿Te lo llevas entonces? —se entusiasma.

Para su fortuna, el tráfico no se mueve, a pesar de que el semáforo está en verde, pues unos colectivos están detenidos, dejando o recogiendo pasajeros, y nadie consigue avanzar detrás de ellos (ni, supongo, dentro de ellos).

—No, gracias —le digo.

—Pero dicen que está chévere la novela —insiste el vendedor.

—Eso nunca se sabe, sobre eso hay opiniones divididas —me hago el humilde.

—Bueno, ya, te la dejo a diez soles —me pone en aprietos.

—No puedo, muchas gracias —me defiendo débilmente.

—¿Por qué no puedes, Jaimito? —se sorprende él, un hombre joven, moreno—. ¿Cómo no vas a poder, si eres billetón?

—Porque ese libro es pirata —me armo de valor—. Se supone que me estás robando. Si te lo compro, estaría siendo cómplice de un robo contra mí.

El tipo me mira extrañado, seguramente pensando que estoy loco o que he fumado alguna hierba, mueve la cabeza como quien se compadece de mí y dice, con aire melancólico:

—Ese Jaimito, el tío terrible. Te pasas, compadre. Lleva tu libro, pues, no te hagas el estrecho.

Ahora oigo los bocinazos de unos conductores comprensiblemente indignados, que se impacientan porque, de nuevo, el semáforo está en verde y esta vez soy yo quien, por negociar con un empresario callejero, está deteniendo el tráfico.

—Compra tu libro, pues, Jaimito —me ruega el vendedor.

—Pero yo soy el autor —le digo—. No lo necesito. Ya lo he leído.

—No importa —me dice—. Dale una repasadita, flaco. Regálaselo a alguien. O aunque sea hazlo para apoyar a la cultura.

Derrotado, le doy el billete de diez soles y me quedo con esa copia chapucera, mal encuadernada, en papel barato, algo borrosa la portada, de mi última novela. Acelero, pero sólo consigo avanzar unos metros, porque el tráfico es muy denso y el semáforo ha vuelto a rojo. El vendedor camina unos pasos y, sin perder el ánimo risueño, sigue a mi lado:

—Jaimito, todos acá en el semáforo somos tus hinchas —me dice, mientras otros vendedores ambulantes se acercan y me saludan y me hacen bromas—. Todos hemos hecho un billetito con tus libros. Acá mi compadre Wilberto le ha puesto el techo a su casa con lo que ha ganado con tus libros. ¡Saluda, pues, Wilberto, acá al joven Jaimito de la televisión!

Un hombre de edad incalculable, quizá de cuarenta o de sesenta años, de tez morena, ojos achinados, pelo canoso y ojeras prominentes, me mira con una gran sonrisa y me dice:

—Jaimito, gracias a ti saqué la calamina, te debo el techo de mi casa, compadre.

—Me alegro mucho, Wilberto —le digo.

Otro vendedor me muestra con orgullo la copia pirata de mi novela.

—Está vendiendo harto —me dice, como dándome una buena noticia, sin reparar en cuestiones tan abstractas como la propiedad intelectual o las regalías del autor—. Todavía tienes tu jale.

—Gracias, muchachos —les digo, conmovido por el desmesurado afecto con que aquellos peruanos encantadores me roban todos los días en ese semáforo tumultuoso de Lima, pero incapaz de verlos como ladrones, criminales o enemigos, pues sólo consigo ver en ellos a personas esforzadas, que luchan desesperadamente por sobrevivir, a unos promotores incomprendidos de la cultura, a mis lectores más agradecidos y fervorosos—. Gracias por ayudarme con la venta de los libros.

—¿Cuándo sale el próximo, Jaimito? —me pregunta el que me vendió mi libro pirata, que ejerce un liderazgo tácito sobre los demás.

—Todavía falta —le digo.

—¿Como cuánto falta? —insiste, para mi sorpresa.

—No sé, nunca se sabe bien —me hago el misterioso—.

Pero calculo que saldrá en un año o dos, con suerte.

—¡Mucho tiempo, Jaimito! —se queja él, ofuscado.

—¡Tienes que sacarlo antes! —me exige otro pirata, envalentonado.

—Pero escribir una novela toma tiempo —me defiendo.

El semáforo está en verde. Conduzco lentamente, al ritmo agobiante de ese mar de autos más o menos estragados. Ellos, un puñado de bucaneros sin culpa, corren a mi lado y siguen hablándome a gritos, con una alegría al parecer indesmayable.

—¡No seas ocioso, Jaimito! —grita uno de mis amigos piratas—. ¡Publica rápido, no te demores tanto! —¡Acá somos tus hinchas! —me anima otro—. ¡Necesitamos tu nuevo libro! —¡La crisis está dura, hermano! —grita un tercero—. ¡Colabora con nosotros! ¡Saca tu libro rápido!

—Así será, muchachos —les prometo, abrumado, tratando de abrirme paso entre carros viejos y colectivos humosos que se hunden en huecos milenarios—. Voy a escribir rápido para sacar el libro cuanto antes.

Luego me alejo de ellos, pero alcanzo a oír la arenga de uno de esos piratas:

—¡Escribe, pues, Jaimito! ¡Mi señora está embarazada! ¡No seas vago, flaco!

Hacía años que no veía a mi padre. La última de nuestras peleas fue por un asunto menor, de dinero, pero probablemente se originó cuando besé a mi amigo Boris Izaguirre en la televisión española, lo que provocó considerable escándalo en Lima, donde él vivía, donde ha vivido toda su vida. Ahora pienso que esa pelea de dinero, ocurrida meses después del beso innombrable en cámara lenta, fue sólo una ramificación penosa de aquel bochorno abrumador que, una vez más, mi padre sintió al ver a su hijo mayor, y el que lleva su nombre, besándose con otro hombre en televisión, vergüenza que se tradujo en un escueto correo electrónico que me hizo llegar: «Dios perdona el pecado, pero no el escándalo», al cual respondí: «Sería más honesto que dijeras: Yo perdono el pecado, pero no el escándalo.»

Es justo decir que, en los años en que dejamos de vernos, mi padre me escribió algunos correos electrónicos que no quise o no me atreví a responder, por ejemplo cuando me invitó a un viaje familiar a Paracas para celebrar sus setenta años, o cuando, con un curioso amor a la patria, me dijo «Feliz 28» el día de la independencia peruana.

Sabía, por Sofía, que se comunicaba regularmente con mi madre y algunos de mis hermanos, que mi padre estaba enfermo, con cáncer, y que la quimioterapia había minado considerablemente sus fuerzas. Pero no esperaba que, estando en Miami un día de feroz tormenta eléctrica que colapsó el servicio telefónico, me llegarían por internet cinco correos —de mi hermana y mis hermanos-informándome de que papá estaba muy grave y pidiéndome que tuviese el gesto de acercarme a la clínica antes de que fuese demasiado tarde. Les respondí diciéndoles que llegaría a Lima el sábado de madrugada y que esa misma tarde pasaría por la clínica a visitarlo. Pero, al escribir esas líneas, pensé que, fiel a una larga tradición personal, estaba prometiendo algo que, en mi fuero más íntimo, sabía que no iba a cumplir.

Las pocas personas a las que consulté sobre tan inquietante asunto me aconsejaron que hiciera acopio de coraje y cumpliese mi promesa, salvo mi amiga Ana, quien me dijo: «No lo hagas por compromiso. No vayas si no tenés ganas. No digas nada que no sentís de verdad.»

El sábado, ya en Lima, un hecho azaroso favoreció mi ánimo compasivo y conciliador: tras un viaje previsiblemente horrendo, logré dormir como hacía tiempo no dormía. Al despertar, supe que iría a ver a mi padre. Si hubiera dormido mal, tal vez no hubiese tenido el valor de visitarlo.

La clínica Americana está a pocas cuadras de la casa de mis padres, en el barrio de Miraflores, y cerca de ella merodean compradores de ropa usada con quienes solía tener una intensa relación comercial en los años en que vivía intoxicado. Al pasar manejando lentamente, echo una mirada a esas caras inquietas que me conminan a detenerme, pero no reconozco a ninguno de los que, hace veinte años, me compraban pantalones, sacos, corbatas y zapatos (ropa que a veces no era mía, sino de mi padre), para luego, unas cuadras más allá, en la avenida La Mar, aprovisionarme de unas bolsitas que me hacían reír, o de otras que me endurecían y hacían hablar la noche entera.

La puerta de la habitación está cerrada y me da miedo golpearla. He hecho una promesa a mis hijas. No puedo defraudarlas.

Mi madre me abraza. Mi padre estira la mano para saludarme, pero prefiero darle un beso en la frente. Hacía muchos años que no lo besaba. Está delgado, envejecido, pero no tan malcomo imaginé. Se lo digo: «Estás fuerte. No pensé que estarías tan fuerte.»

Luego hablamos de cualquier cosa que no sea dolorosa: de la fiesta sorpresa que le daremos a Camila esa noche, de las cosas que me quitaron en el control del aeropuerto en Miami, del hurón de Lola, que se suicidó, de las pequeñas novedades familiares.

En algún momento, mi madre dice: «Te felicito por tu programa, lo vemos siempre.» Mi padre la corrige: «Yo no lo veo. Es muy tarde para mí. Me quedo dormido». Se hace un silencio. Mamá interviene: «Pero has visto algunos.» Papá responde: «Bueno, sí, pero no me gustaron las preguntas que hizo, me parecieron fuera de lugar.» Se hace otro silencio. Trato de no tomarme las cosas a pecho, como por desgracia me las tomé siempre, y digo: «Mejor que no veas el programa. Mucho mejor que duermas.» Luego cambio de tema: lo que hago en televisión ha sido siempre una fuente inagotable de conflictos con mis padres, y no parece la ocasión propicia para reavivarlos.

Antes de irme, beso a mi padre en la frente y le digo: «Me voy mañana, pero cuando regrese a Lima vendré a visitarte.» Papá me corrige: «No vengas a la clínica. El lunes regreso a la casa. Allí te esperamos.» Le digo: «Me alegro de verte tan lúcido y tan fuerte.» Pero no me atrevo a decirle lo que hubiera querido: «No debí dejar de verte tanto tiempo. No hay rencores. Cada uno hizo lo que pudo. Está todo bien.»

Esa noche, tratando de conciliar el sueño, recuerdo el momento más feliz que viví con mi padre.

Yo tenía nueve o diez años. Papá me llevó de viaje en su auto nuevo, americano, solos los dos, un viaje de hombres. Yo contaba los kilómetros al pie de la carretera. Papá escuchaba rancheras. En algún momento, cantamos juntos una ranchera y él me miró, creo que con amor.

Son las cuatro de la mañana. El avión vuela en círculos. La gente a mi lado duerme o intenta dormir. El capitán anuncia con acento centroamericano que no podemos aterrizar en Buenos Aires porque una densa niebla se ha apoderado del aeropuerto de Ezeiza y por eso desviará el vuelo a Rosario, donde aterrizaremos en veinte minutos.

Algunos pasajeros protestan, piden que el capitán aterrice en Aeroparque, se quejan de que otras aerolíneas aterrizan con niebla en Ezeiza, exigen una explicación, pero es en vano, pues las dos señoritas centroamericanas contestan con su curioso acento que ellas no saben nada y que el capitán ya ha tomado una decisión y que es por el bien de todos.

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