—Sí. Ya se lo pregunté.
—¡Maldición!
Tengo miedo de encontrarme con mi ex suegra porque cuando publiqué cierta novela se enfureció conmigo, me acusó de dejarla como una arpía y me echó a gritos de su casa. Desde entonces no la he visto.
Esa noche no puedo dormir. Salto de la cama muy temprano, me visto deprisa y corro al aeropuerto con la esperanza de que mi ex suegra llegue tarde y pierda el vuelo.
Llegando al counter de la aerolínea, le ruego a la señorita uniformada que me siente lejos de mi ex suegra, tan lejos como sea posible. Le explico que esa señora no me ve con simpatía y que tengo miedo de que nuestro encuentro en el avión sea algo tenso. Ella se ríe, me promete que la sentará lejos de mí y dice:
—Ay, Jaimito, tú siempre metiéndote en problemas. Paso los controles de inmigración tan inquieto y paranoico que un policía me pregunta: —¿Por qué estás tan nervioso, Jaimito?
—Porque voy a viajar con mi ex suegra.
El tipo se ríe, pero no es una broma.
Luego me refugio en el club ejecutivo, no sin antes rogarle a la recepcionista que si mi ex suegra llega, me avise antes de hacerla pasar, para darme tiempo de correr a esconderme en el baño. Ella se ríe, pero no es una broma.
Apenas nos llaman a abordar, le pido a la recepcionista que me avise cuando todos los pasajeros hayan subido al avión. Quiero ser el último en abordar, pues tengo la ilusión de que mi ex suegra esté atrás, en económica.
Quince minutos más tarde, me dicen que si no corro a la puerta de embarque, perderé el vuelo.
Entro asustado al avión y apenas echo una mirada vacilante, la veo: allí está ella, regia, guapa, esplendorosa, burlándose del paso de los años, hojeando una revista frívola, bebiendo champagne, esperándome con una sonrisa.
La saludo y me hundo en mi asiento, no tan lejos de ella. Sólo tres filas nos separan.
Cuando despega el avión y autorizan a desabrocharse los cinturones, viene a sentarse a mi lado.
Entonces espero a que me grite, me diga cosas insidiosas, me recuerde cuánto lamenta que me enamorase de su hija, cuánto detesta mis libros, cuánto me odia.
Pero ella sonríe, leve y espléndida, y dice:
—Ese corte de pelo te queda fatal.
Quedo demudado. Ella continúa:
—No puedes tener el cerquillo tan largo, te da un aire demasiado nerd.
Asiento en silencio.
—Te conviene cortarte el cerquillo y esas olitas de atrás que ya no se usan, parecen de futbolista, de actor de telenovelas.
—Gracias —digo tímidamente.
—Otra cosa —prosigue—. Tienes un remolino atrás, no puedes cortarte el pelo así, porque se te nota mucho el remolino, tienes que cortártelo con ondulaciones para que caiga más parejo, más ordenado, si no parece que tuvieras un gallinero en la cabeza.
—Lo voy a tener en cuenta —digo.
Se hace un silencio. Si supiera que mi último corte de pelo fue en Washington con una francesa que me cobró una fortuna, pienso.
—Hace tiempo que necesito decirte algo —dice ella, mirándome con una intensidad abrasadora.
Imagino entonces que me dirá las cosas más terribles.
—No puedes seguir así —dice, tomándome del brazo con compasión.
Espero a que me diga que debo ir al siquiatra, que estoy enfermo, que no puedo seguir escribiendo esa clase de libros.
—No soporto verte así —añade, conmovida—. Tienes que cambiar.
Sigo escuchando, sumiso.
—Tienes que blanquearte los dientes, por el amor de Dios —dice ella.
Quedo pasmado.
—Es un sufrimiento atroz verte así, con los dientes amarillentos —añade, y me obliga a sonreír y enseñarle los dientes, y ella se repliega en una mueca de disgusto o repugnancia—. Tú que sales tanto en los reportajes y que siempre estás sonriendo, tienes que tener una sonrisa perfecta, no puedes tener esos dientes amarillentos de viejo fumador.
—Mil gracias por el consejo —digo.
—De nada —dice ella.
Luego pasa sus manos por mi pelo, revolviéndolo, acomodándolo a su gusto, echándolo hacia atrás, procurando que caiga con la ondulación adecuada, y dice: —¿Ves?, así, con una olita, se ve mucho mejor. A continuación añade:
—Tienes el pelo demasiado grasoso.
—Es que no me lo he lavado esta mañana —confieso.
—Qué horror —dice ella—. Debes lavártelo todos los días.
Enseguida pasa su mano por mi quijada y por la bolsa de piel que cuelga debajo de ella y, palpándola, sopesándola, dice:
—Tienes demasiada papada. Esto sí que es serio.
—Bueno, sí, he engordado un poco —admito.
—No puedes andar con esta papada de pavo real, es una vergüenza —dice, sin dejar de tocarme suavemente—. Tienes que dejar de comer queso brie. Tu perdición es el queso. Basta de quesos. Y nada de chocolates. Toda esa grasa se te va aquí, a la papada.
—Buen consejo —digo.
—¿Tienes una hoja de afeitar? —me pregunta.
—Sí —digo—. En mi carry on.
—Dámela, por favor. La necesito.
Me pongo de pie, abro mi maletín, saco la hojita descartable y se la doy.
—Cierra los ojos —dice ella.
Pienso que me cortará la cara o tratará de degollarme. El momento tan temido ha llegado: mi ex suegra vengará con esa hoja de afeitar todos los disgustos que le he causado. Cierro los ojos y espero la venganza. Pero ella, delicadamente, empieza a afeitarme los pelitos entre las cejas.
—Peces el hombre lobo —dice, y siento sus manos suaves alisando mis cejas.
Luego añade:
—No te muevas, que voy a tratar de afeitarte los pelitos de la nariz.
Soy agnóstico pero rezo en los aviones. Soy optimista pero no espero nada bueno.
Hace un año o poco más los médicos le dijeron a Candy que tenía un cáncer muy avanzado en el estómago, grado cuatro, y que sólo le quedaban tres meses de vida, a menos que se sometiera a una quimioterapia masiva, lo que tampoco garantizaba nada.
Candy tenía entonces veintinueve años y una hija de dos, Catalina. Con una fortaleza insospechada en ella, vivió sin quejarse la pesadilla de múltiples quimioterapias, tres operaciones y numerosos internamientos en clínicas de Buenos Aires, acompañada de Inés, su madre, que no la dejó dormir sola ni una noche.
Tras una cuarta operación para examinar los avances de esa cruel seguidilla de inyecciones venenosas que la hundían inexorablemente en severas crisis de náuseas y abatimiento, los médicos le dijeron que por el momento estaba a salvo, que habían conseguido extirpar los más minúsculos rastros de esa enfermedad. Estaba curada, o al menos eso le dijeron, aunque el cáncer podía regresar en cualquier momento.
Con ganas de celebrar esa buena noticia (que era, a la vez, un alivio y una amenaza latente), Martín la invitó a Río para tratar de olvidar el calvario por el que ella había pasado tan estoicamente. Viajaron a mediados de diciembre, un mal momento para viajar, y tuvieron que soportar los previsibles maltratos de una aerolínea brasilera de bajo costo. A pesar de ello, pasaron una semana razonablemente feliz. Se bañaron en el mar de Buzios, se hicieron fotos en la playa (Candy sólo podía usar trajes de baño de una pieza, por las cicatrices de tantas operaciones), recorrieron los centros comerciales, no les robaron nada y (esto fue lo mejor del viaje, según me contó Martín) pudieron hablar de sus vidas, de su familia, de cuando eran chicos y se adoraban, no sin que Candy se emocionase, llorase y lamentase que ciertas cosas no hubiesen salido todo lo bien que ella esperaba cuando era niña y no sabía lo que ahora ya conocía de sobra, que la vida era una sucesión de emboscadas, trampas y caídas de las que nadie se recuperaba del todo.
Los primeros días de enero, volvió a su trabajo como administradora de una boutique de ropa en San Isidro. Le costaba estar en pie, atender a las clientas, sonreír en cualquier caso, pero quería sentir que, de nuevo, podía llevar una vida normal. Martín viajó a Miami. La directora de una revista de modas le había ofrecido un puesto en esa publicación. Después de pasar por varias pruebas y entrevistas, y tras una larga espera que supo sobrellevar con paciencia, Martín recibió la noticia de que le habían dado el trabajo con el que había soñado tanto tiempo: editor de aquella lujosa revista que, desde muy joven, él leía con devoción, y cuyas ediciones en distintos idiomas guardaba en la sala de su departamento en Buenos Aires, como si fueran un tesoro de incalculable valor.
Eran días felices. Candy se sentía mejor, podía jugar con su hija, llevarla a la piscina del club, atender los asuntos de la boutique. Martín salía de casa muy temprano, impecablemente vestido, de buen ánimo, y gozaba ejerciendo su nuevo trabajo como pequeño dictador de esa revista de papel satinado, la biblia de la moda y el buen vivir (aunque a veces discutíamos, porque todo lo que pregonaba aquella revista no me parecía un buen modo de vivir).
Una tarde, sin que nada hiciera presagiar que aquella precaria alegría de verano sería tan corta, Candy sufrió unos dolores tremendos, se desmayó y fue llevada de urgencia al hospital. La operaron sin demora y descubrieron que el cáncer había regresado, se había multiplicado y comprometía gravemente su vida. Inés llamó a Martín a Miami y le dijo, llorando, que los médicos le daban cuarenta y ocho horas de vida a Candy. Martín quiso viajar esa misma noche, pero no encontró cupo. Cuando pidió permiso en la revista, le dijeron que eran días de cierre, que sólo lo autorizaban a viajar tres días, no más. Sorprendido y decepcionado, Martín dijo que se iría a Buenos Aires indefinidamente para acompañar a su hermana todo lo que hiciera falta. La directora le dijo: «La única diva de esta revista soy yo, y no puedo tolerar otras divas.» Martín renunció y estuvo a punto de arrojar a la directora por la ventana.
Como tenía que esperar un día para viajar y lo devoraban la rabia y la impotencia, Martín fue a un centro comercial y compró ropa para Gatita, la hija de Candy, de quien era padrino. Llenó una maleta de vestidos, camisetas, zapatillas, zapatos, calzones, trajes de baño y toda clase de combinaciones de verano y de invierno para su ahijada. Lo hizo por amor a ella, claro está, pero también porque presentía que, si llegaba a tiempo y la encontraba viva, Candy se pondría muy contenta al ver toda esa ropa tan linda para su hija.
Al llegar a Buenos Aires, aturdido por los somníferos que le abreviaron el vuelo, Martín corrió a la clínica en Belgrano y encontró a su hermana todavía respirando, consciente, luchando por sobrevivir. Los médicos se negaban a operarla una vez más, resignados a que la batalla se había perdido ya. Entonces Martín abrió la maleta y fue enseñándole cada prenda, cada conjunto, cada delicado vestido que había comprado para Catita, su ahijada. Candy se llenó de vida imaginando a su hija luciendo ropa tan espléndida. Luego Martín le contó que se quedaría en Buenos Aires con ella, que nunca más se iría, que volverían a ser íntimos, inseparables, como cuando eran chicos.
Al día siguiente, inexplicablemente, las heridas internas que estaban envenenándola empezaron a sanar. Ante la perplejidad de los médicos, Candy salvó la vida, se recuperó lentamente, volvió a comer y pudo dejar la clínica una semana después. Algunos creyeron que se trató de un discreto milagro que obró el padre sanador que, llevado por Inés en un momento de desesperación, visitó a Candy en el hospital, en vísperas de que llegase Martín. Otros, más descreídos sobre los poderes benéficos de los curas sanadores (y entre ellos debe contárseme), sospecharon que el milagro se produjo cuando Candy, desde su cama, entubada y agonizante, vio a su bella hija haciéndole un desfile de modas en el cuarto, exhibiendo, una y otra vez, felizmente indiferente a la muerte y a sus sombras, la ropa suave, luminosa, prometedora, que le llevó su padrino Martín.
Soy agnóstico pero rezo en los aviones. Soy optimista pero no espero nada bueno. Soy materialista pero no me gusta ir de compras. Soy pacifista pero me gusta que la gente se pelee. Soy vago pero empeñoso. Soy romántico pero duermo solo. Soy amable pero insoportable. Soy honesto pero mitómano. Soy limpio pero huelo mal. Tengo amor propio pero soy autodestructivo. Soy autodestructivo pero con espíritu constructivo. Soy insobornable pero pago sobornos. Soy narcisista pero con impulsos suicidas. Estoy a dieta pero sigo engordando. Soy liberal pero no permito que fumen a mi lado. Soy libertino pero no me gustan las orgías.
Soy libertario pero no sé lo que es eso. Creo en la democracia pero no me gusta ir a votar. Creo en la libre competencia pero no me gusta competir con nadie. Creo en el mercado pero odio ir al mercado. No soy chismoso pero compro revistas de chismes. Soy intelectual pero no inteligente.
Soy vanidoso pero no me corto los pelos de la nariz. Creo en la superioridad de Occidente pero no conozco Oriente. Amo a los animales pero odio a los gatos. Odio a los gatos pero no a los de mis hijas. Quiero a mis padres pero no los veo hace años. Quiero a mis hermanos pero no sé dónde viven. Creo en el sexo seguro pero soy sexualmente inseguro. Soy comprensivo pero no sé perdonar. Respeto las leyes pero prefiero burlarlas. Soy humanista pero no creo en la humanidad.
Soy tímido pero no tengo pudor. Soy impúdico pero no me gusta andar desnudo. Me gusta ahorrar pero no ir al banco. Soy bisexual pero asexuado. Me gusta leer pero no leerme. Me gusta escribir pero no que me escriban. Me gusta hablar por teléfono pero no que suene el teléfono. Creo en el capitalismo pero no tengo capitales. Estoy a favor de la globalización pero no de la de mi cuerpo.
Quiero globalizarme pero volando en globo. Creo en la convivencia mutua pero no en la convivencia conmigo. Soy provocador pero ya no me provoca serlo. No soy rico pero tengo fortuna.
Hablo de mi vida privada pero nunca de mi vida pública. Soy coherente pero inconsecuente. Tengo principios pero me gusta que se terminen. Creo en la Virgen del Carmen pero no en la de Guadalupe. No creo en Dios pero sí en Jesucristo su único hijo. Soy frívolo pero profundamente.
No consumo drogas pero las echo de menos. Creo en la despenalización del aborto pero me da pena el aborto. No me gusta fumar marihuana pero me gusta que la fumen a mi lado. Soy intolerante con los que no me toleran. Me gusta el arte pero me aburren los museos. Me aburren los museos pero me gusta que me vean en ellos. No me gusta que me roben pero sí que pirateen mis libros. Creo en el amor a primera vista pero soy miope. Soy ciudadano del mundo pero me niegan las visas. No tengo techo propio pero sí amor propio. Me gusta ir contra la corriente pero sólo si sirve a mi cuenta corriente. Soy un mal escritor pero una buena persona. Soy una buena persona pero no cuando escribo.