Read El canalla sentimental Online

Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (3 page)

BOOK: El canalla sentimental
11.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Es una rata, que ha salido de su madriguera, debajo del sillón de cuero gastado, y mira fijamente a la diva sin el afecto o la devoción que nosotros le prodigamos. Es una rata grande, gorda, insolente, desafiante. Puede incluso que no sea una rata, que sea pariente de una rata, alguna criatura aviesa de la familia de las ratas.

La diva, como era de esperarse, da un alarido de espanto y deja caer un rollo de comida japonesa (palta, queso cremoso, langostino), aterrada por la aparición del voluminoso roedor. La rata chilla, pero no huye. Al parecer hambrienta, se acerca al enrollado y lo olfatea. Los asistentes gritan, llenos de pavor, y salen corriendo con los vestidos agitándose y acaso arrugándose. En un momento de rabia, pierdo el control y le arrojo una lata de coca-cola a la intrusa. Para mi mala suerte, no le acierto. La rata, al verse agredida, nos mira como nunca me había mirado una rata, es decir, con un aire de superioridad física e incluso moral, y se decide a atacarnos. Naturalmente, como es una rata, y como odia la belleza, ataca a la diva, mordiéndola en el tobillo descalzo. La diva no puede tolerar esa imagen escalofriante, la de una rata gorda y peluda hincando sus dientes en la piel suavísima de sus pies, que ella ha cuidado con tanta minuciosidad.

Luego la rata huye y la diva se desmaya en el sillón de cuero gastado y alguien llama a la emergencia médica.

Poco después, cuando la diva recobra el conocimiento y es confortada por los socorristas y abanicada por su delicado séquito de eunucos, pronuncia unas palabras secas y memorables: —¡Una rata de mierda no va a joder mi carrera! ¡Tráiganme los vestidos!

Saliendo del programa, suena el celular. Es un amigo argentino. Me invita a casa de un cantante famoso a comer un asado. Le digo que es tarde, que estoy maquillado y en traje. Insiste en que pase un momento. Le prometo que en media hora estaré por allá.

Paso luego por una farmacia, compro toallas húmedas, me limpio la cara dentro de la camioneta (lo mejor de salir en televisión es que te pongan base y polvos en la cara y un mínimo colorete en los labios y rubor en las mejillas y brillo en las pestañas) y me dirijo a la casa del cantante.

Toco el timbre. Digo mi nombre. Me preguntan si el cantante me espera. Digo que sí. Abren. Un sendero arbolado me lleva a la casa, al pie de la bahía. He estado allí otras noches y sé que será difícil salir antes de que amanezca, porque esa casa convoca espíritus inquietos y propicia fiestas inolvidables y confesiones de madrugada.

Saludo a los amigos, al cantante, a su novia, a sus amigas, y me siento a la mesa, pero nadie me ofrece algo de comer, todos fuman y beben cerveza porque ya han comido. Aunque tengo hambre, no digo nada, me dan una botella de agua helada, algunos se enojan porque no quiero fumar ni beber cerveza, les digo que ya estoy viejo, que al día siguiente tengo que trabajar, pero no me entienden, creen que soy un cobarde, un traidor, que juego con ventaja porque estoy en la fiesta pero no me abandono del todo, y yo me limito a sonreír y a decirles que tienen razón, y luego trago saliva a la espera de que alguna de las chicas se apiade de mí y me ofrezca una carnecita.

El cantante famoso, que es un conquistador, un brujo que te hechiza con la mirada y seduce a todo lo que se mueve, dice de pronto que tiene que irse a pintar, que hagamos lo que nos dé la gana.

Y enseguida desaparece sin despedirse ni nada. Yo digo que debemos irnos, que ya se fue a dormir, pero nadie me hace caso y la verdad es que en otras ocasiones el anfitrión ha hecho lo mismo, es decir, desaparecer misteriosamente un par de horas y luego reaparecer encantado, sonriente, como si acabara de dormir o hacer el amor o componer una canción o pintar un cuadro.

Mis amigos me llevan a la terraza frente a la bahía, abren más cervezas, encienden y aspiran todo lo que pueda fumarse, suben el volumen de una música odiosa, y yo no digo nade, no digo que me muero de hambre, que me molesta el humo de todos los tabacos que no cesan de expulsar sus lindas bocas cosmopolitas, que esa música es indigna de la noche, de aquella vista espléndida a la luna llena que reverbera en las aguas cálidas de la bahía.

De pronto una puertorriqueña muy guapa me dice que no he comido nada, que hay carne esperándome en la cocina. «Dios te bendiga», le digo, y ella corre a traerme un plato enorme en el que se entremezclan pedazos requemados de lomo, de pollo, de cerdo, de chorizo, lo que despide un olor embriagador, que despierta del soponcio en que se hallaba a un perrito peludo, muy coqueto, de color blanco, como esos que llevan ahora las chicas famosas en el bolso. El perrito se acerca, moviendo la cola, y se planta allí, debajo de la mesa, mirándome con avidez, a la espera de que deje caer algo de carne.

Sin pensar en las consecuencias, hago lo que parece natural, o sea, echarle un buen pedazo de chorizo, que el perrito traga con algo de dificultad pero sin demora. Los amigos siguen hablando de las mujeres, del amor, de los viajes, de los negocios, y yo sigo comiendo extasiado esa carne algo fría, y luego veo al perrito que me ruega con los ojos pedigüeños un poco más de chorizo. Pobre putito anoréxico, pienso, y le aviento un buen pedazo de chuleta que él mordisquea con frenesí porque al parecer no le cabe en la boca. Le toma un tiempo y no poco esfuerzo, pero consigue tragárselo todo. Luego camina dos o tres pasos y se echa, uno diría que satisfecho aunque no agradecido, porque ni me mira.

Poco después llegan las amigas, la novia, y acarician al perrito, pero él parece aturdido, ausente, y les pregunto a las chicas cómo se llama el perrito y me dicen que es perrita, que se llama Paquita, y les pregunto qué come Paquita, y me dicen que Paquita sólo come bolitas, y pregunto «bolitas de qué, porque está flaquísima», y me dicen «bolitas de alimento balanceado, porque los perros finos sólo comen alimento balanceado». Pienso: Menos mal que no me vieron desbalancearle el alimento a Paquita con un chorizo mariposa, una chuleta de cerdo y medio churrasco bien cocido.

Como los errores se pagan, Paquita sufre entonces los estragos de la panzada que se ha metido.

Porque, echada todavía, empieza a toser, como si quisiera expulsar algo, y las chicas se alarman, y una de ellas la carga y le dice «Paquita, maja, ¿qué te pasa?», y Paquita como toda respuesta vomita pedazos del tremendo chorizo mariposa que se ha comido. Y entonces las chicas se alborotan, y los amigos preguntan qué pasa, y una de las chicas dice «es que Paquita ha comido carne, ¿quién le ha dado carne?», y se hace un silencio eterno como el arte que habita en la música del cantante famoso que nos ha dejado, y Paquita rompe el silencio con sus espasmos, vómitos y convulsiones, y yo digo que se me cayó un chorizo al suelo y que Paquita se abalanzó sobre él, y entonces las chicas me miran como si fuera una bestia, un ignorante, y una, la más afligida, me dice «¡pero cómo se te ocurre, joder, si Paquita sólo come bolitas!».

Y entonces se la llevan cargada, vomitando, luchando por expulsar los trozos de carne que su estómago no puede asimilar, y luego oigo que llaman a gritos al chofer, porque hay que llevar a Paquita a la sala de urgencias del Mount Sinai a que le salven la vida. Y no tardan en llevársela así, en brazos, desfalleciendo, dejando la vida regada en una estela de vómitos y cagaderas por el sendero arbolado de la mansión del cantante que ni se entera de aquella agonía porque está pintando. Los amigos se ríen, son un encanto, les parece genial que haya matado a Paquita con una sobredosis de chorizos, pero yo no me río, yo sé que es mi última noche en la casa del cantante famoso si Paquita regresa cadáver del hospital. Por eso camino al borde de la piscina, me quedo contemplando la luna llena, las aguas quietas, el yate al que ya nunca subiré, y luego digo que voy al baño, que ya vuelvo, pero, aterrado de que aparezca el cantante y sepa que maté a su Paquita que sólo comía bolitas, me alejo por el sendero arbolado sabiendo que me voy para no volver.

No debí dar mi correo electrónico en el programa. Lo hice porque quería que el público pudiese ir al estudio a verlo en directo. La española leyó el correo, me escribió y me dijo que vivíamos en la misma calle, que había leído mis libros, que me veía caminar en las tardes rumbo al gimnasio y quería conocerme. Me dijo el número de la casa en que vivía y me invitó a tomar el té. No respondí.

Pero esa tarde, caminando al gimnasio, pasé frente a su casa, apenas a media cuadra de la mía, y eché una mirada. Era de dos pisos, de aire decadente, y combinaba con cierta temeridad los rojos y azules opacos. Las ventanas estaban abiertas y la brisa invernal mecía las cortinas transparentes. Me sorprendió que hubiese tantos autos en la cochera, cinco, todos deportivos, convertibles y de colores llamativos. Había algo raro en ese lugar. A primera vista algo chirriaba entre la descuidada vejez de la casa y la modernidad de los autos.

Cada noche, al llegar a casa, ya tarde, me sentaba a leer los correos y encontraba sin falta uno de la española, diciéndome qué cosas le habían gustado o disgustado del programa, qué invitados le habían parecido encantadores, aburridos o repugnantes. Eran textos cortos, bien escritos, salpicados de ironía, en el tono virulento y despiadado que uno puede permitirse cuando es crítico anónimo.

Por lo general, estaba de acuerdo con ella. Los personajes que la española encontraba odiosos, embusteros o cobardes también me lo parecían a mí, aunque, claro, yo no podía decirlo en televisión. Todas las mujeres que venían al programa le caían mal. Me exigía que fuese implacable con ellas. Era tremenda. «Tengo mucha mala leche», me dijo en uno de sus correos. «Por eso me caes bien, porque estás lleno de mala leche como yo», añadió.

Yo solía contestar esos correos breve y afectuosamente, en dos o tres líneas, por ejemplo «gracias, me hiciste reír, eres un amor», o «estás loca, eres genial, no dejes de escribirme», o «no podría estar más de acuerdo contigo, adoro tu mala leche», cosas así, que escribía sólo para halagarla.

Una noche me mandó una foto y me pidió que le dijera si la encontraba atractiva. «Sé que tienes novio», me decía. «Pero también sé que te han gustado algunas mujeres y quiero saber si yo podría llegar a gustarte.» Abrí la foto. Era muy bella, joven, sorprendentemente joven, de unos treinta años y cierta belleza gitana, el pelo negro y largo, los ojos ausentes, almendrados, el rostro traspasado por una melancolía extraña, que no se adivinaba en sus correos, tan rotundos. Le escribí enseguida:

«Eres muy guapa. Pensé que eras mucho mayor. No se te nota la mala leche. Sabes posar.» Ella escribió: «Estoy casada y amo a mi esposo, y sé que tienes un novio argentino, te he visto con él, pero algún día me gustaría saltarme las reglas y jugar contigo.» Escribí sin demora: «Siempre me ha gustado saltarme las reglas.» Extrañamente, ella dejó de escribirme varios días. Pensé que se había asustado, que sólo quería flirtear y que, ante la inminencia de un encuentro, se había replegado, temerosa: después de todo, era una mujer casada y tenía que ser prudente.

De pronto, la española regresó bruscamente a mi vida. Encontré de madrugada un correo suyo:

«Debo confesarte que hice trampa. La foto que te mandé me la tomaron hace veinte años. ¿Me perdonas? ¿Todavía quieres conocerme?» No le contesté. No me gustó que me hubiese mentido.

Pensé que no debía escribirle más, que era una loca peligrosa.

Enojada porque no le escribía, siguió enviándome todas las noches sus correos llenos de mala leche. Ya no me hacían gracia. Era evidente que estaba despechada y que odiaba a cualquier mujer que fuese más joven o guapa que ella. La española era una señora rica, loca, casada e infeliz, llena de tiempo libre y frustraciones, como muchas de mis vecinas.

Debí cambiar de ruta al gimnasio. Fui un tonto, me dejé emboscar. Una tarde pasé frente a su casa y ella salió corriendo, cruzó la calle, se plantó frente a mí y me dijo que estaba pasando unos días terribles por mi culpa. Le pregunté por qué me culpaba de su infelicidad. Me dijo: «Porque no me has escrito desde que te dije que esa foto tenía veinte años.» Mientras decía eso, yo pensaba que la foto podía tener no veinte sino treinta años, porque la española lucía el rostro estropeado por tantas cirugías inútiles, que lo habían convertido en una mueca tensa, en el remedo triste de lo que fue, en la caricatura desfigurada de aquella foto en la que todavía tenía una cara verdadera y no esta máscara de ahora. «Lo siento, no he tenido tiempo de escribirte», dije. «Me estás haciendo sufrir mucho», me reprochó. «Eres un mal tío», dijo. «Esto no se le hace a una dama.» Pensé: Es que no eres una dama. Pero no se lo dije. Me puse serio y dije con voz cortante: «No tengo tiempo para estas cosas. Estoy apurado.» Y seguí caminando hacia el gimnasio.

Al final de la tarde, me eché a dormir la siesta. Desperté asustado. Alguien golpeaba la puerta de calle. Me puse de pie y me acerqué a la escalera. No podía verla, pero oí su voz llamando mi nombre. Era la vecina española. Volví a la cama y pensé que se cansaría de tocar la puerta. Me equivoqué. De pronto, la puerta se abrió y sentí su voz dentro de la casa, llamándome. No entendí cómo podía haber entrado, por lo visto había dejado la puerta sin llave. La española estaba gritando en mi casa y yo me escondía entre las sombras del segundo piso. «No te escondas, sé que estás arriba, no me obligues a subir», gritó. Un ramalazo de miedo me recorrió de la cabeza a los pies.

Pensé que había venido a matarme o, peor aún, a violarme. Entonces la mala leche se apoderó de mí y me hizo encender la luz de la escalera y gritarle: «¿Qué haces en mi casa, vieja de mierda? Vete ahora mismo, que ya llamé a la policía.» Ella se asomó a la escalera y, para mi sorpresa, mostró unos libros que traía en las manos y me dijo, llorosa: «Sólo quería que me firmaras tus libros.» No me inspiró lástima. «No me da la gana de firmarte nada porque no tienes derecho de meterte así en mi casa.» Ella se quedó allí, mirándome con cara de víctima. «¿No te gusto?», me preguntó, con la voz quebrada, aguantando el llanto. «No, nada», le dije. De pronto ella recuperó el aire regio, me miró con mala cara y sentenció: «¿Sabes por qué no te gusto? Porque no te gustan las mujeres. Tú eres mariquita. Yo no te creo ese cuento de que eres bisexual. Tú eres mariquita y te gusta que te den por culo.» Ahora la española estaba gritando y me miraba con una mala leche de siglos. Luego tiró mis libros al suelo y gritó: «Y estos libros son una puta mierda.» Y se marchó haciendo sonar los tacos, dejando la puerta abierta, sabiendo que la policía no llegaría nunca ni yo iría a denunciarla.

BOOK: El canalla sentimental
11.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Shell Princess by Gwyneth Rees
The Killing Shot by Johnny D Boggs
Castles by Julie Garwood
Maggie MacKeever by Lady Sweetbriar
The Darkest Walk of Crime by Malcolm Archibald
Kicked by Celia Aaron
House Of Aces by Pamela Ann, Carter Dean
Lord Protector by T C Southwell
El templo by Matthew Reilly