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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (29 page)

BOOK: El canalla sentimental
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—Eso es imposible, y él lo sabe. Yo lo conocí mucho antes de conocerte y nunca pasó nada entre nosotros y le dije que sólo podíamos ser amigos, que no me gustaba.

—Ya no sé si creerte, Jaime. Mentís tanto que ya no sé si creerte.

—No te mentí. No te conté que salimos con Manuel para no lastimarte. Pero no decir algo no equivale a mentir.

—Pero me dijiste que no verías más a Manuel. Sabés que ese pibe me odia y no te importa verlo.

Si de verdad me quisieras, no saldrías con un tipo que habla mal de mí.

—A mí nunca me habla mal de ti.

—Da igual. Ya me cansé de tus mentiras. No sé para qué vine. Quédate con tu Manuel. Yo me vuelvo a Buenos Aires mañana.

Esa noche, Martín llama a la línea aérea y adelanta la fecha de su viaje de regreso. Le pido que no se vaya, que no haga esa locura. Le explico que no hice nada contra él, que sólo vi a Manuel y no se lo conté, pero Martín está dolido, siente que soy un mentiroso, que soy desleal, que soy capaz de ser amigo de personas que lo detestan, como Manuel, como Ana, la chica que se hizo un tatuaje en la espalda con mi nombre.

—Yo jamás podría ser amigo de alguien que te odia —me dice—. Y vos sabés que Manuel y Ana me odian. Y te chupa un huevo. Y seguís viéndolos igual. Y te escriben tres mails diarios. Y les escribís otros tres mails diarios. Y te dicen que te quieren, que te aman. Y les decís que los querés, que los amás. Y los ves a escondidas. Y me decís que sólo son tus amigos, pero contigo nunca se sabe, Jaime.

—Te prometo que no veré más a Manuel ni a Ana —le digo—. Pero, por favor, no te vayas mañana. No tiene sentido pelearnos por algo tan ridículo. No me has encontrado en la cama con Manuel.

Manuel y yo nos conocimos en una farmacia de Key Biscayne, hace diez años o más. Yo no conocía a Martín. Manuel y yo nunca fuimos amantes, sólo amigos de vernos ocasionalmente. Hice que Martín y Manuel se conocieran en un restaurante de la isla, hace cinco años. Se reunieron pocas veces más. Fue evidente desde el principio que no se entendían, no se veían con simpatía, se rechazaban naturalmente. Siempre que hablábamos de él, Martín me decía:

—Ese pibe es un nabo atómico. No sé qué hace viviendo solo en Miami. Debería volver a Santiago y conseguirse un novio.

Pero ahora Manuel se ha convertido en una causa de guerra para Martín, en la razón para irse bruscamente a Buenos Aires, en el fantasma que agita sus propias dudas y temores sobre la conveniencia de seguir conmigo: ese hombre mayor, gordo, cansado, predecible, aburrido, ensimismado, que se pasa los días tirado en la cama, durmiendo, tratando de dormir, hablando de lo mal que ha dormido, de lo bien que dormía antes de conocerlo.

—Todo esto me pasa por ser demasiado bueno —le digo, exhausto, con dolor de cabeza, a las tres de la mañana, mientras mis hijas duermen y pienso si debo tomar el Alplax para asegurarme siete horas de sueño sin interrupciones—. Debería pasar mis vacaciones solo con mis hijas.

—Por eso me voy mañana —dice Martín—. Para no ser un estorbo en tu vida familiar.

A la mañana siguiente, todos hemos dormido bien. Es un milagro. Lo atribuyo a mi laboriosidad: bloqueé las salidas del aire acondicionado en mi cuarto y mi baño, pegando una servilleta de tela y una lámina de papel platino con cinta adhesiva, de modo que los cuartos de las niñas y Martín se mantuviesen fríos, como a ellos les gusta, pero el mío, tibio, como necesito para no dormir tan mal.

Abrazo a Martín, lo beso en la mejilla, le pido perdón, le digo que lo amo, que es el chico de mis sueños, que, por favor, no se vaya. Martín tiene las maletas hechas, dice que tiene que irse a la noche. Pero lo convenzo de ir a almorzar al restaurante mexicano que tanto le gusta. Comemos fajitas, quesadillas. Tomamos cerveza. Nos emborrachamos levemente. Vamos luego a comer helados. Martín se ríe, borracho y feliz, con sus bermudas holgadas y sus sandalias de jebe y su camiseta sin mangas que muestra los brazos bien trabajados en el gimnasio, y yo siento que nunca he amado ni amaré a nadie como amo a ese chico alto, flaco, frívolo, depresivo, callado y caprichoso, ese chico que algunas señoras confunden con mi hijo y al que de ninguna manera dejaré ir esa noche al aeropuerto, aunque tenga que pedirle perdón y prometer que nunca más veré a Manuel ni a Ana ni a nadie que él, Martincito lindo, el chico de mis sueños, odie con razón o sin ella.

Hace años, llego a Montevideo a presentar una novela. Hablo con cierta desfachatez, cuento historias que estoy seguro de haber contado antes, me dejo retratar por fotógrafos de eventos sociales y despliego mis dudosos encantos para seducir a los invitados que me acompañan en ese hotel de lujo.

En medio de tantas sonrisas y halagos falsos, conozco a una mujer. Es guapa, el pelo negro, la mirada chispeante, el perfil aguileño, pero no es tanto su belleza como su insolencia lo que llama mi atención. Ella se presenta, me da la mano suavemente, dice su nombre, Dolores, y me pregunta:

—Si te gustan los hombres, ¿por qué te casaste con una mujer?

La pregunta no está hecha en tono agresivo. Hay en ella una cierta complicidad. Quedo sorprendido, no sé qué contestar. La miro a los ojos y le digo:

—Te lo cuento más tarde, si dejas que te invite a cenar.

Esa noche, cuando todos se marchan, Dolores y yo bajamos al restaurante del hotel, espantamos a unos músicos que intentan cantarnos casi al oído, bebemos champagne y nos contamos algunos secretos. Ella me cuenta que está casada pero que ya no ama a Daniel, su marido argentino, y que ha tenido y tiene algunos amantes escondidos, y que su pasión es la fotografía, hacer fotos, hacerse fotos ella misma. Yo le cuento que estuve casado con Sofía porque amé y en cierto modo todavía amo a esa mujer, pero que también me gustan los hombres, que me gustaría enamorarme de un hombre (todavía no he conocido a Martín). Ella me cuenta que también es bisexual, que le gustan más los hombres pero que ocasionalmente puede gustarle una mujer, aunque nunca se ha enamorado de una. Cuando terminamos de cenar, me propone subir a la habitación a fumar un porro, tiene marihuana en el bolso. No he fumado hace meses, pero esa noche no encuentro razones para negarme. Fumamos. Luego suena el celular. Es Daniel, su esposo. Ella le miente, dice que está con una amiga, y se va.

Al día siguiente, vuelve al hotel y me pide hacerme fotos. Estamos en mi habitación. Ella me pide que no sonría, que mire a la cámara con seriedad, sin forzar una sonrisa. Luego impide que me quite la ropa, que me quede en calzoncillos aunque me promete que sólo tomará fotos hasta el ombligo, no más abajo. Obedezco, me dejo guiar, encuentro un extraño placer sometiéndome a la voluntad de esa mujer que me hace fotos. Ese juego o encuentro de vanidades me produce una cierta crispación erótica que no consigo disimular. Ella naturalmente lo advierte, deja la cámara y, siempre al mando, me hace el amor.

Desde aquella tarde, nos hacemos amantes. Ella lee los libros que he publicado. Yo contemplo maravillado las fotos que ha exhibido, los retratos que ha hecho de sí misma.

Como está casada y debe ocultarle a su marido los encuentros conmigo, diseña un plan: decirle a Daniel que soy su amigo, pero que no tiene por qué preocuparse, pues soy gay y tengo novio. Me cuenta el plan. Me dice que es perfectamente creíble, porque ya circula por esa ciudad el rumor de que me gustan los hombres, sólo tiene que inventarme un novio, el novio que no tengo todavía pero que estoy buscando discretamente. Aunque con ciertos temores, acepto el plan. Dolores me recuerda:

—Cuando estés con Daniel, tenés que ser muy loca. Así no va a sospechar.

Dolores organiza una cena en su casa en mi honor. Invita a amigas actrices, modelos, fotógrafas; a amigos escritores, periodistas, actores. Conozco a Daniel. Lo saludo de un modo muy afectado, tratando de acentuar mi lado femenino. Le cuento que tengo un novio en Miami (un cubano joven y pujante, al que conocí en el gimnasio) y otro a escondidas en Lima (un actor con fama de mujeriego). Todo es mentira, pero Daniel parece convencido de que soy un homosexual feliz. Al final de la noche, Dolores le pide permiso para llevarme al hotel. Como está borracho y hablando con sus amigos, acepta sin problemas. Dolores me lleva al hotel, sube al cuarto y me hace el amor.

Es un momento perfecto. Hemos encontrado la manera de ser amantes sin que nadie lo sospeche.

Ella regresa rápidamente a casa.

En los meses siguientes, vuelvo con frecuencia a ver a Dolores. No puedo vivir lejos de ella.

Necesito sus besos, sus caricias, sus bromas insolentes, la educación sentimental y musical a la que me somete. La invito de viaje. Daniel, el esposo confiado, aprueba los viajes de su mujer, la fotógrafa, y su nuevo amigo, el escritor homosexual. Dolores y yo vamos a Buenos Aires, a una feria de arte. Casi no salimos del hotel. Nada nos divierte más que fumar porros, beber champagne, hacer el amor y tomarnos fotos impúdicas. En otra ocasión vamos a Lima y Cuzco. Todo lo que recuerdo de ese viaje es que, estando arriba, en las alturas de unas ruinas famosas, tuvimos ganas de orinar y meamos al aire libre, en medio de las montañas, extasiados por el paisaje, y al hacerlo sentí algo parecido a la felicidad. También viajamos a Miami y Nueva York. Ella parece feliz engañando a su marido. Yo me siento culpable de abusar de la confianza de Daniel, que me parece un hombre encantador, pero eso no me impide disfrutar del amor extraño e improbable que he encontrado en esa mujer que a veces seduce a otras mujeres tan lindas como ella y que a menudo me anima a buscarme un chico guapo para que no me aburra con ella.

He pensado que ese amor durará todo lo que me quede de vida. Pero una mañana, estando en la ducha en Miami, suena el teléfono. Contesto. Es ella. Está llorando. Me dice que está embarazada.

No sabe si el bebé es de Daniel, de mí o de un actor uruguayo. Me quedo mudo, no sé qué decir. Le pregunto si va a tener el bebé. Dice que sí, que no puede abortar. Ya tiene tres hijos con Daniel, ama ser madre, no puede interrumpir una vida sólo por cobardía, por no saber quién es el padre. La apoyo, le digo palabras dulces, le prometo que estaré con ella, pase lo que pase. Pero ella me sorprende: me dice que va a tener al bebé, pero va a decirle a Daniel que es suyo. Le digo que es un error, que no debe mentirle, que debe tenerlo y hacer discretamente pruebas genéticas y, si resulta siendo de Daniel, se queda callada y no dice nada, pero si es hijo mío o del actor, entonces tiene que decir la verdad. Dolores no está de acuerdo. Se enfurece. Discutimos. Me dice que no puede hacerle eso a Daniel, que si tiene al bebé diciéndole que es suyo, no puede decirle un buen día que no es suyo, que eso traería mucha infelicidad. Le digo que la entiendo, pero que está equivocada, que debe ser más valiente.

Unos días después me llama y me dice llorando que ha abortado, que no podemos vernos más, que va a tratar de ser feliz con Daniel. Le digo que la entiendo, que la apoyo, que le deseo suerte.

Pasan los meses y no sé nada de Dolores. No vuelvo más a Montevideo. No quiero estar en esa ciudad sin ver a mi chica. No pisaré más Montevideo. Todo en esa ciudad me recuerda a ella.

Dos semanas con mis hijas en Miami, sin viajes ni programas de televisión en la agenda, sin empleadas que las sirvan ni familiares que las amonesten, sin horarios ni obligaciones de ningún tipo, son una promesa segura de ocio feliz para mí, no sé si para ellas también.

Debo dar gracias a quien corresponda por el hecho afortunado de que las niñas heredasen de mis genes, y no de los de su madre, que es una mujer hacendosa y emprendedora, una cierta disposición natural a la vagancia, a asociar el placer con el ocio, la felicidad con la vida sedentaria y la pereza con la virtud.

No por eso dejamos de hacer un número de planes antes de llegar a la casa en Miami, pero, como no tardaría en manifestarse nuestro espíritu haragán y una fatiga crónica que al parecer viene desde muy lejos, presumo que desde mis bisabuelos irlandeses que llegaron embriagados a las costas peruanas, esos planes no pudieron hacerse realidad, porque para ello hacían falta una energía y una laboriosidad de las que carecíamos por completo.

Dijimos que iríamos a Washington a visitar los museos, los parques, el hospital donde nació Camila, las casas donde vivimos, pero les dije que no debíamos correr tan alto riesgo porque en las noticias de la televisión habían advertido que los terroristas estaban tramando un nuevo atentado y parecía imprudente, casi suicida, subirnos a un avión o acercarnos a un aeropuerto.

Dijimos que iríamos un fin de semana a los parques de diversiones de Orlando, pero les dije que en julio hace tanto calor que la gente se desmaya, y las filas de gente esperando los juegos son tan largas que los que no se desmayan por el calor lo hacen por esperar horas de pie, y los que sobreviven al calor y a las filas y consiguen entrar a los juegos a menudo se desmayan o incluso mueren de asfixia, vértigo, taquicardia o ataques de pánico, según pude leer en los periódicos, que contaban que alguien murió en la montaña rusa y alguien más en la casa del terror, con lo cual mis hijas entendieron que era casi una certeza estadística que, si cometíamos la imprudencia de visitar los juegos de Disney, uno de los tres no regresaría vivo.

Dijimos que iríamos a un parque acuático al norte de la ciudad, pero les dije que ese parque había sido clausurado porque muchos niños murieron ahogados allí. Nunca supe de qué parque hablaban mis hijas ni dónde quedaba, pero les conté tantas historias truculentas que perdieron todo interés deslizarse por los toboganes gigantes y jugar con las olas artificiales.

Dijimos que iríamos al gimnasio todas las tardes, un gimnasio en el que estoy inscrito y por cuyo uso he pagado un año entero, pero no fuimos una sola tarde porque podía llover y no teníamos paraguas y además había demasiados mosquitos que podían picarnos en el camino.

Dijimos que saldríamos a montar en bicicleta, pero las bicicletas tenían las llantas desinfladas y les dije que era demasiado esfuerzo llevarlas al grifo, pues no cabían todas en la camioneta y había que llevarlas en varios viajes, una idea que me resultaba extenuante, de modo que las bicicletas quedaron tiradas, con las llantas bajas y las cadenas oxidadas.

Dijeron que verían a sus amigas que también estaban de vacaciones en la ciudad, pero yo dejaba el teléfono desconectado sin que ellas se enterasen y así nunca sonaba el teléfono y nadie las invitaba a ninguna parte y ellas no entendían por qué se habían vuelto tan impopulares y yo les decía que la vida es así, un desengaño tras otro, y que ninguna amistad dura para siempre.

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