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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (33 page)

BOOK: El canalla sentimental
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«Entonces lo hará en otro lado, pero no dejará de hacerlo si tiene ganas. Y te mentirá, como ya te miente porque eres demasiado estricta con ella.» Sofía dice: «¡No puedo creer que te parezca bien que tu hija de catorce años tenga relaciones sexuales!» Pregunto, ofuscado: «¿Y a partir de qué edad se supone que debemos darle permiso para que tenga relaciones sexuales?» Sofía no lo duda: «A partir de los dieciocho años, antes no.» Me río con aire burlón y digo: «Eso es un disparate. Ella hará lo que quiera con quien quiera antes o después de los dieciocho años, y tú ni te enterarás. Pero si le dices que antes de los dieciocho no puede acostarse con su enamorado, te odiará y lo tomará como un abuso y se morirá de ganas de hacerlo sólo para sentirse dueña de su cuerpo y de su libertad frente a ese límite tan caprichoso y arbitrario que le estás poniendo.» Sofía dice: «Bueno, esta es mi casa y acá no le voy a permitir que esté con su enamorado encerrados en un cuarto hasta que tenga dieciocho años. Es una cuestión de respeto.» Digo: «Muy bien, tienes derecho a eso. Pero en mi casa, yo sí se lo permitiré. Así que si no la dejas ser libre acá, se irá a mi casa y allá hará lo que quiera con su enamorado o su enamorada o con los dos a la vez, y contará con mi absoluta complicidad.» Sofía se pone de pie y grita: «¡No puedo creer que seas tan estúpido y hables tantas tonterías!» Luego se va con los labios pintados de un color rojo muy oscuro a una comida de la que regresará tarde. Se va tan ofuscada, golpeando el piso de madera con los tacos, que olvida su celular, uno de sus varios celulares. Me quedo con Lola. Nos reímos. Ella me da la razón. Dice que su hermana tendrá enamorado cuando ella quiera, no cuando nosotros lo decidamos. Aydeé, que ha presenciado la discusión, sonríe a medias. Ya está acostumbrada al carácter risueño y libertino del «joven Jaime», a las discusiones con la señora Sofía por cuestiones morales. Le pregunto qué opina de ese asunto espinoso del sexo y la edad. Ella, que es muy lista, dice: «Lo importante es que le enseñen a cuidarse, joven, porque ahora las chicas rapidito nomás aprenden.» Me río y le pido una limonada más. Luego voy a la cama con Lola, la abrazo, espero a que se quede dormida y me quedo con la cabeza recostada en su espalda, escuchando los latidos de su corazón.

Lunes, ocho de la mañana. Las niñas se fueron al colegio. Paolo, el chofer, me recuerda que las llantas de la camioneta están muy gastadas y hay que cambiarlas. Le pregunto cuánto me va a costar. Me enseña un papel con la cifra. Le digo que no llevo esa cantidad conmigo, que le daré el dinero en una semana, cuando regrese. Subo al taxi y voy al aeropuerto.

Miércoles, medianoche. Sofía está manejando mi camioneta porque ha dejado la suya en el taller.

Una llanta se revienta. La camioneta está a punto de volcarse. Ella consigue evitarlo. Queda tan asustada que no se detiene, sigue manejando con la llanta reventada. Llama a su amiga Laura y pide que le hable todo el camino hasta la casa. Llegando a la casa, me escribe un correo: «Tengo que hacer cambios en mi vida, tengo que irme de esta ciudad.» Me pregunto si quiere volver a París con Michel. Pero las niñas no quieren irse de Lima. Les encanta Lima, el colegio, las fiestas todos los sábados con sus amigas. No quieren alejarse de esa vida predecible y feliz.

Jueves, cuatro de la tarde. Camila me cuenta el incidente de Sofía y la llanta reventada. Me dice que debí cambiar las llantas cuando el chofer me lo sugirió. Le digo que no imagine que era tan urgente, que pensé que podía esperar una semana más. Le pregunto qué debo hacer. «Vende las camionetas y compra dos nuevas», me dice ella. «Pero las camionetas están buenas», le digo. «Sólo hay que cambiar las llantas.» «No», me dice ella. «Están cagadazas las camionetas. Tienes que cambiarlas.» Me gusta cuando mi hija dice palabras vulgares. Siento que confía en mí, que no me miente, que somos amigos. Yo a mis padres nunca les dije una palabra vulgar. Le digo a mi hija que mi camioneta tiene apenas cinco años de uso y está bien. «No», me dice ella. «Le suena todo. Tiene pésima acústica.» Me hace gracia que use esa palabra, «acústica». «¿Y qué camioneta crees que tiene buena acústica?», le pregunto. «No sé», dice ella. «Pero la tuya no.»

Jueves, seis de la tarde. Le escribo un correo a Sofía que sé que no debería escribirle. «Por favor, cuéntame qué pasó con mi camioneta ayer.» No escribo «la» camioneta, escribo «mi» camioneta, que ya es una señal de hostilidad. Ella me responde desde su BlackBerry. Dice que la llanta se reventó en la autopista, que pudo ser un accidente peor, que se dio un gran susto, que no me preocupe porque pagará por la llanta si es necesario. Le escribo diciéndole que yo pagaré por las llantas nuevas. Le pregunto por qué estaba manejando mi camioneta y no la suya y por qué no me contó el incidente y tuve que enterarme cuando llamé a mi hija. Me responde que su camioneta estaba en el taller y que no me escribió porque tuvo un día complicado.

Jueves, medianoche. Regreso del estudio. Llamo a Martín. Me cuenta que tuvo un día complicado. Pasó por la casa de sus padres y fue testigo de una discusión familiar. Su madre estaba acariciando a la perrita Lulú que Martín había lavado con champú esa tarde. Su padre le dijo a su madre que últimamente ella le hacía más caso a la perrita Lulú que a él. Su madre le respondió que la perrita Lulú era mucho más cariñosa con ella que él. Le dijo también que a él sólo le interesaba el rugby. «Pero estamos jugando el mundial», le explicó él. «Sí, claro, pero nunca me llevás a pasear, sólo te interesa el rugby», dijo ella. «Bueno, es mi pasión y no tiene nada de malo», dijo él. Luego añadió: «Todos tenemos un tendón de Aquiles, y el rugby es mi tendón de Aquiles.» Su madre le dijo riéndose: «No es el tendón de Aquiles, es el talón de Aquiles.» Su padre porfió: «No, Inés, es el tendón, eso es lo que le falló a Aquiles, el tendón, y por eso lo mataron.» Su madre insistió: «No seas tonto, fue el talón, no el tendón, le tiraron una flecha envenenada al talón de Aquiles.» Su padre replicó: «Estás mal. La flecha le cayó en el tendón, se le hinchó el tendón, por eso lo mataron.» Su madre no pudo más: «¡Es el talón, no el tendón, boludo!» Estaban a los gritos cuando Martín se fue sin despedirse.

Viernes, mediodía. Martín me dice que ha recibido un correo anónimo lleno de insultos. Me lo reenvía. Alguien le dice que es un niño parásito, una señorita mantenida, una prostituta barata. Me indigna que lo insulten de esa manera tan cobarde. Es triste que alguien piense así de él, sin saber lo delicado y cuidadoso que es conmigo en ese sentido, el del dinero, que nunca le ha importado, y en todos los demás. Pero lo que más me molesta es que ese calumniador anónimo le diga a Martín que yo soy un gordo. Es verdad, por supuesto, pero me duele que me llamen así: el gordo. Llamo a Martín y le pido disculpas por tener que leer las groserías que le escriben los idiotas que lo odian porque yo lo amo. Por suerte se ríe y me dice que le hizo gracia el correo insultante. Le pregunto si quiere acompañarme a una fiesta en Los Ángeles. Me dice que no quiere viajar a ninguna parte, que odia los aviones, que en Buenos Aires está bien. Lo envidio. Le digo que pronto me iré a Buenos Aires a vivir con él y no me moveré más de allí. Sé que no estoy mintiendo.

Viernes, tres de la tarde. Camila ha salido temprano del colegio. Me pregunta si iremos pronto a Buenos Aires. Le digo que sí, que iremos de todas maneras. Se alegra, le gusta esa ciudad como a mí. Le digo que cuando termine el colegio en Lima debería irse a vivir a Buenos Aires conmigo, que allá las universidades son buenas, baratas y sobre todo divertidas. Me dice que estoy loco, que de ninguna manera irá a la universidad en Buenos Aires. «Yo me voy a estudiar a Nueva York o Londres», dice. Tengo que seguir ahorrando, pienso. Luego me pregunta a qué edad fue mi primer beso. Le digo que a los dieciocho años, en la universidad. «Mentiroso», me dice. «Te juro, es verdad, fue con Adriana, una chica linda.» «EA los dieciocho años?», dice ella, sin poder creerlo.

«Eres un huevas tristes», me dice. Me gusta que me diga palabras vulgares. Yo no le pregunto si ella ya dio su primer beso. Sé que no le gustan esas preguntas.

Sábado, tres de la mañana. Voy a la computadora y le escribo al anónimo que insultó a Martín:

«Sé quién eres. Sé dónde vives. Si vuelves a insultar a mi chico, contrataré un par de matones para que vayan a buscarte. Y si vuelves a llamarme gordo, haré que te maten.»

Sábado, tres de la tarde. Sofía me escribe un correo que dice: «Gordi, ya cambiamos las llantas.»

Sábado, tres y media de la tarde. Martín me escribe: «Gordito rico, te extraño muchito.»

Sábado, cuatro de la tarde. El anónimo me escribe: «Flaco no eres.»

Mi madre vive sola en una casa grande con muchos cuartos vacíos que eran de sus hijos, que ahora ya no están porque se casaron o se fueron a otros países.

Sin embargo, no se siente sola porque es atendida risueña y amorosamente por dos jóvenes a su servicio, Lucy y Manuel, que se conocieron en esa casa y ahora están enamorados y han anunciado que pronto se casarán en una iglesia que todavía están buscando, lo que hace muy feliz a mi madre, que los quiere como si fueran sus hijos y que tal vez dejaría de quererlos si se casaran civilmente y no bendecidos por la religión que tanto la ha confortado a ella.

Mi madre está llena de amor. Ama a su Creador, el Altísimo, cuya casa visita cada mañana antes de desayunar y a quien a veces, al elevar una plegaria, llama Flaquito, Papito o Cholito, pues son ya muchos años de encendidas pláticas con Él y es casi natural que de tan antigua familiaridad surja ese trato de confianza, salpicado de diminutivos afectuosos. Ama a su esposo, que ya no está, a quien imagina en el cielo, gozando de la paz que le fue esquiva entre nosotros. Ama a sus hijos, a todos sus hijos, aunque comprensiblemente ama de un modo más parejo y consistente a aquellos que comparten su fe religiosa y de un modo más atormentado, pero no por eso menos intenso, a cierto hijo díscolo que, poseído por la soberbia, ese venenillo que le inocula el Diablo en su astucia infinita, se declara agnóstico y se burla del cardenal. Ama a sus empleados domésticos, a los que suele bautizar, confirmar y educar en el camino de la santidad, un camino que ella ha recorrido sin desmayar. Ama a las cajeras del supermercado, a las vecinas pedigüeñas, a los tullidos que la esperan después de misa, al presidente converso, a sus amigas del colegio, a todos los habitantes del país que la vio nacer y del que nunca quiso irse. Y últimamente ama a Miguelito, con quien desayuna, almuerza y cena todos los días.

Miguelito es un pollo pálido y amarillento que nació hace dos meses y llegó a esa casa en compañía de sus cuatro hermanos, metidos en una caja de cartón. Uno de mis hermanos le dijo a mi madre que tenía que viajar y le pidió que cuidara a los pollos mientras estuviera de viaje. Ella aceptó encantada, sin saber que en pocos días morirían de hambre, frío o tristeza cuatro de los cinco pollos, los que fueron enterrados en ceremonia laica, exenta de rezos, en el jardín de la casa.

Sólo uno sobrevivió, Miguelito. Mi madre pensó que también moriría, pues no quería comer, temblaba y caminaba a duras penas. «Estaba deprimido», asegura ahora, acariciándolo. Entonces decidió amarlo sin reservas, adoptarlo como si fuera un hijo más. Lo llamó Miguelito, en un acto de amor a uno de sus hijos, Miguel, que tan feliz la hacía, un muchacho bondadoso, de gran corazón, que la llenaba de besos y regalos y la hacía reír como ella nunca había imaginado que una señora podía reírse, tanto que pensaba que esas risas podían estar reñidas con el ejercicio adusto de la fe.

Lo llevaba a misa en su cartera, lo hacía dormir a sus pies (pues Miguelito rehusaba dormir en la alfombra y trepaba a la cama), le rezaba el ángelus, le cantaba avemarías y hasta lo dejaba picotearle el rosario, le disparaba aire caliente con la secadora y lo sentaba en su regazo cuando comía. Pero Miguelito no mostraba interés en comer.

Hasta que un día mi madre vino a descubrir accidentalmente lo que Miguelito quería comer, aquello que le salvaría la vida y lo haría crecer hasta convertirse en un pollo robusto y trepador, que no se resignaba con vivir a ras del suelo y saltaba a los zapatos de su protectora y escalaba luego hasta sus faldas. Harta de tantas polillas en su cuarto, cogió un matamoscas y aplastó a una sin misericordia. Tan pronto como los restos de ese bicho cayeron en la alfombra, Miguelito corrió hacia ellos y los devoró con una determinación que mi madre no había visto nunca en él. Entonces siguió matando polillas y viendo a Miguelito comérselas sin vacilar. Esto cambió la vida del pollo, que empezó a engordar y crecer, como cambió también las vidas de mi madre y Lucy y Manuel, que ahora pasan horas cazando polillas con matamoscas.

A la noche, antes de meterse en la cama, mi madre se obliga a matar diez polillas. Para evitar que Miguelito se las coma al caer, lo encierra en el baño y lo oye piar con un desgarro que la conmueve.

Pero ella necesita matar diez polillas para meterlas luego a la pequeña refrigeradora de su cuarto y estar segura de que, al despertar, cuando Miguelito salte de la cama, podrá servirle un desayuno fresco y reparador, consistente en diez polillas refrigeradas, que él comerá sin hacer ascos, aunque sin duda preferiría comerlas «fresquitas», como dice mi madre, es decir, recién emboscadas y machucadas.

Uno de mis hermanos le ha dicho que es una locura que lleve a Miguelito a misa en su cartera, que rece el rosario con él, que le sirva diez polillas frías cada mañana. Pero mi madre le ha contestado que ella quiere a Miguelito como si fuera su hijo, que es un pollito muy sufrido que no conoció a su madre y vio morir a sus cuatro hermanos y que nada de malo tiene amarlo como ella ama a ese pollo con ínfulas humanas.

Como nadie está libre de ganarse enemistades, Miguelito las tiene también, y son las palomas del barrio que, apenas ven que le sirven sus bichos acompañados de maíz, arroz y pan (lo que varía según las instrucciones que da mi madre: «Sírvanle pan con polilla a Miguelito» o «sírvanle polilla con arroz para que no se aburra»), bajan impacientes, lo asustan a aletazos, alejándolo del plato, y se disputan esa comida que no era para ellas.

Al ver a las palomas comiéndose la comida de su Miguelito adorado, mi madre no ha dudado en subir al cuarto de su marido que ya falleció, sacar la escopeta, meterle dos cartuchos, apuntar desde la ventana y descargar una lluvia de plomo sobre ellas. Nunca imaginó, declarada enemiga de las armas y la violencia, que sentiría tanta felicidad matando palomas.

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