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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (32 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Cuando regresé a Buenos Aires, Candy estaba agonizando. Ya casi no podía hablar, raramente estaba despierta. No tuve coraje para ir a verla. No quería verla destruida por la enfermedad. No quería quedarme con ese recuerdo de ella. Era la hermana de Martín. Era mi hermana.

Esa tarde, en la ducha, sentí que alguien llamaba a Martín para darle la noticia. Apenas salí, le pregunté: «¿Llamó alguien?» Me dijo que nadie había llamado. Minutos después, sonó el teléfono.

Tuve el presentimiento de que era la llamada. Martín contestó. Su padre le dijo: «Ya está.» Martín vino hacia mí, me abrazó y no lloró. Luego se fue caminando a la clínica. No pude acompañarlo porque tenía que ir a grabar mis entrevistas. En el taxi, rumbo a Palermo, lo llamé. Estaba llorando, no podía hablar. Se había encerrado en un cuarto de cuidados intensivos, en el quinto piso, para llorar a solas. No quería llorar frente a otra gente. Caminó por toda la clínica buscando un lugar donde pudiera estar solo. Cuando lo encontró, se sentó en el suelo y se abandonó a llorar.

Mientras grababa mis entrevistas con una modelo y un actor, me preguntaba en silencio, ocultando mi tristeza, por qué la vida tenía que ser tan miserable, por qué tenía que ensañarse con una mujer joven e indefensa que sólo quería proteger a su hija y darle algunas alegrías más, por qué su hija de apenas tres años tenía que quedarse sin una madre, qué le dirían a ella, a Catita, qué harían con ella el día del funeral.

Después de una seguidilla de días grises y lluviosos, esa mañana, la del funeral, salió el sol. Yo casi no había dormido, era muy temprano, las nueve en Buenos Aires, las siete en realidad para mí, porque mi hora es siempre la de Lima, aunque casi no viva en esa ciudad. Martín dijo que no sé pondría corbata, se vistió sin ducharse y se fue en el auto a buscar a sus padres. Yo le dije que prefería ir en taxi. No quería invadir ese momento de intimidad familiar, Martín con sus padres en el auto, rumbo al cementerio.

Llegué al memorial de Pilar cuando la misa había comenzado. El padre dijo unas palabras sencillas y afectuosas. Dijo que Candy estaba ahora en un lugar mejor, que estaba con Dios, que había vuelto a nacer, que había nacido para toda la eternidad, que en algún momento nos reuniríamos con ella. Me hubiera gustado creer todas esas cosas. No recé. No le pedí a Dios por Candy. Pensé que era absurdo suponer que, si Dios existía, cuidaría mejor de ella sólo porque yo se lo pidiese. Cerré los ojos y le dije a Candy que siempre la quise mucho, que la iba a extrañar y que me disculpase por no haberla llevado al Costa Galana cuando fuimos juntos a Mar del Plata y por tacaño preferí un hotel más barato. Mientras rezaban unas oraciones que ya casi no recordaba, yo sólo pensaba eso: Qué idiota fui de no llevarla al Costa Galana.

Después de la misa, Martín me buscó y saludó con discreción. Luego caminamos por los senderos del memorial, surcando el pasto todavía mojado, en medio de los árboles altos y añosos de Pilar, bajo el sol espléndido de la mañana, siguiendo el ataúd. Había mucha gente de todas las edades, gente joven especialmente. Cuando depositaron el ataúd en el pedazo de tierra que lo acogería y echaron las últimas flores, Martín abrazó a su madre y lloró con ella. Luego descansó su cabeza en mi hombro y lloró sin que importasen las miradas, mientras yo acariciaba su espalda. No había palabras que aliviaran esos momentos de dolor. Yo repetía: «Tranquilo, tranquilo.» Pero era inútil.

Inés, la madre de Candy y Martín, que me acogió en su familia con enorme cariño, me dijo, cuando la abracé: «Qué pena hacerte levantar tan temprano.» Me sorprendió que se preocupase por mí, cuando acababa de perder a su hija. Ella siempre fue así conmigo, cuidándome el sueño, haciéndome citas con médicos, preocupándose por mi salud. No supe qué decirle. Le dije que lo sentía mucho. Debí decirle algo más: «Eres una gran madre.» Porque el modo en que acompañó a su hija durante la enfermedad, hasta el último momento, tomándola de la mano y ayudándola a morir en paz, fue admirable y conmovedor. Y porque a mí, que no soy su hijo, me ha querido como si lo fuera.

Al llegar a casa, abrí mis correos y leí el último que me escribió Candy: «Hola, cómo está todo por esos pagos? Este mail es para decirte una vez más GRACIAS!!! por todo. Martín le compró una tele a Cata y sé que fue con tu ayuda, así que mil gracias. Eso es todo, espero que pronto nos veamos, así me llevan a pasear en su súper auto nuevo, no vas a tener excusa, se escribe así? En fin, te mando un beso graaaaaande grande, te quiero mucho, no sé por qué pero así lo siento, de verdad sos un amigo del alma y de esos yo no tengo muchos, cuidate. Disfruta de tus hijas y nos vemos pronto, Candy.»

Hace años, una tarde lluviosa de agosto en Buenos Aires, Martín va a casa de Juan a hacerle una entrevista. Martín es editor de una revista de modas. Juan es un famoso periodista argentino de radio y televisión. Martín es muy joven, tiene apenas veintitrés años, y admira a Juan, aunque no se lo dice por pudor. Juan es guapo, inteligente y exitoso y tiene sólo treinta años.

Martín le pregunta si no le molesta que un famoso periodista de radio, Fernando, diga en público, una y otra vez, con su habitual espíritu provocador, que Juan es homosexual.

—No soy puto —le dice Juan, con una sonrisa—. Soy re puto.

Por primera vez, Juan reconoce en una entrevista que le gustan los hombres. Es una liberación, un acto de afirmación personal. Nunca más tendrá que fingir o simular que es lo que en verdad no es. Durante más de dos horas, le cuenta a Martín, ya emancipado del temor de decir la verdad, cómo descubrió, siendo adolescente, que le gustaban los hombres, cómo intentó en vano desear a ciertas mujeres con las que salió como novio atormentado, cómo se impuso rotundamente sobre su destino la oscura y melancólica certeza de que era homosexual. Martín escucha conmovido y, a ratos, levemente estremecido por una bien disimulada crispación erótica.

Cuando la revista aparece en los quioscos, estalla el escándalo. La prensa del espectáculo no se ahorra detalles.

Todos se enteran de que Juan es homosexual, que está muy a gusto siéndolo y que ya estaba harto de vivir en la penumbra del armario, mintiendo, escondiéndose, ocultando esa verdad que tanto lo define frente al mundo. Curiosamente (y esto quizá sorprende a Juan y a los mojigatos que lo critican), luego de salir del armario, su carrera periodística no entra en crisis ni decae su audiencia, sino que, por el contrario, el público que lo sigue se multiplica y su prestigio profesional se consolida.

Un año después, una tarde lluviosa de agosto en Buenos Aires, Martín, que sigue siendo editor de esa revista de modas, va a un hotel en el centro a entrevistarme. Por entonces, ya no oculto que me gustan los hombres. Martín todavía lo oculta, no ha salido del armario. Lo seduzco. Nos enamoramos. Martín pierde el miedo y se asume como homosexual. Se lo cuenta a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos, a sus compañeros de la revista. Todos reciben la noticia con naturalidad y buen humor. Nadie parece demasiado sorprendido.

En abril del siguiente año, me instalo un par de meses en Buenos Aires para presentar un monólogo de humor en un teatro de la calle Corrientes. La obra, si podemos llamarla así, es una visión ácida y atormentada sobre el tardío descubrimiento de mi homosexualidad, mi salida del armario con novela bajo el brazo y las repercusiones escandalosas que provocó en mi familia y en la ciudad donde nací. Es otoño en Buenos Aires. Alquilo un departamento en la calle Gutiérrez, esquina República de la India, frente al zoológico.

Con el propósito de llevar gente al teatro, concedo entrevistas. En una de ellas, la presentadora de un programa de televisión me pregunta cuál es mi tipo de hombre. Menciono a Juan, el famoso periodista de televisión. Minutos después Juan, que al parecer estaba grabando en un estudio contiguo, aparece sorpresivamente en el programa, me abraza, me despeina el flequillo. El encuentro provoca cierto escándalo en la prensa del espectáculo, que reproduce en cámara lenta las escenas afectuosas (Juan despeinándome el flequillo, yo abrazándolo, besándolo en la mejilla) y sugiere que ha nacido un romance entre nosotros.

Esa noche, recuerdo que años atrás entrevisté a Juan para un programa piloto que se grabó en Buenos Aires y nunca salió al aire. En aquella entrevista, deslumbrado por su belleza, por sus ojos verdes, rocé sutilmente el tema del amor entre hombres y él, valiente como siempre, no lo esquivó.

Después, al salir de la grabación, le di mi teléfono, esperanzado en volver a verlo, pero no me llamó.

En vísperas del estreno de mi monólogo teatral, y todavía divertido por los chismes que se dicen en la televisión tras —el encuentro con Juan en el programa de variedades de la tarde, recibo una llamada. Es él. Quiere verme. Quiere entrevistarme para su programa de televisión. Acepto encantado.

Juan y yo nos reunimos en un restaurante de Palermo, una tarde de abril. Él viste una camiseta negra ajustada que pone énfasis en sus músculos. Está acompañado de su novio, que también viste ropa ajustada y una cadena llamativa. Yo me he vestido de un modo descuidado, como siempre, y llego con Martín. Tomamos unos tragos. Hace calor. Nos sentamos en la terraza. Los técnicos acomodan las luces, los cables, los micrófonos. Juan y yo nos sentamos uno frente al otro. Nuestros novios observan en silencio. Juan luce bello y atormentado, bello y nervioso, bello y angustiado.

Me pregunto por qué parece tan inquieto, tan sobreexcitado. Intuyo la razón. He oído rumores. He tomado esos polvos cuando era joven. Sé reconocer sus efectos.

Durante una hora o poco más, Juan me somete a un cuestionario inteligente y atrevido, que casi siempre roza el tema de la homosexualidad. Liberado años atrás de los miedos y vergüenzas que impone la triste vida en el armario, cuento con franqueza cómo me casé, cómo tuve dos hijas, cómo me divorcié, cómo me enamoré de Martín. Al terminar la entrevista, invito a Juan y su novio al teatro, al estreno de mi monólogo. Prometen ir a verme.

Por razones que nunca conocí ni probablemente conoceré, la entrevista no llegó a ser emitida en televisión. Quizá Juan, al verla, se vio demasiado turbado o estimulado. Quizá le parecí aburrido o un idiota. Quizá pensó que esas confesiones íntimas eran todo menos novedosas. Lo cierto es que nunca salió al aire.

El día del estreno, aterrado frente a una sala llena que había pagado para reírse, sintiendo que nunca había tenido tanto miedo en mi vida como aquella noche que debía hablar solo durante dos horas sin olvidarme de nada y haciendo reír a la gente, me alegré de ver entrar, ya comenzada la función, a Juan y su novio. Poco duró la alegría. Diez o quince minutos después, se pusieron de pie y se retiraron bruscamente, sin dar explicaciones, al parecer decepcionados por la calidad del espectáculo, y ante la mirada incrédula de Martín, que no podía creer tamaño desaire.

Aquella noche fue la última vez que lo vi: Juan poniéndose de pie y retirándose deprisa del teatro, yo preguntándome qué había hecho tan mal para que mi amigo se marchase a los diez minutos de haber llegado.

Meses después, en febrero, despierto en la habitación de un hotel en Ámsterdam. Hace frío.

Enciendo la computadora y entro a la página de La Nación. No puedo creerlo: Juan ha caído del balcón de su departamento en Palermo y está en coma. Muere al día siguiente, con sólo treinta y tres años. Enciendo un porro, me siento en el piso del baño y lloro recordando a ese hombre bello y torturado que salió del armario para caer del balcón.

Es sábado. Hace calor en Buenos Aires. Martín, su madre Inés, su hermana Cristina y su sobrina y ahijada Catalina van a comer una parrilla al bajo de San Isidro, cerca del río. Cristina elige un restaurante que a Martín no le gusta pero se queda callado y acepta la decisión de su hermana.

Gatita está contenta porque Martín le ha regalado tres pares de zapatillas de colores: blancas, rosadas y celestes. En el auto se ha puesto las blancas. Pero, en medio del almuerzo, mientras su abuela, su tía y su padrino comen más grasa de la que deberían (tienen una debilidad por las papas fritas), decide cambiarse de zapatillas y ponerse las rosadas. Martín celebra la decisión y la ayuda a cambiarse. Cristina se opone de un modo enfático. Martín dice que no tiene nada de malo que la niña use las zapatillas blancas y luego las rosadas. Cristina dice que no puede tolerar esa conducta, que la estarían educando mal si permiten que se cambie de zapatillas en el restaurante.

—Hay que fijarle límites —dice—. No puede hacer lo que quiera. Si se puso las blancas, se queda con las blancas. Si quiere usar las rosadas, tendrá que esperar hasta mañana.

Catita llora a gritos porque no la dejan usar las zapatillas rosadas. Su tía Cristina se mantiene firme y no cambia su opinión. Martín odia a su hermana, no entiende por qué tiene que ser tan estricta con la niña por un asunto menor, sin importancia. Si es feliz cambiándose de zapatillas, que se las cambie, piensa. Pero se queda callado y respeta la decisión de su hermana mayor, mientras su madre contempla la escena con aire ausente, como si no le quedaran ya energías para discutir, y los comensales de las mesas vecinas miran con mala cara, disgustados por el llanto de la niña en medio del restaurante.

Es sábado. Hace frío en Lima. He llegado esa madrugada en un vuelo largo y agotador. No he podido descansar bien, el frío me lo ha impedido. Estoy fatigado, de mal humor, cansado de viajar tanto. Paso la tarde con Lola, que está enferma, mal de la garganta. Camila está en casa de alguno de sus muchos amigos. Lola y yo nos sentamos a comer algo. Ella no tiene hambre, pide un yogur y cereales. Yo como sin ganas lo que me sirve Aydeé. De pronto llega Sofía. Se queja porque Camila está con sus amigos y no sabe qué amigos son. Le digo que se tome las cosas con calma, que la niña ya tiene catorce años, es inteligente y sabrá cuidarse. Sofía me dice que no debemos ser tan permisivos, que la niña hace lo que le da la gana, que debemos fijarle límites para educarla correctamente.

Le digo que no creo en los límites, que los límites sólo sirven para traspasarlos, que lo mejor es darle cariño y confianza y dejar que ella decida lo que es mejor para ella. «Pero es una niña», protesta Sofía. «No, no lo es, ya es una mujer», digo. «Tiene catorce años», se exalta Sofía. «Tiene catorce años, pero ya es una mujer», digo. Luego añado una frase que la encoleriza: «Si quiere tener un enamorado y acostarse con él, es problema suyo.» Sofía dice a gritos: «¡No puede tener un enamorado a los catorce años! ¡No puede acostarse a los catorce años! ¡No puedes fomentarle eso a tu hija!» Me defiendo: «Por mí, que tenga enamorado cuando se enamore y que se acueste con él cuando le provoque, no me importa la edad que tenga, me da igual, yo confío en ella.» Sofía no podría discrepar más enérgicamente: «¡No tiene edad para eso! ¡Tenemos que ponerle límites! ¡No puede hacer lo que le dé la gana!» Discrepo: «Lo hará de todos modos, con tu consentimiento o a escondidas. Yo prefiero que lo haga en mi casa, con mi aprobación y mi complicidad, sin que me tenga que mentir ni esconderse para estar con su chico.» Sofía afirma: «yo no voy a tolerar que ella haga esas cosas en mi casa con su enamorado! ¡No voy a permitir eso de ninguna manera!» Digo:

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