Saliendo del teatro, comemos algo deprisa. Insisto en ir a ver la película francesa a la una de la mañana. Martín tiene frío y está cansado, pero cede. Ya en la sala, se queja, se mueve mucho, bosteza, dice que está quedándose dormido. A mitad de la película, digo que mejor nos vamos.
Martín acepta encantado. Pero me quedo triste porque no puedo terminar de ver la película.
Subimos al auto. Prefiero manejar porque Martín se cae de sueño. Manejo rápido, demasiado rápido para mi chico, que se queja. No le hago caso, voy a toda prisa. Martín está en silencio, ofuscado.
Llegando a la casa, Martín se va a dormir. Nos despedimos fríamente. Hago maletas, llamo un taxi, duermo apenas una hora y salgo al aeropuerto. Antes de salir, escribo una nota que dice:
«Gracias por todo. Nos vemos en un mes. Besos.»
Camino al aeropuerto, le digo al chofer que me lleve a un hotel en el centro. Voy a quedarme unos días secretamente en la ciudad. Quiero estar solo. Quiero ver muchas películas. No quiero hablar con nadie.
Una semana de invierno en Lima puede parecer un año. Las noches son heladas y culposas; en las mañanas una niebla espesa lo difumina todo, incluso la certeza o la esperanza de que me iré pronto; las horas y los días pasan con una lentitud sañuda, exasperante, como si uno estuviese privado de su libertad, confinado en una cárcel de techo gris en la que nació, de la que siempre quiso escapar y a la que acaba volviendo resignadamente, porque no queda más remedio.
Debo pasar una semana en Lima porque Camila cumple años un miércoles (y nada, ni siquiera mi condición de reo o presidiario en esta gran mazmorra polvorienta a orillas del Pacífico, justifica ausentarme de su fiesta) y porque tengo que grabar unos programas para irme con mis hijas un mes de vacaciones a los Estados Unidos, el país donde ellas nacieron, donde escribí casi todas mis novelas y donde somos vulgarmente felices cuando nos bañamos en la piscina, bajo las sombras que nos conceden las palmeras.
Las celebraciones de Camila se dividen sabiamente, porque así lo ha dispuesto ella, en una fiesta adolescente con sus amigas y amigos del colegio, en un inevitable té familiar (que ella espera con cierta resignación, aunque con la curiosidad de ver cómo me tratarán algunas personas de la familia que me detestan cordialmente) y en un desayuno con su hermana y sus padres, a una hora cruel para mí, las siete de la mañana, en que abre bostezando sus regalos (todos los cuales ella ha comprado por internet, enviado a mi casa en Miami y visto a escondidas conmigo, apenas llegué a Lima) fingiendo sorpresa y alegría.
Su fiesta es un éxito ruidoso y eso me provoca alarma. Un número inesperadamente alto de muchachos inesperadamente altos desborda la pista de baile: muchos de ellos no han sido invitados y se han metido a la casa haciendo trampa, mintiendo, burlando al hombre de seguridad, diciendo nombres que no son los suyos pero que están en la lista de invitados, lo que confunde al pobre guardia, que nunca sabe quién es el invitado y quién, el impostor, y por eso, aturdido y humillado por los modales prepotentes de esos jovencitos de otros colegios que ni siquiera conocen a mi hija, los deja entrar a todos. Camila quiere echar a los intrusos, pero yo le aconsejo que no lo haga, que se olvide de ellos y disfrute de la fiesta. Uno de los intrusos se burla de la fealdad de una chica (le grita «Betty, Betty», por Betty la Fea) y ella se harta y le da una bofetada. Todas las canciones, si podemos llamarlas así, pertenecen a ese género esperpéntico y atroz llamado reggaeton, que Camila adora y baila con frenesí, pero que a mí me parece una agresión acústica insoportable, lo que provoca las justificadas quejas de los vecinos, hartos de esas letras pendencieras, obscenas, que los parlantes del jardín expulsan a un volumen despiadado y no los dejan descansar. Le pido al hombre que hemos contratado para que se ocupe de la música que, por favor, ponga algo decente, pero él responde a los gritos, con cara de trastornado, que sólo tiene reggaeton, que mi hija sólo quiere reggaeton, que si no pone reggaeton lo van a echar a patadas. Me siento en una esquina, los pies al lado de la estufa, y veo a lo lejos a mi bellísima Camila bailando esos ritmos grotescos con una gracia y una aparente felicidad que le dan sentido a todo, incluso a la creciente sospecha de que las señoras que comen sanguchitos me odian en silencio y muy educadamente porque digo en televisión que me gustan los hombres y porque me permito decir incluso los hombres que me gustan o me han gustado, lo que para ellas, que comen tan atropellada y felizmente esos sanguchitos que yo he pagado para que sigan engordando sus lindas pancitas, es una cosa de un mal gusto atroz, aunque no tanto como moverse al ritmo del perreo.
El té familiar resulta inesperadamente divertido. Mi ex suegra me saluda con sorprendente cariño. Luce bella, delgada y encantadora. Atribuye su eterna juventud a ciertas raíces, aceites, brebajes, semillas y hojas de la Amazonía que se aplica religiosamente y no duda en recomendar, a riesgo de aumentar la potencia sexual de los consumidores de dichas maravillas curativas. Sofía luce bella, delgada y encantadora. Se ha liberado de un conjuro malvado que alguien tramó contra ella. Sospecha de una mujer que la envidia. Ha visitado a un chamán o curandero, un hombre de corta estatura, aliento alcohólico y mirada extraviada, y le ha pedido que rompa el conjuro, que neutralice la emboscada de su enemiga, que la proteja y purifique del hechizo torvo. El curandero le ha pedido que se desnude. Sofía ha preguntado, con comprensible alarma: «¿Del todo?» El chamán ha respondido, con comprensible rigor: «Del todo, mamita. Si no te calateas, no puedo pasarte el cuy.» Sofía se ha tendido desnuda en una camilla maloliente. El curandero ha frotado por su espalda y sus nalgas un cuy vivo, pequeño roedor andino de pelambre marrón. De pronto, ha gritado:
«¡Carajo, se ha muerto el cuy!» Luego ha explicado que el pobre roedor ha expirado por absorber toda la energía negativa depositada dentro del cuerpo de Sofía, como consecuencia del conjuro urdido maléficamente contra ella. Sofía ha sospechado (y yo la he acompañado en esa sospecha) que el curandero ha estrangulado al cuy, sólo para impresionarla y probar de ese modo histriónico su discutible eficacia. Luego, el hombre, tras deshacerse del animal, ha echado agua con pétalos de rosas sobre el cuerpo de Sofía. Ella ha creído ver que algo, no precisamente un cuy, se abultaba y movía entre las piernas del chamán. Después le ha pagado y se ha sentido radiante, liberada del hechizo maléfico, purificada y optimista, como debió de sentirse cuando se divorció de mí con un buen gusto irreprochable.
Al día siguiente, muy temprano, mis hijas y Sofía han salido al aeropuerto, rumbo a Miami. Nos veremos allá en pocos días. Me he quedado en Lima con el espíritu avinagrado, soportando de mala gana la niebla, la garúa, la conmovedora idiotez de los patriotas y los moralistas, los ladridos de los perros de mis hijas, que esperan que les tire más salchichas. Desolado, he abierto la agenda de Sofía, he llamado al curandero y le he pedido que me pase el cuy.
Martín me dice que está harto de la ola de frío en Buenos Aires y que necesita desesperadamente el sol de Miami.
El problema es que Sofía y mis hijas están en Miami. A Sofía no le gusta quedarse en mi casa, prefiere quedarse en casa de sus tíos, que son encantadores y tienen una casa más grande y más linda que la mía, con un yate en el muelle.
Le pido a Martín que no viaje todavía, que espere a que Sofía vuelva a Lima. No quiero correr riesgos. Sofía y Martín no se conocen y no tienen ganas de conocerse. Sofía no tiene una buena opinión de él (le parece un joven interesado, oportunista, que quiere aprovecharse de mi dinero) y Martín no tiene una buena opinión de ella (le parece una mujer intolerante y conservadora, que no está dispuesta a que pase mis vacaciones con mis hijas y mi amante). Martín acepta de mala gana que tendrá que esperar a que Sofía vuelva a Lima para que pueda tomar el avión que lo llevará al sol de Miami que tanto necesita.
Todo parece estar en orden: las niñas pasarán la mitad de sus vacaciones con su madre, y luego conmigo y Martín.
El azar, sin embargo, se ocupa de enturbiar esos planes.
La madre de Sofía decide viajar a Miami y se queda en casa de los tíos. Sofía y su madre se pelean porque ninguna quiere dormir en el sofá cama. Sofía cree que es injusto que su madre la desplace del cuarto de huéspedes y la mande al sofá. Le ofrezco mi casa. Sofía hace maletas y viene con nuestras hijas a mi casa. No es la primera vez que pelea con su madre, ocurre a menudo. Bajo la temperatura del aire acondicionado y enfrío la casa, sé que a Sofía y mis hijas les gusta la casa bien fría.
Sofía decide que la casa está inmunda y que conviene limpiarla. Me encierro en mi estudio a escribir, mientras mis hijas y Sofía se divierten limpiando la casa con un entusiasmo que encuentro admirable e inexplicable a partes iguales. De pronto, Sofía encuentra tres bolsas negras, bolsas de basura, en mi clóset, con ropa de hombre que ella no reconoce. La mira, la despliega, la huele. Va a mi estudio y me pregunta de quién es esa ropa. Sabe que no debería preguntarlo, pero no puede evitarlo. Me siento pillado (aunque sé que no he hecho nada malo, me ruborizo) y respondo que la ropa es de un amigo. Sofía me pregunta por qué la he escondido. Le digo que no sé cuándo volveré a ver a ese amigo y prefiero que no esté colgada en uno de los roperos. Miento. La he escondido porque es la ropa de Martín y no quería que Sofía la encontrase. La he escondido como he escondido mis fotos con Martín. La he escondido porque le tengo miedo a Sofía, tengo miedo de que se lleve a las niñas a Lima si descubre que Martín llegará en pocos días. Sofía no hace más preguntas, se va contrariada, no es tonta y sabe que escondo algo y lo escondo mal.
Pasado el incidente de la ropa, vuelve la calma. Las llevo de compras, les doy plata para que compren todo lo que quieran, las trato como lo que son, las tres mujeres que gobiernan mi vida y de las que me siento un súbdito feliz. De noche duermo mal porque la casa está helada, tengo toda clase de pesadillas, pero me consuelo pensando que las chicas están contentas.
El azar, de nuevo, se encarga de conspirar contra la precaria armonía familiar.
Una noche vamos al supermercado y Sofía ve un tabloide que ha publicado en la portada una foto mía con un titular sobre mi sexualidad («Jaime Baylys: ¡Amo a un hombre!»). Hace entonces lo que tal vez no debió hacer: abre el tabloide, busca la página, lee mis declaraciones (que yo aseguro que son falsas), ve las fotos de Martín (que dice «tenemos un cuasi matrimonio»), y lo deja en el estante dándole vuelta para que las niñas no vean a su padre en esa curiosa circunstancia. Más tarde, en la casa, entra al estudio, cierra la puerta para que las niñas no oigan y me pregunta si Martín vendrá pronto. Miento con descaro, digo que no, que me quedaré solo con mis hijas. Sofía no me cree, pero no tiene pruebas. Luego me pregunta qué es ese aparato gris que tengo en el baño.
No sé de qué está hablando. Vamos al baño. Ella me lo muestra. Parece un consolador. Ella ha pensado que lo es. Pero no lo es: es un aparato eléctrico, de punta redondeada, para depilarse los pelos de la nariz. Sofía me cree cuando hago una demostración de la dudosa eficacia del aparato.
Luego me pregunta si he vuelto a tomar cocaína. Me sorprendo, le digo que no, que no tomo cocaína hace años. Sofía me lleva al estudio y me enseña unos polvos blancos sobre la mesa. Le digo que es el azúcar en polvo de unos alfajores que comí la noche anterior, tratando de escribir la novela. No miento. Es azúcar en polvo. Me comí todos los alfajores, veinte, uno tras otro. Después no escribí una línea.
En vísperas de que Sofía vuelva a Lima, llamo a Martín a Buenos Aires y le pido que postergue su viaje una semana más porque tengo ganas de estar un tiempo a solas con mis hijas, no quiero que Sofía se vaya una noche y él llegue al día siguiente. Martín se enoja, levanta la voz, me dice que está harto de cambiar de planes por culpa de Sofía, que está harto de esconderse de ella. Le pido disculpas, le digo que fue una mala idea, que viaje como estaba planeado. Pero Martín está dolido y ya no quiere viajar, odia que yo le cambie los planes de un modo tan egoísta y caprichoso, odia que le dé prioridad a mi ex esposa sobre él. Esa noche me manda un correo electrónico y me dice que no va a viajar, que no lo llame por un tiempo.
Me quedo solo con mis hijas. Vamos al supermercado. Compramos alfajores. Ellas ven el tabloide escandaloso, ven mi foto y se ríen: ya están acostumbradas a mis escándalos y les divierte burlarse de mí. Llegando a la casa, nos metemos en la piscina. Las chicas parecen felices. Como un alfajor más (qué importa engordar, si ya no vendrá Martín), miro a mis hijas riéndose y pienso que, después de todo, soy un hombre con suerte.
Martín ha llegado de visita. Es un viaje breve porque Candy sigue muy enferma. Volverá en una semana a Buenos Aires para acompañarla en su cumpleaños.
Martín, mis hijas y yo vamos a una tienda de ropa. Camila dice, al llegar:
—La última vez que vinimos acá fue con Manuel.
No se da cuenta de que ha dicho algo que tendrá unas consecuencias devastadoras sobre el ánimo de Martín. Tendría que haber recordado lo que le he contado: que Martín y Manuel se detestan, que Martín odia que yo vea a Manuel.
Le había prometido a Martín que no vería más a Manuel, pero ahora se ha enterado de que no hace mucho salimos de compras con él, y se siente traicionado, siente que soy un mentiroso, que no puede confiar en mí.
Martín me pregunta si es verdad lo que ha dicho Camila, que hace poco fuimos a esa tienda con Manuel, y, mientras mis hijas miran ropa con aire distraído, me resigno a decir la verdad:
—Sí, vinimos con Manuel cuando estabas en Buenos Aires.
—¿Y por qué no me lo contaste? —me pregunta Martín.
—Porque tú odias a Manuel y no quería tener una pelea contigo —me defiendo.
—Me mentiste. Me dijiste que no verías más a Manuel.
—No puedes prohibirme que vea a un amigo al que aprecio. No tiene sentido que odies a Manuel. No te ha hecho nada malo.
—Manuel me odia. Te habló mal de mi libro. Me tiene celos. Le gustaría ser tu chico, por eso me odia.
—No puedes estar seguro de eso.
—Estoy seguro. Es obvio que ese tipo está obsesionado con vos. Es tu stalker. ¿No te das cuenta de que quiere que nos peleemos para que él pueda ocupar mi lugar?