Le escribo: «Estoy en tu ciudad, llegué ayer, esta tarde tengo— que grabar dos programas, termino a las siete con suerte, ¿puedes verme a las siete y media en Palermo?»
No tarda en responder: «Sí, decime dónde.»
Le escribo: «En el albergue transitorio de Juan B. Justo, pasando Santa Fe, ¿te parece?»
Me escribe: «Nos vemos allí a las siete y media, espera-me en el cuarto si llegás antes que yo.»
Le escribo: «Dale, te espero en el cuarto.»
Podríamos habernos dicho esto por teléfono y no por correo electrónico, pero Ana no usa celular y cuando estoy en Buenos Aires yo tampoco, y nunca la llamo a la librería donde trabaja y ella no me llama a casa porque nuestros muy esporádicos encuentros tienen siempre esa naturaleza furtiva.
Esa tarde, apenas termino de grabar, tomo un taxi, me bajo en Juan B. Justo, entro al albergue transitorio (que anuncia su condición con un cartel en letras rojas fosforescentes), le pago cincuenta pesos por dos horas a un joven en la recepción que escucha La extraña dama de Valeria Lynch en la versión estupenda de Miranda, subo a la habitación, me despojo del saco, la corbata y los zapatos, me tiendo en la cama y espero a Ana.
Estoy dormido cuando suena el teléfono. El chico de la recepción me dice que ha llegado Ana.
Le digo que puede subir.
Ana me abraza y me regala un libro de Coetzee, Desgracia.
—Estás más flaco —me miente.
Vuelvo a la cama, me meto debajo de las sábanas. Ana no se desviste, se mete a la cama conmigo. Enciendo la tele y voy cambiando de canales hasta que encuentro un partido de fútbol que no puedo perderme.
—¿Vas a ver la tele? —se molesta ella.
—Sólo faltan quince minutos para el entretiempo —le digo—. Apenas termine el primer tiempo, podemos jugar nosotros.
—Odio la tele —dice ella, y me da la espalda—. Siempre preferís la tele y me dejás esperándote.
No digo nada porque no quiero discutir y tampoco quiero perderme el fútbol.
Cuando termina el primer tiempo, apago la tele, me acerco a Ana y veo que se ha dormido.
Mejor, pienso. Así puedo ver tranquilo el segundo tiempo. Llamo al joven de la recepción y le digo que voy a quedarme dos horas más.
Ana duerme o finge dormir mientras veo el segundo tiempo. Parece estar dormida de verdad, porque ronca un poco y a veces hace unos movimientos raros con su pie derecho, unos temblores suaves y repentinos, como si estuviera relajándose profundamente.
Veo el fútbol sin volumen. No bien termina, apago la tele. Estoy cansado. No sé si quiero tener un revolcón con ella. No quiero despertarla. Cierro los ojos. Respiro al mismo ritmo que Ana.
Cuando despierto, miro el reloj. Es la una de la mañana. Ana sigue dormida. Llamo al joven de la recepción y le digo:
—Creo que me voy a quedar toda la noche.
—Pero te va a salir más caro —me dice amablemente—. La gente no viene acá a dormir.
—Comprendo —le digo—. Pero mi chica se ha quedado dormida, así que pasaremos la noche acá.
—Bueno, te haré un descuento —me dice.
—Gracias, estupendo —le digo.
A la mañana siguiente nos vamos sin desayunar del albergue transitorio. Estamos contentos, a pesar de que no hemos hecho el amor o debido a eso.
Solía jactarme de no llevar un teléfono celular, hasta que las mediocres circunstancias que rodean mi vida me obligaron a comprar uno en Miami.
Compré un aparato caro y sofisticado, ultraliviano, de color negro, con un número de funciones que nunca sería capaz de comprender, y, a pesar de la insistencia de la vendedora venezolana, me negué a firmar un contrato con la compañía. Preferí adquirir el teléfono, cargarlo con una tarjeta de cien dólares y continuar usando esa modalidad, la de comprar tarjetas cuando el crédito estuviese por expirar, pues ese sistema, conocido como «prepago», me concedió el dudoso placer, en medio de la vergüenza y el fastidio que me asaltaron al convertirme en un rehén de la cultura celular, de sentirme algo menos prisionero.
Me resultó enormemente difícil elegir el tono musical que debía sonar cuando me llamasen, la imagen que serviría como telón de fondo en la pantalla, el idioma en que aparecerían las palabras (estuve tentado de usar el mandarín) y el nombre del usuario (siempre me ha parecido que Jaime es un nombre chato, desangelado, lo que por otra parte me hace justicia y revela cuán perspicaces fueron mis padres en adivinar mi carácter).
Semanas después, llegué con mis hijas a Buenos Aires. El viaje consistió en dos tramos que duraron casi lo mismo: Lima-Buenos Aires, en avión, y Ezeiza-San Isidro, en taxi, por la avenida General Paz, a las siete y media de la mañana. Esa tarde, tras descansar unas horas, fuimos caminando a una tienda de telefonía móvil y compramos un «chip» que nos permitiese usar mi celular también en Buenos Aires, con un número local y cargándolo con tarjetas. Me maravilló que mi vida hubiese dado ese salto tecnológico alucinante. Luego llamé a mi productor en Miami, me contó apesadumbrado que una entrevista que dejé grabada había salido sin audio, provocando la indignación del público, y recordé las minúsculas, bochornosas dimensiones de mi existencia.
Del mismo modo que en Miami, sólo usaba el celular en Buenos Aires cuando era estrictamente inevitable, pulsando la tecla de altavoz y alejándolo todo lo posible de mi cabeza, pues estaba convencido de que las ondas que irradiaba ese adminículo impertinente me provocaban dolores de cabeza, a menos que usara el altavoz y lo mantuviese a cierta distancia de mis oídos.
El jueves, Día de Acción de Gracias, mis hijas, Martín y yo fuimos a los bosques de Palermo, caminamos por el rosedal y decidimos dar un paseo en bote por el lago de aguas verdosas. Tras pagar quince pesos y embutirnos en unos chalecos rojos salvavidas, subimos al botecito de madera y empezamos a remar con tanta torpeza como alegría. Fue un momento de intensa felicidad. Nos hicimos fotos cegados por el sol de la tarde, alimentamos con dos alfajores Jorgito a un pato, remamos chapuceramente a ninguna parte, las niñas dijeron vulgaridades que me hicieron reír y, cuando nos cansamos de remar, dejamos que las aguas mansas se ocupasen de mecer el precario botecito, mientras Camila me pedía que viniésemos a vivir un tiempo a Buenos Aires.
Luego volvimos al muelle con ganas de tomar un helado. Mis hijas bajaron con agilidad, tomadas de la mano por Martín, siempre tan amoroso con ellas. Cuando llegó mi turno, me puse de pie, el bote se encabritó un poco, hamacándose peligrosamente, y conseguí dar un salto al muelle.
Al hacerlo, algo se deslizó del bolsillo de mi pantalón, rebotó en el borde mismo del muelle y, caprichosamente, pudiendo haber quedado de nuestro lado, sobre los tablones de madera, cayó al agua ante la mirada atónita de mis hijas y Martín.
—¡Tu celular, papi! —gritaron ellas.
Pero ya era tarde. El aparato se hundió en esas aguas misteriosas y desapareció para siempre.
—Un celular más que se cae al lago —dijo el administrador—. No sabés cuántos he visto hundirse. Debe haber como mil millones allá abajo.
Mis hijas lamentaron el incidente, me prometieron que me regalarían un celular nuevo, pero yo me sentía extrañamente aliviado y feliz, como si algún designio superior hubiese obrado un pequeño y oportuno milagro, el de arrebatarme ese aparato innecesario, recordándome las ventajas del silencio y, de paso, restaurando una cierta armonía que el celular, con sus constantes interrupciones, había quebrado.
—No volveré a comprar un celular —dije, mientras comíamos helados a la sombra—. He comprendido el mensaje del lago.
—Eres un tonto —me dijo Camila—. No hay ningún mensaje. Se te cayó porque no lo guardaste bien. No le eches la culpa al lago.
Al final de la tarde, fuimos a los cines de la esquina de las calles Bulnes y Beruti, vimos una película y luego, para celebrar el Día de Acción de Gracias, cenamos pavo con puré en un hotel, rodeados de comensales que hablaban en inglés y cuidaban con celo sus carteras y reían escandalosamente.
Al llegar al departamento, pasada la medianoche, había un mensaje de Sofía en el contestador.
Decía que la salud de mi padre había empeorado, que a duras penas podía hablar, que estaba en la clínica con él llamándome para que hablásemos un ratito, que me había llamado varias veces al celular pero nadie contestaba, que, por favor, llamase de vuelta porque mi padre quería hablar conmigo y no quedaba mucho tiempo.
El lago de Palermo se tragó esa conversación, que pudo ser la última.
Tan pronto como llegué a Lima con las niñas, mi madre me llamó por teléfono y, con admirable tranquilidad —la paz de los que tienen fe, una paz que siempre me fue esquiva—, me dijo que mi padre quería verme, que estaba preguntando por mí, que debía darme prisa porque la situación era grave y le quedaban pocos días de vida. Asustado, fui a la clínica al día siguiente. Mi padre tenía la muerte dibujada en el rostro. A duras penas podía hablar. Hizo un gran esfuerzo para sostener una breve conversación conmigo. Se interesó por mis asuntos con una generosidad que me impresionó.
Al parecer, estaba orgulloso porque una cantante famosa me había saludado en público en su concierto en Lima y había dicho que somos amigos. La bella cantante hizo ese milagro: que mi padre se sintiera vagamente orgulloso de mí. También veía con simpatía que hubiese apoyado a un amigo suyo en las elecciones a la alcaldía de San Isidro. Cuando le conté que tenía un pequeño problema de salud, se interesó vivamente, me hizo preguntas (ignorando a la enfermera que le pedía que no hablase) y me recomendó que me atendiese con un médico amigo suyo. Me impresionó el esfuerzo que hizo para describir el tratamiento que debía seguir para aliviarme de esa molestia. Por eso le dije:
—Qué bueno ver que estás tan bien de la cabeza. Mi padre me guiñó el ojo, sonriendo, y dijo:
—El lunes estaré en la casa.
Fue sorprendente que me guiñase el ojo con tanto afecto, como nunca antes lo había hecho. Fue un momento entrañable, que me conmovió. A pesar de que su cuerpo estaba casi paralizado por la enfermedad, con sólo mover levemente un ojo me había dicho que todo estaba bien entre nosotros, que no estaba molesto, que tal vez, al final, después de tantos desencuentros y extravíos, se sentía orgulloso de mí, o al menos en paz conmigo, y que esa complicidad que existía entre nosotros cuando me llevaba al colegio y me daba un dinero diciéndome que era un «fondo de emergencia» por si me pasaba algo malo (sabiendo que gastaría ese dinero en un helado a la salida, una emergencia que se repetía cada tarde) y el cariño que había en su mirada cuando me decía «sólo gástate la plata si tienes una emergencia» (sabiendo que a la mañana siguiente me diría lo mismo) todavía nos unían, a pesar de todo.
Poco después, la enfermera le pidió que comiese algo y él dijo que no tenía hambre, pero, como ella insistió, él pidió un helado de chocolate y una coca-cola. La enfermera recomendó que comprásemos una coca light, pero mi padre me hizo saber con la mirada que prefería la coca-cola de verdad. Bajé a la cafetería con Javier, mi hermano, y compramos un helado de fresa, porque no había de chocolate, y dos coca-colas, una regular y otra light. Mi padre, por supuesto, bebió la cocacola más fuerte, a escondidas de la enfermera. Cuando mi madre le dio el helado en la boca, no pude evitar pensar cuántos helados le debía a papá, cuán tardío e insuficiente era este último helado.
Un día antes de que muriese, nos quedamos un momento a solas y le pedí perdón por no haber podido ser el hijo que él merecía. Mi padre ya no podía hablar.
El lunes, como él me dijo, volvió a su casa, pero ya estaba muerto. Al día siguiente, en el funeral, me incliné y besé el ataúd.
El avión del magnate mexicano nos espera en un aeropuerto privado en las afueras de Miami. Llego puntualmente, cargado de caramelos. Los pilotos y el mecánico, todos mexicanos, me saludan con cierta frialdad porque no me conocen, verifican que estoy en la lista de invitados y siguen tomando café como si fueran extras de un culebrón de Televisa.
Estoy preocupado porque en mi maleta de mano llevo champú, pasta de dientes, colonia y desodorante, cosas que con seguridad me quitarían en el aeropuerto de vuelos comerciales, pero que, como es la primera vez que vuelo en avión privado, no sé si me dejarán llevar conmigo o confiscarán al pasar algún control de seguridad. No comparto esa inquietud con los pilotos mexicanos porque no quiero delatar mi condición de advenedizo y debutante en las grandes ligas aéreas.
Los otros invitados, ocho en total, debidamente anotados por alguna asistenta del magnate, van llegando sin atropellarse, distraídamente, como quien llega a la casa de un amigo a fumarse un porro y jugar billar, y llevan consigo equipajes minúsculos, ultralivianos, porque siempre hay alguien que les carga la ropa en un vuelo regular. Todos se entretienen manipulando un aparato pequeño, negro, en el que reciben y envían correos electrónicos, al mismo tiempo que escuchan canciones en sus iPod, no sé si canciones de ellos porque algunos son cantantes famosos. Yo no tengo iPod ni BlackBerry ni laptop ni equipaje ultraliviano, yo viajo a la antigua, con dos maletas impresentables de cuarenta dólares compradas en liquidación en la avenida Collins, los periódicos del día, un libro y un ejemplar de la revista ¡Hola! Pero ninguno de ellos tiene caramelos de limón o fresa o manzana verde y yo sí, y eso me hace extremadamente popular, eso y el hecho curioso, incomprensible, celebrado por todos, de que llevo puestos cinco pares de calcetines y cinco suéteres de la misma talla y color, como si estuviésemos viajando a Alaska cuando en realidad nos dirigimos a Panamá.
En el avión, todos van ensimismados en sus asuntos, preparando discursos, revisando agendas, firmando afiches, camisetas y gorros, leyendo libros con un audífono (es decir, escuchando la voz de un relator que lee el libro por ellos) y recurriendo a mí cuando quieren otro caramelo de manzana verde, los favoritos. Sólo hay dos breves momentos de tensión: cuando uno de los famosos quiere encender un cigarrillo y el piloto lo amonesta y le dice que está prohibido fumar y entonces él lo ignora con una gracia de veras poética y se va a fumar al baño; y cuando el peluquero de una de las famosas, un italiano canoso y delgado, insiste en cantar a gritos las canciones que escucha en su iPod, lo que provoca que su clienta y protectora, que intenta dormir arropada bajo una manta, le pida suavemente, con los mejores modales, que nos dé tregua y deje de canturrear, que es algo —la sola idea del silencio— que al parecer provoca cierto grado de sufrimiento o agonía interior en el alma del peluquero italiano. Pero, fuera de esos dos momentos de tensión en verdad muy menores, el vuelo es un agrado, a pesar de que voy en un asiento de espaldas a los pilotos, como nunca antes había viajado en un avión, es decir, mirando la cola (del avión, y ocasionalmente también de los famosos), y gracias a que nadie decomisó mis artículos de higiene personal.