De pronto, el avión es sacudido por una turbulencia inoportuna y todas las luces se apagan y esa joya voladora que vale no sé cuántos millones se desliza por los aires como si estuviese planeando con los motores muertos y por unos pocos segundos que parecen eternos todos nos miramos aterrados en medio de la oscuridad y pensamos que ha llegado el momento final, que nos espera una muerte horriblemente brusca y glamorosa, que varias leyendas de la música pop acabarán despanzurradas en algún paraje agreste de la selva panameña y que (si esto sirve de consuelo) saldremos todos juntos (yo también, aunque sin foto) en el próximo número de ¡Hola! Espero la muerte con gallarda resignación y hasta con gratitud, porque no podría imaginar una manera más bella, cinematográfica y perfecta de morir, rodeado de celebridades, en el avión de un magnate, tarde en la noche, hojeando ¡Hola!, en algún punto incierto del Caribe y en medio de un viaje benéfico para ayudar a los niños. Por suerte, las luces y los motores se encienden y todos recobramos el aliento y nos miramos aliviados y algunos interrumpen sus rezos y yo reparto más caramelos. Luego les recuerdo una escena de Almost famous, cuando el avión de los roqueros está a punto de caer y todos gritan sus últimas confesiones (uno revela que es gay), pero luego el avión no se cae y más de uno se arrepiente de haber contado sus secretos más bochornosos. Y entonces jugamos a que cada uno cuente algún secreto y yo me resisto a contar el mío, que debajo de los suéteres tengo una camiseta con el bello rostro de una de las criaturas famosas que vuelan en ese avión, y termino contando algo desatinado que no debí decir: que no me sé la letra de ninguna de las canciones de ninguno de los artistas famosos que viajan esa noche conmigo, porque nunca pude aprenderme una canción completa. Y entonces se instala un silencio ominoso y alguien dice que está bien, que no pasa nada, que nadie en ese avión (ni siquiera el peluquero italiano) ha leído mis libros, con lo cual estamos a mano. Y en ese instante quiero que se caiga el avión, pero ya es tarde.
Y enseguida comprendo que nunca más subiré a un avión tan lindo, invitado por mis amigos famosos. Y dos días después, en un vuelo de Copa, sentado al lado de una señora que viaja con la tapa de un inodoro sobre sus piernas, lloro porque no hay justicia en esta vida y porque en lugar de ser escritor debí ser cantante (o al menos escritora).
Saliendo del cine de Lincoln Road, Martín quiere ir al baño. Me detengo a esperarlo. Entra al baño, pero sale enseguida con mala cara y dice que hay mucha gente, unas colas horribles, y que mejor irá al baño del Starbucks de Al-ton Road, que está a una cuadra, mientras yo saco la camioneta del estacionamiento.
Poco después, detengo la camioneta en la puerta del Starbucks y Martín sube con su café y un jugo para mí. Tiene mejor cara. Pudo ir al baño. Está más tranquilo.
No mucho más allá, paso por dos huecos en Alton Road. La camioneta se zarandea un poco.
Martín derrama el café en sus manos y sus piernas. No le había puesto la tapa de plástico. Se quema las manos. Grita. Me detengo. Tira el café a la calle, se seca las manos en el pantalón manchado, me dice que sigamos, que es su culpa por no poner la tapa. Tiene mala cara.
Antes de entrar a la autopista, dice que le hubiera gustado quedarse paseando por Lincoln Road, que no entiende por qué debemos regresar a la casa tan pronto, siendo un sábado en la noche. Le digo que no me provoca pasear por esa calle un sábado en la noche porque suele estar muy congestionada, pero que, si quiere, lo dejo un par de horas, y luego regreso a buscarlo. Me dice que no, que no le provoca quedarse solo. Le pregunto si está seguro. Me dice que sí. Pero tiene mala cara. Tiene cara de estar harto de mí.
Ya en la autopista, saco el celular y llamo a Sofía, que está en Lima, en la playa. No la encuentro. Dejo un mensaje. Le digo que la extraño, que en dos semanas estaré con ella y las niñas para pasar una semana en la playa y que luego vendremos a Miami.
Guardo el celular. Martín me mira con mala cara y me dice que no entiende por qué soy tan cariñoso con Sofía. «Porque es la madre de mis hijas», respondo. «Pero me odia», afirma él. «Y no deberías querer tanto a una persona que me odia», añade. «No te odia», le digo. «Quizá te tiene celos. Quizá te ve como un rival. Pero no te odia.» «Sí me odia», se enfurece él, y me mira con mala cara. «Me odia. No lo niegues. Y vos la seguís tratando como si fuera una reina. No te importa que la gente me odie, vos igual te llevás bien con ellos. Como con tu amiguito Manuel o con tu novia Ana, que me detestan, hablan mal de mí y vos como si nada, son tus grandes amigos, te da igual, no me defendés.» «Exageras», le digo. «Nadie te odia, Martincito. Estás viendo fantasmas.» Se hace un silencio. Tiene mala cara.
«No me regalaste nada por Navidad», dice luego. Me quedo sorprendido por el reproche. «Pero fue un acuerdo, tú mismo me dijiste que mejor no nos regalaríamos nada», le digo. «Sí, pero después me arrepentí y te regalé una cartera de cuero que me costó un montón de plata», me recuerda, furioso. «Y vos no me regalaste nada, te dio igual», añade. «Pero a ella, a Sofía, a tu ex, que me odia, le diste no sé cuántos regalos, ¿o no?» «Bueno, sí, pero eso no tiene nada que ver contigo, pasé las fiestas en Lima con ella y mis hijas y era natural que les diese regalos a las tres, ¿o querías que llevase regalos a mis hijas y no a la mujer que me dio a mis hijas?» Martín me mira con mala cara y dice: «¿Y yo qué? ¿No podías darme aunque sea un regalito?» «Lo siento», le digo.
«Pensé que no tenía tanta importancia. Fue un error. Mañana mismo te daré tu regalo de Navidad.»
Martín me mira con mala cara. «¡Ya no quiero un regalo!», se enfurece. «¡Ya no es Navidad!», me recuerda. «Todos los días son Navidad», le digo, a ver si se ríe, pero no se ríe.
Luego me equivoco gravemente. «Además, tú me dijiste que tu regalo de Navidad podía ser el pasaje para que vinieras a Miami», le digo. Martín me mira con mala cara. «¿Ese fue tu regalo? ¿Un vulgar pasaje en económica a Miami? ¿Por qué yo, tu amante secreto, tengo que volar en económica, y a tu ex la hacés volar en ejecutiva? ¿Hasta cuándo me vas a mandar atrás, como si no estuviera a la altura de Sofía? ¿Por qué a ella no la mandás atrás también? ¿No ves que a ella la tratás como a una reina y a mí como a una puta barata? ¿Creés que me hace gracia viajar en económica, cuando vos y Sofía viajan siempre en ejecutiva?» Me quedo callado. No tengo defensa.
«Lo siento», le digo. «Fue un error no darte un regalo por Navidad y mandarte el boleto en económica. No volverá a ocurrir.» Digo «no volverá a ocurrir» y pienso «porque es mejor que te quedes en Buenos Aires y no vengas a verme». Pero eso no se lo digo.
Llegando a la casa, Martín se encierra a hablar por teléfono. No sé con quién está hablando porque habla en voz muy baja, para que no pueda oírlo. Para no sufrir (o para sufrir de otra manera), voy al gimnasio. Trotando en la faja, pienso que es mejor que él regrese a Buenos Aires y se quede allá y no venga a verme de vez en cuando. Luego paso por la farmacia y le compro el perfume que más le gusta y pido que lo envuelvan con papel de regalo. Cuando llego a casa, le doy el perfume pero él tiene mala cara, me agradece secamente, no me da un beso y sigue escribiendo en la computadora y me mira como diciéndome que estoy interrumpiéndolo, así que me retiro en silencio.
Tarde en la noche, cuando él duerme, bajo a la computadora y descubro que ha estado chateando con Jorge Javier, un amante que tuvo o tiene en Madrid. Es fácil descubrirlo porque ha dejado el chat abierto, quizá por descuido, o más probablemente para que yo lo lea y sufra. Martín le dice a Jorge Javier que está harto de mí, que lo trato mal, que es como si todavía estuviera casado con la mujer que me dio dos hijas, que nunca me voy a casar con él, que lo trato como si fuera una amante de paso. Y que ya no aguanta más mi frialdad, mis caprichos, mis desplantes.
Luego descubro que ha estado viendo pornografía en internet. Es fácil descubrirlo porque ha dejado varias ventanas abiertas, seguramente con la intención de que yo las vea.
A la mañana siguiente, encuentro en mi escritorio el perfume que le compré, con una nota que dice: «No todos los días son Navidad.»
Llegando a Lima al amanecer, manejo cien kilómetros por la autopista al sur. No he dormido en el avión. Enciendo la radio y bajo la ventana para mantenerme despierto.
No tengo dinero peruano al pasar el peaje de la autopista. Por suerte aceptan dólares. Tengo que dejar dos dólares, uno por el peaje y otro para el cobrador.
Más allá me detiene la policía. El oficial me pide mi licencia de conducir. Le entrego la licencia de Miami. Me pide la licencia peruana. Le digo que no la tengo conmigo. Me pregunta por qué no la llevo conmigo. Le digo la verdad, que no tengo licencia peruana. Me pregunta por qué no he sacado una licencia nueva. Le digo la verdad: «Debido a mi carácter pusilánime, oficial.» Lo bueno de usar palabras raras es que te dan un cierto prestigio. El policía me pide un autógrafo. Firmo:
«Para mi querido amigo Henry García, por estos años manejando indocumentado.» El oficial me corrige. Es Jenry, con jota.
Cuando llego a la casa, me voy a dormir. Despierto bruscamente tres horas después. Alguien ha tirado un huevo a la ventana de mi cuarto. Salgo a la terraza, pero no hay nadie a la vista. Los chicos malos de la playa se divierten tirándome huevos.
Bajo a la playa. Está desierta. Me zambullo en el agua. Salgo con la cara llena de arena porque el mar está muy arenoso. Entonces veo que se acerca un hombre en pantalón y camisa, descalzo, a paso vacilante, zigzagueando casi, como si estuviera borracho o muy cansado. Mira el mar con una mezcla de júbilo y asombro. Al pasar a mi lado, me pregunta con la lengua pastosa y los ojos alunados si soy la persona a cargo de alquilar las sombrillas y las tumbonas. Le digo que no, pero que, como no hay nadie en la playa, puede buscar la sombra y la comodidad que mejor le convengan, sin pagar nada. Me reconoce enseguida. «Mis respetos, don Jaimito», me dice, y me da un abrazo despanzurrado que es casi una manera de echarse a dormir en mis brazos. Le siento el aliento áspero a alcohol. Es un hombre pobre, mal vestido, sin zapatos, y no se sabe de dónde ha venido ni cómo ha llegado a esta playa, pero parece extrañamente feliz de estar allí, un lunes a mediodía, hablando a solas con el mar, contemplándolo con reverencia y excitación, como si fuera el cuerpo de la mujer más bella que hayan visto nunca sus ojos fatigados que navegan en aguardiente.
El borracho feliz no tarda en meterse al mar sin sacarse la ropa, con el pantalón que se le cae y la camisa raída, y grita de frío o de felicidad o de ambas cosas, y luego ejecuta una danza alucinante, los brazos al cielo, lanzando gritos incomprensibles, mientras yo lo miro con envidia, porque nunca había visto a nadie más feliz en esa playa ni en ninguna.
Sin entender por qué lo asalta tanta alegría, por qué da esos brincos y alaridos, quién es este extraño visitante alcoholizado que ahora se emborracha con cada ola que le baja los pantalones y le descubre el culo, me acerco a él y le pregunto si no querrá ponerse protector de sol o tomar un refresco. El tipo me dice: «Mis respetos, don Jaimito.» Luego sigue chapoteando como un niño. No puedo más y le pregunto: —¿Por qué está tan feliz, caballero?
El tipo se sube el pantalón que se le cae de todos modos y responde:
—Porque recién lo conozco al mar.
Luego salta y se echa más agua. Le pregunto de dónde viene. Me dice que de las montañas, de muy lejos, y que su sueño fue siempre conocer el mar.
—¿Y qué te parece el mar? —le pregunto.
Se queda pensativo un momento y responde:
—Es algo de la granputa, ingeniero.
Enseguida se baja el pantalón y comienza a orinar con toda naturalidad.
He venido a esta casa de playa al sur de Lima no porque me guste la playa o esta playa en particular, que se llama Asia, sino para evitar que venga mi ex suegra. Debería estar en Miami, ocupándome de mis asuntos, pero ningún asunto me parecía más urgente que mantener vivo el rencor contra ella y su esposo, frustrar sus planes de fin de año, librar una rápida guerrilla familiar y demostrar, por si me subestiman, que soy un soldado con una misión, y esa misión es azuzar el odio literario contra ellos, que me echaron de su casa con insultos y amenazas cuando publiqué cierta novela.
Estoy solo en la casa de playa, porque ellos, mis enemigos, sorprendidos por mi astucia (pues pensaban disfrutar en mi ausencia de esta casa), no permiten, en represalia, que mis hijas vengan a visitarme, alegando que deben montar a caballo, tomar clases de baile, visitar a la tutora de ortografía o jugar con sus primos, que han venido desde Oslo, donde viven. Estar solo, como se sabe, tiene ciertas ventajas, por ejemplo hacer lo que a uno le dé la gana sin dar explicaciones a nadie, pero, cuando se está en una casa de playa y se pretende bajar al mar sin sufrir una insolación, hace falta alguien que se ocupe de echarle a uno protector de sol en la espalda. Y a eso se reduce entonces el problema de estar solo en la playa: a que no sé cómo echarme protector en la espalda, y después de intentarlo con un cuchillo de cocina, con una espátula de madera, con una botella plástica de tamaño familiar y con un aerosol, me doy por vencido y me resigno a buscar a un amable vecino, curioso o espontáneo que me saque del apuro.
Es entonces cuando entra en escena Candela.
Candela es un joven bajo, de tez morena y ojos chispeantes, uniformado con una camiseta celeste y un pantalón corto azul, que aparece en la terraza para vigilar que los motores de la piscina estén funcionando correctamente, que el agua esté en la temperatura y el nivel adecuados y que no falte una pequeña dosis de cloro para purificarla. Candela cumple su misión en silencio porque ha sido advertido de que nunca debe perturbar la paz de los residentes de esta playa. Por eso, cuando le invito un helado de chocolate y le digo que se siente un momento a conversar conmigo, se sorprende, pero, vencida esa primera reacción de timidez, acepta la invitación y come el helado sin hacer el menor ruido. Una vez que me ha contado algunas cosas de su vida (que se llama Candela, que vive en el pueblo cerca de la playa, que tiene una hija llamada Sheyla para quien me pide un autógrafo a pesar de que la niña tiene apenas trece meses de nacida, que uno de sus sueños es tener una piscina propia y aprender a nadar), me animo a pedirle, de la manera más viril y respetuosa, que, por favor, me eche protector en la espalda, porque quiero bajar a la playa a darme un chapuzón.