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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (9 page)

BOOK: El canalla sentimental
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La casa de playa es blanca, inmaculada, de un solo piso, frente a un mar frío y encrespado, el Pacífico, que no hace honor a su nombre, pues una bandera roja, izada entre las muchas gaviotas hambrientas que bailan sobre la arena, nos advierte que el mar está bravo y no conviene bañarse allí, y se esconde en un condominio de lujo, un oasis de palmeras elegantes, plantas coloridas y trepadoras y jardines minuciosamente recortados, un milagro en medio del arenal infinito que se extiende por la costa peruana. Las personas que habitan ese bello y fortificado club de playa son al parecer extrañamente tímidas, o al menos lo son conmigo, pues evitan mirarme o saludarme cuando me ven pasar y se recluyen en sus casas blancas e inmaculadas para entregarse al más delicioso de los vicios, la pereza, el vicio que nos ha reunido a todos en esta playa taciturna. Sólo los niños rompen muy de vez en cuando el admirable silencio que reina en estos parajes marinos, pero las muchas empleadas uniformadas que los cuidan con esmero se ocupan enseguida, sin levantar la voz, de acallarlos y complacerlos y, si acaso, meterles un helado más en la boca. Una tropa infatigable de vigilantes en camisa y gorra azules recorre el condominio en unas bicicletas menos relucientes que las que usan los niños a los que cuidan sin desmayo. Jardineros y regadores, repartidores de periódicos y panes, heladeros con sus carros rodantes amarillos, cocineras, choferes, chicos multiuso que arreglan bicicletas y limpian camionetas y cargan las bolsas, caminan por los senderos empedrados del oasis, repartiendo dicha y felicidad entre sus habitantes y cobrando siempre precios módicos, no vayan a molestar a los señores y señoras que tanto requieren descansar de la vida ya descansada que les ha tocado en gracia. Los vigilantes en bicicleta sí me saludan con cariño y me hacen preguntas y me piden algún autógrafo y hasta me traen regalos a la casa. No son al parecer tan tímidos o discretos como los dueños de las casas que cuidan, y uno agradece que no lo sean. Cierta mañana despierto tarde y encuentro a un vigilante instalado en la cocina de la casa, con una botella de pisco y una sandía gigantesca. «Feliz Día de la Amistad», me dice, y me da un abrazo. La empleada, que es su esposa y cocina cosas memorables y se llama Isabel, Isabel la Católica le digo yo, me abraza también en nombre de la amistad y el amor, y yo sólo intento permanecer callado para no infligirles la crueldad de mi aliento mañanero. A la playa prefiero no bajar a ninguna hora porque el sol me deja la nariz llena de unas manchas ominosas y porque me da miedo que algún notable de la junta directiva me ponga una multa por afear la playa con mi barriga inexcusable y mi nariz manchada, así que permanezco en la casa tratando de escribir, leyendo cosas más o menos frívolas —esas revistas en las que uno se entera de todas las fiestas a las que no lo invitan—, hablando por el celular —porque no hay teléfono fijo ni internet en la casa, lo que me provoca la sensación de que me han amputado un órgano vital—, metiéndome en la piscina y observando la extraña pero siempre ejemplar conducta de los residentes de esta playa. Nada es perfecto, sin embargo: a pesar de que los esfuerzos humanos para que todo se vea bello y reluciente son sin duda monumentales, pues las empleadas y empleados no cesan de limpiar y ordenar y regar y fregar y podar y sacar brillo, la naturaleza, siempre caprichosa, ha llenado la casa, todas las casas, todas estas casas perfectas, blancas e inmaculadas, de moscas, muchas moscas, un ejército inextinguible de moscas, unas moscas negras, zumbonas, porfiadas, hambrientas, malcriadas, unas moscas jodidas e intrusas que de alguna manera impertinente nos recuerdan que todos, por bonitos e inmortales que parezcan en esta playa, al final se morirán, se pudrirán y terminarán apestando. Las moscas están en la cocina, sobre todo en la cocina, pero también en la sala, en los cuartos, en los baños, alrededor de la piscina, en todas partes, como Dios, que las diseñó y creó, según dicen los que conocen a Dios. No está mal que haya tantas moscas, digo yo, que ciertamente conozco a las moscas mucho más que a Dios. Para un cazador de moscas, esto es un regalo de los dioses, una bendición que no ceso de agradecer. Porque en lugar de tumbarme en la arena a tomar sol o entregarme al arte del chismorreo, que con tanto donaire y pasión practican las señoras regias en la playa, recorro la casa premunido de un matamoscas de plástico, color rojo, aplastando a las sucias cabronas, regocijándome cuando acierto, lamentándome cuando escapan, acechándolas con paciencia y deleite, preguntándome si no será esta, después de todo, mi verdadera vocación, la de un matamoscas tonto, vago y feliz. Y cada vez que cazo una mosca y la veo agonizar, recuerdo todo el tesón que depositó mi padre en la empresa quijotesca de hacerme, como él, un cazador de animales fieros, un cazador macho y despiadado, un cazador de pumas y venados y vizcachas, y me digo que si fracasé en esa empresa, pues el coraje no ha sido nunca una de mis virtudes, al menos vengo triunfando en eta forma menor de cacería, el lento exterminio de las moscas que habitan sin invitación la casa de playa. Si mi padre me viera matar estas moscas con tanta ferocidad, si supiera que hoy he matado ya más de treinta, si oyera mis gritos de júbilo cuando las despedazo, quizá sentiría orgullo de mí, su hijo cazador, su hijo cazador de moscas. O al menos eso quiero pensar ahora, antes de matar una mosca más.

Aydeé y yo nos hemos quedado solos en la casa de playa, lejos de la ciudad. Aydeé tiene veinte años, acaba de cumplirlos (por supuesto me olvidé de saludarla y darle un regalo), estudia enfermería y trabaja cuidando a mis hijas con una paciencia y un cariño admirables. Nació en un pueblo perdido en la sierra sur, un pueblo que no conozco y sospecho que nunca conoceré. Es una mujer serena, bondadosa, servicial, de sonrisa fácil y mirada limpia.

Aydeé y yo estamos mirando el mar embravecido, acanallado, que escupe unas olas ruidosas a cien kilómetros al sur de Lima y me trae el recuerdo de un amigo del colegio que murió ahogado en ese mar traicionero, un domingo en la noche cuando volvía de la selva con todo el equipo de fútbol en que jugaba. Aydeé mira el mar con recelo, no quiere bañarse en él, no permite siquiera que las olas laman sus pies, no quiere acercarse al mar, le tiene un miedo antiguo, incomprensible. Cuando le pregunto por qué le tiene tanto miedo al mar, me dice que no quiere hablar de eso y se hunde en un silencio tenso. «Mi cuerpo se asusta», me dice. «Cuéntame», le digo.

Era octubre, Aydeé tenía doce años, estudiaba en un colegio del pueblo en que nació. Su clase organizó un paseo, fueron al lago, a cuatro horas en auto desde su pueblo. Eran veintitrés alumnos de las más diversas edades, entre doce y veintitantos años, «porque en la sierra la gente termina el colegio a cualquier edad», me dice Aydeé con una sonrisa tímida, que es en realidad la única forma de sonrisa que le conozco, porque ella no sabe sino ser tímida, amable, delicada.

Esa mañana muy temprano, antes de salir al lago, Delia, la mamá de Aydeé, una señora muy religiosa, evangélica, madre de diez hijos, le pidió a su hija que, por favor, no se metiera al lago, que por nada en el mundo se subiera al bote, que se quedara en tierra firme todo el tiempo. «Tengo un mal presentimiento», le dijo. Aydeé siempre había obedecido a su madre y, al oír esas palabras, supo que ese día la obedecería también.

Cuando llegaron al lago, eran veintitrés alumnos, dos profesores y dos niños, hijos de los profesores. Todos estaban felices, jubilosos, excitados. Todos, menos Aydeé, que sabía que no debía meterse al lago.

Mientras preparaban el bote, la dueña de un pequeño restaurante al pie del lago les dijo a gritos:

—No suban. El lago tiene hambre. No suban.

Todos se rieron, nadie le hizo caso, pero Aydeé interpretó esas palabras como otra advertencia del destino y sintió un escalofrío.

—El lago ha estado gritando toda la noche —insistió la señora del restaurante—. Cuando grita es porque tiene hambre y se quiere comer a la gente. Les digo, háganme caso, no suban.

Nadie le hizo caso, salvo Aydeé, que se quedó sola, triste, sin subir al bote, porque no quiso desobedecer a su mamá.

Sus veintidós compañeros de clase, todos jóvenes, optimistas, radiantes de felicidad, subieron, junto con los dos profesores y sus dos hijos, a un pequeño bote de madera, guiado por un hombre mayor. No era barato para ellos recorrer el lago en ese bote. Hicieron los cálculos y comprobaron que sólo tenían dinero para dar dos vueltas. Aydeé les hizo adiós.

Apenas partió el bote, un joven, por hacer travesuras, cayó al agua, caminó hasta la orilla unos pocos metros y decidió quedarse con Aydeé.

El bote dio dos largas vueltas, porque el lago era muy grande, tanto que Aydeé y su compañero todavía mojado lo perdían de vista, y regresó. Entonces debían bajar, pero los chicos y las chicas del colegio, eufóricos, pidieron una vuelta más. Como no les alcanzaba el dinero, pidieron prestado a los profesores, le pagaron al guía o capitán y salieron a dar una última vuelta. Aydeé tuvo ganas de subir, estuvo a punto de subir, pero pensó en su mamá, en el mal presentimiento, y prefirió quedarse viendo cómo sus amigos y amigas se divertían tanto, mientras ella se aburría obedeciendo a su mamá.

En algún momento, bien adentro del lago, tanto que Aydeé ya no podía verlo, el bote se volteó y todos cayeron al agua.

Cuando la señora del restaurante se dio cuenta de que no volvían, llamó a la policía, que demoró casi una hora en llegar. Ya era tarde. Entraron al lago y sacaron veinticinco cadáveres. Nunca encontraron el cuerpo del guía.

Los padres de las víctimas llegaron desesperados al lago y vieron salir a sus hijos mojados, helados, paralizados para siempre. Los padres de Aydeé tuvieron la fortuna de encontrarla viva.

«Yo sabía, yo sabía», le dijo Delia, la mamá, abrazándola. «Nunca te metas al agua mala, nunca», le rogó, llorando.

«Yo les dije, yo les dije», gritaba como loca la señora del restaurante. «No me hicieron caso, yo les dije que el lago tenía hambre.»

Al día siguiente, Aydeé fue a su clase a despedirse de sus veintiún compañeros y sus dos profesores ahogados, cuyos cuerpos se velaron allí mismo, en el austero salón del colegio. Nunca más volvió a ese colegio.

Ahora han pasado los años, no tantos tampoco, y Aydeé mira el mar con sus ojos grandes, tristes, melancólicos, de niña grande pero todavía asustada. Son las seis y media de la tarde y el sol naranja se hunde en esas aguas malas que a veces tienen hambre. Caminando por la playa, le digo a Aydeé que se moje los pies en el mar, que no tenga miedo. Pero ella recuerda a su madre y la obedece una vez más y se aleja del agua mala. «Mejor no», me dice. «Mi cuerpo se asusta», añade, con una sonrisa. Y yo la abrazo y pienso que Aydeé es un milagro, que su sonrisa es un milagro.

Despierto malhumorado, odiando al perro que no para de ladrar y pensando que debo encontrar una manera de matarlo sin que mis hijas sepan que fui yo. Camino a la cocina y el perro sigue ladrando y me pregunto si debo llevarlo al veterinario no para que lo mate sino para que le extirpe las cuerdas vocales y lo deje mudo al cabrón, que tantas veces me despierta durante la noche. Y, claro, la noche en que se metieron a robar a la casa, esa noche no ladró el desgraciado, parece que los ladrones le tiraron una comida rica y el muy pérfido los amó enseguida, como si nosotros no le diésemos de comer. En tan oscuras y rencorosas cavilaciones me hallo, arrastrando malamente los pies hacia la cocina, cuando de pronto encuentro a mi madre sentada en la sala muy digna, toda de negro, las piernas cruzadas, las manos también, seguramente rezando o encomendándose a san Expedito o haciendo algún ayuno o abstinencia o sacrificio por mí, su hijo agnóstico. Quedo pasmado, me froto los ojos, y es que no la he visto ni hablado con ella hace cuatro años, desde que fui a Barcelona y me di un beso televisado con mi amigo Boris Izaguirre, cuando Boris todavía estaba soltero y no se había casado con Rubén. En aquella ocasión, mi madre, avergonzada por la enervante y despiadada repetición del beso en cámara lenta en los noticieros de la televisión peruana (ceremonia que era acompañada por un coro de curas y sicólogos que advertían del daño irreparable que ese beso causaría a la juventud), y humillada por los comentarios escandalizados de sus amigas santurronas, se declaró de luto profundo (y así me lo comunicó en un escueto correo electrónico), dijo que me había perdido como hijo, instigó a algunos de mis hermanos, los más homofóbicos, a escribirme una carta en la que me decían cosas horrendas, por ejemplo que se avergonzaban de mí y que esperaban unas disculpas públicas, y ordenó a mi padre que tomase ciertas represalias económicas contra mí.

Desde entonces, agobiado por esas represalias, que juzgué del todo injustas, y que no dudé en atribuir a los ponzoñosos guías espirituales del Opus Dei, en quienes mi madre confiaba su alma, su vida entera y sus ahorros enteros también, dejé de ver a mamá, a papá y a mis hermanos. Fueron pasando los meses y los años y nadie llamó a nadie y las cosas estaban bien así, o al menos estaban bien para mí. Pero ahora acababa de despertar por culpa del perro chillón y ahí estaba mi madre sentada en la sala, toda de negro, sin previo aviso y con un rosario entrelazado en las manos.

Naturalmente, nos saludamos con cariño y no vacilé en servirle una limonada y unas almendras confitadas que había traído de Epicure, la tienda gourmet de Miami Beach, culpable del sobrepeso que llevaba encima, y unos chocolates y mazapanes que me había regalado Sofía. Me senté con mamá y no aludimos para nada al incidente de nuestra vieja querella doméstica, al beso con Boris que la sumió en tan profundo y desgarrado luto, y no hablamos tampoco de la carta atrabiliaria que me enviaron mis hermanos ni de las represalias de dinero que la familia tomó contra mí, como tampoco de aquella conversación telefónica en que nos enzarzamos mamá y yo años atrás, a poco del beso del escándalo, cuando le pedí a gritos que dejase de ver a mis hijas y darles estampitas de su santo Escrivá de Balaguer, y ella me respondió que seguiría viendo y educando a mis hijas en temas de moral aunque yo se lo prohibiese, porque yo estaba descarriado y ella tenía que evitar que mis pobres hijas se descarriasen conmigo. No hablamos de nada de eso, por supuesto, porque habían pasado cuatro años sin vernos y estábamos tan emocionados de compartir ese sillón blanco de la sala y las almendras blancas confitadas —mucho más blancas que el sillón, a decir verdad—, que nos pareció apropiado y natural hablar de mis hermanos y de mi padre, de los chismes, rumores y novedades de la vida familiar que me había perdido en todos estos años de ostracismo o exilio voluntario. Y así me fui enterando de los achaques y aflicciones de mi padre, de la discreta celebración por sus setenta años, del accidente de auto que tuvo mi hermana con su hijo, del amor que mi otra hermana había hallado en un caballero acaudalado e itinerante que la llevaba de viaje a ciertos países árabes donde tenía negocios sobre los que no convenía preguntar, de los progresos empresariales de mis hermanos más pujantes, de las bodas, bautizos y santos que me perdí (lástima que mamá no me guardase dulcecitos robados en su cartera, como hacía cuando era niño), del hermano que trabajaba para una pareja de banqueras lesbianas (toda una ironía, tratándose de aquel que cierta vez declaró en televisión que no había leído mis libros porque no leía «libros de maricones»), de lo bien que les iba a todos ellos, mis hermanos, chicos deportistas, sanos, probadamente heterosexuales. Y yo seguía deshaciendo en mi boca almendras confitadas y escuchando a mamá narrar las pequeñas historias familiares y pensando que nada en el mundo, ninguna moral, principio o idea de la dignidad, justificaba privarme de ese placer estupendo, el de ponerme al día de los chismes familiares y hablar (mal) de la familia, que para eso naturalmente se ha inventado la familia, para hablar (mal) de ella, más aún cuando se es una familia tan numerosa, lo que acrecienta la obligación de estimular el libre tráfico de chismes más o menos insidiosos sobre ella, chismes en apariencia impregnados de amor, cariño o genuino interés, pero en realidad movidos por la comprensible necesidad de saber que al otro no le va tan bien y que, a ser posible, le va peor que a uno mismo. Y así se nos pasaron una y dos horas, mamá y yo riéndonos a mares de la familia, chismorreando deliciosamente, mientras la buena de Aydeé nos traía más almendras, chocolates, mazapanes y toda clase de cositas ricas que Sofía tenía escondidas en la despensa bajo llave a la espera de una ocasión tan espléndida como esta. Y antes de irse, mamá me dio un abrazo, no me hizo el menor reproche por mi silencio avinagrado de tantos años, me regaló tres camisas inglesas que con sólo verlas supe que no usaría jamás, porque eran perfectas para un severo preceptor del Opus o el varón heterosexual que no pude ser, y me dijo que la llamase, que no me perdiese, que teníamos que vernos para tomar el té. Y cuando ya se iba y yo le hacía adiós, sentí que no me importaba tener una madre homofóbica del Opus, que eso bien podía perdonarse si ella dominaba con tanta maestría el arte de contar chismes tan divertidos sobre la familia y hacerme reír tanto y con tan exquisitos modales.

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