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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (7 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Me imagino a Ritva alcoholizada, en camisón, persiguiendo intrusos o más probablemente fantasmas con ese bate de béisbol y me río pensando que esta es la casa perfecta para encerrarme a escribir un mes. Sólo necesito saber qué días debo sacar la basura y qué se supone que debo hacer con la correspondencia que llegue a nombre de Ritva y si puedo retirar los vestidos que ella ha dejado en el ropero para colgar allí mi ropa. Por eso llamo a Ritva a California una noche. Como el teléfono de la casa es muy viejo y apesta a décadas de conversaciones alcohólicas, me he visto obligado a comprar uno nuevo. Ritva me dice amablemente que debo sacar la basura todos los días, que puedo tirar el correo que llegue a su nombre y que haga lo que quiera con sus vestidos, porque ya no los usa. «Si quieres, úsalos o que los usen tus amigas», me dice, y se ríe y tose. Al parecer está borracha y no extraña esta casa decrépita y encantadora. «Necesito saber de dónde eres, Ritva», le digo. «He estado atando cabos y no sé si eres danesa o finlandesa o noruega», digo. Ella se ríe, tal vez halagada por mi curiosidad, y me dice que es finlandesa, pero no de Helsinki sino de Lohja, un pueblo al sur, y que vino a este país cuando era joven y se quedó. Le digo que lo único que sé de Finlandia es que toman mucho alcohol y se suicidan más que en otros lugares. «Bueno, yo no soy suicida», dice, y se ríe. Luego me pregunta si ya abrí el champagne de la heladera y le digo que no, que todavía no. «No sé qué esperas», me anima. «Si realmente eres un escritor, no sé qué esperas.»

Le digo que la llamaré cualquier otra noche y nos despedimos. Pongo un disco de Mozart, abro el champagne y me paseo por la casa con el bate de béisbol. A la mañana siguiente, suena el teléfono.

Una mujer me dice que es la hija de Ritva y que su madre ha muerto. «Pero no se preocupe, puede seguir en la casa, la vamos a enterrar acá en California», añade. Ahora Ritva está muerta y yo estoy echado en su cama sin saber qué hacer. Quizá suba a un avión y vaya a su funeral. Quizá me tome el champagne de la heladera en su honor.

No puedo estar con un hombre que me hace el amor con medias y no se cambia de calzoncillos todos los días, piensa Martín. Todavía lo amo, pero no puedo seguir con él, se dice a sí mismo.

Somos demasiado distintos, concluye.

Cuando Martín me conoció y nos enamoramos, me cambiaba de calzoncillos todos los días y, aunque ya dormía con medias, siempre me las quitaba para hacer el amor con él. Pero con los años, sin explicación alguna, tal vez porque me acostumbré a la idea de que no sería el hombre de éxito que había soñado en mi juventud, fui descuidando mis hábitos de higiene y un frío perpetuo que sólo yo sentía y que los demás encontraban cómico, absurdo, imaginario, fue apoderándose de todo mi cuerpo, pero en particular de mis pies, que siempre estaban helados.

Ahora uso los mismos calzoncillos dos días seguidos, soy capaz de usar los mismos pantalones y las mismas camisetas viejas y ahuecadas una semana entera, nunca cambio mis sábanas, no me baño todos los días y, como siempre tengo frío, especialmente de noche, en que me despierto temblando y con pesadillas que luego apunto en un cuaderno, uso tres pares de medias y tres y hasta cuatro camisetas que me dan un aire falso de gordura.

Martín todavía me quiere, pero le parece repugnante que use tantas camisetas viejas, que me ponga cuatro pares de medias olorosas que nunca me preocupo en lavar, que no me moleste ponerme dos días seguidos los calzoncillos viejos de hace años y que, en general, sea tan sucio y friolento. Quizá en otro tiempo se hubiera reído de esas extravagancias, pero ahora ya perdió la paciencia y simplemente las encuentra vulgares, insoportables.

Pero lo que más le molesta no es que no me bañe todos los días o no me cambie de calzoncillos o use la misma ropa vieja que ya usaba cuando nos conocimos. Lo que verdaderamente le irrita es que yo escupa en cualquier lugar de la casa, en la alfombra o en una pared o sobre unos periódicos viejos, y que a veces, por ninguna razón, sólo por travesura o por pereza de caminar al baño, me ponga a orinar en las macetas donde crecen las plantas que él cuida con tanto esmero.

Si hubiera sabido que era tan cochino, no me hubiese enamorado de él, piensa Martín. Pero cuando lo conocí no era tan sucio. Era normal. Era limpio. No escupía todo el día ni andaba meando en las macetas.

—No te reconozco —me dice—. No sé cómo te has vuelto tan sucio.

—No exageres, Martincito —le digo, y sigo leyendo, sin hacerle mucho caso.

Eso lo irrita todavía más, que no me doy cuenta de mi propia decadencia, de mi creciente abandono higiénico, corporal. Martín piensa que mis hábitos son una señal de que me he vuelto un hombre cínico, derrotado, sin ambiciones, resignado a una suerte mediocre. Piensa que no puede ser feliz con un hombre así. Tengo que dejarlo, se recuerda. No merezco esto.

Martín se jacta de ser riguroso en su aseo personal, en su vestimenta, en su apariencia. Se baña todas las mañanas, usa ropa nueva, impecable, de moda, le fascinan los perfumes y las cremas, jamás se pondría los mismos calzoncillos dos días seguidos y odia, simplemente odia, dormir con medias, hacer el amor con medias, ponerse tantas medias como yo.

Martín me ha pedido que me quite las medias cuando hacemos el amor, pero yo me niego, alegando que si quedo descalzo se me congelan los pies y me resfrío y soy incapaz de pasarla bien en ese momento de intimidad, y él siente que ya no disfruta del sexo conmigo porque la sola imagen de ese hombre con medias, con tantas medias, con tantas medias que no se ha cambiado en tantos días, simplemente le da asco, le repugna.

Ahora las cosas han empeorado, si cabe, porque he sido invitado a dar unos cursos en la universidad de Georgetown, y por eso me he mudado a Washington por un mes, y he alquilado una casa vieja que me parece encantadora y que Martín encuentra horrenda, inhabitable. Martín tiene asco de meterse en la ducha, de sentarse en el inodoro, de entrar a la casa y sentir esos olores rancios, añejos, nauseabundos. No se cansa de decirme que, si lo conociera, si lo quisiera un poco, jamás hubiese alquilado esa casa que se cae a pedazos y apesta. «¿Cómo se te ocurre que yo puedo pasar un mes en esta pocilga, Jaime? ¿Cómo podés ser tan cochino, cómo podés no darte cuenta de que esta casa es un asco?» «Cálmate, Martincito», le digo. «No es para tanto. Mañana te compro unas sábanas bonitas y un piso de plástico para la ducha y unos cobertores de papel para el inodoro, así no tocas la tapa.»

A la noche duermo, ronco, sudo, batallo contra el frío que sólo yo siento, y despierto temblando y con pesadillas, y me pongo un par de medias más, aunque ya me ajustan tanto que me lastiman los dedos. Martín no puede dormir y se pregunta si todavía ama a ese hombre que ahora le da asco y que lo ha llevado a esa casa que ahora odia con toda su alma. No puedo vivir con un hombre que está todo el día escupiendo y que me hace el amor con medias (cuando me lo hace, porque ya ni siquiera tiene fuerzas para eso), piensa Martín. No merezco esto. Sólo quiero estar con un hombre que se cambie de calzoncillos todos los días y me haga el amor sin medias.

Llego a Lima extenuado y corro a ver a mis hijas. Apenas entro en la casa, encuentro a dos conejos en el jardín, uno montándose sobre el otro y agitándose frenéticamente. Tras abrazar a mis hijas y darles sus regalos, les digo:

—Los conejos están tirando en el jardín. Prepárense, porque la casa se va a llenar de conejitos.

—No van a tener crías —me dice Lola, que ama a sus conejos mucho más que a cualquier criatura humana y casi tanto como a sus gatos.

—No estés tan segura —le digo.

—Es imposible, papi —me dice Camila, con una seguridad que me desconcierta—. Los dos son machos. Me río y digo: —¿Estás bromeando?

—No —dice Camila, riéndose conmigo—. Te juro. Los dos conejos son machos.

—¿Y tiran igual? —pregunto, asombrado.

—Todo el día —dice Lola—. Todo el día el blanquito se sube encima del marroncito.

Nos reímos los tres.

—Nuestros conejos son gays, papi —me dice Camila—. Son machos y están enamorados.

—No son gays —discrepa Lola—. Se montan porque no hay una coneja hembra. No les queda otra. Pobrecitos.

—¿Tú crees? —le pregunto.

—Estoy segura —dice ella—. Si traemos una coneja hembra, te apuesto que dejan de ser gays.

—Puede ser —dice Camila—. Pero no estés tan segura. De repente ya se acostumbraron y les gustó.

—O de repente son gays de nacimiento —digo.

—No digas tonterías, papi —dice Lola—. No son gays. Son mis conejos y yo los conozco. Te apuesto que si viene una coneja, los dos van a estar todo el día subiéndose encima de ella.

—Bueno, traigamos una coneja —digo.

—¡Ya! —dice Lola.

—¿No importa que nos llenemos de conejitos? —pregunto.

—¡No importa! —dice Camila.

Sin perder tiempo, llamamos a la veterinaria, que vacuna mensualmente a los conejos, los gatos y los perros de la casa y los lava con champú y acondicionador y les seca el pelo con secadora, con lo cual están más limpios y sanos que yo, y le pedimos que nos traiga una coneja dispuesta a aparearse con nuestros conejos. La veterinaria acepta encantada y promete traernos enseguida a la coneja. Cuando le pregunto por el precio, me pide ochenta dólares. (Todas las empleadas de la casa odian a la veterinaria porque dicen que es una «carera» y porque en un solo día de vacunación y champú cobra lo que ellas ganan en medio mes. «No es justo, joven. Esa fresca segurito que les inyecta agua oxigenada a los conejos y dice que son inyecciones para la varicela y la artritis. ¿Dónde se ha visto un conejo con varicela, joven?») Le digo que es mucho dinero, que me haga una rebaja, que con esa plata, en lugar de comprar una coneja, contrato una conejita de Playboy. No se ríe y me dice muy seria que, tratándose de mí, me la deja en sesenta dólares. Acepto de mala gana.

Todo sea por las niñas y por despejar las dudas sobre la sexualidad de los conejos.

No tarda mucho en llegar la veterinaria con una coneja blanca, que las niñas abrazan con entusiasmo y cubren con frazadas. Mientras la conejita corre por la casa sin saber que ha sido comprada para ser parte de un trío amoroso, le pago a la veterinaria y ella me pide permiso para vacunar a los conejos.

—¿Cuándo los vacunaste por última vez? —le pregunto, desconfiado, porque sé que me quiere esquilmar.

—Hace como dos semanas —me dice, frunciendo el ceño.

—¿Tanto hay que vacunarlos? —digo—. Porque yo no me vacuno hace años. No sabía que los conejos se vacunan cada dos semanas.

—Es por sus hijas, joven —dice ella, una mujer obesa, de brazos rollizos, que de un golpe me dejaría fuera de combate—. No quiero que les dé el ácaro.

—¿Qué es el ácaro? —pregunto.

—Una enfermedad que les da a los conejos si no se vacunan y que se contagia rapidito a los niños —dice ella, rascándose un brazo adiposo mientras yo pienso: Coño, ¡el ácaro!

Luego añade con voz sombría:

—Si sus niñas se contagian del ácaro, pueden quedar ciegas.

No le creo nada, pero, por las dudas, le digo:

—Bueno, ya, vacúnalos.

La veterinaria sale al jardín y, con la ayuda de mis hijas, pincha a los pobres conejos, mientras Aydeé, Rocío y Gisela, las chicas amorosas que cuidan a mis hijas, me dicen en la cocina, espiando con rencor a esa intrusa provista de medicamentos dudosos:

—Es una carera, joven. Es mentira eso del ácaro. No les pone nada. En la inyección hay agua con azúcar nomás. Es mentira todo.

—No sé —digo, resignado—. De repente los conejos tienen ácaro y están ciegos y por eso andan tirando todo el día, porque no se dan cuenta de que son machos los dos.

Las chicas se ríen. Salgo al jardín, pago a la veterinaria y me despido de ella. Apenas se va, mis hijas sacan a la coneja, la dejan en el jardín y volvemos a la casa. Detrás de la ventana, nos sentamos a ver si los conejos machos se interesan sexualmente en su nueva compañera.

—Ahorita se la montan —digo.

Los dos conejos se acercan a la hembra y la olisquean con curiosidad.

—Pobrecitos —dice Lola—. ¿Y qué pasa si los dos se enamoran de ella?

—Los conejos no se enamoran —digo—. Se aparean, se montan, tiran, pero no se enamoran.

—¡Sí se enamoran! —me corrige ella.

—Como tú digas, amor —le digo.

Para nuestra sorpresa, los dos conejos machos se aburren de olfatear a la visitante y se retiran juntos. Poco después, el blanco se monta sobre el marroncito y se abandona a unos espasmos, convulsiones o leves estremecimientos se diría que placenteros a juzgar por su rostro, mientras el otro, sereno, estoico, no parece gozar con las acometidas de su brioso compañero pero, en honor a la verdad, tampoco parece sufrirlas: es lo que hay y habrá que esperar tranquilo, parece decir su rostro sabiamente resignado. Mis hijas se ríen a carcajadas viéndolos copular alegremente, sin el menor interés por la coneja, que, despechada o no tanto, mordisquea unos pedazos de zanahoria.

—¡Son gays, papi! —exclama Camila, encantada—. ¡Tenemos conejos gays!

—No son gays —dice Lola, con toda certeza—. Recién están conociendo a la conejita. Dales tiempo.

Seguimos riéndonos mientras los conejos se divierten a sus anchas. Entonces ocurre algo inesperado: el conejo blanco, infatigable, desmonta, corretea y se apodera lujuriosamente de la coneja recién llegada, encaramándose sobre ella y agitándose en leves temblores.

—¡No es gay, papi, no es gay! —grita Lola, encantada.

—¡Es bisexual! —sentencia Camila—. ¡Tenemos conejos bisexuales!

Abrazo a mis hijas y me río con ellas mientras contemplamos embobados el ardor libidinoso de nuestros conejos bisexuales.

Sofía me pregunta con una sonrisa, sentados en la sala de su casa de Lima, tomando té de mandarinas: —¿Viajas mañana a Miami?

—Sí —respondo.

—¿En qué vuelo?

—En el de la mañana.

Ella se ríe y anuncia:

—Vas con mi mamá.

—¡No puede ser! —digo.

—Sí —dice ella, riéndose—.Viajan juntos.

De inmediato llamo a la línea aérea y pido que me pasen a otro vuelo, pero me dicen que no hay otros vuelos a Miami ese día y yo no puedo posponer mi partida.

—¿Estás segura de que tu mamá y yo viajaremos en el mismo vuelo? —le pregunto a Sofía.

—Segurísima —dice ella.

—¿Sabes si va en ejecutiva?

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