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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (45 page)

BOOK: El canalla sentimental
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—De ninguna manera van a servir cerveza en tu fiesta —dice Sofía.

—Pero en todas las fiestas sirven cerveza, mami —dice Lola.

—Es una fiesta de trece años —dice Sofía.

—Pero van a venir chicos de quince —dice Lola—. Tengo un montón de amigos de quince.

—¿Y qué? —pregunta Sofía.

—¿No entiendes? —dice Lola—. Todos los chicos de quince toman cerveza. Todos.

—Mala suerte —dice Sofía—. En la fiesta de mi hija de trece años no se va a servir cerveza. Yo no lo voy a permitir. Dicen que está bueno ir al Escorial —dice Martín.

—Me da fiaca —dice Inés—. Todos los monumentos son iguales.

—Eres una pancha —dice Martín—. ¿Adónde querés ir?

—Llévame a H&M, dale —dice Inés.

—Pero ya fuimos ayer y nos quedamos horas, mami —dice Martín.

—Sí, pero no compré un cinturón colorado que me encantó —dice Inés.

—¿Cuánto costaba? —dice Martín.

—Quince euros —dice Inés.

—Bueno, vamos, pero lo comprás con tu plata —dice Martín.

—¿Y después me podés llevar allí frente al palacio Real para que la china me haga otro masaje? —pregunta Inés.

—Es un quemo que te hagan masajes en una plaza enfrente de todo el mundo —dice Martín.

—Es que no sabés cómo tengo la espalda toda contracturada —dice Inés—. Debo de haber dormido en una mala posición.

—Siempre dormís en una mala posición —dice Martín.

—¿Vas a venir por el día del padre, amor? —pregunta mi madre.

—No, mamá, me voy a quedar en Miami —digo.

—Pero ¿cómo vas a estar lejos de tus hijas el día del padre?

—Ya lo celebramos el domingo pasado.

—Pero tienes que estar con ellas este domingo, si no vienes se van a quedar desconcertadas.

—¿Tú crees?

—Sí, claro, tienes que venir, si no tus hijas se van a quedar traumadas.

—Pero no es tan importante, mamá, ellas saben que las quiero, no tengo que ir a Lima para demostrarles que las quiero.

—¿Cómo te vas a quedar solito por el día del padre? ¿Quieres que vaya hasta allá para traerte?

—No, mamá, mil gracias.

—Mira que si me lo pides, yo voy feliz.

—No, gracias, qué amor.

—Y no te preocupes, que yo me pago mi pasaje y si quieres el tuyo también.

—Mi papi me ha dicho que me da permiso para que sirvan cerveza —dice Lola.

—No me importa lo que él diga, acá la que decido soy yo —dice Sofía.

—No es justo, tú no vas a pagar la fiesta, la paga mi papi —dice Lola.

—La pagará tu papá, pero él no sabe cómo son las fiestas —dice Sofía.

—Tú tampoco sabes —dice Lola.

—Yo sí sé —dice Sofía—. Yo iba a fiestas cuando tenía tu edad.

—Eso era hace treinta años, mamá —dice Lola—. Ahora las cosas han cambiado.

—Yo no quiero que en la fiesta de mi hija haya chicos borrachos vomitando —dice Sofía.

—Nadie va a vomitar, mamá —dice Lola.

—¿No sabes que hay una cosa que se llama «coma alcohólico»? —dice Sofía—. La gente se muere por tomar.

—¿Y entonces por qué tomas? —pregunta Lola.

—Yo sólo tomo socialmente —dice Sofía.

—Ja —dice Lola—. Socialmente. Todos los fines de semana llegas oliendo a trago.

—No me faltes el respeto —dice Sofía—. Soy tu madre. Y soy mayor de edad.

—¿Y a los mayores de edad no les da coma alcohólico? —pregunta Lola.

—No camines tan rápido —dice Inés.

—Pero vas como una tortuga a uno por hora —dice Martín.

—Yo camino normal, vos caminás demasiado rápido, no sé por qué andás tan apurado si estamos de vacaciones —dice Inés.

—Porque tenemos que ir al Prado y después a Atocha para comprar el tren a Sevilla y a este paso de tortuga no vas a conocer nada —dice Martín.

—No quiero conocer nada —dice Inés—. Lo que quiero es ir al café Oriente a tomarme un gazpacho.

—Está bueno ese café —dice Martín.

—Lo malo que es tan caro —dice Inés—. Diez euros un gazpacho. ¿Cuánto es eso en pesos? —¿No podés hacer vos el cambio? —dice Martín.

—Es que me olvido —dice Inés.

—Cincuenta pesos —dice Martín.

—No puedo creer lo caro que es todo acá —dice Inés.

—¿Entonces no vamos al Prado? —dice Martín.

—No, mejor no, necesito sentarme y tomar algo —dice Inés—. Además los museos son todos iguales.

—Y los gazpachos también —dice Martín.

—No, el del café Oriente es el mejor del mundo —dice Inés.

—¿Le estás haciendo caso a la doctora? —pregunta mi madre.

—No del todo —digo.

—Tienes que hacerle caso en todo, amor.

—No puedo. Me ha dicho que duerma desnudo.

—¿Eso te ha dicho?

—Tal cual. Dice que ella duerme desnuda. Y que es absurdo que en Miami duerma tan abrigado.

—Bueno, si la doctora, que es una eminencia, te recomienda eso, por algo será, hazle caso.

—Traté, pero no pude.

—¿No pudiste dormir, amor?

—Me quedé dormido, pero me despertaba a cada rato con pesadillas.

—Mi Jaimín, no sabes cuánto me preocupa tu salud.

—Tuve las pesadillas más horribles. Sólo aguanté dos horas y me vestí.

—¿Y te pusiste medias?

—Sí.

—Pero, mi amor, es Miami, cómo puedes dormir con medias, es algo contranatura.

—Todo en mi vida es contranatura, mamá.

—¿Tú tomas cerveza? —pregunta Sofía.

—Obviamente no, mamá —dice Lola.

—Entonces no tiene sentido que sirvan cerveza —dice Sofía—. Yo a los trece tampoco tomaba cerveza.

—Por eso eres una traumada —dice Lola.

—No me hables así —dice Sofía—. No es normal que los menores de edad tomen cerveza.

—Mi papá dice que sí —dice Lola.

—Tu papá no sabe lo que es normal —dice Sofía.

—¿O sea que mi papá es anormal? —dice Lola.

—Yo no he dicho eso —dice Sofía.

—Sí lo has dicho —dice Lola.

—Lo que he dicho es que lo normal es que los mayores tomen cerveza y los menores no —dice Sofía.

—Pero mi papá es mayor y no toma cerveza —dice Lola.

—Eso es anormal —dice Sofía.

—Le voy a decir a la masajista que sólo puedo darle quince euros, veinte es mucho —dice Inés.

—No podés regatearle el precio, todas esas chinas son de una mafia filipina, después sale el jefe y nos caga a pedos —dice Martín.

—Lo que más extraño es el verde —dice Inés—. Me enferma tanto cemento, tanto concreto.

—Estamos en Madrid, mami —dice Martín—. ¿Qué querés?

—No sé, pero en Buenos Aires hay más verde —dice Inés.

—Y sí —dice Martín.

—No puedo creer que tu papá venía a Europa a ver partidos de rugby y nunca me trajo —dice Inés.

—Te prohíbo que hables de papá —dice Martín.

—Tu abuela dice que Lulú llora toda la noche —dice Inés—. Se ve que me extraña.

—Que le dé un Alplax y que no joda —dice Martín.

—La próxima vez la traigo, no sabés cómo la extraño —dice Inés.

—¿Sabés lo que cuesta viajar con una perra? —dice Martín.

—Entonces no viajo más —dice Inés—. No puedo dejarla a Lulú.

—¿Preferís estar con esa perra histérica que con tu hijo en Madrid? —dice Martín.

—Lo que me gustaría es estar los tres juntos en el café Oriente —dice Inés—. ¿Sabés lo que le gustaría a Lulú el tostón de cerdo? —¿Te llevaste a Miami la foto de tu papi que te regalé enmarcada? —pregunta mi madre.

—Sí, mamá —digo.

—¿La has puesto en tu mesa de noche?

—No, mamá.

—¿Dónde la has puesto? ¿No la habrás dejado en Lima?

—La tengo en el clóset.

—¿Por qué en el clóset, amor?

—No sé. No puedo verla.

—Pero si tu papi sale lindo, sonriendo.

—Sí. Pero cuando veo la foto me da miedo.

—Pero tu papi está en el Cielo y te quiere, mi amor.

—Puede ser. Pero cuando tengo pesadillas siempre aparece él.

—Pon la foto de tu papi en tu mesa de noche y vas a ver que se terminan las pesadillas, amor.

—No puedo, mamá. No puedo.

Una manera de medir la soledad es contar el número de veces que suena el teléfono de tu casa.

Para que la medición sea confiable debes estar solo en tu casa un día entero, lo que tal vez ya revela una predisposición a la soledad o a investigar el grado de soledad en el que vives.

También es preciso que ese día no hables con nadie, salvo con las personas que te llamen y sólo brevemente con ellas. Pero no debes llamar a nadie porque eso puede provocar que llamen contestando tu llamada y por consiguiente perturbar la fidelidad de la medición que nos ocupa.

En el caso de que tengas celular, es mejor dejarlo apagado, no sólo el día de la medición, sino, a ser posible, siempre, y encenderlo sólo para escuchar, si acaso, los mensajes, unos mensajes que con seguridad no vas a responder, porque son de personas que llaman para pedirte cosas y odias a la gente que te busca para pedir favores.

Si el teléfono no suena tres días seguidos (sin incluir las noches, porque lo desconectas para dormir) y si son dos las líneas telefónicas que tienes en tu casa (una para las cosas personales, otra para las del trabajo) y son seis en total los aparatos telefónicos instalados en tu casa (entre inalámbricos y fijos, todos los cuales desconectas antes de tomar las pastillas para dormir), no conviene que saltes a la conclusión atropellada de que nadie te quiere: si nadie te llama es apenas que nadie quiere hablar contigo, no necesariamente que nadie te quiere. Puede que haya personas que te quieren en silencio, que es una manera noble y elegante de querer, o que te quieren sin conocerte bien, que es una manera menos meritoria porque el afecto se basa en una percepción que a menudo es engañosa o irreal, o que te quieren precisamente porque no te conocen en persona, es decir que si te conocieran no te querrían y tampoco te llamarían.

Pero el hecho cierto, probado y contado es que durante tres días consecutivos el teléfono no ha sonado y eso te ha dejado pensativo, aunque no exactamente preocupado.

En rigor sí ha sonado, pero esas llamadas eran de personas que te hablaban en inglés con voz de robot y te preguntaban si eras otra persona que seguramente había usado antes ese número y te querían vender cosas o te querían cobrar cuentas pendientes o te querían sacar dinero de alguna manera taimada. Es decir que las únicas personas que te han llamado esos tres días andaban buscando a otra persona, no a ti (y tú has fingido ser esa otra persona, hablando como mujer, sólo para indagar qué querían, y era que esa mujer, que tal vez ya está muerta, nunca devolvió un libro a la biblioteca pública) o querían tu dinero, no a ti.

No es agradable que una persona se acuerde de ti sólo para pedirte dinero (y en esto incluyo a la familia), pero es mucho peor no tener dinero, porque en ese caso tampoco van a acordarse de ti y ni siquiera te van a llamar. Al menos cuando te llaman para pedirte dinero sabes que no te llaman por cariño, lo que no es alentador, pero también sabes que esa persona tiene menos dinero que tú, y eso puede servir de consuelo (y en esto sigo incluyendo a la familia, que tampoco me llama porque sabe que siempre encuentro una mentira para no prestar dinero).

Algo habrás hecho mal para que nadie te llame ni siquiera para pedirte dinero, es lo que me digo montando en bicicleta por las calles más tranquilas de la isla, convenientemente sedado por las pastillas.

O algo habrás hecho bien, me digo luego. Porque no cabe duda de que cuando mejor estás es cuando nadie te molesta.

Lo que me lleva a otra cuestión, más ardua por cierto de medir y probar: la mejor versión de mí es sin duda aquella que sólo yo puedo ver. Es decir que la persona que más exactamente soy, la versión menos impostada o deshonesta de mí, aparece con más nitidez cuando estoy a solas. Es decir que cuando estoy con alguien siempre miento porque trato de ser alguien mejor o alguien distinto, no sé si mejor, pero sí más amable y educado, de quien en realidad soy. Es decir que la compañía humana (o incluso la de animales domésticos) no resulta en modo alguno propicia para mi bienestar, aun si se trata de personas (o de mascotas) a las que quiero.

Si esto es verdad (y para mí indudablemente lo es, aunque no podría probarlo, pues sólo puedo probarlo ante mí mismo), soy más feliz cuando estoy solo, porque entonces soy una peor persona.

Se podría inferir lógicamente de lo anterior que soy una mala persona, porque si me siento bien siendo una mala persona y me siento mal tratando de ser una buena persona, es que sin duda lo que me resulta natural es ser una mala persona y lo que me procura cierto grado de razonable bienestar es aceptarme como una mala persona y quererme como una mala persona y cultivar esas cosas malas de mí, por ejemplo la pereza, el egoísmo, la mezquindad, un cierto desprecio por la vida humana en general y por la mía en particular.

No sé si esto que es cierto para mí lo es también para otras personas, pero a veces pienso que algunas personas son infelices porque no saben que en esencia son malas y se engañan y tratan de ser buenas o virtuosas y ese esfuerzo, esa obstinación, esa terquedad por ser mejores no las hace buenas pero sí más infelices.

Tal vez las personas saben que cuando están a solas son peores, y por eso muchas le huyen a la soledad, porque no quieren recordar las miserias que habitan en ellas, porque esas miserias se disuelven o se encubren o se confunden cuando estás con otras personas y entonces tu verdadera identidad se entremezcla con las de los demás y ya nada es verdadero, salvo el esfuerzo por no ser quien eres, por buscar en los demás lo que nunca hallarás en ti porque no tienes el valor de buscarlo, de mirarte a la cara y decir: soy un cabrón y me encanta ser un cabrón y lo que me divierte es ser un cabrón y lo que me aburre es tratar de ser un santo. Santo cabrón es lo que soy.

Que no suene el teléfono o que sólo suene por error puede ser entonces una señal alentadora, por la que no deberías preocuparte: por una parte, parece revelar que eres una mala persona feliz y por otra, tal vez pone en evidencia que las personas que te conocen (y en esto sigo incluyendo a la familia) saben que eres una mala persona. Es decir que la frecuencia del timbre del teléfono, más que medir el grado de soledad en el que voluntariamente te has confinado, lo que mide es cuánto te conoces y cuánto te conocen los demás.

El buzón del correo de tu casa también parece ser un instrumento confiable de medición sobre tus calidades como persona y la información que los demás poseen sobre dichas calidades. Porque después de tres días de silencio telefónico has salido a recoger la correspondencia, has abierto el buzón y has encontrado una culebra negra que por suerte estaba muerta.

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