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Authors: Jaime Bayly

Tags: #Biografía, #Humor

El canalla sentimental (46 page)

BOOK: El canalla sentimental
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Sólo una mala persona encontraría una culebra muerta en su buzón de correo.

No es fácil vivir conmigo. Martín lo sabe bien. Por eso no vive conmigo. Por eso me visita o lo visito cada mes o dos.

No tengo talento para la felicidad. Mi humor suele ser sombrío. Martín me quiere, creo que me quiere, pero cuando está mucho tiempo conmigo, se ahoga, se confunde, se pierde en mis silencios y en mi obsesión autodestructiva.

Esta vez se quedó un mes conmigo. Pensaba quedarse tres. Ahora se va. Es mejor que se vaya.

Merece ser feliz. Merece sentirse libre, cantar las canciones de la radio, mirar y desear y tocar a otros hombres más jóvenes. Sé que debe irse, que es lo mejor para los dos, pero me da pena.

Creo que a él también le da pena, pero sabe que no puede quedarse. Son muchas las cosas de mí que le resultan insoportables. Ha tratado de cambiarlas o acostumbrarse a ellas, ha sido valiente, ha corrido no pocos riesgos, pero ha comprendido que vivir conmigo es una empresa suicida y amarme, un vicio que lo intoxica. Por eso se va. Por eso he tomado más pastillas.

No sé si lo que soy ahora es lo que solía ser o si es un estado de ánimo creado artificialmente por las drogas a las que me he hecho adicto. En mi caso la serenidad se compra en la farmacia y es cara.

Martín me educó en la peligrosa creencia de que las pastillas disuelven los problemas, las angustias, los insomnios. Ahora se va pero me quedo con sus pastillas.

Me ha prometido que volverá pronto. No sé si creerle. Ha dejado algo de ropa. Suele dejar algo de ropa. Cuando no está, a veces me pongo su ropa. No es fácil que me quede bien. No trato siquiera con los pantalones. Pero puede ser divertido ponerme una de sus camisetas o uno de sus calzoncillos, que por supuesto me aprietan mucho.

También ha dejado su laptop. Dice que es una prueba de que volverá pronto. No sé si creerle. Tal vez la ha dejado porque le fastidia viajar con ella, porque tiene otra en la ciudad a la que regresa, porque le da pena verme escribiendo en una laptop vieja y sucia que me resisto a abandonar y quiere que use la suya ya que no puedo seguir usándolo a él.

Con suerte volveré a verlo en un mes o dos. Pero esta vez no estoy tan seguro de que quiera volver. Creo que ya se hartó de mí. No soporta que no limpie nunca la casa. No soporta verme tosiendo y escupiendo y quejándome de una enfermedad imaginaria que, sin embargo, me está matando. No soporta verme gordo, viejo, cansado. Pero sobre todo no soporta que no hagamos el amor.

Yo lo amo pero nunca tengo fuerzas para hacer el amor y todavía no he encontrado una pastilla que me convierta en una persona amorosa. He encontrado pastillas que me convierten en una persona serena, callada, adormecida, con ganas de montar en bicicleta y meterme desnudo a la piscina. Pero no he encontrado ninguna que me devuelva cierto interés en el sexo. En realidad tampoco la estoy buscando.

El problema es que ya no sé lo que me gusta sexualmente. He perdido todo interés en las mujeres y quizá también en los hombres. Martín es un hombre bello pero sólo me apetece mirarlo. Los enredos del sexo me resultan fastidiosos y extenuantes. Prefiero mirarlo sin que se dé cuenta cuando se echa a tomar sol o cuando se ducha. El suyo es un cuerpo que sin duda envidio pero que no por eso deseo poseer. A mi edad o con mi enfermedad o con las pastillas que se disuelven en mi organismo, las posturas sexuales terminan siendo, por previsibles e histriónicas, imposturas.

Por eso terminamos peleando antes de que se fuera. Porque sentimos que debíamos hacer el amor como una manera triste y desesperada de despedirnos. Pero tal vez fue un esfuerzo por su parte y por la mía y todo terminó mal. No sabíamos qué hacer, cómo complacer al otro. Martín quería demostrarme que todavía me deseaba como cuando nos conocimos hace seis años en su ciudad y tal vez por eso me dio una palmada en la nalga que me dolió, que resultó excesiva y hasta cómica, de la que me quejé y me reí. Le pedí que nunca más me golpease de esa manera. Su mirada se enturbió. Se sintió humillado. Nada hiere más que una sonrisa burlona en el acto del amor. Yo me burlé de su nalgada. No pude evitarlo. Y él, que estaba tratando de poseerme por última vez, comprendió que su esfuerzo era inútil, que yo no merecía ese esfuerzo.

Yo no quería que me poseyera porque no tengo esa vocación particular por el sufrimiento. He tratado con cierta obstinación de que el dolor se convierta en placer, pero lo que antes dolía sigue doliendo y no encuentro razones para entregarme al dolor en un acto que sólo debería procurar placer.

El problema es que Martín piensa lo mismo que yo y por eso nunca insiste cuando me pide que me entregue y yo me niego por amor a mí o por respeto a la poca salud que queda en mí.

Cuando le pedí que se diese vuelta, él también se negó. Insistí, le dije que me obedeciera, que no dijera una palabra, que se sometiera a mi voluntad. Pero para mi sorpresa me dijo en tono altivo y desafiante que él tampoco disfrutaba dejándose poseer por mí y que esa noche, la última juntos, haríamos lo que él quisiera, no lo que yo le ordenase.

Me paré de la cama, recogí mi ropa y lo miré con una sonrisa.

Me dijo: «Eres un egoísta.»

Le dije: «Por supuesto. Tú también. Por eso te amo.»

Salí del cuarto, cerré la puerta suavemente y me fui al baño a tomar dos pastillas.

Más tarde tocó la puerta, abrió y me dijo: «Por favor, no escribas nada de esto.»

Al día siguiente no hablamos del asunto. Fue sin embargo o por eso mismo un día razonablemente feliz. Lo fue hasta que tuvimos que despedirnos. El taxista miraba pero no me importó, lo abracé y lo besé y le pedí que se cuidase y que volviese pronto, que estaría esperándolo.

Martín me dijo que volvería, pero no me dijo lo que sospecho que estaba pensando: que cuando vuelva será por menos tiempo y que buscará en otros cuerpos los placeres que ya no encuentra en el mío y que ha renunciado a la creencia o la ilusión de que como nos queremos debemos vivir juntos.

Me sorprendió verme llorando o casi cuando el taxi se alejó. Tomé una pastilla más, me quité la ropa, me metí a la piscina y un momento después oí que sonaba el teléfono. No salí a contestar.

Sé que lo amo y que volveremos a vernos en un mes o dos. Pero sé también que mi interés en las cosas del sexo seguirá declinando y que ningún cuerpo, ni siquiera el suyo, me dará la felicidad que ahora encuentro en las pastillas.

Le pregunto a Lola qué quiere que le regale por su cumpleaños. Me dice: «Euros.» Sorprendido, le pregunto: «¿No prefieres dólares?» Me dice: «No, cien euros son ciento sesenta dólares, prefiero euros.»

Le pregunto a Camila si quiere leer los primeros capítulos de este libro. Me dice: «No, gracias, no me interesa, además tengo un montón de tareas.» Le pregunto si puedo usar su nombre en este libro o si prefiere que le cambie de nombre. Me dice: «Me da igual, ponme el nombre que quieras, igual nadie lee tus libros.»

Le pregunto a Sofía si se ha quedado con ganas de tener un hijo. Me dice que sí, que le encantaría. Le digo que todavía es joven, que apenas tiene cuarenta años, que podría tenerlo. Me dice que no ha encontrado al hombre adecuado, que dependerá de la suerte, del destino. Le digo:

«Si no encuentras al hombre adecuado, siempre puedes usarme a mí.» Me dice: «Gracias, pero creo que prefiero adoptar.»

Le pregunto a Martín cómo fue el vuelo de regreso de Madrid a Buenos Aires. Me dice que fue horrible, que había muchos niños que lloraban, que no pudo dormir, que su madre y él no hablaron una palabra en las doce horas y media de vuelo. Le pregunto por qué se peleó con su madre. Me dice que después de tres semanas de viajar con ella, ya no la aguantaba más y que apenas entraron al avión y se sentaron, él se puso su iPod y ella se lo quitó para decirle algo sin importancia y él se molestó y le dijo: «No me hables en todo el vuelo, no te soporto más, sos una soberbia.» Su madre le respondió: «Y vos sos un neurótico, no sé cómo Jaime te aguanta.» No hablaron en todo el vuelo, no hablaron mientras esperaban las maletas en Ezeiza (y tardaron casi una hora en aparecer), no hablaron en el taxi de regreso a casa (y había bastante tráfico en la General Paz). Llegando al edificio de su madre, Martín dejó las maletas en la puerta del ascensor y se fue sin darle un beso. Su madre le preguntó: «¿No vas a ayudarme a subir las valijas?» Martín le dijo: «No me jodas, me estoy meando, me voy a casa.» Le pregunto si se arrepiente de haber viajado con su madre a Europa. Me dice: «No me arrepiento, tenía que hacerlo, pero ni loco viajo con ella nunca más.»

Le pregunto a mi madre si algunos de mis hermanos siguen molestos con ella. Me dice: «Sí, amor, siguen molestos porque no vendí mis acciones cuando ellos me dijeron y por eso dejamos de ganar plata.» Le pregunto: «¿Cuánto dejaste de ganar?» Me dice: «No sé bien, pero creo que más de un millón de dólares.» Le pregunto: «¿Y ya vendiste por fin?» Me dice: «No, no he vendido nada.»

Le digo: «Pero siguen bajando, mamá.» Me dice: «Sí, siguen bajando y tus hermanos sufren por eso.» Le pregunto: «¿Y cuándo piensas vender?» Me dice: «Cuando Dios quiera, amor.» Le pregunto: «¿Dios es tu agente de bolsa?» Me dice: «Sí, y Él me dará una señal.» Me río. Ella dice:

«Ya verás que volverán a subir y que ganaré más de lo que perdí por no vender cuando me dijeron, Dios no me falla nunca y San José María tampoco.»

La señora cubana de la peluquería de la isla me dice: «Chico, yo no sé por qué al mar que hay entre Miami y La Habana le dicen el estrecho de la Florida. Yo me vine en balsa hace años y te digo una cosa: ¡Ese mar de estrecho no tiene nada! Cuando estás allí en la balsa, es una inmensidad que no se acaba nunca, es sumamente ancho ese mar, no se ve ni dónde termina ¡qué va a ser estrecho eso, chico! ¡Yo no entiendo por qué le siguen llamando estrecho!»

La cajera de la peluquería me dice que está enamorada de un cantante famoso. Le digo que ese cantante no tiene interés en las mujeres, que no se haga ilusiones. Me dice que ella está segura de que el cantante es bien macho. Le digo: «No estés tan segura, no creo que le gusten las mujeres.» La cajera me dice: «A mí me gustan bien machos, me gustan los militares, los uniformados.» Le pregunto: ¿Te gusta que te peguen? Me dice: «Sí, me encanta, me gusta que me den fuerte, me gusta que me cojan como el toro se coge a la vaca.» Me río. Le digo: «Qué raro que te guste ese cantante, no parece un toro.» Me dice: «Tú tampoco y tú también me gustas.»

La señora que me corta las uñas de los pies me dice: «No te va a doler.» Es mentira, me duele mucho, me quejo. Le digo: «Esto duele más que el sexo.» No se ríe. Me dice: «No sé, chico, tú sabrás.» Se hace un silencio. Luego me dice: «No me gusta que hables de tu vida privada en televisión.» Le digo: «Comprendo.»

Le pregunto a Sofía si sabe lo que tiene que hacer cuando me muera. Me dice: «No, ¿qué quieres que haga?» Le digo: «Quiero que me incineren y luego quiero que tiren las cenizas a la piscina de la casa de mi madre y después quiero que mi madre y mis hermanos se metan a la piscina y si hay un cura del Opus dando vueltas por ahí, que se meta también.» Me dice: «No es gracioso.» Le digo:

«Yo sé, pero eso es lo que quiero.»

Le pregunto a Sofía si sabe cómo debe repartirse mi patrimonio cuando me muera. Me dice:

«¿No habías escrito un testamento nuevo con tu abogado?» Le digo: «Sí, pero es bueno que lo sepas de todos modos.» Me dice: «Dime.» Le digo: «Treinta por ciento para Camila, treinta por ciento para Lola, veinte para ti, veinte para Martín y el resto para tu madre.» Me dice: «No es gracioso.»

Le digo: «Yo sé, pero así está escrito en mi testamento.»

Le pregunto si sabe lo que tiene que hacer con mi ropa interior cuando me muera. Me dice:

«¿Con tu ropa interior?» Le digo: «Sí, con mi ropa interior. La mandas al Opus Dei como prueba de que tuve vida interior.»

Le pregunto si recuerda lo que debe decir mi epitafio en caso de que no me incineren sino me entierren, que es lo que ella y mis hijas prefieren. Me dice: «¿Qué quieres que diga tu epitafio?» Le digo: «Supo dar y recibir.» Se ríe. Le digo: «Y debajo, en letras más pequeñas: "Y es cierto que goza más el que da."» No se ríe.

Todas las tardes salgo a montar en bicicleta cuando el sol ya no quema. Antes me tomo una pastilla sedante para disfrutar más del paseo.

Sólo recorro las calles más apacibles de la isla, aquellas por las que rara vez pasa un auto o alguien caminando o corriendo.

La prudencia aconseja evitar dos calles en las que hay unos perros sueltos que me han perseguido ladrándome y al parecer queriéndome morder, dos perros a los que quisiera matar y no he matado todavía porque no he encontrado la manera de hacerlo sin que me detenga la policía.

Podría dispararles con mi carabina de perdigones pero sería en extremo difícil y peligroso manejar mi bicicleta con una carabina en la mano y sería todavía más complicado apuntarles en movimiento y disparar con precisión.

Nunca he montado bicicleta más rápido que con un peno ladrando y persiguiéndome. Nunca me he sentido más orgulloso de mí que cuando lo dejé rezagado, exhausto, babeando. Una cierta euforia o confianza en mis aptitudes atléticas me indujo a seguir pedaleando con el mismo vigor.

Poco más allá resbalé y caí en la pista mojada por la lluvia. Por suerte el perro estaba ya lejos y no vino a morderme.

A veces pienso dispararme un perdigón en el pecho pero no lo hago porque creo que sería un suicidio ineficaz además de ridículo y ya fracasé una vez tratando de suicidarme con pastillas.

Nunca imaginé que sería tan feliz tomando tantas pastillas. Mi padre hubiera sido un hombre menos violento y torturado si hubiese tomado las pastillas que yo tomo y que nadie me ha recetado.

A las tres de la mañana tomo una que me hace dormir boca arriba, a las ocho de la mañana tomo otra que me hace dormir boca abajo y destapado y con los más absurdos e inconfesables sueños eróticos, a las dos de la tarde tomo unas pastillas antidepresivas que me hacen rechinar los dientes con la vehemencia que sentía cuando tomaba cocaína y antes de salir a montar en bicicleta a las siete de la tarde tomo una pastilla que me ayuda a ver las cosas con una calma insólita, milagrosa.

La contemplación de la vida, o de las casas y los árboles y los gatos y los canales que son los paisajes habituales de mi vida y me gustaría que lo fuesen el resto de lo que me queda por vivir, es perfecta a la velocidad morosa de la bicicleta, no a la velocidad de la camioneta en la que tengo que prender muy a mi pesar el aire acondicionado ni a la velocidad de mi cuerpo exhausto caminando con unos zapatos que compré por correo y me quedan grandes. Es decir que la bicicleta parece ser el observatorio más lúcido y exacto de la vida en movimiento y las cosas que me rodean, cosas que no alcanzo a advertir cuando manejo y que ciertamente tampoco advertiría si caminase, porque en esta isla hace tanto calor que no se puede caminar y cuando lo he intentado todo me ha parecido feo y triste, probablemente por el cansancio que me provocaba caminar bajo tanto calor y entre gente que pasaba en autos y me gritaba cosas optimistas y se ofrecía a llevarme cuando yo ni siquiera sabía adónde iba.

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