—Disponemos de un contundente decálogo de acusaciones, pero nos falta un testigo, una voz dentro del Temple que ratifique todos los cargos contra esos caballeros del demonio.
—Conozco a los templarios; ni uno solo declarará en contra de la Orden —asentó Jaime.
—Os equivocáis; no sabéis lo que es capaz de declarar un hombre si se le somete a un profundo interrogatorio.
—¿Os referís a torturarlo?
—Llamadlo como prefiráis.
J
aime de Castelnou regresó a La Torre de Plata. En su conversación con el canciller Nogaret se había enterado de cómo el papa sabía que los templarios iban a ser arrestados y que no había ninguna posibilidad de que desde la Iglesia se denunciara el apresamiento de los templarios y la intervención en sus encomiendas. Su situación era muy difícil. Desde luego, el rey de Francia había conseguido un éxito total en su reino, porque todas las encomiendas de Francia habían sido intervenidas, todos los templarios encerrados en prisiones reales y todos sus bienes confiscados.
La única esperanza llegó del exterior. Las cartas enviadas por el rey Felipe el Hermoso a los reyes y soberanos de la cristiandad para que hicieran con los templarios lo mismo que él había hecho no tuvieron efecto. A los pocos días se entregó en París una carta del rey Jaime de Aragón en la que rechazaba esa propuesta; el aragonés alegaba que los templarios siempre habían vivido en su Estados como hombres religiosos, en una vida piadosa digna de encomio para cualquier buen cristiano; y además añadía que como caballeros y soldados de Cristo siempre habían sido leales, luchando con valor contra los infieles. Por todo ello no creía necesario la intervención en su contra, que además no se sustentaba en pruebas fidedignas.
Tras sopesar todas las posibilidades, Castelnou llegó a la conclusión de que los templarios sólo tenían una posibilidad: hacerse fuertes en Chipre y tratar por todos los medios de lograr la división entre el rey de Francia y los demás monarcas cristianos. Desde luego Felipe IV no iba a reblar en sus decisiones, por lo que sólo una intervención contundente de la Iglesia, si se lograba cuando dejara de ser papa Clemente V, y de los demás reinos cristianos podría librar a los templarios de su final. Jaime sabía que una acción tan rotunda podría provocar un cisma en la Iglesia y entre los cristianos, y que las remotísimas posibilidades de iniciar una nueva cruzada desaparecerían por completo, pero en esos momentos lo más importante era salvar al Temple.
Tendría que actuar con enorme prudencia y sin ninguna ayuda; estaba sólo en Francia, no podía marcharse sin levantar sospechas, y además tenía en su poder el Grial, que seguía oculto en las tablas del techo de su habitación en la posada parisina.
Tras varios días de interrogatorios, la pesquisa puesta en marcha por Nogaret no había obtenido ningún resultado; los templarios mantenían que eran inocentes de todas las acusaciones, y una y otra vez declaraban ante los inquisidores que todos esos rumores eran falsos y que la Orden templaria siempre se había comportado con el decoro y la decencia de los buenos cristianos. El tiempo pasaba y Nogaret no lograba ninguna confesión de culpabilidad; y entonces decidió someter a los hermanos templarios a crueles torturas.
Y ni aun así logró extraer de sus bocas ninguna confesión de culpa. Desesperado ante la falta de resultados, presionado por el rey para que consiguiera alguna declaración auto inculpatoria, Nogaret ordenó al inquisidor general de Francia que intensificara las torturas, que atormentara a los templarios presos hasta que confesaran sus pecados. La dureza de las torturas fue tal que casi medio centenar de templarios murieron en las dos primeras semanas de suplicios.
Cuando se enteró de ello, Castelnou acudió a la cancillería. Allí se encontró a Villeneuve abatido.
—¿Es cierto lo que he oído, vicecanciller?; ¿es cierto que han muerto varias decenas de templarios a causa de las torturas?
—Así es, don Jaime, así es. Al inquisidor general se le ha ido la mano. El canciller ordenó que se practicaran torturas para obtener algunas confesiones, pero los agentes inquisitoriales han ido demasiado lejos.
—¡Medio centenar de muertos!; por el amor de Dios, os habéis vuelto locos. Vais a provocar el efecto contrario al perseguido. Si convertís a los templarios en mártires, vuestro plan estará abocado al fracaso.
—Treinta y seis, son treinta y seis los muertos.
—Lleváis bien la cuenta.
—Tenemos informes detallados de cada caso.
El vicecanciller se acercó a una mesa, cogió varios cuadernillos de papel y se los entregó a Castelnou. El templario ojeó los informes y sintió un hondo estremecimiento en su interior. Sus hermanos habían sido sometidos a todo tipo de torturas y vejaciones. Les habían arrancado las uñas con tenazas, les habían extraído los dientes uno a uno, les habían quemado los pies, les habían arrancado la piel a tiras con cardadores de púas de hierro, les habían aplicado brasas ardientes en diversas partes del cuerpo, y otras atrocidades semejantes.
El templario dejó los informes sobre la mesa e intentó disimular el enorme odio que sentía hacia los culpables de aquellos tormentos.
—No se ha producido una sola confesión de culpa.
—No; esos templarios deben de estar forjados con hierro. Sólo dos de ellos han declarado que vieron la cabeza, a la que llaman «Bafomet», y que en una de las encomiendas había un ídolo en forma de gato, la figura del demonio, como bien sabéis.
—Eso no es suficiente. Ya os dije que yo también vi una vez una de esas cabezas, que se utilizaban como máscaras burlescas para asustar a los neófitos. Y en cuanto al ídolo en forma de gato…, ¿os habéis fijado en las esculturas de nuestras catedrales, aquí mismo, en Nuestra Señora de París? Están llenas de esculturas que representan figuras monstruosas, y animales satánicos: dragones que devoran hombres, cerdos que bailan, asnos tocados con tiaras episcopales, leones, jabalíes, toros, caballos, serpientes, dragones, arpías, quimeras… Todo tipo de animales satánicos, representaciones del mismísimo Satanás incluso, decoran las paredes y los pórticos de la casa de Dios.
—Pero no se les rinde culto. Están ahí para que los hombres recordemos que el mal acecha por todas partes, y que es preciso estar prevenidos ante él.
—Esas pruebas son demasiado endebles.
—El papa las ha aceptado.
—¿Qué ha dicho el papa?
—Aparentemente se ha enfadado. Ha escrito una carta protestando por las muertes de los templarios, a la que hemos respondido alegando que fue su santidad quien animó a abrir la investigación contra el Temple, y ello a petición de la propia Orden.
—Pero en el proceso de investigación no se contemplaba la tortura —dijo Castelnou.
—Tampoco se rechazaba; y bien sabéis que la tortura es en ocasiones la única manera de lograr que los acusados confiesen sus pecados y sus delitos.
—Por lo que me habéis dicho, los templarios no lo han hecho, ni uno sólo de ellos ha aceptado ser responsable de cuanto se les acusa, ¿no es así?
—Sí, en efecto, pero todo está a punto de cambiar.
—¿A qué os referís?
—Hemos encontrado una prueba irrefutable que condenará a los templarios de manera inexorable.
—Decidme.
—No puedo, es un secreto…, por el momento. Pero sí puedo avanzaros que el papa Clemente va a emitir una bula esta misma semana en la que elogiará al rey Felipe el Hermoso y lo proclamará defensor de la fe y verdadero hijo de la Iglesia, y además reconocerá que las acusaciones contra el Temple son ciertas.
—Pero eso puede suponer la ruptura de la Iglesia con los demás reinos cristianos; Aragón no acepta la persecución contra el Temple…
—Ni tampoco los portugueses, ni siquiera Eduardo de Inglaterra, que ha rechazado las acusaciones contra los templarios y se ha negado a perseguirlos…, pero no os preocupéis, se trata de una estratagema.
—¿Qué queréis decir?
—Que ese respaldo al Temple por parte de los reyes de Aragón, de Portugal y de Inglaterra es una impostura. Todos ellos están preparando una intervención en sus respectivos reinos similar a la que nosotros llevamos a cabo hace un mes. ¿O acaso creéis que esos monarcas no ambicionan las riquezas de los templarios? Sí, los declararán inocentes de los cargos que les imputamos, y ya sabemos que así va a ocurrir en Castilla, en Aragón, en el Imperio alemán y por supuesto en Chipre, pero se trata de un ardid de sus soberanos. Creedme, de aquí a unos meses, del Temple sólo quedará el recuerdo.
—Pero los templarios siguen resistiendo.
—Por poco tiempo. El canciller ha ordenado que se mantengan las torturas a todos los que están presos, incluido el maestre Molay si no coopera.
—¡Pero si es un anciano!
—Los delitos no entienden de edades.
L
a prueba irrefutable a la que se refería el canciller Villeneuve se conoció pronto. El delator que Nogaret buscaba lo encontró en un oscuro personaje.
—Os he mandado llamar porque al fin hemos encontrado la prueba de la culpabilidad de los templarios, y os atañe a vos, don Jaime.
El canciller Nogaret había recabado en la cancillería la presencia de Jaime de Castelnou, que acudió enseguida.
—¿De qué se trata?
—Tenemos un testigo dispuesto a ratificar todas nuestras acusaciones.
—¿Un templario?
—Sí.
—¿Quién es?
—Se llama Esquiú de Floyrán.
Castelnou recordó aquel nombre, pues su caso había sido tratado en un Capítulo de la Orden estando el maestre en París.
—No lo conozco de nada —mintió.
—Pues deberíais conocerlo. Fue prior del Temple en la encomienda de Montfaucon, una aldea de la región del Périgneux. El Temple lo acusó, injustamente, por supuesto, de haber asesinado al comendador de esa provincia, despechado porque lo había depuesto de su cargo, y lo condenó a muerte. Pero Floyrán consiguió escapar. ¿Y sabéis dónde buscó refugio?
—No, no lo sé, ¿cómo iba a saberlo?
—Pues deberíais saberlo, don Jaime de Ampurias.
Castelnou intuyó que Nogaret sabía más de lo que estaba diciendo.
—No sé por qué tendría que saberlo.
—Porque el prior huyó a Aragón y se presentó en la corte del rey Jaime, quien lo rechazó. Después regresó a Francia y aquí contó todo cuanto ocurría en las encomiendas templarias. Lo enviamos a compartir una celda con un templario renegado, que le relató las herejías que se cometían en el interior de esa guarida de hijos del demonio en que se había convertido el Temple. Aquí está toda su confesión, las pruebas irrefutables que necesitábamos contra el Temple —dijo Nogaret, señalando un legajo de varios folios en papel.
—Vamos, canciller, sois un gran jurista; esa confesión ha sido realizada por un hombre despechado que lo que busca es la venganza contra el Temple, no la justicia.
—Os equivocáis, don Jaime, este testimonio de cargo es el definitivo contra el Temple.
—Ningún tribunal serio admitirá esa declaración como prueba.
—Ya lo ha hecho. Guillermo de París, nuestro inquisidor general, y confesor de nuestro rey, la ha admitido. Y como deberíais saber, cuando existe una acusación en firme, es el acusado quien debe probar su inocencia.
—¿Habéis comprado al testigo?
—Bueno, digamos que le hemos compensado por su colaboración con la justicia —ironizó Nogaret.
—Los argumentos de este testigo son demasiado burdos, nadie los creerá.
—¿Estáis seguro de eso? ¿A quién le importa lo que les ocurra a los templarios? ¿Habéis presenciado alguna manifestación en su defensa?, ¿habéis visto al pueblo de París gritando a favor de su inocencia?, ¿conocéis a alguien que los haya defendido? No, amigo, no, a nadie le preocupa la suerte que vayan a correr los caballeros blancos. Los templarios son pasado.
Castelnou tuvo que apretar los puños y morderse los labios para no saltar sobre Nogaret y acabar con el canciller. Aquel individuo acababa de asestar un golpe mortal al Temple.
—Se trata de la declaración de un solo hombre contra la de centenares.
—Ahí también os equivocáis. Las torturas están causando efecto; algunos templarios ya han confesado y tarde o temprano la mayoría de ellos reconocerá que las acusaciones son ciertas; el propio maestre también lo hará.
»Y aquí está la bula del papa Clemente. Además de reconocer como ciertos los pecados y los delitos de los templarios, conmina a todos los soberanos de la cristiandad a que ordenen la confiscación de todos sus bienes hasta que se haga cargo de ellos la Iglesia.
La bula del papa Clemente V estaba fechada en Aviñón, donde había fijado la nueva sede papal, el día 22 de noviembre de 1307.
—¿Habéis torturado al maestre?
—No, aún no. Una comisión pontificia integrada por tres cardenales llegará la semana próxima a París para interrogar a Molay; si no se declara culpable de cuanto se le acusa, entonces sí será torturado.
El interrogatorio de los tres cardenales fue intenso; tenían orden expresa del papa Clemente para que convencieran a Molay de que lo mejor era confesar la comisión de los delitos de los que se les acusaba. Si lo hacía así, conseguiría que su prisión fuera en Aviñón, en el palacio papal, y que tras unos meses de encierro quedaría libre.
Pero el maestre se mantuvo firme. A pesar de la insistencia de los cardenales, rechazó las acusaciones una y otra vez, afirmando con rotundidad que él era inocente, que los caballeros templarios eran inocentes y que la Orden del Temple era inocente.
Pero el rey de Francia no estaba dispuesto a ceder, y procuró a través de sus agentes que el proceso se complicara cuanto fuera posible. Por todas partes fueron surgiendo nuevas acusaciones, en cualquier lado aparecía un oscuro testigo que declaraba bajo juramento haber presenciado prácticas heréticas en el comportamiento y en las ceremonias rituales de los templarios.
Las torturas se intensificaron y el propio maestre Molay fue sometido a ellas. A finales de 1307, tras varias semanas de duros castigos corporales, algunos templarios cruelmente atormentados comenzaron a derrumbarse. El maestre no pudo soportar ni su suplicio ni el de sus hermanos, y acabó confesando que todas las acusaciones eran ciertas, y con él confesaron todos los altos cargos de la Orden.
Nogaret dibujó en sus afilados labios una maléfica sonrisa cuando uno de sus hombres depositó encima de su mesa del gabinete de la cancillería la declaración de culpabilidad del maestre y de los más relevantes caballeros templarios. Ahí estaba lo que había perseguido, la prueba indiscutible de su triunfo, la confesión que necesitaba para que el rey Felipe tuviera en sus manos el argumento que le había exigido tantas veces.