—Ya lo hiciste, y sin ningún resultado —le reprochó Molay a Castelnou.
—Eso no es del todo cierto, hermano maestre; el vicecanciller Villeneuve me confesó que la expulsión y confiscación de bienes de los judíos era una especie de ensayo previo a la futura expropiación de los bienes de nuestra Orden, y gracias a mi entrevista con Nogaret hemos podido conocer la enorme inquina que ese hombre nos profesa. Estoy convencido de que será capaz de llegar lo más lejos posible para acabar con el Temple.
—Eres demasiado receloso, hermano Jaime, nadie en su sano juicio atentaría contra la orden militar más poderosa de la cristiandad. No me imagino a uno de los consejeros del rey de Francia conspirando en contra de los templarios.
—Permíteme, hermano maestre, que insista, pero…
—No, ya basta. Eres uno de los mejores caballeros del Temple, y en los años que llevas entre nosotros has demostrado una absoluta fidelidad a la Orden, a la defensa de sus integrantes y a la salvaguarda de sus propiedades. Sabes que pienso en ti para que el día en el que Dios decida que tengo que dejar este mundo me sucedas al frente de nuestros hermanos, pero para que ello ocurra tienes que demostrar serenidad, prudencia y obediencia, mucha obediencia. Recuerda que en tus votos te comprometiste a ello. Olvida pues esas veleidades conspirativas y céntrate en los esfuerzos por desmontar las acusaciones que se han vertido sobre nosotros.
»Nada tenemos que ocultar; somos inocentes de todo delito y nadie podrá demostrar lo contrario.
Jaime de Castelnou se retiró apesadumbrado. En los ojos de Nogaret había visto reflejados la ambición y el odio, y por ello estaba convencido de que aquel hombre estaba tramando algo, y no precisamente beneficioso para los templarios.
El maestre era un ingenuo que no atendía a ninguna de las señales y que no era capaz de poner en marcha los mecanismos de autodefensa que poseía la Orden.
En los días siguientes Castelnou volvió a intentar convencer al maestre para que reaccionara, pero Molay seguía insistiendo en que ningún cristiano haría daño al Temple, y pese a que algunos comendadores le informaron de que sentían que una cierta amenaza se cernía sobre sus encomiendas, nada hizo para garantizar su protección, ni siquiera cuando el día 22 de septiembre dimitió de su cargo de canciller del reino de Francia el titular del puesto hasta entonces, el arzobispo de Narbona. Cuando el rey Felipe nombró a Nogaret como sustituto del arzobispo, ya no le cupo a Castelnou la menor duda de que negros nubarrones se cernían amenazantes sobre los templarios.
* * *
Varios caballeros templarios, alarmados ante la pasividad que mostraba el maestre en el proceso abierto, se dirigieron a Castelnou para mostrarle su inquietud. Le advirtieron de que los oficiales de Nogaret estaban organizando algo realmente importante, pues se había movilizado a un gran número de soldados, y desde luego no parecía que se tratara precisamente de preparativos para una posible guerra contra Inglaterra, pues ni se habían detectado movimientos de tropas inglesas en ese reino y en sus posesiones en el continente ni las tropas francesas se dirigían hacia las fronteras de occidente. Algunos de los caballeros sospechaban que el verdadero objetivo de toda aquella movilización era la Orden del Temple.
—Nuestro maestre asegura que no hay peligro, y que el rey de Francia jamás atentará contra nosotros —le dijo Jaime a la media docena de caballeros que se habían reunido con él para manifestarle sus preocupaciones.
—El maestre no nos hace caso, pero tú, hermano Jaime, tienes gran ascendiente sobre él. Te rogamos que intentes convencerlo para que reaccione. La amenaza que se cierne sobre nuestra Orden es real, y algo tenemos que hacer —propuso el portavoz de los caballeros.
—Ya he hablado de este asunto con el maestre. Nuestros informantes nos han hecho saber que ese peligro existe, y yo mismo he podido comprobarlo, pero el maestre no quiere verlo.
—Siempre sostuve que Molay era hombre poco imaginativo, demasiado inflexible y carente de astucia, y lo que está haciendo corrobora la impresión que me produjo cuando lo conocí, hace ahora más de diez años. No es capaz de darse cuenta de lo que está ocurriendo ante sus propias narices; si le dejamos, nos conducirá a la ruina —sostuvo el portavoz.
—Recuerda, hermano, que es nuestro maestre y le debemos obediencia —dijo Jaime.
—Debemos obediencia al Temple y al espíritu que lo inspiró. Si dejamos que Molay siga al frente de la Orden, estaremos perdidos.
—Y en ese caso, ¿qué proponéis?
—Sustituir a Jacques de Molay como maestre de la Orden del Temple.
—Eso es alta traición.
—No. Nuestra regla deja bien claro que si un hermano no puede o no sabe cómo ejecutar una orden del maestre deberá pedir a alguien que le ruegue al maestre que lo libere de la obligación de cumplir su orden, porque o no puede ejecutarla, o no sabe cómo hacerlo, o la orden no es razonable. En este último caso no ha de cumplirse la orden. Y es evidente que no es razonable permanecer de brazos cruzados mientras se está urdiendo la liquidación del Temple.
—Juramos obedecer a nuestros superiores; la existencia de nuestra Orden se basa en la obediencia, si rompemos ese principio estamos acabados…
—Y si dejamos que Molay siga anclado en esa inanidad absurda, también. Al menos pon a salvo el tesoro.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Castelnou.
—Lo que buscan el rey Felipe y su lacayo Nogaret es nuestro tesoro. Ordena que se lo lleven de aquí, que se oculte en algún lugar seguro. No podemos consentir que caiga en sus manos.
—¿Tesoro?, vamos, aquí apenas hay unos miles de libras. El esfuerzo que hicimos en Tierra Santa acabó con la mayor parte de nuestras rentas.
—No me refiero al dinero.
—¿Entonces? —se extrañó Castelnou.
—Al Grial, al Santo Grial. Los reyes de Francia están obsesionados con las reliquias; el abuelo de Felipe, Luis el Santo, ordenó construir la Santa Capilla para guardar las suyas y se gastó una fortuna en adquirir las más preciadas de la cristiandad, pero el Grial, la más notable de todas ellas, está en nuestras manos, y en ellas debe seguir. Nosotros seis —el portavoz señaló a sus compañeros— hemos decidido crear un grupo para defender y proteger el Santo Grial. Tú fuiste su guardián en Acre, y gracias a ti se salvó con el resto del tesoro de aquella encomienda. Ahora te rogamos que presidas nuestro grupo y salves el sagrado cáliz.
»Aquí está.
A una indicación del portavoz, uno de los caballeros sacó de debajo de su capa blanca un paño que envolvía un pequeño objeto; al destaparlo, Jaime observó que era la misma copa que Jacques de Molay le había enseñado.
—¿Cómo lo habéis conseguido?, el maestre guarda siempre consigo la llave del cofre.
—El herrero del convento está con nosotros; para él ha sido fácil abrir el cofre y volverlo a cerrar.
—No puedo aceptar esto que estáis haciendo; lo pondré de inmediato en conocimiento del maestre, y él decidirá qué hacer con vosotros —asentó Castelnou.
—Aguarda un momento. Sólo te pedimos que lo conserves, a buen recaudo, hasta el día 13 de octubre. Ese es el día señalado para que los soldados del rey estén listos Para actuar. Si su objetivo no es el Temple, en ese caso lo devolveremos a su cofre original, pero si los soldados del rey intervienen en nuestras encomiendas, al menos no podrán apropiarse del Grial.
—No puedo hacer lo que me pedís, va contra nuestra regla.
—Ya te he dicho que nuestra regla permite, en casos de pérdida del buen sentido, desobedecer al maestre, y tú, hermano Jaime, sabes perfectamente que aquí se da esa circunstancia.
El corazón de Castelnou le decía que aquellos hombres tenían razón, y que el maestre Molay carecía de cualidades para ser un buen maestre, pero su cabeza le ordenaba ser fiel al juramento de obediencia que había realizado al entrar en la Orden. Toda su vida había sido un templario ejemplar, y no estaba dispuesto a manchar su expediente en un momento tan difícil. Pero conocía a Nogaret y sabía que la ambición del canciller real no tenía límite. Por una vez, dejó de lado lo que le pedía su cabeza e hizo caso a su corazón.
—De acuerdo, pero sólo el Santo Grial. El resto del tesoro se quedará en el convento —aceptó Castelnou.
El templario que guardaba el cáliz extendió los brazos y le entregó la sagrada copa.
—Gracias, hermano Jaime, por aceptar.
—Pero recordad que si el día 13 no pasa nada, el Santo Grial regresará a su cofre.
—Ojalá que así sea, pero mucho nos tememos que no ocurrirá de ese modo. Entretanto, te confiamos nuestra más preciada reliquia.
Los seis templarios juramentados se despidieron y dejaron a Castelnou con el Grial en las manos. Jaime lo ocultó entre su hábito y se dirigió al dormitorio, donde lo escondió bajo su colchón, en espera de encontrar un lugar seguro donde depositarlo. Sabía que lo que había hecho no estaba bien y que si se descubría sería expulsado del Temple y tal vez encarcelado de por vida, pero estaba convencido de que el rey de Francia y Nogaret estaban dispuestos a actuar contra el Temple y que la pasividad del maestre era perjudicial para la Orden.
S
e acercaba el día 13 de octubre, pero en la encomienda de París todo parecía tranquilo. Castelnou había ordenado a dos hermanos sargentos que de vez en cuando se dieran una vuelta por los alrededores del complejo por si veían algún movimiento sospechoso. Todo estaba en calma, aunque en los últimos días se había notado un considerable descenso en el número de personas que se acercaban al Temple para depositar allí sus bienes, y algunos ricos comerciantes incluso habían retirado los fondos que los templarios les administraban, lo que hizo sospechar a Castelnou que los rumores sobre los delitos del Temple eran ya conocidos por todos y que se estaba provocando una cierta alarma entre los que tenían sus bienes allí custodiados.
En aquellos días de principios de octubre de 1307 murió Catalina de Courtenay, esposa de Carlos de Valoy, hermano del rey de Francia. Fue el propio monarca quien decidió que las exequias funerarias de su cuñada se celebraran como si las de una reina se tratara. El día 8 llegó una carta con el sello real de Felipe de Francia en la cual se dirigía al maestre Molay con grandes elogios y le invitaba a participar en el desfile solemne, ofreciéndole el honor de que portara el paño fúnebre durante el funeral.
Tras la cena, el maestre buscó a Castelnou.
—Tus temores eran infundados. El rey me ha invitado a portar el paño fúnebre en los funerales de su cuñada doña Catalina. Ese solemne honor se reserva sólo a personas muy próximas y afectas al soberano. Ya te dije que no había que temer nada —comentó Molay.
—Me alegro de que sea así, hermano maestre, pero ¿no te parece extraño que las exequias se celebren justo el día anterior a la orden de que los soldados estén preparados para sabe Dios qué?
—No veo ninguna relación en ello.
—Tal vez no la haya, pero con esa invitación el rey se asegura que ese día estés en París. Si, como supongo, la acción del día 13 está dirigida contra los templarios, parece obvio que Nogaret quiera que el maestre de la Orden esté localizado.
—No disponemos de ninguna prueba para suponer, ni siquiera para especular, que el rey de Francia trame algo en nuestra contra. Siempre hemos dispuesto de excelentes informadores y de espías muy eficaces; tú mismo desempeñaste ese papel en Tierra Santa en más de una ocasión, y hace unos meses volviste a ejercer como tal cuando te hiciste pasar por un embajador del rey de Aragón ante el mismísimo Nogaret. Ni uno solo de nuestros informantes ha sido capaz de descubrir nada, ni el menor indicio de lo que tú supones.
—Perdona, hermano maestre, pero yo mismo fui testigo en una taberna de cómo los agentes del rey azuzaban a la gente contra nosotros. ¿Qué sentido tiene que el rey Felipe sea el promotor de esa campaña de rumores si no es para humillarnos, condenarnos y así hacerse con nuestros bienes?
—Ya hemos hablado suficientemente de este asunto. No quiero volver a ello. Asistiré a la ceremonia del día 12, dormiré esa noche en la casa de París y al día siguiente no ocurrirá nada malo.
—Ojalá tengas razón, hermano.
—La tengo, hermano Jaime, la tengo —el maestre llenó dos copas de vino, le ofreció una a Castelnou y añadió—: y además, confío en convencer al rey Felipe para que encabece una nueva cruzada.
«Siento que no puedas acompañarme en el séquito por las exequias, imagino que asistirá el canciller Nogaret y podría reconocerte.
La ingenuidad del maestre, o su enorme torpeza política, nunca dejaba de sorprender a Castelnou.
Finalizadas las exequias por la cuñada del rey, el maestre y su séquito de diez templarios que como guardia personal le había acompañado regresaron al convento de París, mediada la tarde. Molay estaba contento, pues los templarios habían destacado en el cortejo funerario con sus inmaculadas capas blancas con la cruz roja, y además el rey le había agradecido personalmente la asistencia y le había dicho que en los próximos días lo citaría para celebrar una entrevista.
Entretanto, todos los senescales del reino de Francia acudían a los lugares indicados en los que se había ordenado que se concentraran los destacamentos de soldados, listos para intervenir al día siguiente.
A medianoche abrieron la segunda carta, la que sellada con lacre con el escudo real acompañaba a la recibida un mes antes con la orden tajante de no abrirla hasta esa precisa noche del 12 al 13 de octubre.
El senescal de París rompió el lacre, desplegó la carta, y al leer lo que allí se ordenaba no pudo por menos que mostrar una cierta sorpresa. Felipe, rey de Francia por la gracia de Dios, ordenaba a todos los oficiales de su reino que se dirigieran con las tropas armadas convocadas para esa noche y procedieran a asaltar todos los conventos del Temple, requisar sus propiedades y detener a todos los templarios.
La operación se había preparado días atrás con todo sigilo, pues para que nada fallara debía llevarse a cabo con una perfecta sincronización.
* * *
La llamada a la oración de maitines sobresaltó a Jaime de Castelnou. Mientras caminaba junto al resto de los hermanos hacia la capilla del convento de París para rezar las primeras oraciones preceptivas en la regla, pudo contemplar por un momento el oscuro cielo emplomado y tuvo una especie de premonición; una sensación de agobio invadió su alma y le provocó un desasosiego como nunca antes había sentido. No era como ese miedo que oprimía el corazón de los caballeros antes de cada batalla, ni como el sentimiento de angustia por el hermano caído en combate, sino una profunda inquietud, a la vez cortante y fría, que se hubiera introducido en cada una de sus venas como un líquido helado y lacerante.