—Señoría, dejad que me presente; soy Jaime de Ampurias, notario de su majestad don Jaime, rey de Aragón, de Val…
—Sí, sí, ya conozco todos los títulos de vuestro soberano, pero ¿qué os trae por aquí?, y ¿por qué nadie ha avisado de vuestra llegada?
—Si me lo permitís, señor…
—Antoine de Villeneuve, vicecanciller de su majestad el rey Felipe.
—… señor Antoine de Villeneuve, mi misión es secreta, bueno, digamos mejor que es reservada. Aquí tengo mi credencial.
Villeneuve cogió el pergamino y lo leyó. Castelnou rezó para que no se diera cuenta del engaño.
—¡Vaya!, de modo que el rey de Aragón también desea expulsar a los judíos.
—Bueno, es una posibilidad que se está estudiando en la corte de Barcelona. Mi señor el rey don Jaime cree que los judíos causan un grave perjuicio a sus súbditos cristianos y que en estos tiempos de zozobra se aprovechan para extorsionar a los ciudadanos honrados con préstamos abusivos. Creemos que lo que hizo vuestro soberano el verano pasado es una buena medida contra esos abusos, tal vez haga lo mismo en los reinos de su corona, y me ha enviado para…
—Para entrevistaros con don Felipe…
—Bueno, sería suficiente hacerlo con alguno de sus ministros, digamos con… Guillermo de Nogaret.
—Permitid que me ría. Guillermo de Nogaret es el más poderoso señor de Francia, después de su majestad, claro.
—Pues quién mejor que él para recibir a un embajador personal de un rey.
—Desconozco vuestras intenciones, pero veo difícil que os reciba don Guillermo.
—Tal vez lo haga si le decís que don Jaime estaría interesado además en firmar un tratado definitivo y perpetuo sobre los litigios seculares que han enfrentando a Francia con Aragón; ya sabéis, Sicilia, vuestro flanco sur…
Villeneuve se acercó a una ventana y examinó con detenimiento el pergamino que le había mostrado Castelnou. Lo dejó encima de una mesa y se dirigió a un enorme armario de madera que había en una de las paredes de la sala; lo abrió y tras cotejar una lista clavada en el interior de la puerta, abrió uno de los cajones del armario y sacó un pergamino del que colgaba un sello de lacre rojo. Con cuidado, cotejó ambos sellos, el del documento de Castelnou y el que acababa de extraer del cajón, durante unos momentos que a Jaime le parecieron eternos.
—¿Por qué vos?
—¿Perdonad…?
—Sí, a pesar de que ya no sois un niño, nunca antes habíamos recibido una visita o una carta en la que figurarais. ¿Por qué don Jaime confía esta misión…, reservada, como vos habéis dicho, a alguien que jamás antes ha tenido relaciones con la corte de Francia? Parece extraño.
—Si me dais vuestra palabra de guardar el secreto…
—Adelante, la tenéis.
—Mis antepasados fueron judíos de Mallorca. Es una larga historia; se bautizaron en tiempos del rey Jaime el Conquistador, el abuelo de mi señor. Mi padre ya nació en una familia de cristianos… Bueno, ahora entenderéis…
—No, no lo entiendo —dijo Villeneuve.
—Don Jaime quiere demostrar que antiguas familias judías pueden abrazar la luz de Cristo y convertirse en buenos cristianos. Es la mejor manera de demostrar que una conversión sincera es posible.
—Eso no suele ocurrir, al menos en Francia.
—Vamos, don Antoine, Jesús nació judío, nuestra madre la Virgen María nació judía, todos los apóstoles nacieron judíos, todos los primeros cristianos fueron judíos.
—En eso tenéis razón.
»El documento parece auténtico…
—Es auténtico. ¿Puedo entrevistarme con don Guillermo de Nogaret?
—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde os hospedáis?
—Todavía no tengo posada; he dormido en varias por el camino, anoche en una en Saint-Denis; si me recomendáis alguna…
—La Torre de Plata, es la mejor; sábanas limpias, buena comida… y apenas os inquietarán las pulgas. Los precios son caros, pero un embajador de Aragón bien podrá pagarlos.
—Sí, claro.
—Bien, está cerca de la catedral de Nuestra Señora. Preguntad por ella, todo el mundo la conoce. Y aguardad allí hasta que os llamemos.
—¿Tendré que esperar mucho tiempo?
—No lo sé, don Guillermo está muy ocupado en estas últimas semanas.
—Imagino que con el asunto de los judíos.
—No, eso fue rápido y demasiado sencillo. Ahora… —Villeneuve se acercó a Castelnou y bajó la voz—, ¿me prometéis guardar secreto?
—El vuestro por el mío.
—Ahora se trata de los templarios.
—¡Los soldados de Cristo! —exclamó Castelnou.
—Bajad la voz.
—¿Qué pretende?
—Se han hecho demasiado poderosos, demasiado ricos; la gente no los quiere, los considera seres orgullosos y altivos. Una expropiación de los bienes templarios sería bien vista por los parisinos y contribuiría a paliar las deudas de la corona.
—Vuestro rey es muy audaz.
—No, simplemente necesita dinero, mucho dinero, y los templarios son quienes lo tienen.
C
astelnou se dirigió a La Torre de Plata. En efecto, tal como le había informado Villeneuve, era la mejor posada de París. Estaba ubicada en la isla de la Cité, la más grande de las dos que habían dado origen a la ciudad, en la que además se levantaba la catedral de Nuestra Señora, cuyas torres blancas recién terminadas se veían emerger sobre los grisáceos tejados parisinos desde las ventanas del segundo piso. Allí alquiló una habitación, en principio por una semana.
Antes de salir del convento, Jaime había acordado con Hugo de Bon que se verían mediada la mañana cada dos días en la plaza de Nuestra Señora, enfrente de la catedral, para informarse mutuamente de sus pesquisas, y para que Bon mantuviera al maestre al tanto de lo que averiguara.
Los dos templarios se saludaron con discreción y se sentaron sobre unas piedras que los operarios del taller de cantería de la catedral habían amontonado a un lado de la plaza en espera de darles forma en el cobertizo de madera que usaban para tallar las rocas de caliza. La catedral de Nuestra Señora, el orgullo de París, estaba prácticamente acabada, pero en algunas zonas todavía quedaba por rematar pequeños detalles que estaban siendo ultimados por media docena de canteros.
—¿Qué tal ha ido todo, hermano Jaime? —le preguntó Hugo de Bon.
—Mejor de lo esperado. El documento ha sido cotejado y considerado auténtico. Felicita al hermano que lo escribió, ha hecho un excelente trabajo. Me he entrevistado con un vicecanciller llamado Antoine de Villeneuve, ¿lo conoces?
—No, jamás he oído ese nombre.
—Está al frente de una oficina en el castillo-palacio real.
—En ese caso debe de ser alguien importante.
—Le he pedido una entrevista con Nogaret.
—¡Ese sí que es importante!
—Pero entre tanto, debo aguardar su llamada en La Torre de Plata.
—¡Vaya!, tienes buen gusto, hermano, es la posada más lujosa y cara de París. Un templario jamás debería hospedarse en un lugar como ése.
—No me ha quedado más remedio. Por cierto, necesitaré algo de dinero, con lo que me entregó el maestre ayer no puedo pagar ni siquiera dos días de hospedaje en la Torre.
»Dile al maestre que las sospechas que teníamos estaban bien fundadas. Villeneuve me confesó que el rey Felipe está pensando en expropiar los bienes de la Orden.
—¡No puede ser!
—Sí, así es. Los agentes del rey, seguramente aleccionados por Nogaret, llevan meses divulgando rumores calumniosos contra nosotros, creo que la expulsión de los judíos y la confiscación de sus bienes fue una especie de ensayo general; si no me equivoco, los siguientes seremos los templarios.
—¿Cómo os confió tantas cosas ese tal Villeneuve en la primera entrevista?
—Bueno, secreto por secreto, yo le acababa de decir que mis abuelos fueron judíos. Imagino que esa confesión le despertó cierta confianza en mí.
»Por ahora, eso es todo. Nos veremos aquí mismo dentro de dos días, y procura que no te sigan, hermano Hugo.
—¿Sigo pareciendo un templario pese a este disfraz?
Hugo de Bon iba vestido como un criado.
—Tienes el porte de un caballero, porque eres un caballero, pero en la vorágine de gente que deambula por esta ciudad pasas desapercibido. Ten cuidado, hermano.
—Tú también.
Castelnou regresó a la posada; era la hora del almuerzo y tenía apetito. La Torre de Plata era famosa por sus exquisitos guisos de venado al vino y la pimienta y su sopa de cebolla con queso, pero Castelnou se limitó a pedir unas costillas de cerdo braseadas, una crema de puerros y zanahorias y una jarra de vino.
Estaba acabando su comida cuando un individuo de aspecto servil se le acercó sigiloso.
—¿Sois vos don Jaime de Ampurias?
—¿Quién lo pregunta?
—Don Guillermo de Nogaret.
—¡Vos sois Nogaret!
—No, por supuesto que no, tan sólo soy uno de sus criados. Me envía el vicecanciller Villeneuve. Es urgente. Desea veros enseguida.
* * *
Castelnou salió de La Torre de Plata siguiendo al criado, que lo condujo hasta una casona de piedra cerca de la Santa Capilla; la luz de los primeros días del verano parisino la iluminaba filtrando los rayos del sol a través de sus enormes vidrieras multicolores.
Entraron en la casa a través de un amplio portón y se dirigieron por una escalera al salón de la planta superior. El criado llamó con los nudillos y entró seguido de Jaime; el criado hizo una reverencia y salió cerrando la puerta tras él. En la estancia había dos hombres. Uno de ellos era Antoine de Villeneuve, el vicecanciller, que se acercó unos pasos para saludar al templario. El otro estaba de espaldas a la puerta, y miraba a través de una ventana de vidrio emplomado hacia el exterior.
—Sed bienvenido, don Jaime; os presento a don Guillermo de Nogaret, jurista y consejero real.
Nogaret se dio la vuelta y miró fijamente a Castelnou. Sus ojos eran fríos y acuosos, como los de un buey, pero rezumaban un brillo acerado en el que el templario atisbo un aire de maldad.
—De modo que vos sois el embajador del rey de Aragón.
—Jaime de Ampurias, para serviros.
—Me ha dicho Villeneuve que estáis muy interesado en entrevistaros conmigo para hablar de un posible tratado entre nuestros reinos, pero yo no soy el canciller, ese tema debe quedar en manos del señor arzobispo de Narbona, que es quien ocupa ese alto cargo —dijo Nogaret.
—En la corte de mi señor el rey don Jaime se sabe que sois vos quien ejerce mayor influencia en su majestad el rey Felipe de Francia, por eso deseamos cerrar un acuerdo con vos.
—Si no me han informado mal —Nogaret miró de soslayo a Villeneuve—, en la cabeza de vuestro rey anida la idea de expulsar a los judíos, como hicimos en Francia el año pasado; bien, pues echadlos y ya está, os aseguro que nadie moverá un dedo por ellos.
—Sí, ése es un tema importante, pero hay algo más. Don Jaime desea sellar un acuerdo perpetuo sobre Sicilia y Nápoles. Mi señor está dispuesto a ceder los futuros derechos de Francia al reino de Nápoles si se le garantiza a Aragón la posesión de Sicilia.
—No es tan fácil, amigo embajador; no creo que en esa transacción estuvieran de acuerdo el emperador y el papa.
—Vamos, don Guillermo, sabéis bien que Francia puede, digamos…, convencer al papa, mientras Aragón podría hacer lo mismo con el emperador. Y además…, está ese asunto del Temple.
Nogaret enarcó las cejas al oír esa palabra.
—¿Qué queréis decir?
—Hasta la corte de Barcelona han llegado rumores de que estáis impulsando una campaña para desacreditar esos caballeros del demonio. En eso mismo también comedimos. Mi señor el rey don Jaime anda buscando pruebas contra los templarios, pero no ha encontrado nada para acusarlos de haber cometido delito de herejía. Y por lo que nos han confiado, sabemos que vos estáis haciendo lo mismo.
Nogaret se puso tenso.
—¿Qué sabéis de este asunto?
—Sólo rumores; los que se oyen todos los días en las tabernas y posadas de París.
—¿Y creéis que son ciertos?
—¿Y por qué no? ¿Quién no ambicionaría quedarse con los bienes del Temple?
—Cuidado con lo que decís, embajador, son una orden religiosa de la Santa Madre Iglesia.
—Son un peligro para la Iglesia —afirmó Castelnou.
—Han defendido Tierra Santa.
—Han pactado con los infieles y han cometido muchos pecados, y vos lo sabéis.
Castelnou estaba tensionando la conversación al máximo; quería dar la imagen de un hombre enemigo del Temple, pero sabía que si se excedía en su sobreactuación, Nogaret, un individuo muy astuto y hábil, sospecharía.
—¿Por qué me decís todo esto?
—Porque creo que sentís hacia ellos el mismo odio que yo.
—Aclaraos, embajador.
—¿Puedo hablaros con plena confianza? —preguntó Jaime.
—Hacedlo; Villeneuve es uno de mis más fieles confidentes.
—Mi abuelo era uno de los «perfectos». Era un gran hombre, y amaba a Dios, pero fue perseguido por ser un cátaro, un hereje para la Iglesia. Los templarios fueron sus ejecutores; ellos lo delataron y ellos ayudaron a acabar con casi toda mi familia. Mi padre les juró odio eterno, y ahora soy yo quien se lo profesa.
Al oír el relato de Jaime, Nogaret palideció. Sin decir palabra, se dirigió hacia una silla y se sentó apesadumbrado.
—Esos malditos… —bisbisó.
—Por lo que me han informado, también vos tenéis alguna cuenta pendiente con ellos.
—¿Qué sabéis vos de eso? —preguntó Nogaret un tanto alterado.
—Que vuestros padres murieron en la hoguera condenados por herejes cátaros, como mi abuelo, y que los templarios también fueron el brazo ejecutor de la sentencia eclesiástica. Como podéis comprobar, nuestros corazones desean la misma venganza y nuestras almas guardan el mismo odio hacia los caballeros blancos.
Castelnou había llevado las cosas demasiado lejos, pero ya no había marcha atrás; sólo existían dos posibilidades, o Nogaret se tragaba el engaño y la trampa de Jaime y le confiaba sus planes sobre los templarios, o recelaba de él, averiguaba la verdad y lo ejecutaba.
El consejero real permaneció en silencio un buen rato. Antoine de Villeneuve, que había asistido a aquella conversación sin decir una sola palabra, miró a Castelnou y le hizo una mueca de complicidad. Por fin, Nogaret se levantó, se acercó hasta un paso de distancia del templario y le confesó: