Con la derrota de San Juan de Acre (1291), moría el sueño de consolidar un reino cristiano en Tierra Santa. Hacía ya casi dos siglos desde que en la explanada del Templo de Salomón se fundara la Orden del Temple, una de las más controvertidas de cuantas instituciones han sido creadas a lo largo de la historia.
El protagonista de esta novela, el caballero templario Jaime de Castelnou, es testigo del final de un época en la que los ideales caballerescos y cruzados fueron borrados por la ciega ambición de papas y reyes. En los años más convulsos de la Edad Media, Castelnou recibe el encargo del Temple de evitar que la más preciada reliquia de la cristiandad, el Santo Grial, caiga en manos de sus enemigos. Una obra imprescindible para entender uno de los mayores enigmas del Medievo.
José Luis Corral
El caballero del templo
ePUB v1.1
libra_86101020.06.12
Título original:
El caballero del templo
José Luis Corral, 2006.
Editor original: libra_861010 (v1.0)
U
na fina lluvia empapaba las montañas azules del norte y el aire cálido y húmedo estaba impregnado de un aroma a heno fresco y a tierra mojada. El jinete ascendió la ladera del cerro espoleando a su caballo, recabando del animal un último esfuerzo. Al llegar ante el portón del castillo, gritó con fuerza; poco después las dos gruesas hojas de madera chapada de hierro se abrieron y el caballero entró en el patio de armas. El alcaide aguardaba ansioso la noticia.
—Una terrible tempestad ha desbaratado la flota. El rey está a salvo en Perpiñán; su galera consiguió eludir el ojo de la tormenta y bogó rumbo norte en busca de refugio. Otros navíos han recalado en las costas de Provenza e incluso en Mallorca, pero varios se han perdido. De vuestro señor no se sabe nada; la galera en la que viajaba ha desaparecido. Por el momento, el conde de Ampurias se hará cargo de la esposa de don Raimundo; vendrá hoy mismo conmigo a Peralada —informó el jinete nada más descender de su montura, a la vez que le entregaba un pequeño sobre de papel sellado a lacre con el escudo del conde.
El alcaide se atusó la barba, cogió el documento y sin mediar palabra se dirigió al interior del torreón. Junto a la chimenea una joven de apenas quince años comía un plato de sopa. Su prominente barriga anunciaba que estaba embarazada.
—Doña María —le dijo el alcaide—, preparaos enseguida para partir, el conde os reclama.
La joven señora miró al alcaide y al contemplar su rostro severo supo que algo grave había ocurrido.
* * *
Unas semanas antes, su esposo, Raimundo de Castelnou, señor del castillo y vasallo del conde de Ampurias, le había dicho que iba a estar ausente una larga temporada. Toda una tarde estuvo explicándole que el rey de Aragón había convocado a los barones y caballeros de todos sus Estados a una gran aventura, y que como vasallo estaba obligado a acudir en su ayuda. Le habló de una extraña tierra muy lejana en la que se encontraba el sepulcro de Jesucristo, un lugar sagrado para los cristianos pero que ahora poseían los sarracenos. Su deber como creyente, como señor del castillo de Castelnou y como vasallo del conde era acudir allá y recuperar para la cristiandad el lugar donde había sido enterrado Cristo.
Una luminosa mañana María había contemplado su partida acompañado por cuatro caballeros. La noche anterior había cenado con él y pese al embarazo habían hecho el amor, y él le había repetido cuál era su misión y su destino. Lo observó alejarse entre las curvas del camino y perderse tras la espesura del bosque, varios centenares de pasos más allá de la puerta de la fortaleza. Fue la última vez que vio a su esposo.
Jaime el Conquistador, el más grande de los reyes de Aragón, había pasado toda su existencia guerreando contra los musulmanes de Valencia y de Baleares; casi al final de su vida había decidido que era llegado el momento de ir más allá. Anciano pero todavía vigoroso a sus sesenta años, convocó a los nobles de sus reinos y Estados a una nueva cruzada que tendría como objetivo la reconquista de Jerusalén y la aniquilación del Islam. Hacía dos años que algunos de sus agentes secretos, mercaderes catalanes que comerciaban con Oriente, estaban intentando alcanzar pactos con los mongoles para entre ambos destruir a los musulmanes; no llegaron a ningún acuerdo pero de esos contactos surgió la idea de acudir a una nueva cruzada. El rey don Jaime no dudó en convocarla y del puerto de Barcelona zarpó una armada compuesta por más de treinta navíos el 4 de septiembre del año del Señor de 1269. En los primeros días todo parecía ir bien; los tajamares de las galeras de guerra rompían las olas rumbo a Oriente, pero una tormenta desbarató la flota y, aunque unas pocas naves lograron alcanzar el puerto de San Juan de Acre, en la costa de Palestina, otras recalaron en puertos occidentales en busca de refugio y algunas zozobraron y fueron a parar al fondo del Mediterráneo. La gran cruzada del viejo rey don Jaime el Conquistador había sido desbaratada por una tempestad; el soberano vencedor en cien batallas había sucumbido ante el mar y el cielo embravecidos. La voluntad de Dios no había permitido que don Jaime cumpliera su último gran sueño.
* * *
La joven doña María llegó al castillo de Peralada cuando el otoño comenzaba a teñir de rojo y amarillo las hojas de las hayas y los castaños. El conde la recibió con cortesía y le explicó cómo había ocurrido el naufragio de la galera donde embarcara su esposo don Raimundo. Le dijo que había sido un buen vasallo y un fiel cumplidor de sus obligaciones como castellano de Castelnou y le prometió que ni a ella, ni a su hijo, «futuro hijo», recalcó señalando su vientre, le faltarían su ayuda y su auxilio.
—Cuidaré de vuestro hijo como si fuera mío, y cuando esté preparado le otorgaré uno de mis castillos en feudo, como hice con vuestro esposo —asentó el conde.
—Tal vez sea una niña —alegó doña María.
—En ese caso dispondrá de una buena dote y no carecerá de un marido adecuado a su linaje.
Jaime de Castelnou nació el primer día de 1270. Hacía frío y el viento del norte arrastraba heladas gotas de agua y nieve. Doña María no pudo resistir el parto. A pesar de que el médico judío del conde hizo cuanto pudo para salvar la vida de la joven, su frágil cuerpo no resistió y murió pocos minutos después de dar a luz a un hermoso niño; su cuerpecito arrugado y tembloroso fue lo último que vieron sus ojos.
L
os dos sudorosos jóvenes se aplicaban con vigor a la pelea bajo la atenta mirada del maestro de armas. Jaime de Castelnou se movía con la agilidad y la rapidez de un felino, esquivando una y otra vez y sin aparente esfuerzo las acometidas vigorosas pero imprudentes del hijo del conde. Las espadas de madera chocaban en el aire haciendo resonar su característico crujido entre las paredes del patio del castillo.
—¡Sube la guardia, sube la guardia! —le indicaba el maestro de esgrima al hijo del conde, que no podía desbaratar, pese a tanto esfuerzo, la bien cerrada defensa de Jaime.
Tras varios intercambios de golpes, el de Castelnou tomó la iniciativa; hasta entonces se había limitado a mantener a distancia a su oponente y amigo, esquivando sus ataques y guardando fuerzas para el momento decisivo. Cuando lo estimó oportuno, armó su brazo izquierdo hacia atrás y lo lanzó con enorme fuerza y velocidad de abajo hacia arriba, dibujando una amplia y compleja finta que desconcertó a su adversario, y de inmediato ejecutó dos mandobles que lo desarmaron.
—Me has vencido de nuevo; no hay manera de derrotarte —se lamentó con la cabeza baja el hijo del conde.
—Tienes que practicar más, si lo haces llegará un momento en que lograrás vencerme —asentó Jaime.
—Eres demasiado fuerte para mí.
—No ha estado mal, muchachos, pero no creáis que aquí hemos acabado por hoy, ahora toca una buena cabalgada —dijo el maestro de armas, guiñando a la vez un ojo a los dos jóvenes.
Los tres jinetes cabalgaron por los campos de los alrededores del castillo de Peralada obedeciendo las órdenes y las instrucciones que les iba dando el maestro. Cabalgar era lo que más le gustaba a Jaime. Sentir el viento en su rostro mientras espoleaba a su caballo lanzado al galope colina abajo le hacía sentir un enorme placer.
De vez en cuando, y si se lo permitían, montaba a caballo y se perdía en el bosque; entre los árboles soñaba con emular las legendarias hazañas de aquellos maravillosos caballeros que los juglares cantaban en las largas veladas invernales en la gran sala del castillo. Se imaginaba que algún día llegaría a ser como Lanzarote del Lago, fuerte e invencible, o como Galahad, piadoso y compasivo, y soñaba con combatir al lado de soldados como aquellos de los poemas y los relatos, y salir a buscar por el mundo el Santo Grial, el cáliz sagrado que ninguno de ellos había logrado encontrar.
A sus dieciocho años, Jaime era un joven esbelto, pleno de vida y vigoroso. Vivía en la corte del conde y había sido educado como uno de sus hijos, pero sus gustos y sus aficiones distaban mucho de los de los jóvenes de su edad. Era callado, casi taciturno, y jamás se reía, aunque no parecía estar triste. Pasaba muchas horas en la soledad y penumbra de la capilla, meditando, y no perseguía a las sirvientas acosándolas por los rincones como hacían los muchachos de su edad. En las clases de equitación y de esgrima siempre era el primero en acudir y el último en marcharse; cumplía sin rechistar todo cuanto se le ordenaba y nunca se mostraba displicente o cansado.
Algunas noches, cuando el castillo quedaba en silencio y sólo se oían el grave ulular de las lechuzas y los ronquidos estridentes de los que dormían a su lado, intentaba imaginar cómo hubiera sido su vida si no hubieran muerto sus padres. De don Raimundo, su padre, sólo sabía lo que le había contado el conde, y con cuánta ilusión zarpó de Barcelona para conquistar Tierra Santa; de su madre le habían dicho que era una mujer bella y recatada, y que aceptó la marcha de su esposo porque ésa había sido la voluntad de don Raimundo, pese a que la había dejado apenas un año después de casados y embarazada de cinco meses. Intentaba entender por qué lo había hecho, por qué se había alejado de su joven esposa y la había abandonado en esas circunstancias. En una ocasión se atrevió a preguntárselo al conde, pero éste le contestó con una evasiva. Jaime intuyó que en aquella decisión de su padre había algo que no le habían explicado y que necesitaba saber, pero se resignó de momento porque nadie parecía dispuesto a confesarle la verdad.
Algo en su interior le decía que su padre había dejado una obra inacabada y que su obligación era terminarla; le obsesionaba no saber qué había ocurrido, no conocer casi nada de su pasado ni del de su familia. Cada vez que intentaba que le hablaran de sus antepasados, todo el mundo le respondía con vaguedades. El se sabía hijo de un caballero, un joven de linaje noble, pero ignoraba sus orígenes, dónde estaban sus verdaderas raíces, ni siquiera conocía si tenía otros parientes. Indagó sobre su apellido, Castelnou, y buscó información sobre sus antepasados, pero sólo encontró silencio. La respuesta a sus preguntas era siempre la misma: su padre, don Raimundo de Castelnou, era un caballero vasallo del conde de Ampurias, último heredero de una familia de la pequeña nobleza de las montañas del Pirineo, mientras que su madre procedía de un linaje señorial que había desaparecido con ella, la última heredera de una casa nobiliaria de una rama secundaria del tronco principal de los condes.