No conocía nada más.
Jaime se sentía solo. Era verdad, y así lo entendía, que el conde, la condesa y sus hijos se habían comportado como su auténtica familia; desde que tenía uso de razón recordaba el buen trato recibido y cómo se sentaba a la mesa condal como uno más de los parientes cercanos del gran señor, y había recibido de la condesa un cariño similar al que dedicaba a sus hijos legítimos, pero la oscuridad de sus orígenes le atormentaba. Por eso se recluía tanto tiempo en la capilla, por eso le gustaba cabalgar en soledad apurando las fuerzas del caballo hasta el extremo, por eso se mostraba siempre callado y taciturno.
Toda su energía se concentraba en una sola idea, la que rondaba su cabeza desde que supo que su padre murió persiguiéndola: la reconquista de Jerusalén.
El castillo del conde no disponía de biblioteca, y además Jaime apenas sabía leer; lo estaban formando para ser un caballero, un futuro soldado, y para ese oficio no hacía falta entender de letras. El patio del gran castillo solía estar lleno de gente que procedía de lugares lejanos. Era frecuente encontrarse con mercaderes que habían viajado por Oriente, con trovadores de Borgoña y de Aquitania, con caballeros del rey de Aragón y con saltimbanquis que recorrían Europa ganándose la vida con juegos de magia y chanzas cómicas. Aquellos trovadores y cómicos suplían con sus versos su carencia de lecturas, y gracias a sus poemas y canciones supo de la existencia de un grupo de caballeros que, bajo las órdenes de un rey llamado Arturo, se congregaron para encontrar el Santo Grial.
Aquellos juglares le hicieron comprender que el mundo era muy grande, y parecía lleno de posibilidades maravillosas; fuera del condado, lejos de aquellos horizontes limitados por las montañas nevadas del norte y la llanura y las colinas que se extendían por el este hacia el mar, había un inmenso universo de sueños, tal vez los mismos que su padre pretendió alcanzar y que perdió para siempre cuando su galera se hundió en las aguas azules del Mediterráneo.
Encerrado en aquellas paredes de piedra, en aquel horizonte que si bien antaño había percibido como su paisaje vital, con el que se identificaba y en el que se reconocía, ahora se le quedaba pequeño, comenzó a sentirse incómodo. Comprendió que necesitaba salir de allí, romper con ese pasado oscuro que no lograba esclarecer y que lo atormentaba, otear otros horizontes más amplios, intentar alcanzar las utopías que lo perseguían, buscar un sentido a su presente y a su pasado. Pero era un hombre del conde, un vasallo de su señor, y nada podía hacer sin contar con su autorización. ¿Qué podía esperar? Estaba seguro de que el conde le permitiría marcharse si se lo pedía, pero ¿adonde ir? Algo le decía que su futuro estaba en Tierra Santa, que sólo en ese lejano lugar de Oriente iba a encontrar respuestas a las preguntas que lo perseguían desde niño, y que sólo allí alcanzaría el conocimiento que aquí todos le negaban y el sosiego que su alma le demandaba.
U
na mañana, mientras estaba en los establos con varios jóvenes de la corte condal cepillando los caballos, un paje entró corriendo y gritando.
—¡Están aquí, están aquí! El señor conde ordena que vengáis a verlos, venid, venid —y dicho esto salió tan rápido como había llegado.
—¿Qué ocurre? —demandó Jaime extrañado.
—Los templarios. Hace dos días llegó un emisario del comendador de Mas Deu anunciando que hoy estarían aquí. Vamos, el señor conde me ha dicho que acudamos a su presencia —dijo el maestro de armas.
Los jóvenes salieron del establo siguiendo a su educador.
En ese momento atravesaban el umbral de la puerta del castillo seis jinetes en columna de a dos. Los dos primeros vestían sendas capas blancas, impolutas como la nieve recién caída, y sobre el hombro izquierdo lucían una esplendorosa cruz roja que parecía dibujada con sangre. Se cubrían la cabeza con un bonete blanco orlado con una cinta llena de pequeñas cruces rojas. Cabalgaban erguidos sobre sus caballos, como si fueran estatuas; sus rostros barbados y sus ojos serenos y fríos denotaban un inmenso orgullo. Tras ellos cabalgaban dos jinetes vestidos con mantos pardos, muy oscuros, con la misma cruz en rojo sobre el hombro izquierdo, y detrás, cerrando el severo cortejo, dos criados montados en mulas.
Jaime de Castelnou tuvo la impresión de que la visita de aquellos hombres algo tenía que ver con él.
El conde de Ampurias saludó a los dos caballeros de blanco, que descendieron de sus monturas con agilidad. No eran jóvenes, pero tampoco tan mayores como le habían parecido en la primera impresión, al verlos tan altivos, con sus largas barbas y su porte solemne.
—¡Jaime! —el conde llamó a su ahijado y con un gesto de la mano le indicó que se aproximara.
—Mi señor… —el joven se acercó confuso.
—Te presento a Raimundo Sa Guardia, caballero del Temple, de la encomienda de Mas Deu, y a su compañero Guillem de Perelló.
Los dos templarios saludaron a Jaime con una ligera inclinación de cabeza, pero observándolo a la vez como quien mira a un insecto sin otro interés que el que despierta su zumbido.
—Señores… —balbució el joven Castelnou.
—Este apuesto joven es Jaime de Castelnou, de quien os hablé hace unas semanas. Como podéis comprobar, no exageré: su porte es digno de un príncipe. Será un perfecto caballero templario.
Al oír aquella frase, Jaime se quedó perplejo, mirando a su señor como si le acabara de anunciar que había sido designado rey de Inglaterra o papa de Roma.
—No, no exagerabais, conde —dijo el primero de los caballeros—. ¿Le habíais comentado algo?
—No. Quería que fuera una sorpresa, y como podéis comprobar por el arrobamiento de su rostro, ésta ha sido mayúscula. Bien, Jaime, vas a ser un caballero templario.
—¿Yo, señor? —El joven estaba tan aturdido como si le acabaran de propinar una buena tunda.
—Sí, tú, claro; ¿quién mejor que el hijo del gran Raimundo de Castelnou para vestir el hábito más prestigioso de la cristiandad? Vas a tener el privilegio de ser un soldado de Cristo. Tu padre así lo hubiera deseado; seguro que desde el cielo, en donde ahora está gozando de la paz celestial a la derecha de Nuestro Señor, está muy orgulloso de ti.
—Pero yo, no sé si soy digno…
—Claro que lo eres. No conozco a nadie más piadoso, más discreto ni más honrado que tú. Eres el más indicado para ingresar en la Orden del Temple. Los caballeros de Cristo necesitan jóvenes arrojados y valientes que refuercen sus filas en Tierra Santa. El maestre ha dado instrucciones para que se reclute a nuevos caballeros que acudan en defensa de la cristiandad de Ultramar, que corre serios riesgos de desaparecer ante la ofensiva que han desplegado esos perros infieles seguidores de Mahoma. —El conde escupió al suelo tras pronunciar el nombre del Profeta.
—Yo no tengo… —volvió a balbucir Jaime.
—Claro que tienes —le interrumpió el conde—. Tienes cuanto hay que tener para ser un perfecto caballero de Cristo: linaje, agallas, valor, fuerza interior y fortaleza de cuerpo y de alma. Te he visto pelear y no creo que haya muchos que puedan igualar tu destreza en el combate, pese a tu juventud. El maestro de armas me ha dicho que no ha conocido a nadie que manejara la espada y la lanza con semejante habilidad y potencia a tus años. Está asombrado. La cristiandad necesita jóvenes como tú. Le he dicho al comendador del Temple en Mas Deu que podrías ser uno de ellos, uno de los caballeros que Cristo elige para que le sirvan como los primeros y más puros defensores de su mensaje.
Jaime de Castelnou observó a los dos templarios. Sus figuras parecían realmente imponentes. Intentó imaginarse cómo estaría él vestido con aquel manto blanco, y si sería capaz de portarlo con la majestuosidad con que lo hacían aquellos dos hombres.
—Ser templario es el mayor honor con el que puede investirse a un caballero cristiano, pero nuestra vida es dura y abnegada. Si deseas vestir este noble hábito, deberás renunciar a muchas cosas de este mundo y dedicar tu vida por completo al servicio y a la defensa de la cristiandad —le dijo el que el conde había presentado como Raimundo Sa Guardia.
—Mi decisión está tomada. Quiero que profeses como soldado de Cristo, pero antes hay que investirte como caballero. Creo que ya estás preparado para ello, pues tu formación es más que suficiente y la nobleza de tu sangre está más que contrastada. Ahora, la decisión última depende de ti. Nadie puede ser templario en contra de su propia voluntad.
—Yo me encuentro bien a vuestro servicio, señor —dijo Jaime.
—Pero el servicio a Dios es más importante que cualquier otro. Por mi parte, estaría muy orgulloso si uno de mis ahijados formara parte del Temple.
—No sé, no lo he pensado…, estoy un poco confuso.
—Tienes tiempo; don Raimundo, don Guillem y sus acompañantes se quedarán con nosotros hasta mañana. Tienes todo el día para meditarlo. Piénsalo bien, porque si ingresas en la Orden renunciarás a los fútiles placeres del mundo, pero ganarás la eternidad en el paraíso.
—¿Puedo retirarme a la capilla?, necesito reflexionar…
—Claro, claro, hazlo. Entretanto, permitidme, señores, que os ofrezca mi hospitalidad, mi cocinero ha preparado un buey asado para celebrar vuestra visita.
Jaime de Castelnou se dirigió presto a la capilla; atravesó el umbral y avanzó directamente hacia el altar, ante el cual cayó de rodillas. El corazón le palpitaba alborozado dentro de su pecho con tal fuerza que lo sentía golpear entre las costillas. ¿El, un templario? Jamás lo había siquiera imaginado. Su vida había discurrido hasta entonces en el castillo del conde, recibiendo formación militar para ser un día no muy lejano un vasallo a quien su señor le entregaría un pequeño feudo, tal vez un castillo con dos o tres aldeas, para gobernarlas en su nombre, como hiciera su padre años atrás. Pero en unos momentos todos sus planes habían cambiado. ¿El, un templario? Tendría que acatar una dura disciplina, renunciar a deleitosos placeres que a su edad todos los jóvenes anhelaban, servir a la cristiandad defendiendo las peligrosas rutas de los peregrinos a Tierra Santa, combatir a los musulmanes, pugnar por recuperar Jerusalén… ¿El, un templario? Nunca antes se había imaginado vestido con la capa blanca, cabalgando orgulloso tras el estandarte blanco y negro de la Orden, obedeciendo sin rechistar las instrucciones de sus superiores… Pensó entonces en su padre muerto por acudir a la cruzada, y en su madre, fallecida para que él pudiera vivir. Y de repente, como si hubiera recibido un fogonazo de luz clarificadora, se disiparon todas sus dudas: los horizontes que buscaba en sus sueños acababan de presentarse ante sus ojos.
* * *
—Me alegro mucho, hijo, de que hayas tomado esta decisión. Yo la apruebo y sé que tu padre también lo hará allá arriba en el cielo.
El conde, que era la primera vez que llamaba «hijo» a Jaime, lo abrazó con fuerza cuando el joven Castelnou le comunicó que aceptaba ingresar en la Orden del Temple.
—Intentaré no defraudaros, señor.
—Sé que te esforzarás por dejar en el alto lugar que corresponde a tu linaje, y que te comportarás como un buen soldado de Cristo. Mañana serás investido caballero. Esta noche velarás las armas, mis hijos te acompañarán y yo mismo te impondré las insignias que ratificarán tu rango.
Jaime pasó la noche en vela en la capilla del castillo, ante el altar, delante de la espada, las espuelas, el cinturón de recio cuero y los guantes de piel claveteados que el conde ordenó que se le entregaran. La noche transcurrió lenta y pesada. Al amanecer, los templarios se presentaron en la capilla para rezar sus oraciones diarias. No hicieron el menor caso ni a Jaime, que había logrado resistir el sueño durante toda la noche, ni a los dos hijos del conde, que habían permanecido a su lado y que por momentos habían dado algunas cabezadas.
Uno de los criados del conde le indicó que debía prepararse para la ceremonia de investidura de la Orden de la Caballería, que tendría lugar en la misma capilla justo a mediodía. Jaime se retiró para vestirse con su segunda túnica, una de algodón teñido de color verde y ribeteada con una cinta dorada, y para lavarse la cara con agua fresca a fin de despejarse al menos momentáneamente del sopor que le invadía tras toda una noche en vela.
Aquello estaba sucediendo tan deprisa que el joven apenas había logrado asimilar cuanto le había ocurrido desde que un día antes hubieran aparecido los templarios en el castillo.
Mientras estaba acabando de vestirse, el conde se presentó ante Jaime.
—Me ha agradado mucho que hayas aceptado ingresar en la Orden. Ahora sí, la deuda de tu familia está definitivamente saldada.
—¿Deuda?, ¿qué deuda, señor?, no entiendo… —se sorprendió Jaime.
—Bien, es momento de que te explique lo que hasta ahora me estaba vedado hacer. Escucha.
El conde se sentó frente a Jaime y le indicó que se sentara también. El de Castelnou se ajustó la túnica verde, tomó asiento y con total serenidad dijo:
—Os escucho, señor.
—Hace mucho tiempo, el papa ordenó aniquilar a unos herejes que habían logrado difundir su ponzoña por las ciudades de Béziers, Perpiñán, Carcasona, Toulouse y sus comarcas, al otro lado de los Pirineos. La Iglesia los llamó cátaros, pero a ellos les gustaba denominarse los «perfectos», y se extendieron como el agua torrencial tras la tormenta, empapando con su maldad a las gentes sencillas de esas tierras. Muchos campesinos aceptaron engañados las palabras de aquellos embaucadores y adoptaron la herejía, renunciando así a la Iglesia y a la salvación de sus almas. El papa envió contra ellos a su mejor general, un soldado temeroso de Dios llamado Simón de Monfort, que atacó el mal en su mismo corazón. Pero ocurrió que muchos de esos malhadados herejes eran vasallos del rey don Pedro de Aragón, el padre de nuestro gran rey Jaime el Conquistador, que el Señor tenga en su gloria, y bisabuelo de nuestro amado rey Alfonso, que con tanta prudencia nos gobierna hoy. Don Pedro era conocido como «el Católico», por el amor que demostraba hacia la Iglesia y el servicio que hacía a Cristo Nuestro Señor, pero el rey tuvo que acudir en defensa de sus vasallos heréticos, porque, como su señor natural que era, se había comprometido a defenderlos y auxiliarlos.
»Fue en Muret en el año del Señor de 1213; el rey don Pedro combatía con su fiereza y su fuerza proverbiales contra enemigos muy superiores en número, pero la fortaleza de su brazo era tal que nadie podía vencerlo en combate singular. Sus enemigos, desalentados por el poder de nuestros caballeros, idearon una estratagema: uno de ellos gritó en medio de la batalla que el rey de Aragón era un cobarde porque no se mostraba y seguía combatiendo escondido entre sus caballeros. Entonces, el orgullo del rey don Pedro fue mayor que su prudencia. Alzó su espada, se quitó la cimera y mostró el rostro a sus enemigos gritando que allí estaba el rey de Aragón y que aguardaba a cuantos quisieran medir su espada con él. Ese fue un grave error. Varios caballeros de Simón de Monfort se lanzaron a la vez contra don Pedro y, a pesar de que luchó como un león abatiendo a cuatro de ellos, acabó sucumbiendo ante la superioridad de sus contrincantes. —El conde hizo un alto en su relato y tomó un sorbo de vino de una copa que acababa de servirle un criado.