El caballero del templo (6 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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Guillem calló y continuó la carga mientras Roger de Flor seguía dando órdenes a voz en grito para acelerar el ritmo de trabajo.

A media tarde ya estaban todos los bultos colocados en la bodega de
El halcó
.; las naves del rey de Aragón también estaban listas. Los capitanes intercambiaron señales y dieron la voz de zarpar. Empujadas hacia el agua aprovechando la marea, las seis galeras comenzaron a desvararse de la arena hasta que la profundidad del agua les permitió flotar.

—¡Bogad, bogad! —gritó Roger de Flor a sus remeros.

Más de trescientos brazos se movieron a la vez y remaron al mismo ritmo; la enorme galera templaria comenzó a alejarse de la costa cuando el sol se ocultaba tras los montes de Barcelona.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en arribar a Acre? —preguntó Jaime a Guillem.

—Nunca se sabe; uno, dos, tres meses… Depende del tiempo, de las tormentas, de las corrientes, de los vientos y de la voluntad del Todopoderoso. He estado tres veces en Tierra Santa; en el primero de los viajes empleamos cuatro meses desde Marsella, en el segundo dos y en el tercero apenas veinticinco días. Son el mar y el cielo y Nuestro Señor los que deciden cuánto durará nuestra travesía.

* * *

Tres semanas después de zarpar arribaron a Sicilia. La isla pertenecía desde hacía seis años al rey de Aragón; la población siciliana se había rebelado contra el dominio de la casa de Anjou y, con ayuda del rey Pedro el Grande, habían logrado liberarse de un gobierno tiránico. Recalaron en Siracusa y allí se aprovisionaron de víveres; Roger de Flor les dijo que la siguiente escala sería en Brindisi, de donde partirían directos hacia Acre una vez que allí se les uniera una escuadra del Temple formada por dos galeras de guerra y varios barcos de transporte de los llamados
huissie
.

Allí se enteraron de que en Bari se estaba concentrando un verdadero aluvión de gentes con destino a Tierra Santa.

—Parece que hay muchos cristianos dispuestos a luchar por Acre —comentó Jaime de Castelnou al enterarse de la noticia.

—Me temo que no sea así. Por lo que supongo, quienes aguardan a embarcar en Bari son una chusma de fanáticos y aventureros dispuestos a una ganancia fácil y a apoderarse de cuanto botín caiga en sus manos; no creo que les guíe la idea de defender a la cristiandad. Hace ya tiempo que el ideal que guiaba a los cruzados se ha desvanecido; ahora todos ésos son mercenarios sin escrúpulos que matarían a su propia madre por un puñado de monedas. La mayoría de quienes aparecen en estas circunstancias por Tierra Santa son bandidos en busca de fortuna fácil dispuestos a robar cuanto les sea posible.

»Fíjate en ese Roger de Flor; hace veinte años lo hubieran echado del Temple a patadas, y ahí lo tienes, dirigiendo nuestro navío de guerra más importante —concluyó Guillem.

Castelnou recordó que la regla prohibía hablar mal a unos hermanos de otros, y huir de la murmuración y los chismes, pero no le dijo nada a Guillem, que parecía muy enojado con el comandante de
El halcó
.

En Siracusa se entretuvieron más tiempo del esperado, y al fin partieron hacia Brindisi; llegaron a mediados del mes de diciembre, bajo un cielo gris que amenazaba lluvia con unos negros nubarrones en el horizonte.

Los barcos que tenían que partir con
El halcó
. hacia Acre no estaban preparados. Una tormenta había desbaratado algunos de sus aparejos y tardarían al menos otro mes en ser reparados. Además, la borrasca que se había formado hacia el sur no aconsejaba precisamente zarpar en esas condiciones. Los retrasos se acumulaban y Roger de Flor decidió que sería mejor pasar en Brindisi los dos primeros meses del nuevo año y zarpar a fines del invierno, cuando las condiciones de navegación fueran mejores.

Guillem de Perelló protestó por ello, pero el comandante de la galera se limitó a responderle que nada se podía hacer con aquellas condiciones, y que por tanto era preceptivo esperar. Los caballos fueron desembarcados y conducidos a un cercado en el que los templarios les obligaron a trotar para evitar que sus patas y sus músculos quedaran entumecidos por la larga travesía. Algunos no resistieron el viaje y seis tuvieron que ser sacrificados.

Conforme se acercaba el día de la partida hacia Acre, más y más peregrinos y cruzados se fueron uniendo a la expedición del Temple. La Orden era propietaria de muchos navíos de todo tipo que explotaban consiguiendo unos buenos beneficios con el precio que pagaban los peregrinos que utilizaban esos barcos para viajar a los Santos Lugares desde sus bases en los puertos de Niza, Toulon, Marsella, Bari o La Rochelle, en sus enormes galeras, como
La buenaventura, El halcón, La rosa del Templ
. o
La bendit
, y en sus voluminosas naves de carga.

Jaime de Castelnou se quedó asombrado cuando contempló cómo se descargaban de las bodegas de dos navíos templarios que acaban de arribar a puerto desde Constantinopla decenas de sacos con pimienta, azúcar, clavo, azafrán, nuez moscada y canela, fardos de telas de seda, decenas de cántaros de vino y aceite, sacas con alumbre, cajas con pescado salado, tablas de madera de ébano, frascos con barnices, rollos de lino e incluso gallinas de la India vivas.

Al fin, tras semanas de espera, se dio la orden de zarpar. Habían tardado medio año en atravesar medio Mediterráneo; ahora les quedaba por delante la otra mitad.

Pero entrada la primavera el tiempo cambió y la travesía fue mucho más rápida. Desde Brindisi tomaron rumbo sureste hasta que avistaron la costa occidental de Grecia, que bordearon navegando de cabotaje ahora con rumbo este. Pasaron al norte de la isla de Creta, sin llegar a divisarla, y a mediados de abril tocaron tierra en la costa sur de Chipre; si no surgía ningún contratiempo, San Juan de Acre se encontraba sólo a tres días de navegación hacia el sureste.

Capítulo
IX

E
l halcó
. arribó majestuoso a la ensenada del puerto de Acre. Desde el castillo de popa, vestido con su hábito blanco y su capa ligera, Jaime de Castelnou observaba la actividad del puerto, sobre cuyos atestados malecones iban y venían estibadores cargados con todo tipo de fardos y sacos.

—Ya estás en Tierra Santa, hermano. Tu deseo se ha cumplido —le dijo Perelló.

—Espero que así sea —asentó Jaime, que no perdía detalle de cuanto estaba viendo.

San Juan de Acre era la última gran ciudad que los cruzados mantenían en las costas de Ultramar; el año anterior se había perdido Trípoli, y los cristianos ya sólo conservaban algunas plazas aisladas y unos cuantos castillos a lo largo de la costa, entre ellos, el castillo Peregrino, la más imponente fortaleza de los templarios, considerada inexpugnable.

Acre era desde 1191 la ciudad en la que estaba ubicada la casa madre del Temple; allí se había trasladado tras tener que abandonar Jerusalén cuando en 1187 la conquistó Saladino. La ciudad se levantaba sobre una prominencia rocosa, a la misma orilla del mar. Rodeada de agua por el oeste y por el sur, se abría a una ensenada natural que se había aprovechado para construir el puerto, protegido por un malecón; los lados oeste y norte estaban defendidos por una doble línea de muralla apoyada en numerosas torres. Donde se unían esos dos lados se elevaban sendas formidables torres llamadas la torre Nueva y la torre Maldita. Otra considerable fortaleza se alzaba en el mismo centro de la ciudad y en el extremo pegado al mar era donde los templarios habían construido su fortaleza, a la que todo el mundo conocía precisamente con el nombre de El Temple, y también como la Bóveda de Acre, una construcción que imponía por su solidez y su volumen.

La ciudad era como un hormiguero repleto de individuos de las especies más variadas. Demasiado pequeña para albergar a tanta gente, en sus callejuelas se amontonaban cristianos de toda Europa, comerciantes griegos de Constantinopla y Salónica, artesanos musulmanes, mercaderes sirios y egipcios, soldados de fortuna y caballeros de las cuatro grandes órdenes militares cristianas de Tierra Santa: los templarios, los hospitalarios de San Juan, los del Santo Sepulcro y los caballeros alemanes de la Orden Teutónica.

Guillem de Perelló dio un pequeño salto para salvar la distancia que separaba la borda de
El halcó
. del malecón del puerto de Acre. Las aletas de su nariz se extendieron ante el olor intenso a pescado fresco y a especias que se amontonaban en cajas y sacos por el muelle.

Sobre el malecón aguardaba una comitiva de bienvenida que presidía el mismísimo Guillermo de Beaujeu, maestre del Temple, la máxima autoridad de la Orden. Cuando lo reconoció, Guillem hincó la rodilla y le besó la mano.

—Hermano maestre, soy el caballero…

—Os recuerdo, hermano Guillem, de vuestra última estancia entre nosotros. ¿Qué habéis traído en estos barcos?

—Cuanto hemos podido reclutar. Cien soldados de Cristo, doscientos caballos, equipo para doscientos caballeros y provisiones suficientes para varios meses.

—¿Sólo cien hombres?

—Treinta y cinco caballeros y setenta y dos sargentos exactamente, hermano maestre, además de sus escuderos y criados.

—No será suficiente.

—Hicimos cuanto pudimos por convencer a los soberanos cristianos, pero su espíritu dista mucho del que nos impulsa a nosotros.

—Tenemos mucho trabajo por delante. Hay que descargar las naves y almacenar las provisiones, los equipos y los caballos a los lugares que os indiquen los hermanos. He ordenado que vengan a ayudar los criados de la Orden aquí en Acre. Ahí están nuestras carretas. —A un lado del muelle se alineaban media docena de carros tirados por mulos—. Todos los caballeros que han venido contigo cenarán hoy en el refectorio de nuestra sede; creo que lo merecen. Allí, el mariscal asignará destino a cada uno de los caballeros y de los sargentos.

—¿Era el maestre Guillermo, verdad? —preguntó Jaime.

—Sí, el mismo. Esta noche lo conocerás, vamos a cenar en el refectorio de la casa madre y el maestre presidirá la mesa. Pero eso será después, antes hay mucha tarea por delante.

* * *

La ciudad era un hervidero de gentes que iban y venían en un constante fluido de cuerpos que se abigarraban en las estrechas callejas. Un olor indefinido, mezcla de frituras de pescados, carnes y pasteles, aromas de sándalo y almizcle y de especias, inundaba las calles y las plazas.

—Aquí hay mucha gente para tan poco espacio. Se nota que están huyendo del avance sarraceno. Si no recibimos más ayuda, pronto y abundante, de los monarcas de la cristiandad, esta ciudad será la última que pisen los cristianos en Tierra Santa, y te aseguro, hermano, que no aguantaremos mucho tiempo.

Guillem de Perelló le estaba contando a Jaime de Castelnou la impresión que había tenido tras varias semanas en Acre. Los dos templarios y sus hermanos llegados en
El halcó
. se habían instalado en las dependencias del Temple, en la casa madre de la Orden en San Juan de Acre. Ninguna autoridad les había dicho nada al respecto, pero por los preparativos en los que estaban trabajando no tenían duda alguna de que se estaban organizando para resistir un largo asedio.

Todo el mundo colaboraba en reforzar las dos líneas de murallas, en ahondar los fosos, consolidar los parapetos y acarrear a las zonas señaladas piedras, flechas, lanzas y aceite, en tanto en los almacenes se apilaban sacos de harina, barriles con carne y pescado salados, y cántaros de aceite y de vino.

—¿Crees que vendrán pronto? —le preguntó Jaime a Guillem tras permanecer los dos un buen rato en silenció contemplando la llanura que se extendía frente a la ciudad.

—Nunca se sabe. Los sarracenos suelen estar muy ocupados con sus propias disputas internas, que a veces duran años; pero cuando las solucionan, casi siempre cortando la cabeza de uno de los dos gallos que se disputan el poder, el vencedor se lanza sobre los cristianos con renovada ferocidad. Al menos así ha sido hasta ahora.

—Esos muros parecen muy sólidos, resistirán sus ataques.

—Dependerá de su fuerza, del número de soldados que traigan y de su voluntad de vencer. Para ganar una batalla hace falta que se den esas tres circunstancias a la vez; si falla una de ellas, la derrota está garantizada.

—¿Cómo son esos sarracenos?

—¿Tienes miedo?

—En el Temple me habéis enseñado a no tenerlo.

—Pues deberías. Esos malditos hijos de Mahoma no dejan a nadie vivo. Miles de cabezas de nuestros hermanos se amontonan en fosas por toda Tierra Santa. ¿Has oído hablar de «los Cuernos de Hattin»?

—Sí, aunque no sé muy bien qué ocurrió.

—Fue nuestra peor derrota, y por ella perdimos Jerusalén. Ocurrió hace poco más de cien años. Gerardo de Ridefort era nuestro maestre; un hombre valeroso, pero quizá demasiado irreflexivo y pendenciero. Dicen que ingresó en el Temple a causa de un desengaño amoroso y que a él se deben nuestros peores momentos. Se enfrento con el sultán Saladino en la batalla de los Cuernos de Hattin, y fue derrotado. Allí, bajo un sol abrasador, cayeron doscientos treinta freires. Lucharon con gran valor, pero eran inferiores en número y el enemigo sarraceno tenía una clara ventaja estratégica; les cortaron las cabezas y las colocaron en lo alto de unas picas. Allí se perdió la reliquia de la Vera Cruz, que los templarios teníamos que custodiar. Fue nuestra más amarga derrota y un terrible deshonor.

»Pero supimos rehacernos. Perdimos Jerusalén y nuestra casa fundacional en el templo de Salomón, aunque aquí seguimos, y aquí seguiremos; es nuestra razón de ser. Hattin no significó nuestro final; aprendimos mucho de aquella derrota.

—Ahí está el
baussan
. —señaló Jaime con orgullo el estandarte blanco y negro de los templarios que ondeaba mecido por la brisa marina sobre una de las torres del exterior de los recintos murados.

—El blanco y el negro, la luz y la oscuridad, el día y la noche, la pureza y la fuerza…, todo eso significa nuestro emblema.

»Todavía no has participado en ninguna acción de armas, pero cuando lo hagas, y creo que esa ocasión te llegará pronto, sentirás un orgullo infinito cuando, en el fragor de la batalla, levantes la cabeza y observes nuestro pendón siempre alzado y a centenares de caballeros vestidos de blanco o de negro, con las cruces rojas sobre capas y hábitos, luchando codo con codo junto a él.

Capítulo
X

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