De pronto toda la torre tembló como si hubiera sido sacudida por un terremoto.
Jaime miró a Guillem y ambos se acercaron a las almenas y miraron hacia abajo. El primer proyectil lanzado por la
Victorios
. había impactado a media altura de la torre, provocando un boquete del tamaño de un caballo.
—¡Dios mío!, jamás he visto nada semejante. La fuerza de esa catapulta es extraordinaria; si mantienen su puntería y una cadencia de tiro aceptable, derribarán una a una todas las torres del recinto exterior en apenas una semana.
—Tenemos que hacer algo —dijo Castelnou.
—Ve a la Bóveda e informa de esto al maestre y al mariscal; ellos sabrán cómo responder.
Jaime bajó corriendo las escaleras y al llegar abajo entró en una cuadra donde había varios caballos; buscó el suyo, lo sacó a la calle y lo montó espoleando sus costados. El animal levantó las patas delanteras e inició un rápido galope a través de las calles polvorientas. La Bóveda, el edificio donde tenía el Temple su casa central, estaba justo en el extremo opuesto a la puerta de San Lázaro, por lo que tuvo que cruzar de norte a sur toda la ciudad, sorteando a la gente que se apiñaba en los cruces de las calles esperando no se sabe qué.
A llegar ante el enorme bloque de piedras de la Bóveda, saltó del caballo y entregó las riendas a un sargento que hacía guardia en la puerta.
—¿Está el hermano maestre dentro? —le preguntó.
—Sí, pero…
—Debo darle un informe de lo que está ocurriendo en el sector norte.
El sargento miró al caballero y pareció recelar por un instante.
—¿Quién eres?
—El hermano Jaime de Castelnou, caballero templario, estoy destinado en la torre de San Lázaro.
—De acuerdo, aguarda un instante.
El sargento hizo una señal y la puerta se abrió; un caballero templario saludó a Jaime y le preguntó qué quería. Castelnou le explicó lo ocurrido y ambos se dirigieron hacia el interior del edificio en busca del maestre.
Guillermo de Beaujeu estaba reunido con el mariscal y el comendador del reino de Jerusalén en la sala capitular. Sus semblantes eran serios y parecían muy preocupados, aunque se mostraban serenos. El caballero que había acompañado a Jaime se acercó al maestre y le susurró unas palabras al oído.
—¿Qué ocurre, hermano Jaime? —le preguntó entonces el maestre.
—Se trata de esa enorme catapulta, hermano maestre. Han disparado un único proyectil que ha provocado un gran boquete en mitad de la torre. El hermano Guillem de Perelló me ha dicho que viniera de inmediato a informaros.
—Bueno, al verte pensé que ya estaba todo perdido. Iremos a ver qué ocurre.
Jaime, el maestre, el mariscal y diez templarios como escoltas cabalgaron hacia el sector norte. Cuando llegaron a la puerta de San Lázaro y subieron a lo alto de la torre, la
Victorios
. estaba preparada para realizar su segundo disparo. En esta ocasión el proyectil, una piedra del tamaño del tronco de un buey, alcanzó de lleno el tramo de muro entro dos de los torreones de la muralla. En cuanto se disipó el polvo causado por el impacto, pudieron observar el destrozo provocado por el segundo disparo de aquel formidable ingenio. Varios sillares habían saltado hechos añicos y una grieta de varios codos de longitud se había abierto de arriba abajo del muro.
—¿Cada cuánto tiempo dispara esa catapulta? —le preguntó el maestre a Perelló.
—Este ha sido su segundo disparo; el primero lo efectuó poco después del amanecer.
—Diez, tal vez doce cada día —calculó el maestre—. A ese ritmo en una semana habrán abierto una brecha lo suficientemente amplia como para lanzar sus tropas al asalto. Y todavía tienen otra catapulta semejante en el flanco este, frente a la puerta de San Nicolás, aunque, por lo que sabemos, todavía no ha comenzado a disparar.
—No habrá más remedio que efectuar una salida —dijo el mariscal.
El maestre asintió ante las palabras del jefe del ejército templario.
—Prepara un plan. Observaremos durante unos días cuál es su rutina, cómo organizan sus campamentos y qué horarios cumplen, y cuando conozcamos sus movimientos lanzaremos un ataque. Quiero que todos los preparativos se ejecuten con el máximo sigilo. No os fiéis de nadie: el lugar, el día y la hora, el mismo ataque, han de ser un secreto.
—Sólo disponemos de quinientos combatientes templarios; tal vez habría que contar con los hospitalarios y los teutones —alegó el mariscal.
—No, hermano, lo haremos nosotros solos; tenemos que saldar las cuentas de Hattin.
Cien años después, los templarios seguían obsesionados por la terrible derrota en los Cuernos de Hattin, donde perdieron la Vera Cruz.
—En ese caso, creo que podremos efectuar una salida con trescientos jinetes —acató el mariscal.
—De acuerdo. Y vosotros, hermanos —dijo el maestre dirigiéndose a Guillem y a Jaime—, seguid defendiendo esta torre cuanto sea posible. Mantener esta posición es imprescindible para nosotros.
El maestre abrazó a los dos caballeros y se marchó seguido de su séquito.
—¿He oído bien? El mariscal ha dicho que realizaremos un ataque sorpresa con trescientos caballeros. ¡Ahí afuera hay doscientos mil sarracenos!
—En el Temple somos así. Ya deberías saberlo; hace dos años que vistes el hábito blanco. En una ocasión, un viejo templario me contó que seis caballeros cargaron contra una columna de seiscientos soldados mamelucos. ¡Uno contra cien!; seis caballeros vestidos con la capa blanca y la cruz roja, formados codo con codo, cabalgando con sus lanzas apuntando hacia los seiscientos. ¡Ah!, puedo imaginar los rostros de asombro de los sarracenos al ver a los seis jinetes blancos, las capas al viento, las cruces rojas brillando bajo el sol amarillo…
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Jaime.
—Que los pusieron en fuga. La columna mameluca se deshizo como un montón de arena arrastrado por una nada. Ni siquiera ofrecieron pelea.
—¿Estás seguro de que ocurrió así?
—De este modo es como me lo contó un viejo hermano; no tenía por qué mentir.
—A veces la edad provoca fallos en la memoria.
—Tal vez, pero recuerda que ésta que te he contado no es la única gran hazaña de nuestros hermanos en Tierra Santa. La historia de nuestra Orden está repleta de acontecimientos gloriosos, y de ellos es testigo la sangre de tantos hermanos muertos.
—Pero sólo trescientos…
—Treinta…, tres templarios incluso son suficientes para amedrentar a varios millares de sarracenos. Nosotros no tememos a la muerte, ¿lo has olvidado?
—No, claro que no, pero opino que un templario vivo puede servir a Dios de manera más eficaz que uno muerto.
—En ese caso, cuando se presente la ocasión en el combate, que va a ser muy pronto, procura que no te maten.
Un proyectil golpeó sobre las almenas de la torre causando algunos heridos. Guillem y Jaime se arrojaron al suelo para protegerse de la lluvia de piedra y ripios.
—Ese disparo no ha salido de la
Victorios
. —dijo Jaime a la vez que se incorporaba sacudiéndose el polvo.
—No, procede de uno de los madrones. Parece que han cambiado de táctica; ya no apuntan al interior de la ciudad, sino directamente a los muros. Habrán creído que ya han causado suficiente daño en las casas y que la población se ha refugiado en el interior, donde no pueden alcanzarla con sus disparos, como así ha sido; de manera que toda su potencia de tiro se concentra ahora sobre las murallas.
Un nuevo proyectil golpeó el muro unos seis codos más por debajo del parapeto almenado.
D
urante varios días las maniobras de los sitiadores se repitieron una y otra vez. Con una cadencia precisa, los doscientos madrones y las dos catapultas gigantes dispararon sus proyectiles sobre los lienzos y las torres de la muralla. Las zonas más castigadas estaban siendo la puerta de San Lázaro y la de San Nicolás, porque era en esos dos sectores donde se concentraban los lanzamientos de la
Victorios
. de la
Furios
. Cada vez que uno de los proyectiles de las dos formidables catapultas impactaba de lleno en el muro, un tramo entero de muralla temblaba de tal modo que parecía como si fuera a derrumbarse enseguida.
A pesar de que los sitiados se aprestaban a reponer por la noche los destrozos causados por las catapultas durante el día, algunas zonas de la muralla exterior comenzaban a mostrar serios desperfectos. El machaqueo constante de las catapultas empezaba a ser insoportable. Los sitiados no podían hacer otra cosa que permanecer pasivos, resignados a soportar con paciencia los disparos de las catapultas. Habían perdido la esperanza de recibir ayuda del exterior. Algunas galeras habían salido del puerto en los últimos días portando desesperados mensajes de auxilio, pero hacía ya tiempo que los soberanos cristianos Se habían olvidado de Tierra Santa. Demasiados problemas tenía la mayoría de ellos en sus reinos y estados como para preocuparse de unos pocos miles de cristianos cercados en una ciudad que para los cristianos europeos no significaba nada.
Jaime de Castelnou soportaba con la paciencia que había aprendido en el convento de Mas Deu la monotonía de aquellos días en los que cada uno era igual al anterior; nada más amanecer comenzaba el recital de silbidos rasgando el aire y el inmediato estruendo de las piedras impactando sobre los muros. Doce veces al día la Victoriosa lanzaba sus proyectiles y la muralla temblaba entonces como si hubiera sido sacudida por un coloso.
Aquella tarde, en el ocaso del sol sobre las aguas del Mediterráneo, un jinete llegó presuroso a la torre de San Lázaro, que ese mismo día había vuelto a perder las almenas tras un impacto que había causado la muerte de un sargento templario.
—Estad preparados, la salida será esta misma noche —les dijo el jinete a Guillem y Jaime.
Tres días antes les habían comunicado el plan de ataque.
Hartos de recibir una y otra vez los proyectiles mamelucos, el mariscal del Temple había ultimado un plan tan audaz como arriesgado. Aprovechando la luna nueva, trescientos jinetes templarios realizarían un ataque al campamento sarraceno ubicado al norte de la ciudad, frente a la puerta de San Lázaro. El objetivo sería acabar con la
Victorios
, cuyos disparos estaban a punto de provocar el derrumbe de la puerta de San Lázaro y las torres que la protegían.
El mariscal pretendía dar un golpe de mano para destruir la
Victorios
. y algunas otras catapultas menores de modo que los sitiados dispusieran del tiempo y de la tranquilidad necesaria para poder reparar los daños y tapar las brechas de los muros. Pero además quería dar un golpe de efecto provocando la desmoralización de los sitiadores, pues al frente de la gran catapulta estaba uno de los hijos del sultán, un joven de dieciocho años. Si lograban capturarlo o acabar con él, es probable que la confianza de los mamelucos se debilitara y quién sabe si podrían pensar incluso en una retirada.
Sirvieron la cena un poco antes de lo habitual y cada caballero recibió una ración extra de vino y de almendras. Trescientos caballeros, casi todos ellos templarios más un puñado de ingleses, habían sido convocados para que al anochecer se presentaran con todo su equipo de combate en el interior de la puerta de San Lázaro. Las instrucciones que habían recibido de sus comandantes eran claras: se trataba de atacar el frente mameluco en el lugar donde estaba emplazada la catapulta la
Victorios
, destruirla y arrasar cuanto pudieran, y además intentar capturar vivo o muerto al joven príncipe Abú-l-Fida, el hijo del sultán de Egipto.
La noche del 15 de abril era cerrada; apenas se veía otra cosa que unos tenues resplandores de los fuegos del enorme campamento musulmán, que rodeaba Acre como una capa hecha de amarillentos pedazos de fieltro.
Perelló y Castelnou fueron ubicados en el ala izquierda la que se desplegaría más cerca de la línea de costa. El Maestre y el mariscal habían organizado el ataque en tres columnas; la del centro sería la encargada de atacar directamente la gran catapulta, mientras las dos alas la protegerían de una posible respuesta de los sitiadores por los flancos. Había que actuar con contundencia, precisión y rapidez, y para ello era muy importante desplegarse sin tropiezos. La puerta de San Lázaro apenas permitía el paso de cuatro caballos en frente, de modo que los trescientos caballeros se alinearon en una columna de a cuatro por setenta y cinco de fondo.
Las filas de a cuatro se fueron formando dentro de la ciudad, ocupando el pequeño espacio que se abría al interior de la puerta y los primeros tramos de las tres calles que confluían en esa pequeña plazuela.
Castelnou se colocó el yelmo cilíndrico de combate y se ajustó las correas al cuello tal como le habían enseñado, lo suficientemente fuerte como para que no se soltase y se convirtiera en un impedimento más que en una defensa, pero con la holgura necesaria para que no estorbara los movimientos naturales de cuello y cabeza. Bajo la capa blanca con la cruz roja se había colocado la cota de malla y una coraza que le cubría el pecho y parte del vientre, y sus manos estaban protegidas por los guantes claveteados que le regalara el conde de Ampurias el día de su investidura como caballero, la única prenda que el hermano vestiario le había permitido conservar cuando ingresó en la Orden.
Hacía una noche cálida y húmeda. Cubierto con todo su equipo de combate, aguardando en silencio el momento de atacar a los mamelucos, Jaime de Castelnou sentía cómo el sudor comenzaba a humedecer su piel. A través de la mirilla de su casco apenas podía ver una parte de lo que tenía delante de los ojos, que en ese momento se limitaba a un abigarrado grupo de capas de sus hermanos templarios cuya blancura resaltaba en la oscuridad de la noche. Las instrucciones habían sido distribuidas a cada uno de los escuadrones, y él sólo tenía que cumplir lo que sus superiores le habían ordenado. Guillem de Perelló se había encargado de difundir a otros miembros de la Orden que Castelnou era un extraordinario luchador, prácticamente insuperable en el manejo de la espada; y eso era cierto, pero hasta entonces sólo había podido demostrarlo en el patio de armas del castillo del conde de Ampurias o en la encomienda de Mas Deu.
En esa ocasión la situación era bien distinta. Sus adversarios no iban a ser viejos maestros de armas con sus facultades ya disminuidas por la edad o jóvenes imberbes atolondrados e inexpertos, sino fieros combatientes mamelucos bregados en las cruentas batallas de Tierra Santa. Y entonces se dio cuenta de que aquélla iba a ser su primera acción de armas. Tenía veintiún años y jamás había participado en un combate en serio. Giró la cabeza a su derecha y contempló la figura de Perelló; su compañero estaba bien erguido sobre su montura, las riendas sujetas con la mano izquierda y la lanza apoyada en el suelo sostenida con la derecha; parecía una estatua de mármol blanco, y aunque no podía ver su rostro cubierto con el yelmo de combate, intuía que estaba sereno y confiado. Por encima de los cascos de los caballeros que formaban delante de ellos observó el estandarte de la Orden, recién desplegado. Como apenas hacía viento, el
baussan
. de las dos franjas, blanca y negra, estaba caído, y sólo se distinguía la banda blanca, que destacaba como una faja de plata recortada sobre el fondo oscuro de la noche.