El mador se había convertido en un sudor frío que le había empapado la espalda y el cuello; le hubiera gustado quitarse el casco, secar la humedad de su rostro y lavarse la cara con agua limpia y fresca, pero se armó de paciencia, la misma que le habían enseñado en la Orden, la que debía observar todo buen templario, y optó por procurar evadirse de aquellas molestias concentrándose en la batalla que presentía inmediata. Con su mano enguantada palpó la empuñadura de su espada, envainada en su funda de cuero flexible, y el escudo alargado que colgaba de la silla de su caballo; se ajustó una vez más los guantes y procuró imitar la postura altiva del hermano Guillem de Perelló.
Un jinete se acercó a las filas donde se alineaban Guillem y Jaime; iba seguido por otro con el estandarte templario. Se paró ante ellos y dijo:
—Hermanos, enseguida cargaremos contra esos hijos de Satanás; será nuestro mariscal quien dirija el ataque. Luchad con valentía y demostrad lo que sois, soldados de Cristo, y seguid el plan establecido. Y recordad que un templario jamás se rinde y nunca abandona en el campo de batalla a sus hermanos. Que Dios os bendiga.
Non nobis, Domine, non nobis, sed Tuo nomine da gloria
.
El maestre Beaujeu acabó su corta arenga con una frase en latín que los templarios habían adoptado como lema: «No para nosotros, Señor, no para nosotros, sino para Tu nombre, danos la gloria».
—
Non nobis, Domine, non nobis, sed Tuo nomine da gloria
. —repitieron al unísono los hermanos que estaban más próximos.
El mariscal y su portaestandarte recorrieron las setenta y cinco filas de a cuatro, arengando de la misma manera a los caballeros. Una vez revisadas todas las filas, el estandarte blanco y negro se alzó por encima de las cabezas y se agitó con energía.
Jaime sintió que Guillem se inclinaba hacia él.
—Sujeta bien las riendas, arroja la lanza en el primer envite sobre el primer enemigo que veas y luego desenvaina la espada y pelea como tú sabes. Olvídate de que es tu primera acción de armas, y actúa como si estuvieras luchando en un torneo. Y mata, mata antes de que te maten a ti. No sientas otra cosa que deseos de vencer; olvídate de que eres un hombre y dedícate a matar sarracenos; piensa en ellos como si fueran demonios. Y procura no perder los nervios.
La puerta de San Lázaro se abrió y los caballeros templarios espolearon sus monturas lanzándose a la oscuridad exterior. Los cascos de los caballos atronaron en el silencio de la noche. La columna central se dirigió en línea recta hacia las primeras tiendas del campamento musulmán, en tanto las dos alas se desplegaban para confluir en el punto de encuentro de las tres columnas, fijado en la
Victorios
.
Los caballeros intentaban mantener la formación en filas de a cuatro, pero la oscuridad de la noche no hacía fácil esa maniobra. Las tiendas amarillentas del campamento mameluco y el enorme perfil de la catapulta hacían de guía a los templarios, que irrumpieron en las primeras tiendas con estrépito y gritando sus consignas para amedrentar a los sitiadores. Los primeros en alcanzar el campamento arrojaron sus lanzas sobre las tiendas y desenvainaron las espadas. La oscuridad era muy densa y no percibieron el marasmo de cuerdas y estacas. Las patas de los caballos comenzaron a trabarse en ellas y, conforme iban llegando por detrás nuevas filas de templarios, la confusión entre los atacantes se hizo total. La columna central había perdido su formación de ataque y se había convertido en una barahúnda de caballos y caballeros sólo preocupados por salir de aquella trampa de cuerdas, tiendas y estacas. Amontonados, estorbados unos por otros, los templarios apenas podían maniobrar. La llegada de las dos alas contribuyó a empeorar la situación. En aquella circunstancia, el ardid de ataque pensado para causar por sorpresa una enorme matanza entre los mamelucos se volvió en contra de los templarios.
Una carga de la caballería pesada resultaba muy eficaz en campo abierto, donde los caballos y los caballeros forrados de hierro pudieran maniobrar con amplitud de movimientos; pero de noche, entre decenas de tiendas, cuerdas, estacas y todo tipo de obstáculos, su capacidad para causar daño era muy limitada.
Cuando el ala en la que formaban Guillem y Jaime alcanzó el campamento musulmán y se encontró con la desorganizada columna del centro, se multiplicó el caos. Las patas de los caballos se trabaron en las cuerdas y algunos jinetes fueron derribados de sus monturas. El perfil de la
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. se intuía cercano pero inalcanzable.
Jaime de Castelnou no logró ni siquiera arrojar su lanza, y el amontonamiento de caballeros le impidió incluso desenvainar la espada. En medio de la oscuridad, pudo atisbar las capas blancas de los templarios que habían caído y decenas de manchas negras que se movían entre los caballeros con rapidez. De vez en cuando un destello metálico brillaba en la noche.
Entre el piafar y los relinchos de los caballos, Jaime comprendió que el ataque sorpresa se había convertido en una encerrona para los templarios. De todas partes surgieron más y más manchas oscuras, eran guerreros musulmanes que acudían a rematar a los confusos templarios, algunos de los cuales yacían en el suelo del campamento sobre un charco de sangre.
Castelnou no sabía qué hacer; en medio de aquel fiasco cada templario actuaba por su cuenta olvidando las instrucciones recibidas antes de iniciar el ataque. Vio venir hacia él una de aquellas sombras negras que portaba una lámina de plata y le arrojó la lanza; el mameluco cayó de espaldas ensartado por el centro del pecho. Jaime pudo desenvainar entonces su espada y cargó contra aquellas sombras oscuras que se movían como demonios entre las tiendas y los caballos. Repartiendo tajos a derecha e izquierda con toda la rapidez de que era capaz, sintió el impacto de cada uno de sus golpes y cómo los demonios a los que alcanzaba chillaban como cerdos en el matadero al ser heridos por su acero.
Pero estaban por todas partes, y cada vez eran más y más que surgían de la nada para derribar de sus monturas a los caballeros y rematarlos con sus finas dagas en el suelo.
El mariscal comprendió que su plan había fracasado y que de insistir en el ataque no quedaría un solo templario vivo; dio entonces la orden de retirada.
—¡A la ciudad, todos a la ciudad! —se oyó gritar al mariscal.
—¡Retirada, retirada! —gritaron los comandantes de los escuadrones.
Jaime intentó localizar a Perelló, pero se había separado de su compañero durante el combate y no supo dónde se encontraba.
—¡Vamos, vamos, atrás, atrás!, retroceded en orden o nos matarán a todos —oyó que gritaba a su lado uno de sus hermanos.
Los templarios se retiraron hacia Acre sin que los musulmanes los siguieran. Pudieron alcanzar la puerta de San Lázaro y entraron de manera ordenada aunque muy deprisa. Jaime de Castelnou fue uno de los últimos en atravesar el umbral.
Empapado en sudor por dentro y en sangre por fuera, Jaime descendió de su caballo y se quitó el casco de hierro. Decenas de criados del Temple habían acudido para atender a los caballeros y recoger a los caballos. Tras un primer golpe de vista, Castelnou sintió cierto alivio. Los templarios que habían regresado a Acre eran muchos, de modo que las bajas no habían sido tantas como supuso en un primer momento cuando vio caer a varios hermanos delante de su caballo. Unos a otros se confortaron, y tras el recuento echaron en falta a dieciocho. Entre los caídos no estaba Perelló que había logrado alcanzar las murallas de Acre; Jaime se alegró al verlo con vida y lo abrazó con fuerza.
A
l amanecer, cansados y derrotados, los templarios se reunieron en la capilla de la Bóveda. Estaban todos, salvo los que cumplían su turno de vigilancia en las murallas. El mariscal se mostraba muy afectado, y el maestre, antes de dirigirse a todos los hermanos, le habló al oído y pareció reconfortarlo con un abrazo, y a continuación habló a todos los freires allí congregados:
—Hermanos templarios, dieciocho de los nuestros cayeron anoche luchando por Cristo y por la defensa de la cristiandad. No estéis tristes, pues a estas horas estarán disfrutando de la presencia de Dios en el Paraíso. Nuestro Salvador ha querido que las cosas sucedieran de esta manera, tal vez porque hemos sido demasiado orgullosos, y nos ha castigado pero se ha llevado a su diestra a los mejores de nuestros hermanos. Los que nos hemos quedado aquí, en la tierra, hemos de ser merecedores de su bondad y su misericordia. El Salvador nos ha concedido una segunda oportunidad para servirle. Hagámoslo con todas nuestras fuerzas.
Dieciocho cabezas de caballeros templarios fueron enviadas al sultán por su hijo. Un caballo las llevaba colgadas de su cuello a modo de macabro collar. Entre los vítores de los sitiadores, el caballo corrió paralelo al recinto murado de Acre cargado con las cabezas cortadas de los caballeros cristianos. Los templarios lo observaron en silencio y alguno de ellos apretó los dientes con fuerza para no gritar de ira.
El maestre de los hospitalarios decidió por su cuenta que tenía que emular la acción del Temple. Los hospitalarios custodiaban el tramo de muralla cercano a la puerta de San Antonio, entre la torre Nueva y el sector templario. Tras el fracaso de la salida de los templarios, los hospitalarios pretendían demostrar a sus grandes rivales cómo hacer bien las cosas.
Unos pocos días después del fracaso del ataque nocturno de los templarios, el maestre del Hospital decidió llevar a cabo una salida similar. Se realizaría de noche, desde la puerta de San Antonio, y su objetivo sería la otra gran catapulta, la
Furios
, que estaba causando estragos en el sector central de la muralla.
Doscientos hospitalarios aguardaban dentro de la puerta el momento de atacar. Sus mantos rojos se camuflaban en la oscuridad de la noche. El maestre dio la orden, la puerta se abrió y los caballeros hospitalarios cargaron contra las líneas de los mamelucos. Pero en esta segunda ocasión los egipcios estaban prevenidos. Sus generales habían organizado un sistema de guardia permanente, de modo que durante la noche las puertas de la ciudad eran vigiladas de manera constante por si los sitiados tenían la tentación de realizar una segunda salida, pese al fracaso de la primera.
En cuanto percibieron que los primeros caballeros hospitalarios salían al galope desde la puerta de San Antonio, se encendieron antorchas y hogueras previamente preparadas, y al darse la voz de alarma, decenas de arqueros que hacían la guardia armaron sus arcos y dispararon contra los caballeros, que a la luz de los fuegos y desaparecido el factor sorpresa fueron presa fácil para sus saetas.
Los primeros caballos cayeron al suelo atravesados por la lluvia de flechas, y el maestre del Hospital no tuvo más remedio que interrumpir el ataque y ordenar el repliegue hacia la ciudad. La noche se llenó de canciones de victoria que provenían del campamento mameluco ubicado frente a la puerta de San Antonio y de lamentos entre los cristianos.
Aquella noche Jaime de Castelnou hacía guardia en la torre de San Lázaro. En el silencio de la madrugada había podido oír lejanos sonidos y el resplandor de las hogueras, por lo que despertó a todos los hombres a su cargo y ordenó que estuvieran prevenidos ante un posible ataque. Guillem de Perelló, que dormía en ese momento, se despertó y acudió ante su compañero.
—¿Qué ocurre?, ¿por qué has despertado a los hombres?
—He oído gritos procedentes del sector central, y de repente se han encendido varios fuegos.
Jaime señaló hacia el sureste, donde por encima de los muros todavía podían atisbarse los resplandores de las fogatas. Guillem miró al frente y vio que en esa zona el campamento mameluco estaba tranquilo.
Pasaron toda la noche en vela, aguardando un ataque inminente que no se produjo. Al amanecer, las catapultas volvieron a lanzar sus proyectiles sobre los muros. Fue entonces cuando se enteraron de lo ocurrido la noche anterior.
—¿Para qué lo han hecho? —demandó Jaime.
—Para demostrar que saben hacer las cosas mejor que nosotros, o para ofrecer una prueba de su valor. Desde que se fundaron hace casi dos siglos, nuestras respectivas órdenes han sido rivales. Templarios y hospitalarios jamás hemos congeniado, y en ocasiones incluso hemos peleado entre nosotros. A pesar de que nuestra regla nos ordena que acudamos a reunimos bajo el estandarte del Hospital en caso de que el nuestro sea abatido, la verdad es que nunca hemos congeniado. Hemos competido por ser los primeros en la defensa de los Santos Lugares y ésa ha sido una de las causas de nuestra enemistad. Desde el principio ambas órdenes se vieron como rivales y no como aliadas. En el campo de batalla contra los sarracenos siempre peleamos al margen de las necesidades del combate, cada una por su lado, y así es como hemos perdido eficacia.
»En Roma ya se han oído algunas voces que piden la fusión del Temple y el Hospital en una única y gran orden, pero creo que esa idea jamás se llevará a cabo; son demasiados años de diferencias, de enfrentamientos y de recelos mutuos.
Guillem de Perelló trataba de explicar a Jaime la causa por la cual los hospitalarios se habían lanzado la noche anterior a un ataque suicida.
—¿Crees que esa fusión sería beneficiosa? —le preguntó Jaime.
—¿Para quién?
—Para la Iglesia, para la cristiandad, claro.
—No soy quien para opinar de eso. Yo soy, como tú, un templario que me limito a cumplir cuanto me ordenan mis superiores, y a observar la regla que he prometido seguir.
Jaime asintió y se limitó a contemplar los ojos de su compañero. Guillem era un templario ejemplar; seguía a rajatabla las órdenes de sus superiores, la regla del Temple era su norma de conducta siempre y jamás había cometido una falta contra la disciplina de la Orden. Su expediente estaba completamente limpio, y ni una sola vez había sido reprendido, ni siquiera levemente, por sus palabras, su conducta o sus actos.
T
ras un mes de asedio y de constantes bombardeos, la moral de los defensores de Acre comenzaba a desmoronarse como sus murallas. La catapultas de los mamelucos, especialmente las dos gigantescas, la
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. y la
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, habían causado una importante mella en la muralla del recinto exterior, que estaba seriamente dañada, sobre todo en el entorno de las puertas.