El caballero del templo (3 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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—Es una triste historia, señor —dijo Jaime—, pero no comprendo dónde interviene mi familia.

—Tu abuelo era uno de esos cátaros. Se enamoró de una de aquellas siervas del diablo y se sometió a la herejía maldita. Era hijo de uno de los más nobles vasallos del conde de Toulouse, y heredó una rica baronía, pero el amor hacia esa mujer pervirtió su alma cristiana, porque la mujer suele ser utilizada a veces por el demonio para anular la razón del hombre. Fue uno de los últimos en resistir a las tropas del papa, que predicó una cruzada para acabar con ellos. Poco antes del asalto del ejército cristiano al castillo de Montsegur, su última fortaleza al otro lado de los Pirineos, nació tu padre. Tus abuelos lo entregaron a uno de los caballeros de mi padre para que lo protegiera. Tus abuelos murieron en el prado de los Cremats, en una enorme hoguera donde fueron purificados los cuerpos de los últimos cátaros capturados tras la conquista de Montsegur.

»Tu padre y yo crecimos juntos, y, como he hecho yo contigo, los míos también lo trataron como a un hijo. Cuando cumplió veinte años fue armado caballero y mi padre le entregó el feudo de Castelnou con tres aldeas, para que lo gobernara en su nombre como fiel vasallo.

—¿Conocía mi padre esta historia?

—Sí. Yo mismo tuve que contársela. Se casó con tu madre, una jovencísima y hermosa dama de Perpiñán, justo un año antes de que el gran Jaime el Conquistador convocara a los señores de sus reinos a la cruzada, y cuando supo lo que había ocurrido con sus padres y quiénes habían sido, acudió presto a la llamada del rey y embarcó en la playa de Barcelona rumbo a Tierra Santa. Era la manera de saldar los pecados cometidos por sus progenitores. El resto ya lo sabes; la galera en la que viajaba fue una de las que se hundieron con la tempestad.

El conde hizo un alto en su relato y dio un nuevo sorbo de la copa de vino especiado.

—¿Es ésa la razón que lo llevó a la cruzada? —preguntó Jaime.

—Claro. No le quedaba otro remedio. Sabedor de lo que habían hecho sus padres, era la única manera de lavar la mancha que había caído sobre la familia. Se lo confesó a su esposa, tu madre, y ella lo comprendió. Estaba embarazada de cinco meses; para tu padre fue muy duro tener que abandonar así a su joven esposa y al hijo que ella llevaba en las entrañas, pero tenía que enfrentarse con su destino, y su honor de caballero cristiano le demandaba aquel inmenso sacrificio.

«Antes de embarcar hizo votos de cruzado y pasó por aquí para despedirse de mí y comunicarme que confiaba la administración de su señorío a las manos del alcaide de Castelnou. Yo confirmé esa decisión y le deseé mucha suerte en su viaje a Ultramar. Ahora comprendes por qué se fue y abandonó a tu madre; no hubiera podido vivir tranquilo con aquel perpetuo remordimiento.

Jaime bajó la cabeza y sintió una intensa punzada en el centro del estómago y un dolor lacerante y agudo en las sienes. Había escuchado con atención las palabras del conde, pero algo no concordaba en esa historia. ¿Por qué el conde le había contado todo aquello a su padre nada más casarse? ¿Por qué no lo hizo antes?

—Yo acabaré la tarea que no pudo cumplir mi padre, y lo haré como templario —asentó Castelnou.

—Estaba seguro de que reaccionarías así. Cuando hablé con el comendador de Mas Deu para proponerle tu ingreso en la Orden, le dije que eras un joven honesto y de firmes convicciones religiosas. No me equivoqué.

»Y bien, ha llegado la hora de que te conviertas en caballero. Vamos a la capilla, tu investidura ha de ser a mediodía. Anoche di orden de que avisaran a mis vasallos de este acto solemne.

Jaime de Castelnou se dirigió a la capilla acompañado por el conde y escoltado por dos de sus caballeros. Pese a que sus sentimientos se agolpaban contradictorios en su cabeza, entró en la capilla con pasos seguros y decididos y se arrodilló ante el altar, tras cuya ara esperaba el capellán del castillo.

El clérigo bendijo a Jaime y pronunció una larga oración en latín, a la que los presentes respondieron con un simple «amén». En el primero de los bancos estaban sentados los dos caballeros templarios, altivos con sus hábitos blancos y la cruz roja estampada sobre el hombro izquierdo, y tras ellos los dos sargentos vestidos con su atuendo amarronado.

El conde se sentaba junto a ellos, al lado de su esposa y de sus hijos, quienes miraban a Jaime con un aire de envidia y a la vez de admiración, pues lo conocían bien y sabían de su fortaleza y su bondad.

Cuando acabó la oración, el conde se levantó y se acercó hasta la mesa del altar, donde estaban depositados los objetos rituales con los que el joven iba a ser investido caballero. Tras santiguarse, le entregó en primer lugar las espuelas, para que dominara al caballo, después le ofreció el cinturón de cuero, signo de su honestidad y su pureza, a continuación los guantes, señal de fuerza y templanza, y por fin le dio dos golpecitos con su espada sobre los dos hombros, proclamando que desde ese momento Jaime de Castelnou era nombrado caballero, y que por ese honor debería guardar las normas y reglas de la caballería: defender a los desfavorecidos y a los débiles, procurar la justicia y comportarse con honor. Jaime juró hacerlo así y no caer nunca en la felonía.

El conde lo invitó a incorporarse y le dio un emotivo abrazo y un beso en cada mejilla.

—Ya eres caballero —sentenció.

»Y ahora, amigos —alzó la voz para que lo oyeran con claridad cuantos asistían al rito en la capilla—, quiero comunicaros a todos que don Jaime desea profesar en la Orden del Temple. Los hermanos Raimundo Sa Guardia y Guillem de Perelló están aquí para acompañarlo a la encomienda de Mas Deu, donde cumplirá el período de prueba antes de que, como espero, sea admitido como caballero templario. Yo entregaré al Temple treinta florines de oro y dos caballos como dote de mi ahijado.

Los templarios no movieron ni un músculo del rostro ni siquiera cuando escucharon la generosa donación del conde.

Jaime comprendió entonces con claridad. Aquellos seis templarios estaban allí para recoger el dinero y los caballos y escoltarlos hasta su encomienda, y no para acompañarlo a él como guardia de honor.

Capítulo
IV

E
l convento templario de Mas Deu era el más importante de la región, el centro de la encomienda más rica y poderosa del Temple en todo el Languedoc. Había sido dotado con numerosos bienes y donaciones en recompensa por la ayuda que los templarios habían prestado al ejército del papa en la cruzada contra los cátaros, en la que habían intervenido varios de sus escuadrones de caballería. El convento lo conformaban varios edificios cercados por un muro muy alto pero no demasiado grueso, de manera que su función no era defensiva, pues sólo servía para aislar a los llamados freires del resto del mundo. En el centro del complejo se alzaba una pequeña iglesia de planta rectangular y de aspecto macizo; desde el exterior parecía más un torreón que una capilla. A su alrededor se disponían dos amplias salas de características y tamaño similares; una era el refectorio o comedor, a cuyo costado estaba la cocina, y otra el dormitorio, donde se alineaban dos filas de camas pegadas por la cabecera a la pared y separadas una de otra por dos pasos, en uno de cuyos lados se abría una sala más pequeña, a la que se accedía a través de un pasillo, donde descansaban los enfermos y los más ancianos. Frente a la capilla había una construcción de planta circular, cubierta con una bóveda de piedra, en la que se reunía cada domingo el Capítulo de la encomienda para celebrar las sesiones en las que se debatía la administración del convento; en una pequeña estancia anexa, protegida por una gruesa puerta de tablones reforzados con placas de hierro, se guardaba el tesoro de la encomienda y varias cajas con los depósitos en dinero de los nobles y comerciantes que habían confiado su custodia al Temple. El resto de edificios eran almacenes, graneros, bodegas, el dormitorio de los criados, talleres para los artesanos de la Orden y los establos.

Algo más de cien personas vivían en aquella casa, que era como los templarios llamaban a sus conventos. De ellas, sólo diez eran caballeros de hábito blanco y doce sargentos; los demás eran artesanos, escuderos y criados. Por supuesto, dentro de los muros del convento no había ninguna mujer, tal como prescribía la regla.

La comitiva que acompañaba a Jaime de Castelnou entró en el recinto de Mas Deu encabezada por los dos caballeros templarios, que fueron saludados con una reverencia por el escudero que guardaba la única puerta al exterior. Se dirigieron a los establos donde dejaron los caballos al cuidado de los criados y, sin mediar palabra, Raimundo Sa Guardia le hizo una señal a Jaime para que lo siguiera.

Atravesaron el amplio patio alrededor del cual se disponían los edificios más importantes y entraron en una sala que tenía las paredes cubiertas por estanterías y amplios cajones de madera.

—Hermano, éste es Jaime de Castelnou. Desea entrar en la Orden.

Aquel hermano era el pañero, el encargado de todo el equipamiento de los templarios de la encomienda.

—Deja aquí todo cuanto has traído; ahora nada te pertenece, todo cuanto posees es del Temple. Vestirás este hábito y nada más que las prendas que aquí se te entreguen. No añadas ningún adorno ni ningún complemento a tu uniforme, ni siquiera un sencillo cinturón, o serás castigado. Y conserva con cuidado lo que se te confíe, o responderás si haces mal uso de ello.

Jaime recibió una camisa larga de lino, una túnica gris, unas calzas del mismo color, un capote negro de fieltro, unas botas de cuero, un bonete de fieltro y dos cinturones, uno ancho y otro más estrecho.

—Acompáñame —le ordenó Sa Guardia.

—Y no olvides traerme la ropa que llevas puesta en cuanto te pongas el hábito —le dijo el pañero.

Cruzaron de nuevo el patio y entraron en el dormitorio. Era una sala rectangular muy alargada de ocho pasos de anchura por cincuenta de longitud, en la cual se alineaban unas treinta camas.

—A partir de hoy éste será tu lecho. —Sa Guardia le indicó una de las camas, la más cercana a la puerta—. A la hora de acostarte dejarás tu hábito y tu manto colgados de ese gancho —le señaló un pequeño y simple perchero colgado de la pared junto a la cama, que se repetía a lo largo de toda la estancia— y no te quitarás la camisa para dormir, que deberás llevar siempre sujeta con el cinturón estrecho.

«Nuestro comendador es muy estricto con el horario que establece nuestra regla. Tendrás que fijarlo en tu memoria. De momento haz lo mismo que yo; he sido designado como tu preceptor, y por tanto soy el encargado de enseñarte cuanto hay que saber para ser un buen templario. Y por lo que me ha dicho el conde, tú tienes madera para serlo. Pero no confíes en lograrlo fácilmente. Durante varios meses, y si pasas la prueba para el resto de tu vida, vas a ser sometido a una disciplina muy estricta. Habrá momentos en los que desearás marcharte de aquí, y otros incluso en los que renegarás de haber nacido. Ser templario es un alto privilegio que sólo le es concedido a unos pocos elegidos; es el mismo Cristo quien selecciona a los que van a ser sus más fervorosos soldados. Estás aquí para convertirte en un soldado de Dios, y desde este momento sólo a El te debes. Todo cuanto hagas, todo cuanto desees, todo cuanto pienses ha de ser exclusivamente en beneficio y en el nombre del Salvador.

«Desde hoy ya no eres Jaime de Castelnou, sino un aprendiz de caballero de Cristo. Tú no significas nada, no eres nadie; lo único que importa es Dios y el Temple. Tú eres una propiedad del Temple, un instrumento de la Orden. Olvida tu orgullo y tus sentimientos, y piensa sólo en el beneficio de la Orden, en su honor y en su grandeza.

—¿Lo has entendido?

—¿Cuántos superan la prueba? —preguntó Jaime.

—Dios elige al templario y le da la fuerza necesaria para superar tantas renuncias y tantos esfuerzos. Si confías en Dios, si tu corazón está limpio y desea servir a Nuestro Salvador, lo lograrás. Nada más debe importarte.

»Y ahora quítate esas ropas seglares y vístete con el hábito de los novicios; se acerca la hora de la cena, pero antes debemos presentarte al comendador.

Sa Guardia y Castelnou se dirigieron a la sala capitular, donde el comendador y tres hermanos conversaban pausadamente.

—Hermano comendador, éste es el joven Jaime de Castelnou, el novicio recomendado por el conde de Ampurias. Ya está instalado en el dormitorio.

—¿Has tenido buen viaje, hermano Raimundo? —le preguntó el comendador.

—Sí, hermano. En cuanto a la dote del conde…

—Sí, sí, ya me ha informado el hermano Guillem. Los florines están en la cámara del tesoro y he tenido oportunidad de ver los caballos; son magníficos. Los enviaremos en nuestra próxima remesa a Ultramar.

—Acércate, muchacho —le dijo a Jaime.

Castelnou avanzó unos pasos hasta colocarse en el centro de la sala circular.

—Señoría… —balbució.

—No —le cortó tajante el comendador—; aquí somos todos hermanos. No hay señores ni señorías, sino hermanos; sólo nuestro superior, el maestre, debe ser llamado con su título, los demás templarios somos simplemente «hermanos».

—Sí, hermano —acató Jaime.

—De modo que deseas profesar como templario.

—Así es. Mi padre murió en un naufragio en la cruzada que convocó el rey don Jaime el Conquistador, y creo que debo hacerlo para honrar su memoria y cumplir la misión que él no pudo culminar.

—Sí, aquella peligrosa aventura acabó en un tremendo fiasco, yo era muy joven; lo recuerdo bien porque acababa de profesar como caballero de Cristo y me hubiera gustado ir a Ultramar con aquellos valientes, pero la voluntad del Todopoderoso era otra y no quiso que don Jaime viera cumplida su ambición; tal vez con ello castigó los pecados que el soberano cometió a lo largo de su vida.

»He designado al hermano Raimundo Sa Guardia como tu preceptor; deberás obedecerle y aprender de él. ¡Ah!, y cumple estrictamente el horario, la disciplina es uno de nuestros principales valores, y no existe disciplina si no se cumple con rigor el horario que marca nuestra regla.

La cena transcurrió en un estricto silencio. Los caballeros comieron legumbres y pescado asado, y nadie pronunció una sola palabra; lo único que se oía era la voz del hermano lector que, desde un púlpito de madera ubicado en una de las esquinas del refectorio, leía en voz alta una de las cartas de San Pablo.

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