—¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha contado mi hermano; es el cabeza de nuestra familia y un caballero muy prestigioso. Lo ha hecho para prevenirme, porque él es leal a su rey.
—Informaré de esto al maestre.
—Por favor, no le digas que te lo he contado yo —suplicó el joven.
—No lo haré, pero si te enteras de algo más debes informarme de inmediato.
—Así será.
Castelnou reflexionó durante un buen rato. Acudió a la iglesia y se sentó cerca del altar. El día estaba gris y la luz del sol apenas brillaba, pero las vidrieras reflejaban un ilusorio mundo de escenas de colores. Tras escuchar a su joven compañero y conocer los fondos del tesoro, estaba convencido de que Felipe el Hermoso no se contentaría con un nuevo préstamo. Anduvo durante largo rato dándole vueltas a la cabeza sobre qué hacer. Su obligación como templario era informar al maestre de lo que sabía, pero dudaba de que Molay reaccionara de la manera más oportuna y apropiada a los intereses de la Orden. Conforme pasaban los días en París, el maestre demostraba una considerable incompetencia, mayor inoperancia y una enorme incapacidad para atajar los graves peligros que estaban acechando al Temple.
Aun así, Jaime era un templario y se debía a sus votos, y al fin decidió que debía informar a su maestre.
—Tengo noticias de que el rey de Francia está llevando a cabo una campaña para desprestigiarnos; por lo que he podido averiguar, varios agentes reales están difamando a nuestra Orden entre los habitantes de París y de otras ciudades del reino. Según mis apreciaciones, el rey está intentando crear un clima de animadversión hacia nosotros con la intención de acabar con el Temple, o al menos de apoderarse de nuestros bienes.
Jacques de Molay escuchaba atento las palabras de Castelnou.
—¿Cómo sabes que es verdad lo que dices?
—Todo concuerda, hermano maestre. El asesinato del papa, los movimientos de los agentes del rey, sus cuentas… La moneda emitida ha sido disminuida varias veces en su valor en los últimos años, sin que esos remedios hayan logrado ninguna mejora; la gente de las ciudades empieza a pasar hambre. La cosecha de este año ha sido exigua, los almacenes de París carecen de reservas para llegar hasta la próxima cosecha y no hay fondos para comprar alimentos.
—La corona de Francia es rica —alegó el maestre.
—Está llena de deudas a las que no puede hacer frente. Me temo que Felipe el Hermoso no tardará en volver sus ojos hacia las propiedades del Temple.
—¿Qué podemos hacer? —le preguntó Molay.
—Desde luego, sacar el tesoro de la Orden de París y llevarlo a Chipre con el resto.
—Se notaría demasiado.
—No si lo hacemos con discreción. Todos los días entran y salen de esta encomienda varios carros cargados con todo tipo de mercancías; no sería difícil camuflar unas cuantas bolsas de monedas bajo un cargamento de heno o de paja.
Molay meditó unos instantes.
—No. Somos templarios, los mejores soldados de Cristo. El nos protegerá.
—Pero hermano maestre, el peligro…
—No insistas, hermano Jaime. Tal vez algún día ocupes mi puesto y entonces entenderás la razón de mis decisiones. Debo velar por la Orden, pero sobre todo por la cristiandad, a ella nos debemos, y por ella debemos realizar todo tipo de sacrificios. Es mi última palabra.
Castelnou acató la orden de su superior, pero estaba convencido de que la actitud del maestre constituía un grave error.
E
n noviembre, tras una larga espera, fue elegido en la ciudad de Viterbo como nuevo papa Bertrand de Got, el arzobispo de Burdeos, hombre de probada fidelidad a Felipe de Francia.
Al enterarse de la noticia de la elección, Castelnou vio confirmadas todas sus sospechas. El nuevo papa no predicaría ninguna cruzada, no se opondría a los intereses del rey de Francia y no apoyaría al Temple. Los agentes de Felipe, encabezados por el siniestro Guillermo de Nogaret, un jurista que se había convertido en la mano derecha y hombre de confianza del soberano, habían actuado con extraordinaria eficacia.
El nuevo papa adoptó el nombre de Clemente V, y de inmediato comenzó a favorecer todo cuanto supusiera un beneficio para el rey de Francia. A finales de 1305, Felipe el Hermoso hizo declaración solemne y votos de cruzado, como ya hiciera su abuelo, el rey San Luis, pero a la vez pidió al papa que estudiara la posibilidad de que se fusionaran en una sola las grandes órdenes militares de la cristiandad, sobre todo las del Temple y el Hospital, con lo que se conseguiría una mayor efectividad. Eso sí, la nueva y gran orden resultante debería ser dirigida por uno de los hijos del rey.
—Aquí ya no hacemos nada —dijo el maestre a Castelnou—. Encárgate de organizar el viaje de regreso; volvemos a Chipre.
—¿Y el tesoro?
—Se queda en París; está más seguro que en Chipre.
La comitiva templaria regresó a Nicosia en pleno invierno, desafiando las adversas condiciones de navegación que en esa época se suelen presentar en el Mediterráneo. Cuando llegaron al puerto de Limasol, todos dieron gracias a Dios por haberlos protegido en la travesía.
* * *
Entretanto, Felipe el Hermoso seguía adelante con su plan. El taimado Nogaret manejaba los hilos de una trama que cada vez era más tupida. Pero la situación del reino empeoraba por momentos. A comienzos de la primavera de 1306 las provisiones se habían agotado en la mayoría de las ciudades de Francia, y estallaron revueltas en las que la gente, desesperada por el hambre, se lanzó a las calles a protestar contra su rey.
En París, la gravedad de la rebelión fue tal que el mismísimo rey tuvo que correr a refugiarse en el recinto amurallado del Temple; fue allí y en ese momento cuando Felipe el Hermoso, ante el asombro de los hermanos de la encomienda parisina, solicitó ser admitido como miembro honorífico de la Orden. El comendador de París, avalado por todo el Capítulo, rechazó la petición del rey, quien se mostró muy ofendido por ello.
Superadas las dificultades de las revueltas del pueblo parisino, Felipe IV ordenó a sus agentes que incrementaran la difamación sobre el Temple. Los sicarios de Nogaret comenzaron a difundir por tabernas y mercados que los culpables de la carestía y de la hambruna no eran otros que los templarios, que nadaban en la abundancia en sus conventos mientras el resto de la gente pasaba todo tipo de escaseces. Las acusaciones de acumular dinero y alimentos se mezclaron con habilidad con las de la comisión de graves delitos. Un segundo consejero del rey, Pedro de Blois, fue el encargado de escribir unos panfletos en los que se decía que los templarios estaban realizando prácticas de culto al diablo y ritos satánicos, y que Dios estaba castigando por ello a todos los hombres. Seis meses después de que Molay, Castelnou y el resto de la comitiva regresaran a Chipre, se presentó en Nicosia un correo templario con una carta del comendador de París para el maestre Molay. El portador de la misiva era Hugo de Bon, el joven templario que confesara a Jaime las intenciones del rey de Francia.
El informe que portaba Hugo de Bon era demoledor. Durante la primavera de 1306 Guillermo de Nogaret y Pedro de Blois había movilizado a decenas de agentes para calumniar y difamar al Temple; en panfletos distribuidos por todas partes se decía que los templarios constituían una secta satánica en la que los neófitos eran obligados a escupir sobre el crucifijo, a blasfemar, a practicar actos de homosexualidad y a venerar a ídolos demoníacos, delitos que la Iglesia castigaba con la muerte.
Ante el Capítulo de la Orden reunido en Nicosia, Hugo de Bon mostró uno de aquellos panfletos. Molay lo examinó detenidamente, hizo que Castelnou lo leyera en voz alta y luego preguntó si estaba firmado.
—No, hermano maestre, es un escrito anónimo —dijo Jaime.
—En ese caso, ha podido escribirlo cualquiera —supuso Molay.
—Pero se han distribuido cientos, tal vez miles de ellos en todas las ciudades del reino de Francia; eso sólo han podido hacerlo gentes al servicio del rey —alegó Hugo de Bon.
—¿Tienes pruebas fidedignas de que ha sido así? —le preguntó Molay.
—Hay muchas evidencias, hermano maestre.
—Quiero pruebas, testigos, firmas…
—En París todo el mundo sabe que es el rey quien ha inspirado y consentido esta campaña —insistió Hugo.
—Sin pruebas nada podemos hacer. Además, se asegura en ese informe que el rey solicitó entrar en el Temple, y que el Capítulo de París le negó la petición. No es lógico que pida ingresar en una Orden a la que por otro lado quiere desprestigiar de semejante modo. ¿No crees?
—Esa petición fue una estratagema, una burla. La hizo cuando estaba a nuestra merced, refugiado en nuestra casa de París para protegerse de la multitud que quería lincharlo. De no haber sido por el Temple, Felipe el Hermoso estaría muerto.
«Además está ese malvado de Nogaret…
—Es un fiel consejero real.
—Si me permites, hermano maestre, te diré que estudió leyes en Montpelier, en el país de los cátaros, y que fue escalando puestos hasta que el rey le encomendó acabar con el papa Bonifacio VIII. Se dice de él que es hijo de un hereje cátaro y que por ello ha jurado destruir a la Iglesia, o al menos hacerle todo el daño que pueda. Es un hombre lleno de ambición que no se detendrá ante nada para lograr sus propósitos. —El joven Hugo de Bon hablaba con la contundencia y la seguridad de quien está convencido de decir la verdad.
—Haz caso al hermano Hugo, hermano maestre, nuestra Orden está en un grave peligro. Nogaret es un individuo demasiado peligroso —terció Castelnou.
—Debemos confiar en Dios; somos sus soldados y estamos a su servicio. Nuestro Señor y Su madre la Virgen no consentirán que nos ocurra ningún daño —aseveró Molay.
A
fines del verano unos mercaderes fieles al Temple llegaron a Nicosia con un nuevo mensaje del comendador de París. En él se decía que corrían por toda Francia rumores sobre las actividades heréticas de los templarios, y que ya se habían extendido a otras naciones de la cristiandad. Molay reunió al Capítulo de la Orden en Nicosia, ante el cual Castelnou fue el primero en hablar.
—Ya no se trata de unos comentarios aislados en una taberna de París pronunciados por un borracho. Los agentes del rey de Francia están calumniando a nuestra Orden por todas partes. Las acusaciones que se nos hacen son gravísimas; se nos tilda de altaneros y orgullosos, de acumular riquezas a costa de la pobreza de los demás cristianos, de practicar ritos secretos, y de Dios sabe cuántas falsedades más. Todas estas mentiras han calado al parecer entre las gentes sencillas, que han comenzado a mirar al Temple como a su gran enemigo. El rey de Francia está haciendo todo lo posible para poner a la cristiandad en nuestra contra —dijo Castelnou.
—¿Con qué motivo crees que lo hace, hermano Jaime? —demandó el maestre.
—Es evidente, hermano maestre, que ambiciona nuestras propiedades, nuestro tesoro, y no se detendrá hasta conseguirlos. Hemos sabido que a comienzos del mes de julio Felipe el Hermoso expulsó a los judíos de su reino, y lo hizo para apropiarse de la mayoría de sus bienes. ¿Sabéis, hermanos?, creo que con el Temple hará lo mismo.
—Los judíos asesinaron a Nuestro Salvador, nosotros los templarios somos sus soldados; existe una enorme diferencia entre ambos —intervino Molay.
—Para un hombre tan codicioso como el rey francés, no. En los judíos no ha visto unos enemigos de la fe cristiana, sino una fuente de ingresos para sus arcas; en nosotros no verá a los defensores de la religión cristiana, sino a los propietarios de unos bienes que ambiciona. El color y el valor de la plata y del oro de los judíos y de los templarios es el mismo. Lo que les ha ocurrido a los judíos no es sino el precedente de lo que nos pasará a nosotros si no reaccionamos —señaló Castelnou.
Entre los templarios asistentes al Capítulo se extendió un rumor que Molay acalló de inmediato.
—Silencio, hermanos. El papa Clemente acaba de enviar una misiva en la que nos cita en Poitiers a mí y al maestre del Hospital para mediados del mes de noviembre de este año. En la misma indica que es su deseo la fusión de nuestras dos órdenes en una sola, y nos pide que preparemos sendos informes sobre esta cuestión. Por tanto, partiré de inmediato hacia Francia; vendrán conmigo veinticinco caballeros, cincuenta sargentos, cien escuderos y doscientos sirvientes. Viajaremos con todo el boato posible. Hemos de mostrar en todas las tierras que atravesemos que el Temple sigue siendo poderoso y fuerte.
* * *
—Se equivoca, el maestre se equivoca. Cuanta mayor sea la ostentación con la que aparezcamos ante la gente, mayor será su rencor hacia nosotros. Ese ha sido tal vez el principal error del Temple: vivir al margen de la gente cristiana a la que juramos defender. Hemos seguido la regla de San Benito desde nuestros orígenes, pero no nos dimos cuenta de los cambios que se produjeron en la cristiandad. Sólo los observó y supo entenderlos Francisco de Asís. —Jaime de Castelnou comentaba la resolución del maestre con Hugo de Bon una vez finalizada la sesión del Capítulo.
—¿Abogas por una Iglesia de los pobres, como los herejes Dulcino o Pedro el Ermitaño? Eso es una herejía —preguntó extrañado Bon.
—No, claro que no. Dios ha puesto en la tierra a cada hombre en su sitio, y el plan de Dios debe cumplirse, pero Su hijo Jesucristo nos ordenó practicar la caridad, aunque tal vez no le hayamos hecho demasiado caso.
—Nosotros damos de comer a muchos pobres en nuestra casa de París.
—Sí, es uno de los preceptos de la regla, pero fíjate, hermano, en las enormes riquezas que atesoran algunas abadías y catedrales.
—El Temple también dispone de un gran tesoro.
—Ya no es tan grande, te lo aseguro, pero sólo se emplea para mayor gloria de Cristo, para rescatar cautivos y para luchar en defensa de la cristiandad. Al profesar en la Orden juramos el voto de pobreza, junto con los de castidad y obediencia, pero el primero es el de pobreza. Cuando un hombre decide hacerse templario sabe que debe renunciar al mundo, a sus riquezas, al placer de las mujeres, a su propia voluntad. Sólo somos humildes siervos y pobres caballeros de Cristo y de su Iglesia… Así ha sido y así debería haber seguido siendo, pero nos hemos alejado demasiado de las cosas de este mundo.