—¿A nuestros hermanos?, ¿sospechas de ellos?
—Su tesorero, Hugo de Peraud, prestó dinero a Felipe sin tener en cuenta las consecuencias.
—¿Peraud…, Hugo de Peraud, no fue quien compitió contigo por el cargo de maestre?
—El mismo. Yo jamás hubiera querido dirigir la Orden; sé que no estaba lo suficientemente preparado, pero varios hermanos me convencieron alegando que si Peraud se convertía en maestre el Temple quedaría a merced del rey de Francia. Hubo que pugnar duro y convencer a algunos hermanos… ¿Lo recuerdas? Tú fuiste el comendador de aquella elección. ¿Vas comprendiendo…? No queríamos que el cargo recayera en un títere del rey de Francia, y por eso quisimos que fueras tú quien dirigiera aquel proceso, porque sabíamos que tu corazón era limpio y tu voluntad insobornable. Y así fue. El hermano Ainaud de Troyes me confesó, una vez concluido el proceso de mi elección, que actuaste siguiendo siempre el interés de la Orden.
—Pero yo no sabía nada de todo esto. —Castelnou no le dijo que en el momento de decantarse por uno de los candidatos lo había hecho por Molay, aunque lo consideraban hombre de poca inteligencia, porque creía que era el más capaz para continuar la guerra contra los musulmanes en Tierra Santa.
—¡Qué importa! Tú fuiste quien proclamó mi nombre como maestre; con ello salvaguardaste la independencia de la Orden.
»Por eso debes investigar ahora cuál es la actitud de nuestros hermanos templarios de París. Tengo la sospecha de que alguien de esta casa informa a Felipe el Hermoso de cuanto aquí sucede. Averigua lo que puedas y mantenme informado.
Molay volvió a tomar el Grial de las manos de Castelnou, lo envolvió en el lienzo y lo guardó en la arqueta de plata y oro.
—¿Estás convencido de que ese cáliz es el verdadero Santo Grial? —le preguntó a Molay.
—Lo ha sido para los hermanos que nos han precedido, y eso es suficiente para mí. Y ahora, continuemos con nuestra tarea, seguimos siendo templarios sometidos a la regla.
L
as calles de París estaban llenas de barro. El final de la primavera estaba siendo muy lluvioso y en los tramos más cercanos al río el concejo de la ciudad había tenido que colocar pasarelas de madera para que los transeúntes pudieran caminar sin que se hundieran en el lodo hasta las rodillas.
Hacía varios días que Castelnou deambulaba por esas calles intentando recabar cualquier información para preparar la defensa contra los rumores que difundían los agentes del rey acerca de los templarios. El joven templario Hugo de Bon le había dado una lista con los lugares en los que podría ser más fácil encontrar lo que buscaba. Con permiso del maestre, se vestía cual un comerciante más y recorría los mercados y las tabernas intentando hacer oídos a cuanto se decía sobre el Temple.
Tras varios días con resultados infructuosos, al fin escuchó en una taberna del burgo de Saint-Denis una conversación que parecía interesante. Dos individuos de aspecto elegante debatían en una de las mesas de la taberna, junto a la que ocupaba Castelnou mientras comía un pedazo de venado asado y un poco de queso y bebía una jarra de vino, sobre los pecados atribuidos al Temple. El de más edad de los dos aseguraba con vehemencia que los templarios eran siervos del demonio, y que habían engañado a los buenos cristianos durante años y años, robándoles su dinero y enriqueciéndose a costa de los hombres de buena voluntad que les habían dejado en herencia sus bienes porque creían que así contribuían a la defensa de la fe cristiana y de la Iglesia.
—Son herejes, malditos seguidores del diablo, perversos criminales que profanan templos, blasfeman y obligan a los novicios a cometer graves pecados contra la natura —dijo aquel hombre, y lo hizo en voz tan alta que parecía evidente que su intención era que lo escucharan cuantos estaban en aquella taberna.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el más joven, asimismo a voz en grito.
—Todo el mundo conoce la verdadera faz de esos templarios. ¿No es así? —preguntó dirigiéndose ahora a las dos docenas de clientes que había en ese momento en el local, donde solían recalar muchos comerciantes en viaje de negocios a París—. ¿Alguien duda de la maldad de esos ufanos caballeros de blanco?
—¿A qué os referís señor?, soy extranjero y no sé nada de ese asunto —preguntó Castelnou intentando simular ignorancia.
—¿De dónde sois vos? —le preguntó.
—Soy catalán, del condado de Ampurias. Estoy de viaje en París para comprar ungüentos aromáticos y perfumes. Os he oído y me habéis dejado muy preocupado, pues parte del dinero de mi compañía está depositado en un convento del Temple en Barcelona; el tesorero me ha garantizado su plena disponibilidad en cualquier momento.
—Perdonad, señor, pero os están engañando. Esos templarios son malvados herejes que viven en connivencia con los sarracenos de Ultramar.
—¿Conocéis Tierra Santa? —le preguntó Castelnou poniendo cara de ingenuo.
—No, pero todos cuantos allí han estado saben que si se perdió Jerusalén fue a causa de la traición de los templarios.
—Pero me han dicho que muchos de ellos han muerto luchando por la fe de la Santa Madre Iglesia.
—Bueno, eso es lo que sus sicarios se han encargado de contar para que lo creamos aquí; en realidad, los templarios son unos perros cobardes que han vendido Jerusalén y Acre a cambio de unas bolsas de monedas de oro.
—Pero he oído por ahí que el rey de Francia ha confiado su tesoro a los templarios, y que las joyas de la corona de Francia se guardan en el convento del Temple en París —alegó Castelnou.
—Sabéis demasiado para ser un mercader extranjero.
—Bueno, me gusta informarme antes de hacer negocios. Pregunté sobre la solvencia del Temple y eso es lo que me dijeron. Si un rey le confía su tesoro a alguien, no parece que ese alguien sea de temer.
Castelnou advirtió que la mayoría de los clientes parecían mostrarse de acuerdo con sus argumentos.
—El rey, nuestro señor, sabe lo que hace; pero creedme, amigo catalán, esos templarios son sicarios del mismo demonio, hijos de Satanás.
Apenas quedaba asado y queso en el plato y un poco de vino en la jarra; Castelnou dio los últimos bocados y apuró el vaso.
—Señores, quedad con Dios —dijo mientras se levantaba.
—¡Aguardad un momento! —exclamó el hombre que había dialogado con él—. Los parisinos somos gente hospitalaria, os acompañaremos al lugar donde os hospedáis. Por lo que parece, vais a pie, podemos acompañaros.
—Os lo agradezco, pero no es necesario. Tengo la tarde libre y me gusta pasear un rato después de comer.
—Insisto, señor.
La situación se volvió de pronto tensa. Jaime de Castelnou comprendió entonces que aquellos dos hombres eran agentes del rey y que había cometido un error al no haberse dado cuenta antes de ello. Además, aunque se había recortado la barba hasta dejarla no más larga de un dedo y se había dejado crecer el cabello, su aspecto estaba más próximo al de un templario que al de un mercader.
—Ya os dije que no es necesario.
Los dos hombres se acercaron de manera amenazante hacia Jaime.
—¿Tenéis algo que ocultar? —le preguntó el de mayor edad.
El tabernero hizo un gesto y los dos criados que servían las mesas salieron del local para regresar de inmediato armados con sendas gruesas varas. Los clientes asistían en silencio a la escena.
—No, nada en absoluto, pero creo que vos sí.
Aquella respuesta de Castelnou causó desconcierto en el agente real.
—¿A qué os referís?
—Vamos, no tratéis de disimular. Sois perfumero, lo he notado enseguida, y tratáis de convencerme para llevarme hasta vuestra tienda para venderme vuestros productos. Está bien, veámoslos; os acompañaré, pero os aseguro que soy un experto en perfumes, de modo que no intentéis engañarme ofreciéndome algalia de gatos de primera calidad, cuando en realidad está mezclada con aceite de áloe, o almizcle de buey como si fuera de castor; conozco bien esos trucos.
Los dos agentes del rey no supieron qué decir. El mesonero hizo una nueva indicación a los criados y éstos se retiraron enseguida.
—Dejadlo estar. Que tengáis una buena estancia en París, y recordad lo dicho: los templarios son hijos del diablo; procurad no hacer negocios con ellos.
Castelnou respiró confiado; por un momento se había visto metido en un enorme lío del que había podido salir con habilidad. Desde entonces debería andar con mucho más cuidado. Salió de la taberna y se dirigió de regreso al Temple, dando un rodeo y comprobando cada cierto tiempo que nadie lo seguía. Lo que había salido a comprobar era cierto: agentes del rey estaban difamando a los templarios para predisponer a la población contra ellos. Quedaba claro que Felipe de Francia algo estaba tramando; Castelnou se propuso averiguar el qué.
* * *
—¿Existe alguna manera de infiltrarse entre los agentes del rey, hermano Hugo? —le preguntó Castelnou a Bon ya de vuelta en el convento.
—No es fácil. Nogaret es un personaje muy astuto y está siempre atento a cualquier cosa que suceda en París. Suele supervisar personalmente todo cuanto es de su incumbencia, e incluso lo que no lo es.
—De acuerdo, pero ¿puede hacerse?
—Es peligroso. Además, yo no confiaría en todos los hermanos de la Orden en París.
—¿A qué te refieres?
—Hace años que las encomiendas de Francia no envían caballeros a Ultramar; los jóvenes somos ya muy pocos en el Temple; la mayoría son veteranos cansados o ancianos inanes, y los que se han incorporado en los últimos años ya no conocen el espíritu de lucha que os sostiene a los que todavía estáis allá. Cuando me hablabas de vuestras batallas contra los musulmanes me sonaba a algo lejano y ajeno. A los nuevos templarios ya no nos educan como antes. Ahora somos algo así como usureros sin escrúpulos y hombres de negocios que vivimos en un convento y cumplimos una regla monacal, pero las viejas ideas y las nobles ilusiones del Temple ya no se inculcan en nosotros. Por eso, muchos hermanos están más cerca del rey de Francia, que del maestre Molay.
»No obstante, nuestro comendador en París tiene relaciones y contactos suficientes como para que pudieras infiltrarte entre los hombres de Nogaret, pero no seria capaz de garantizar que alguno de nuestros propios hermanos no te delatara.
—Correré el riesgo. Lo que verdaderamente importa ahora es conocer los planes del rey y saber si corre peligro la Orden —asentó Castelnou.
—Si te descubren, date por muerto.
—Hace tiempo que he asumido mi muerte; desde que salí vivo de Acre, hace ya varios años, cada día que pasa es un regalo del Señor. Además, tal vez yo sea el último de los hermanos que fue educado al viejo estilo templario, y todavía creo en que el sacrificio personal es necesario si ello sirve para beneficio de los demás.
—A mí jamás me enseñaron eso —dijo Hugo de Bon—. En fin, ¿cómo quieres presentarte ante Nogaret? Habrá que idear un buen argumento.
—Creo que lo tengo. Si no me han informado mal, hace un año fueron expulsados de Francia los judíos mediante una orden personal del rey. ¿No es así?
—Sí, así es. Felipe el Hermoso dictó el decreto de expulsión de los hebreos de todos sus dominios, y lo hizo para quedarse con todos sus bienes y propiedades, y además también con lo que se le debía, de modo que nobles y comerciantes que adeudaban dinero a los judíos pasaron a debérselo de un día para otro al rey. El negocio que hizo Felipe fue extraordinario.
—Me haré pasar por agente secreto del rey Jaime en viaje a París para informarse sobre cómo se expulsó de Francia a los judíos para hacer lo mismo en Aragón.
—Eso es muy complicado.
—Tanto como convertir a un templario en un comerciante catalán en El Cairo; y créeme, hermano Hugo, que yo lo he hecho.
—Pero tus credenciales…
—Imagino que en este convento habrá escribanos lo suficientemente expertos como para falsificar un diploma con el sello del rey de Aragón.
—Sí, creo que sí.
—Pues vamos a ello.
L
astelnou informó al maestre Molay sobre su plan, y éste asintió. Una vez más el templario se rasuró por completo la barba y se dejó crecer el cabello de la cabeza. En la escribanía del convento de París un escribano redactó un documento en el que el rey Jaime de Aragón presentaba al portador del mismo, el notario real Jaime de Ampurias, como su embajador secreto ante el rey de Francia, con el encargo de interesarse por el proceso de expulsión de los judíos de los dominios de su majestad don Felipe.
Vestido con ropas seglares de gran calidad pero nada ampulosas y a lomos de un buen caballo, Jaime de Castelnou se presentó en su nueva identidad de Jaime de Ampurias a las puertas del castillo-palacio del Louvre de París, la residencia del rey de Francia. Los guardias de la puerta le dieron el alto y le conminaron a marcharse, pero el templario sacó de una bolsa de cuero el pergamino con su salvoconducto falsificado y al desplegarlo, con el gran sello de lacre rojo pendiente, quedaron impresionados.
—Soy embajador plenipotenciario de su majestad don Jaime, rey de Aragón, de Valencia, de Murcia, de Sicilia, de Cerdeña, duque de Atenas y de Neopatria y conde de Barcelona.
Aquella retahíla de títulos todavía les impresionó más. Uno de los soldados fue a llamar al capitán de la guardia.
—Señor, dice uno de mis hombres que sois embajador del rey de Aragón. ¿Tenéis credenciales?
—Por supuesto, vedlas vos mismo.
Castelnou tendió el pergamino al capitán, que lo tomó y lo observó dubitativo. El templario se dio cuenta enseguida de que aquel tipo apenas sabía leer.
—Humm…, sí, sí, así lo parece.
—Mirad ahí abajo, en la última línea; ahí tenéis la suscripción auténtica de mi señor el rey don Jaime, y su sello real, como veo que ya habéis comprobado.
—Ejem…, de acuerdo, pasad.
Jaime arreó su caballo y entró en el patio del palacio, donde descabalgó y entregó las riendas a un criado.
—Cuídalo bien, es propiedad del rey de Aragón —le dijo.
El capitán acompañó a Castelnou a través de un largo pasillo hasta una estancia en la que varios escribas estaban redactando documentos de la cancillería real de Francia. Se dirigió a uno de ellos y le susurró unas palabras al oído.
—Me dice el capitán que sois embajador del rey de Aragón; ¿cómo no hemos sabido antes nada de vuestra llegada? Vuestra manera de irrumpir aquí me parece muy extraña.